De Oñate a la Granja/XII
XII
Iglesias se reía, ocultando con el humorismo su tristeza. «¿No nos vendría bien a los dos -prosiguió el presbítero-, volver a nuestra jurisdicción, yo a mi clerecía y al humilde magisterio de retórica, usted a la paz de su Daimiel? Diría usted con el gran poeta:
¡Oh campo, oh monte, oh río,
oh secreto seguro deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.
Y a mí me tocaría decir con el mismo poeta, volviendo la espalda al tráfago social:
No condeno del mundo
la máquina, pues es de Dios hechura:
en sus abusos fundo
la presente escritura,
cuya verdad el campo me asegura».
Interrumpió esta grata y al propio tiempo triste conferencia, la llegada de una esquela para D. Pedro, la cual bruscamente llevó la atención de entrambos a negocio de mayor interés. La letra del sobrescrito revelaba la mano de Calpena. Hillo se puso de veinticinco colores previendo una nueva desdicha que llorar, y rogó a Nicomedes que leyese, pues él sentía gran debilidad de vista y de cerebro. Iglesias leyó: «Amado clérigo, mi dulce amigo, perdóname si me ausento sin despedirme. La despedida sería harto penosa, y en ella, si mi locura se viera combatida por tu razón, todos los esfuerzos de esta serían inútiles, y prefiero que mi desobediencia no vaya precedida de una discusión inútil. Me voy. ¿A dónde? Ya te lo diré. He averiguado dónde está el único fin de mi vida, y tras ese fin sin fin corre mi destino ciego... Nunca te olvida tu -Fernando».
«Y con su poquito de culteranismo -dijo Iglesias dejando la carta sobre la mesa-. Ese chico está más trastornado que nosotros.
-¡El romanticismo, el gran monstruo, es la tromba que a todos nos arrastra! -exclamó D. Pedro dando un gran suspiro-. Bien, hijo, bien: la noticia no me coge de nuevas. Me lo temía. El destino sobre todo... Arrojémonos a los profundos abismos, pues así lo quiere Dios... Dios, sí, que obra suya es el romanticismo, como lo es la vida clásica... Bien, hijo, bien: vete en busca de tu ídolo, y que Dios te ampare y te guíe por ese despeñadero. Y bien mirado, si eres nacido de esa, vale más que huyas y desaparezcas... Deshonra por deshonra, no sé con cuál me quede... Pero si me engañó el maldito gitano, si no es esa, sino aquella... Dios decidirá de tu suerte y de la mía. Venga la luz, y cualquiera forma que traiga la verdad, admitámosla y acatémosla».
Poco después manifestó deseos de vestirse y echarse a la calle: sentía vivas ganas de dar un paseo. No se brindó Nicomedes a acompañarle, porque tenía que acudir al trajín político, ver a Salustiano, recorrer tres o cuatro redacciones, los dos Estamentos y otros lugares donde hervía la actualidad, y había que comerla calentita. Era hombre que cuando estaba dos horas sin politiquear no vivía, le faltaba el aire respirable: tan profundamente metido en el alma tenía el nefando vicio. Se fue, mientras el otro se vestía presuroso, ávido de rodar por esos mundos en busca de la puerta de su porvenir, que ni cerrada ni abierta encontraba ya. Ocurrió en aquellos días la caída de Mendizábal, suceso que no se efectuó sin estruendo. Aunque en Palacio le tenían sentenciado desde Marzo, y estaba hecha ya la cama para Istúriz, se esperó una coyuntura decorosa, la propuesta de nombramientos militares para las Inspecciones de Milicias, Infantería y Artillería. Desconforme Su Majestad con los Ministros, puso a estos en el caso ineludible de presentar sus dimisiones. Mendizábal soltó la caña del timón, que había tenido en su mano durante siete meses, y empuñola Istúriz, cuya vida ministerial había de ser aún más corta.
Así hemos venido todo el siglo, navegando con sinnúmero de patrones, y así ha corrido el barco por un mar siempre proceloso, a punto de estrellarse más de una vez; anegado siempre, rara vez con bonanzas, y corriendo iguales peligros con tiempo duro y en las calmas chichas. Es una nave esta que por su mala construcción no va nunca a donde debe ir: los remiendos de velamen y de toda la obra muerta y viva de costados no mejoran sus condiciones marineras, pues el defecto capital está en la quilla, y mientras no se emprenda la reforma por lo hondo, construyendo de nuevo todo el casco, no hay esperanzas de próspera navegación. Las cuadrillas de tripulantes que en ella entran y salen se ocupan más del repuesto de víveres que del buen orden y acierto en las maniobras. Muchos pasan el viaje tumbados a la bartola, y otros se cuidan, más que del aparejo, de quitar y poner lindas banderas. Son, digan lo que quieran, inexpertos marinos: valiera más que se emborracharan, como los ingleses, y que borrachos perdidos supieran dirigir la embarcación. Los más se marean, y la horrorosa molestia del mar la combaten comiendo; algunos, desde la borda, se entretienen en pescar. Todos hablan sin término, en la falsa creencia de que la palabra es viento que hace andar la nave. Esta obedece tan mal, que a las veces el timonel quiere hacerla virar a babor y la condenada se va sobre estribor. De donde resulta ¡ay! que la dejan ir a donde las olas, el viento y los discursos quieren llevarla.
Aquella noche hubo en los clubs grande algarada. En el Estamento mismo, no faltó quien propusiera destronar a la Reina sin pérdida de tiempo, y crear una Regencia de otro sexo. Las logias ardían; los círculos de la Milicia Nacional eran verdaderos volcanes; el nuevo Gobierno, apoyado en la guarnición, tomó sus medidas para reprimir cualquier algarada, y preparaba el decreto para disolver las Cortes, elegidas el mes anterior. ¡Y hasta otra!
En casa de Seoane, a donde fue Nicomedes por la noche, vio este a Mendizábal, que recibía parabienes por su caída. La adulación de unos, la cariñosa amistad de otros, quería pintarle su muerte como su mejor vida, su batacazo político como un éxito evidente. Iglesias no vaciló en felicitarle también, augurándole una resurrección como la del Fénix; pero el despedido Ministro no daba gran valor a estos consuelos, y se aferraba más a la idea de abandonar un terreno en el cual no sabía moverse con desembarazo. Entre otras cosas, dijo estas palabras, que como textuales se copian aquí: «Yo no soy hombre de partido; la prueba es que el que se decía mi partido me ha abandonado: ¿y por qué? Porque he sido y soy y seré independiente: esta es mi gloria».
Y en un grupo que se formó después, agregándose varias señoras, repitió el grande hombre lo de los ochocientos reales que le bastaban para vivir con su familia en el cottage que poseía a noventa millas de Londres. También dijo esto, que es histórico y consta como en escritura: «Si tuve ambición de ser Ministro, ya lo fuí; y si hacemos el inventario, me parece que estamos mejor que lo estábamos cuando me hice cargo, en Septiembre. Conmigo traje mucho; conmigo no llevaré nada más que ojos para llorar la desgracia de mi inocente familia, a quien por la cuarta vez he arrebatado cuanto le pertenecía. Mis enemigos me llaman honrado y patriota, y esto no es flojo consuelo. Conserve yo tales motes, y todo lo demás nada me importa».
Hablando con el propio Nicomedes y con Olózaga, que vaticinaban una trifulca próxima, y con ella la segura rehabilitación del partido de Mendizábal y su nuevo llamamiento al poder, se mostró escéptico, desilusionado, sin entusiasmo por los pronunciamientos y sediciones, y sin malditas ganas de volver a empuñar el timón de bajel tan desconcertado y peligroso. «Siempre que mi patria me llamó -dijo, y esto es también textual-, me encontró. Nada quise, nada recibí, nada recibiré. Tengo parientes aptos para los empleos públicos: no los han obtenido; y para que no me llamen descastado, les formé un capital de mi pensión por lo que me pedían. En mi retiro, en mi rincón seré siempre feliz, y podré decir: Hice lo que pude, lo que debí; nada le he costado a mi patria».
A la una próximamente se retiró a su casa, cuya escalera subió meditabundo, triste. Su amor propio se resentía de la conmoción del porrazo. Creíase capaz aún de grandes cosas, y el no poder realizarlas, ni siquiera emprenderlas, le inspiraba coraje de sí mismo y lástima de la nación que tal hombre se perdía. Reconociendo sus errores, sus inexperiencias, de unos y otras se lamentaba en el sombrío examen de su caída. ¡Oh, si se pudiera empezar de nuevo!... Pensando en su fama, en la gloria que ambicionaba, no vio muy claro su nombre en las doradas páginas de la Historia. Pensó también en las calumnias con que le había obsequiado el vano vulgo antes de su fracaso, y se dijo: «A estas horas no habrá un solo español que crea que entro en mi casa con las manos absolutamente limpias... Por Dios que tan limpias las habrá, pero más no». Al verle salir de casa de Seoane, Joaquín María López había hecho con cuatro palabras el exacto retrato del Ministro de la Desamortización: «Alma candorosa y apasionada, cabeza fecunda en recursos, corazón a la vez de héroe y de niño».
Traspasada la puerta de su morada, recibió, como una onda salutífera, el embate de calor doméstico. Niños, mujeres, salían a su encuentro, personas queridas, deudos y parientes. Entre la turbamulta distinguió una modesta figura, un anciano, que en último término permanecía, medroso de avanzar a saludarle: era Milagro. Al reconocerle, no sin dificultad, pues no había exceso de luz en el recibimiento, D. Juan de Dios expresó contrariedad y lástima... «¡Por Dios, Milagro, usted aquí todavía! Cuando le dije que se pasara por mi casa esta noche y me aguardase en ella, no contaba con esta inesperada cena en casa de Seoane. Dispénseme, amigo mío. Le he dado a usted un plantón horroroso.
-No importa, señor -dijo Milagro humilde y atento-. Mucho gusto en servirle.
-¿Desde qué hora está usted aquí?
Desde las ocho, señor.
-¡Y es la una! Carambo... Dispénseme.
-No importa, señor...
-Carambo, es usted el empleado no importa.
-Dice bien vuecencia: ese es mi lema... Las infinitas cesantías que he padecido me han obligado a adoptar esa fórmula de resignación.
-Pues ahora... Cuando las barbas de tu vecino veas arder...
-Sí, señor: ya... ya he puesto las mías de remojo.
-Será Ministro de mi ramo el Sr. Aguirre Solarte, buena persona... Agárrese usted como pueda... Bueno, pues no quiero detenerle más. Un momento, Sr. Milagro».
Hízole pasar a su despacho, y en pie los dos, el caído Ministro dijo al vacilante funcionario: «Pues le he mandado venir a usted porque pienso utilizar sus servicios en trabajos que preparo para la defensa de mi gestión ministerial, si, como presumo, soy atacado y acusado con mala fe... Y por de pronto, antes de encargarle las copias de estados y documentos que tengo ya en casa, me hará usted un favor de otra índole.
-Vuecencia me tiene a su disposición para todo.
-¿Conoce usted a ese Maturana, diamantista que fue de Palacio?...
-Es grande amigo mío.
-Perito en alhajas, tasador, comerciante...
-Y hombre de gran conocimiento en todo lo concerniente a pedrería y metales preciosos... muy relacionado con la Grandeza, con los marchantes extranjeros... Trabajó treinta y tantos años para la Casa Real.
-Y le despidieron el año 14 por afrancesado, por amigo de Godoy... no sé por qué ni me importa. Vamos al caso. Puesto que es tan amigo de usted, búsquele mañana mismo. Le dice usted que Mendizábal desea hablarle... tener con él una conferencia...».
Dicho esto, el ex-Ministro permaneció un momento taciturno, fija la mirada en el suelo, oprimiéndose con dos dedos el labio inferior...
«Conferencia, sí... que hablaremos detenidamente de un asunto...
-Bien, señor. Mañana, de nueve a diez, estaré en su casa.
-Y si accede, como creo, me le trae usted... No saldré de aquí hasta las doce».
Con esto quedó despachado el buen Don José. Al despedirle, D. Juan Álvarez Mendizábal le vio con pena salir... Era el Ministerio, la poltrona, la oficina, el diario trajín político, que cesaban, se perdían en una triste lontananza absorbidos por el pasado. Suspiró D. Juan... ¡Carambo, qué importaba! Mejor: salía del país y entraba en la familia.