VIII

El primer amigo con quien tropecé en los pasillos fue Moreno Rodríguez, a quien debí las referencias que me dieron un rumbo fijo en la corriente histórica. Díjome que las mayores dificultades acumuladas sobre el Gobierno Castelar provenían de la inquietud de los Intransigentes y de la cuestión de los obispos. «Ya sabes -añadió- que sin aquiescencia de Roma nombraron Arzobispo de Cuba al padre Llorente, íntimo de Martos, y Obispo de Cebú al amigo Alcalá Zamora, demócrata de buena cepa, que siendo diputado en las Constituyentes del 69 votó la Libertad de Cultos vestido de clérigo. Sabes también que el Papa se negó a preconizar a estos prelados, y que han pasado largos meses sin que el Gobierno español y el Vaticano se entiendan».

-Ya, ya lo sé -contesté yo-. Dicen que Pío IX está afligidísimo.

-Naturalmente -repuso mi amigo-; lo está siempre que no puede tener a los países católicos bajo su sandalia. El nuestro se las mantiene tiesas con Roma desde el 68, y por eso el Pontificado ha tenido que cantar la palinodia, conviniendo un modus vivendi con el Gobierno Castelar para la provisión de las mitras vacantes, que son muchas. Los jesuitas querían que el Papa nombrase los nuevos obispos arrebatando al Gobierno el derecho de presentación, y hasta tenían preparada una hornada de clérigos carcundas para encasquetarles la mitra. Pero Masttai Ferretti vio que mermaban los chorros del dinero de San Pedro, y acabó por entenderse bonitamente con la República española. Esto es un éxito indudable del Gabinete Castelarino, ¿no te parece, querido Tito? Pues verás qué amarguras y contratiempos le aguardan al bueno de don Emilio. Salmerón está que echa bombas, y me parece que oigo ya los ruidos lejanos de la tempestad que se acerca.

Poco después di de manos a boca con Pablito Nougués, que compartía con Eugenio García Ruiz el fervor unitario. De lo que me contó el inteligente y simpático periodista, redactor-jefe de El Pueblo, deduje que la eterna discordia entre unitarios y federales era por aquellos días violentísima. La más clara expresión del odio que unos a otros se tenían es la frase pronunciada por un rabioso Intransigente: «Entre una República que no sea Federal y la Monarquía, preferimos la Monarquía». Este relámpago no fue el último que me deslumbró aquella tarde en la cálida atmósfera del Congreso.

En diferentes grupos, donde encontré amigos muy queridos, pude oír el retumbar horrísono de la tempestad que se aproximaba. Salmerón, ya muy esquinado con el Gobierno, estimando el Modus Vivendi episcopal supremo error y violación del credo republicano, escogió este tema para cantarle a Castelar el De profundis y dar con él en tierra.

Una Comisión de diputados se acercó a don Nicolás, rogándole que depusiera su actitud contra el Gobierno. Mas no lograron rendir la tenacidad del filósofo, que condensó su negativa en esta implacable sentencia: Sálvense los principios y perezca la República. Tal fue el segundo relámpago deslumbrador que me anunciaba el rápido avance de la tormenta. El espantable fallo del Presidente de las Cortes arrancó lágrimas a los leales republicanos que más de una vez jugaron su vida en las conspiraciones y en las barricadas.

No queriendo abandonar el Congreso entre la sesión de la tarde y la de la noche tomé un piscolabis en la Cantina con Martínez Pacheco, Castañeda, Olías, Morayta. Éste nos dijo que el voto de gracias al Gobierno, que presentaron a primera hora de la tarde, se discutía calurosamente. Castañeda refirió que estando aquella mañana en la casa de Castelar, calle de Serrano, don Fernando Álvarez, pariente del gran tribuno, y otros amigos allí presentes, aconsejaron al Presidente del Poder Ejecutivo que se resolviera a dar el golpe de Estado. Don Emilio contestó que su honor rechazaba no sólo la idea, sino hasta la frase golpe de Estado, y que a las Cortes iría sin vacilar, afrontando todo lo que pudiera ocurrir.

Martínez Pacheco, uno de los políticos más ligados al jefe de la Situación, nos contó sigilosamente que Castelar había conferenciado con Pavía en el despacho de la Presidencia para informarle de los rumores por todos oídos de que intentaban sublevarse contra las Cortes Soberanas. El General lo negó en redondo. Don Emilio entonces le exigió palabra de honor de que decía verdad. Pavía, dando su palabra, dijo textualmente: «Jamás, jamás me sublevaré yo ejerciendo mando». Oído esto convinimos todos en que no había peligro por aquel lado. Don Manuel Pavía y Alburquerque, ayudante de Prim, tuvo siempre estrechas relaciones con los republicanos y era el General que más confianza podía inspirar a todos.

En la sesión nocturna se fue avivando el debate, no sé si sobre la proposición de Morayta y Olías o la indispensable de No ha lugar a deliberar. Subí a la tribuna de la Prensa y oí discursos de los conservadores favorables al Gobierno. Romero Robledo dijo que habiendo apoyado a Pi y Margall y a Salmerón cuando eran Poder, no podía negar su voto al Gabinete Castelar. En el propio sentido habló don Agustín Esteban Collantes, que sintetizó su pensamiento en esta frase feliz: «Si un regimiento de Granaderos entrase por esas puertas y se hiciese dueño del Poder, yo sería de los vencidos, ya triunfasen las turbas, ya los Granaderos...». Relámpago intenso que me hizo cerrar los ojos.

Defendió al Gobierno, entre otros, el eximio catedrático don Francisco de Paula Canalejas, que fijó la cuestión política en estos precisos términos: «Si el Ministerio debe caer, es preciso sepamos cuál es la solución que ha de sustituirle». Atacaron, sin acritud Benítez de Lugo, y con sin igual dureza Corchado y Labra, quienes intentaron presentar a Castelar como sospechoso a los republicanos. No pudiendo formar Gobierno ningún hato suelto del rebaño parlamentario, se imponía un Gabinete sintético o de conciliación; pero como era imposible armonizar la Izquierda con el Centro, y la Derecha con los Intransigentes, resultaba un embrollo de todos los diablos o un nudo que los dedos más hábiles no podrían deshacer.

En esto sonó el primer trueno de la ya inminente tempestad. Salmerón, que había dejado la silla presidencial, soltó en un escaño próximo al reloj el raudal de su elocuencia altísona y majestuosa. Sus negros ojos fulgurantes, su lucida estatura y la solemnidad de sus ademanes, completaban el mágico efecto del orador sobre sus embelesados oyentes. Mostrose ufano de haber contribuido a formar la Derecha, que definió de este modo: «Partido eminentemente republicano, esencialmente democrático en los principios, radical en las reformas, pero conservador en los procedimientos; partido de paz, de orden, de imperio, de ley, de autoridad». A mi lado, los periodistas, comentando estas palabras, dijeron que la Derecha no la había formado Salmerón con sus vacilaciones, sino Castelar con su continua propaganda. Don Emilio era el representante legítimo y autorizado de la Derecha.

Prosiguió el filósofo sosteniendo que Castelar había roto la órbita de la política conservadora, y trató de probarlo exponiendo vagas generalidades acerca del Ejército, del partido conservador monárquico, de reformas administrativas y de economía de los gastos públicos, sin aludir ni por asomo a la cuestión de los obispos, móvil, según creíamos, de aquella gran borrasca. Se guardó muy bien de indicar cuáles eran las economías y reformas administrativas que, según él, debió Castelar implantar y no lo hizo. Tampoco dijo nada que permitiese apreciar la diferencia entre las disposiciones referentes al Ejército dictadas por don Emilio y las que él adoptó en el período de su mando.

Las únicas afirmaciones, por cierto nada tranquilizadoras, del orador fueron éstas: «Soy inhábil, soy incapaz para el Gobierno mientras las actuales condiciones no cambien: ni pretendo, ni demando, ni acepto el Poder. Si no es posible salvar la situación presente dentro de la órbita del Partido Republicano, antes que romperla nosotros con mano sacrílega, digámoslo a la faz del país; declaremos que no es posible gobernar con nuestros principios, con nuestros procedimientos: así quedará nuestra conciencia tranquila de no haber profanado el Poder, de no haber hollado nuestras sagradas convicciones».

Aunque no sonaron fuertes aplausos, las señales de asentimiento que advertimos en toda la Cámara, nos demostraron que había herido gravemente al Gobierno el discurso del filósofo sin realidad, según la sabida frase castelarina. Había llegado el momento supremo. El Presidente del Poder Ejecutivo se levantó arrogante, ansioso de mostrar en aquel torneo la pujanza de su nombre, de su elocuencia y de su honor, como jefe de la democracia gubernamental.

Empezó su discurso el inmenso tribuno con estos ardientes apóstrofes: «Soy sospechoso al Partido Republicano porque le digo que él solo no puede salvar la República; porque le digo que está hondamente dividido y perturbado; porque le digo la verdad, como se la dije a los Reyes, y añado que no gobernará como no condene enérgicamente y para siempre a esa demagogia». (Señalando a la extrema izquierda.)

Fijó luego su significación gubernamental, constante en su vida pública. Sostuvo que nada hizo en el Gobierno que no hubiera defendido en la oposición y expuesto en su programa al ser elevado al Poder. Notó los servicios prestados por él a todos los Gobiernos de la República, de quienes fue ministerial ardiente aun sin compartir sus opiniones, por no mermarles autoridad. Luego prosiguió así: «Tenemos todo lo que hemos predicado. Tenemos la Democracia, tenemos la Libertad, tenemos los Derechos Individuales, tenemos la República. Dos reformas no más necesitamos: la primera es la separación de la Iglesia del Estado; la segunda es la abolición de la esclavitud en Cuba».

El relampagueo y tronicio continuaban, con fulgores y sonidos más próximos. Un diputado interrumpió: «¿Y la Federal?». Don Emilio repuso con acento iracundo: «Eso... eso es organización municipal y provincial. Ya hablaremos más tarde; no merece la pena. ¡El más federal tiene que aplazarla por diez años!». En los bancos de la Intransigencia produjeron enorme tumulto las frases del tribuno. Una voz dijo: «¿Y el proyecto de Constitución?». Castelar lanzó esta respuesta fulminante: «Le enterrasteis en Cartagena».(Sensación profunda en la Cámara y contradictorias manifestaciones.)

El Jefe del Gobierno puso término a su discurso con estas palabras: «El Partido Republicano tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno de acción, progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan estrechas y mezquinas nuestras ideas; y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal, demócrata, muy demócrata, pero con grandes instintos de consolidación y conservación... Mi política es la natural y podréis maldecirla, pero no sustituirla, porque ante la guerra no hay más política que la guerra».

Sin más dimes y diretes, porque Salmerón no rectificó y las Izquierdas olfateando su triunfo no quisieron perder el tiempo, se dio por concluso el debate. ¡A votar, a votar! Derrotado por 120 votos contra 100, Castelar entregó a la Mesa la dimisión de todo el Gobierno... Aprobose la proposición de costumbre para elegir por papeletas firmadas un nuevo Ministerio con las mismas facultades conferidas a los anteriores, y se suspendió la sesión por más de dos horas para que los diputados se pusieran de acuerdo... Bajé de la Tribuna con mis amigos periodistas, y en los pasillos y Salón de Conferencias oímos ardorosos comentarios de la votación.

Alguien censuró con acritud a Figueras porque, si personalmente se abstuvo, ordenó a sus parciales que votaran contra el Gobierno. También votaron en contra Salmerón y sus adeptos, el Centro, la Izquierda y los Intransigentes. Al lado de Castelar estuvieron, a más de sus amigos, seis monárquicos y los Unitarios. Hallándome yo en medio de aquel laberinto me encontré de improviso en los brazos de Estévanez. «Pero don Nicolás -le dije-, ¿qué es de su vida de usted? No le he visto en los escaños». Y él, con semblante triste y voz apagada, me contestó: «No he venido más que a votar y me largo a escape. Mi suegra acaba de morir. Adiós».

Avanzaba la noche. Ya habían caído en las honduras del tiempo pasado las horas del 2 de Enero de 1874 y entrábamos en la madrugada del 3. La votación por papeletas se deslizaba lenta, triste, cadenciosa y somnífera, reproduciendo en los espíritus la pesadez atmosférica de la tempestad que sobre el Congreso se cernía. En los aires sobrevino el silencio lúgubre que precede a los grandes estallidos de la electricidad. No vean mis lectores en esto más que un fenómeno subjetivo, producto de mi caldeada imaginación. La tempestad no estaba en los aires sino en la Historia de España.

A una hora que debía de ser molesta para los trasnochadores más empedernidos, las cinco o las seis de la madrugada, terminó la parsimoniosa votación para elegir nuevo Gobierno, y se dio comienzo al escrutinio con prolijos trámites a fin de garantir la más escrupulosa exactitud. En esto estábamos cuando retumbó sobre nuestras cabezas un trueno formidable. Retembló el edificio, se estremecieron todos los corazones, vibraron todos los nervios... Subió Salmerón a la Presidencia y demudado, lívida la faz, centelleantes los ojos, dijo solemnemente estas fatídicas palabras: «Señores diputados: hace pocos momentos he recibido un recado u orden del Capitán General de Madrid -creo que debe ser ex-Capitán General-, quien por medio de sus ayudantes nos conmina para que desalojemos este local en un término perentorio».