De Cartago a Sagunto/IX
IX
El rayo corrió por toda la Sala en menos de un segundo, levantando a muchos de sus asientos, y oyéronse estas voces: «¡Nunca!, ¡nunca!». Pareciome que en aquella fracción de segundo los pupitres, los divanes, los candelabros, las luces de gas, las pinturas y adornos, los nombres grabados en las lápidas conmemorativas y hasta los mudos maceros gritaban también ¡Nunca!
Tratando de imponer silencio, Salmerón prosiguió así: «¡Orden, señores diputados! La calma y la serenidad no deben apartarse de los ánimos fuertes en circunstancias como ésta... Me ha dicho el Capitán General que si no se desaloja el Congreso en plazo perentorio lo ocupará a viva fuerza... Yo creo que es lo primero y lo que de todo punto procede...». Espantoso tumulto ahogó la voz del orador. Algunos vociferaban: «¡Esto es una indignidad, una villanía! ¡Esto es una traición infame!». El Presidente, en tanto, gritaba con voz estentórea: «¡Orden, señores diputados, sírvanse oír la voz...!». Continuó el tumulto con creciente estruendo. Varios Intransigentes, en pie sobre sus escaños, gesticulaban y decían: «Calma, señores, mucha calma». Don Eduardo Chao exclamó: «¡Esto es una cobardía miserable!». Y el filósofo don Nicolás, reiterando sus exhortaciones, exclamaba a grito herido: «¡Orden, orden, señores diputados! Vuelvo a recomendar la calma y la serenidad. Sírvanse oír»... Pero nadie le oyó.
Cuando por agotamiento físico se hizo un poco de silencio, prosiguió Salmerón: «El Gobierno presidido por el ilustre patricio don Emilio Castelar es todavía Gobierno y sus disposiciones habrá adoptado ya. Entre tanto, yo creo que debemos seguir en sesión permanente, y seremos fuertes para resistir hasta que nos desalojen por la violencia dando un espectáculo que, aun cuando no sepan apreciarlo en lo que vale aquellos que sólo pueden conseguir el triunfo por ciertos medios, las generaciones futuras sabrán que los que éramos adversarios ahora hemos estado unidos para defender la República». Varios padres de la Patria exclamaron: ¡Todos! ¡Todos! Y el Presidente contestó: «No esperaba yo menos, señores diputados: ahora seremos todos unos».
En los escaños retumbó el estruendoso clamor de ¡Todos somos unos! ¡Todos somos unos para defender la República! Al oír esto no pude contenerme. Se me encendió la sangre, y con toda la fuerza de mis pulmones lancé al hemiciclo estas palabras: «¡A buenas horas mangas verdes! Majaderos fuisteis; sed ahora ciudadanos y dejaos matar en vuestros asientos». En el espantoso vocerío perdiéronse mis apóstrofes. Muchos diputados daban vivas a la Soberanía Nacional, a la Asamblea y a la República. Salmerón echó el resto de su potente voz con estas frases rotundas: «Se han borrado en este momento todas las diferencias que nos separaban. Borradas estarán hasta tanto que no quede reintegrada esta Cámara en la representación de la Soberanía Nacional...». Otra vez, sintiéndome coro, grité burlescamente: «¡Tarde piache!». Mi comentario familiar quedó ahogado en el estrépito de los aplausos que corearon la vibrante protesta del gran metafísico.
Tocó la vez a Castelar, que dijo: «Yo creo que la sesión debe seguir como si no sucediese nada fuera de esta Cámara. Puesto que aquí tenemos libertad de acción, continuemos el escrutinio, sin que por eso el Presidente del Poder Ejecutivo tenga que rehuir ninguna responsabilidad. Yo he reorganizado el Ejército; pero lo he reorganizado no para volverse contra la legalidad, sino para mantenerla». Frenéticos aplausos interrumpieron al colosal tribuno, que terminó de esta manera: «Ya, señores diputados, no puedo hacer otra cosa que morir el primero con vosotros».(Inmensa emoción. Muchos se abalanzaron a abrazarle.)
Don Eduardo Benot se puso en pie, y rojo de ira gritó: «¿Hay armas? Vengan. ¡Nos defenderemos!».
Salmerón: Sería inútil nuestra defensa y empeoraríamos nuestra causa.
Una voz: ¡Quia; ya no se puede empeorar!
Salmerón: Digo que nosotros nos defenderemos con aquellas armas que son las más poderosas en estos momentos: las de nuestro derecho, las de nuestra dignidad, las de nuestra resignación para recibir semejantes ultrajes.
Castelar: Pero una cosa hay que hacer...
Un diputado: ¡Que se dé un Voto de confianza al Ministerio que ha dimitido!
Castelar: De ninguna manera; aunque la Cámara lo acordase, este Gobierno no puede ser Gobierno, para que no se dijera nunca que había sido impuesto por el temor de las armas a una Asamblea Soberana. Lo que está pasando me inhabilita a mí perpetuamente para el Poder.
Varios diputados: ¡No, no, que te creemos leal!
Castelar: Así es, señores diputados, y a mí me toca demostrar que yo no podía tener alguna parte en esto. Aquí, con vosotros los que esperéis, moriré y moriremos todos.
Benot: Morir, no: vencer.
Chao: Ruego, señores diputados, que se expida un Decreto declarando fuera de la ley al General Pavía, sujetándole a un Consejo de guerra... y si es necesario desligando a sus soldados del deber de la obediencia.
Fernández Castañeda: ¡Farsa! ¡Qué Decreto ni qué garambainas! Si no disponemos ni de un cabo y cuatro soldados para que nos defiendan ¿cómo vamos a exonerar a nadie?
(Sánchez Bregua extiende y firma el Decreto. Varios diputados solicitan ser ellos quienes lo entreguen a Pavía.)
Calvo y Delgado: (Despavorido. Penetrando en el Salón.) La Guardia Civil entra en el edificio, pregunta a los porteros la dirección de esta Sala, y dice que se desaloje en el acto, de orden del Capitán General.
Benítez de Lugo: Que entre, y todo el mundo a sus asientos.
Salmerón: Ruego que sólo esté en pie el señor diputado que se halle en el uso de la palabra.
Benítez de Lugo: Yo que en esta misma sesión he consumido un turno contra la política del señor Castelar, pido que en este momento la Cámara entera le dé un Voto de Confianza.
Castelar: Ya no tendría fuerza y no me obedecerían.
Salmerón: No tenemos más remedio que sucumbir ante la violencia, pero ocupando cada cual su puesto. Vienen aquí y nos desalojan. ¿Acuerdan los señores diputados que debemos resistir? ¿Nos dejamos matar en nuestros asientos?
Muchas voces: ¡Sí, sí, todos!
(Algunos padres de la Patria desfilan silenciosos hacia las puertas altas que dan al pasillo curvo.)
Castelar: Señor Presidente. Yo estoy en mi puesto y nadie me arrancará de él. Yo declaro que aquí me quedo y que aquí moriré.
Un diputado: ¡Ya entra la fuerza en el Salón!
Unos: ¡Qué vergüenza!
Otros: ¡Qué escándalo!
Varios: Soldados: ¡Viva la República Federal! ¡Viva la Asamblea Soberana!
Aparecieron por la puerta de la izquierda soldados con armas. Su aire era tímido, receloso. En su actitud se conocía que traían orden de no hacer daño. La grandeza del Salón, la muchedumbre de personas, las voces airadas, les mantuvieron un instante en cierta perplejidad... ¡Pobres hijos de España! ¡Y os sacaron de vuestros hogares para consumar tal crimen!... Algunos diputados se abalanzaron hacia la tropa, agrediéndola con sus bastones y tratando de desarmarla. Entre aquel torbellino se abrió paso el Coronel de la Guardia Civil, señor Iglesias, alto, viejo, de blanco bigote y aire muy militar. Tricornio en mano subió a la Presidencia y habló con Salmerón. Tanta gente se arremolinaba en el alto estrado, que no pude distinguir la actitud de don Nicolás ante el embajador de la fuerza bruta. Diputados, ujieres, taquígrafos, se entremezclaban y corrían de un lado para otro en espantosa confusión. Sólo permanecían en sus puestos, rígidos y mudos, los maceros, como esos heraldos de piedra que decoran los regios sepulcros.
En esto sonó en los pasillos un tiro. Luego otro y otros... Terrible pánico. Por la puerta de la derecha salieron del Salón de Sesiones muchos diputados: unos para evadirse lindamente; otros para ver lo que ocurría entre la calle y el Salón de Sesiones. A escape bajé yo de la Tribuna. En el pasillo de la Orden del Día vi que la tropa se limitaba a indicar con la mano a los padres de la Patria la puerta de salida. Algunos de los que habían jurado dejarse matar dentro del Congreso antes de rendirse al imperio de la fuerza, recogieron sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganaron cabizbajos y silenciosos la calle de Floridablanca. En cambio, los más exaltados trataban de imponerse a los militares con razones iracundas y argumentos contundentes.
Allí presencié una escena, que refiero para que se vea que la elevación de sentimientos no dejó de manifestarse en los incidentes de aquella memorable escena histórica. Emigdio Santamaría, hombre fornido, corto de talla pero de fuerza hercúlea, arrebató su fusil a un sargento de Infantería, en el pasillo circular. Consternado y casi lloroso quedó el pobre sargento, considerándose sin honra por verse inerme e indefenso. Como ya he dicho, tanto él como sus compañeros tenían orden de no agredir a ningún diputado... En esto intervino Antonio Fernández Castañeda, representante de Santander en aquellas Cortes, el cual disipó la ira acometedora de Santamaría con estos conceptos de Patria y Humanidad que fielmente copio: «Amigo Emigdio, no tenemos medios hábiles para sostener nuestro derecho. Tristísimo es decirlo, pero ya no hay para nosotros más recurso que salir y callar, esperando el fallo de la Historia. Lo que usted hace es una locura sin más consecuencia que perjudicar a este pobre muchacho. ¡Devuélvale usted su fusil!». Emigdio Santamaría, apagando los últimos resoplidos de su furia, entregó el arma al sargento, que, con voz empañada por la emoción, dijo: «Gracias, gracias, caballero».
No era ésta la única prueba que de su comedimiento y claro juicio dieron los buenos chicos del Ejército. Obedecían a los autores de aquella infamia sin desconocer que escarnecían a la Patria y pisoteaban las Leyes.
Colándome en el Salón de Sesiones vi a don Nicolás ponerse el sombrero y descender pausadamente de la Presidencia, seguido de los graves maceros. En el banco azul, Castelar, con semblante dolorido y actitud de suprema consternación, permanecía en su sitio como un estoico que apura el cumplimiento del deber hasta el último instante. Rodeábanle sus amigos más adictos y cariñosos. Dirigí una mirada al hemiciclo, y la soledad de los escaños me dio la impresión del hielo de la muerte. Lucían los mecheros de gas como funerarias antorchas... Ya iban palideciendo ante la claridad tenue del alba que por la claraboya cenital tímidamente penetraba...
Por fin, los fieles adeptos del gran tribuno consiguieron arrancarle de su asiento, y sacarle de la Cámara ardiente al pasillo. Abrieron paso respetuosos los militares... La que podríamos llamar procesión de duelo se dirigió hacia la escalera y salida de la calle del Florín. Seguí yo detrás, atraído por la solemnidad del suceso y por la figura de Mariclío, que creí distinguir junto a la persona triste y agobiada del héroe vencido, Emilio Castelar.
En la calle, dudando yo si era real o imaginaria la presencia de la excelsa Madre, acerqueme a ella. Iba vestida de negro, con la toca y monjil que usaron las reinas viudas y las dueñas ricas, traje con que la iconografía religiosa viste a Nuestra Señora de los Dolores. Suavemente me dijo: «Vete a recorrer las calles que rodean a esta Casa profanada; fíjate en las tropas que han acudido a consumar la fácil y criminal hazaña. Repara bien dónde está el Pavía, que verás a caballo, rodeado de bayonetas y cañones, y de toda la máquina marcial hoy dispuesta para matar mosquitos. Di a tus amigos los republicanos que lloren sus yerros y procuren enmendarlos para cuando la rueda histórica les traiga por segunda vez al punto de...».
-Al punto de... -repetí yo-; y al sonido de mi voz, como si ésta fuera el canto del gallo que despide a las almas del otro mundo, la Madre mil veces augusta desapareció de mi vista... Corrí en seguimiento de la comitiva de Castelar, y cuando ésta doblaba la esquina de la calle del Sordo, una mano invisible me empujó hacia la plaza de las Cortes.
La conciencia de mis deberes, como emborronador de páginas históricas, me llevó a revistar las fuerzas apostadas a lo largo del palacio de Medinaceli, calles de Floridablanca, Greda, Turco y Alcalá, hasta el Ministerio de la Guerra. Allí, junto al jardín de Buenavista, vi a Pavía y Alburquerque, rodeado de un Estado Mayor no menos nutrido y brillante que el de Napoleón en la batalla de Austerlitz. Ya era día claro, aunque nebuloso, tristísimo y glacial. Todo lo que pasó ante mis ojos, desde los comienzos del escrutinio hasta mi salida del Congreso, se me presentó con un carácter y matiz enteramente cómicos. Pensaba yo que en las grandes crisis de las naciones, la tragedia debe ser tragedia, no comedia desabrida y fácil en la que se sustituye la sangre con agua y azucarillos. El grave mal de nuestra Patria es que aquí la paz y la guerra son igualmente deslavazadas y sosainas. Nos peleamos por un ideal, y vencedores y vencidos nos curamos las heridas del amor propio con emplasto de arreglitos, y anodinas recetas para concertar nuevas amistades y seguir viviendo en octaviana mansedumbre. En aquel día tonto, el Parlamento y el pueblo fueron dos malos cómicos que no sabían su papel, y el Ejército, suplantó, con sólo cuatro tiros al aire, la voluntad de la Patria dormida.
Al volver hacia el Congreso decía yo para mi sayo, mirando al porvenir: «Republicanos condenados hoy a larguísima noche: cuando veáis amanecer vuestro día, sed astutos y trágicos». En la calle del Turco me encontré con Juanito Valero de Tornos, que siguió junto a mí, refiriéndome detalles curiosos observados por él en las postrimerías del Parlamento de la República. «Puedo asegurarte, querido Tito -me decía-, que el truculento General Sánchez Bregua, en el azoramiento de su retirada forzosa, se dejó olvidada la chistera en el Banco Azul. Yo no lo vi; me lo contó Bernardo García, y lo tengo por exacto. De otro Ministro sé que buscó refugio en las habitaciones altas, donde vive el Mayor, y allí estuvo aguardando a que terminase la degollina...
»Muchos diputados se agazaparon en las oficinas del Diario de las Sesiones, y por una ventana salieron a Floridablanca. Por la puerta que da a la misma calle se escabulleron cantando bajito los que más habían alborotado en los pasillos, queriendo desarmar a la tropa: eran Olías, Casalduero, Díaz Quintero, el Marqués de la Florida y otros. Antonio Orense dirigió algunas palabras enérgicas a los civiles que custodiaban la puerta; pero éstos no le hicieron caso, y siguió su camino.
»Yo vi a don Nicolás Salmerón salir con el cuello del gabán levantado, y tapándose la boca con un pañuelo. Le acompañaban Carratalá y Montero Rodríguez, embozados en sus capas hasta los ojos... Me consta porque lo he visto, que León y Castillo, Antonio Matos, y Merelles, de acuerdo con los conjurados, hacían frecuentes viajes del Congreso a Buenavista para informar al General Pavía del momento preciso en que debía dar el golpe. Ellos fueron los transmisores del estado agónico de la pobre República. El Capitán General de Madrid no se puso en movimiento hasta que supo que la enferma estaba dando las boqueadas».
Anoto los informes de Juanito Valero, descontando de ellos el agridulce que aquel ingenioso amigo ponía siempre en sus referencias políticas. Como buen conservador y alfonsino, no perdía ripio para zaherir y rebajar los caracteres de la gran familia republicano-democrática.
Cansado de correr en tonto por las calles, donde no veía más que tropas fríamente alineadas e inactivas, sin ver asomar por ninguna parte la cara iracunda del pueblo; asqueado del indigno suceso histórico que llegó al brutal consummatum sin dignidad por la parte ofendida ni arrogancia por parte de los asesinos de la República, me fui a mi casa con la esperanza de que un sueño profundo ahogara mi desaliento tristísimo y dulcificase mi amargura. Pero mis nervios se opusieron fieramente a que yo durmiera.
Hablé un rato con Chilivistra, la cual, compuesta ya y vestida con su hábito de los Dolores, me contó el sueño que había tenido aquella madrugada. Soñó la pobre señora que don Carlos triunfante venía sobre Madrid con poderosa hueste. Yo la tranquilicé diciéndole que la toma de Madrid por el Niño Terso no estaba tan próxima como ella había visto en sueños.
Acompañé a mi dama hasta el oratorio del Olivar, y me fui a visitar a Estévanez. En las calles no advertí el menor síntoma de inquietud ni emoción por lo que había pasado en las Cortes. El vecindario se hallaba tranquilo, las tiendas abiertas y todo el mundo en las ocupaciones habituales de cada día. La casa de mi amigo don Nicolás estaba de duelo; la madre política de cuerpo presente. No quise pasar, y aplacé mi visita para el siguiente día... Volví a divagar por la vía pública. En la plaza del Ángel me encontré a Pepe Ferreras, con quien hablé de la increíble tranquilidad que notaba en la población.
«Fíjese usted bien -me dijo el agudo periodista-, y notará más que tranquilidad, alegría... ¿Se asombra usted, querido Tito?... Aquí producen siempre regocijo los cambios de Gobierno, sobre todo cuando son radicales y hay que mover todos los títeres. La mitad de las personas que pasan a nuestro lado son cesantes que aguardan la formación del nuevo Gobierno para pedir que los repongan. Esta situación hará un desmoche tremendo... Notará usted también que en las tiendas reina cierto alborozo. Los tenderos salen a la puerta creyendo oír ya el voceo de los extraordinarios de periódicos con el nuevo Ministerio... Madrid se anima, el comercio se despereza, la industria renace de sus cenizas como el Ave Fénix, los negocios se desentumecen, y ya mañana las criadas irán a la compra con más dinero del que suelen llevar a diario».
Entramos en una sastrería, de cuyo dueño era Ferreras muy amigo. El escuálido sastre, apenas le preguntamos su parecer sobre el cambio político, nos dijo con semblante de júbilo: «Pues nada, señor don José y la compañía, que estamos de enhorabuena; toda la calle lo está. El cambio parece de esos que todo lo ponen al revés. Nos hallamos abocados a una zafra que ha de ser magnífica y provechosa. Algo me ha de tocar a mí de los encargos que han de caer sobre la sastrería de Madrid...
»Antes de media semana habrá que tomar medidas para las 49 levitas de los 49 gobernadores nuevos. De pantalones y chalecos negros, de ternos de lanilla, tendremos tantísimos encargos que será fácil nos quedemos sin género catalán, de ese que llamamos inglés. En el ramo de capas, que es mi especialidad, espero que la cosecha será de las no vistas, pues el invierno crudo y la crisis honda se han puesto de acuerdo para que la gente tenga que abrigarse.
»Ya era tiempo, señor don José, pues en esta crujida de la República lo íbamos pasando muy mal. Los republicanos son muy buenos chicos; pero con sus grescas escandalosas, su Pacto, sus Cantones, y la maldita y arrastrada Igualdad, no traen más que hambre y mala ropa. Mis compañeros y yo vivimos de vestir a los españoles. ¡Lucidos estaríamos si nuestro negocio dependiera del lujo que gastan los descamisados!».
Nos despedimos del sastre. De madrugada había yo visto cómo se empequeñecían las cosas grandes; acababa de ver cómo crecía y se hinchaba lo infinitamente pequeño.