Capítulo XX - Diligencias inútiles

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(Conclusión)

Pero la anciana se ha postrado junto a su moribundo esposo, le sostiene la cabeza y le habla en voz baja entre sollozos. El viejo de la cabeza de nieve, al escucharla, abre y cierra con trabajo los amortiguados ojos varias veces, como llama de candil sin aceite, que muere y resucita alternativamente al suave aliento del aura.

-Mi marido se muere -dice Pona al misionero.

El padre se acerca a los dos ancianos salvajes.

-¿Eres Tongana? -pregunta, no obstante que sabe ya quién es, sorprendido de ver un repugnante cadáver que apenas alienta.

El indio abre los ojos y contesta:

-Soy Tubón.

Esa mirada sombría, esa voz, ese nombre descorren un velo ante la memoria del padre Domingo, y la espantosa historia de dieciocho años antes, se le presenta, como se le presentó la víspera: ve arder su casa, oye los gemidos de su esposa e hijos, percibe el chirriar de sus carnes abrasadas, los desentierra luego de entre escombros y cenizas. ¡En un instante perdidos para siempre sus amores, su dicha y hasta su esperanza!... ¡Y el autor de tan atroces males está ahí, ahí, en su presencia! ¡es ese viejo, esa repugnante momia con un soplo de vida, y cuya cavernosa voz acaba de escuchar! Una ráfaga de odio y de venganza, como una lengua de fuego escapada del infierno, le envuelve el corazón; arrúgasele la frente, la mirada se le pone terrible, se le contraen los labios, aprieta los puños; el mérito de dieciocho años de virtud está a punto de desaparecer; la corona de la austera y larga penitencia vacila en la frente de su alma, y el diablo se ríe.

-¡¡Tubón!! ¿me conoces? -pregunta en tono que revela la tempestad de ira que hincha su pecho.

-¡Ah!... ¡blanco!... ¡te conozco! -contesta el moribundo volviendo a abrir los apagados ojos-. Tú eres uno de los tiranos de mi raza... tú... tú martirizaste y mataste a mis padres... ¡tú eres el odiado blanco llamado José Domingo de Orozco!... Sí... te conozco muy bien... Ya que no puedo alzarme para despedazarte, ¡quítate de mi presencia!

El anciano, debilitado mucho más por el doble esfuerzo del ánimo enconado y de los pulmones, queda como exánime.

El padre, al oírle, se ha estremecido cual árbol golpeado por las ondas del aluvión. La voz del salvaje es voz de salvación. ¡Gran Dios, qué toques los que das al corazón humano! Tras breves instantes de perplejidad y silencio, alza el religioso ojos y manos al cielo, y exclama:

-¡Misericordia, Dios mío! ¡ven a mi ayuda y fortaléceme! ¡Ah! ¡que mi alma padezca hundida en el abismo del dolor que merezco por mis culpas, pero que no se incline al peso de las miserables pasiones!

El águila se convierte en paloma: ¡prodigio de la caridad! ¡abismo de la gracia! El fraile se postra junto al viejo y le dice en acento suave:

-Tubón, hermano mío, estás de mi parte perdonado, mas perdóname también los terribles males que te causé. José Domingo de Orozco que te privó de tus padres y te esclavizó largos años, y a quien tú después perseguiste y arrebataste cuanto bien poseía en el mundo, es ahora el padre Domingo que ha llorado mucho y llorará hasta la muerte sus extravíos pasados; es el sacerdote de Jesús que no tiene para ti sino perdón y amor, y que, en nombre de ese divino Redentor, viene a ofrecerte en tus postreros instantes la bendición que borra los pecados, por enormes que sean, y abre las puertas de la eterna ventura.

El indio aprieta los párpados y los labios en señal de disgusto. El padre le toma el pulso, y conoce que esa vida se va apagando rápidamente.

Carlos, entretanto, le manifiesta la necesidad de partir en el acto. La imagen de Julia aparece viva en la mente del religioso, y dice:

-¡Vamos! -poniéndose de pies. Mas un suspiro de agonía del viejo le penetra el corazón, y añade-: ¿Y esta pobre alma que va a perderse?... ¿cómo dejarla?

La caridad le vence, arrodíllase de nuevo junto a Tongana, le extiende con amor el brazo por el cuello, y vuelve a hablarle:

-¡Hermano mío! tus últimos momentos van pasando, y la eternidad va a comenzar para ti; ¡que tu alma entre en ella purificada y digna del cielo!

Jesucristo se ha puesto entre nosotros dos, ha hecho desaparecer nuestra historia pasada, y nos llama a sí por medio del mutuo perdón: yo te he perdonado; perdóname tú y ambos nos salvamos. Mézclense en este instante nuestras lágrimas, confúndanse nuestras voces en común deprecación, vuelen juntos a lo alto los gemidos de nuestro dolor, y venga sobre nosotros cual suave rocío la divina gracia. ¡Tubón, Tubón hermano, escúchame!...

-¡Parto solo! -le interrumpe Carlos desesperado. Mas el misionero está arrobado por la caridad, y baja luego a su corazón la esperanza, al notar que se dulcifica algún tanto la expresión del semblante del moribundo, que hasta le dirige una mirada, no ya iracunda, sino llena de melancolía. Ésta nunca es muestra de ánimo irritado.

-¡Hermano mío! ¡hermano de mi alma! -continúa el misionero-, ¡cuán feliz eres! Una espantosa desgracia ha sido causa de que yo venga a estos lugares, pero, ¡oh prodigio de la bondad divina! he venido para hacerte venturoso. El buen Dios no exige de ti en este momento sino un suspiro, una lágrima, una muestra cualquiera de arrepentimiento, con tal que nazca del fondo del corazón. Todo tu destino futuro en el país de las almas depende de un minuto, de un segundo. ¡Oh abismo de la misericordia de nuestro Dios, donde desaparece en un pestañear todo el abismo de nuestras culpas para convertirse en dicha perdurable! ¡Tubón! ¡oh, Tubón! no verás lucir más el sol de este cielo que cobija las selvas del desierto; pero te espera otra luz más brillante en el cielo de la eternidad; ¿no quieres gozarla, hermano mío? Lo quieres, sí, lo anhelas. Comprendes mis palabras; sabes lo que debes a Dios y lo que a ti mismo te cumple en esta hora suprema y decisiva. Hermano, ¿no es verdad que te arrepientes de tus pecados y te acoges a la misericordia eterna? ¡Ah, Tubón, dímelo! ¡dímelo!...

-¡Padre -exclama Carlos por tercera vez-, tu caridad para con un salvaje, pierde a tu Julia! Partamos.

Pero el anciano abre otra vez los ojos y mira ya con ternura al padre; quiere hablar y no puede; dos lágrimas ruedan por sus quemadas mejillas.

-¡Llora! -dice el misionero-; ¡lágrimas salvadoras! ¡lágrimas de bendición y prendas de eterna salud!

El signo de la cruz desciende de la diestra del religioso, y el alma de Tongana abandona para siempre su morada de arcilla.

Enseguida ordena el padre que el cadáver sea conducido al cementerio de la misión, y tomando la mano a Pona, que derrama abundante llanto sobre los restos de su esposo, la alza y dice:

-Tubón, ya está con Dios; ahora volemos a salvar a Julia. Guíanos tú que conoces el camino de los paloras.

Y una voz interior le dice en contestación:

-¡Quizá es ya tarde! ¡Quizás Tubón te ha sido funesto hasta en su muerte: te ha detenido el deseo de salvarle, y esta dilación habrá causado la muerte a Julia!

La garra de la dolorosa sospecha ase cruelmente el corazón del padre Domingo. En efecto, ha perdido para Cumandá, las horas aprovechadas para Tongana.

Habíase adelantado Carlos, y el misionero apretó el paso para alcanzarle.

Mas la naturaleza parecía haberse conspirado contra los dos, quienes, y aun los mismos záparos que los acompañaban con ardiente interés, no podían, a veces, vencer los obstáculos que hallaban en su camino.

Los jívaros son generalmente mucho más diestros para caminar por la noche y en medio de la tempestad, esguazar a nado los ríos crecidos o romper con sus canoas las ondas agitadas; así, pues, los paloras llevaban una delantera inmensa, cuando los andoas, con fray Domingo y Carlos, partieron de la margen del Pastaza.

Sin embargo, bastante avanzaron también; pero con el fin de acortar el trayecto, y desatendiendo las observaciones de la anciana Pona, los záparos dejaron de seguir las huellas de los jívaros y pretendieron tomar una línea más recta hacia el Palora, para atravesarlo, subir por su margen izquierda, y alcanzarlos en su caserío lo más pronto posible. Tamaño error: los paloras supieron escoger el camino que convenía para evitar particularmente los estorbos ocasionados por las lluvias, y la crecida de arroyos y ríos. Los záparos, pues, se enredaron entre la selva y casi perdieron la dirección. Algunos se habían propuesto subir por agua; pero hallaban no menos obstáculos, y los jívaros que los precedían por la misma ruta, habían avanzado bastantes leguas.

La primera noche sorprendió a los viajeros cristianos empapados por la lluvia. La oscuridad era densa, y no obstante, el misionero ordenó que nadie se detuviese, y todos, mal grado los más, continuaron la penosa marcha. Poco adelantaron, y llegados a un río cuyas aguas espantosamente crecidas atronaban la selva, hubieron de hacer alto por la fuerza. Los blancos se desesperaban; subían y bajaban por la orilla como lebreles fatigados que oyeran al otro lado la voz del cazador que los llama; animan a los indios, proponen mil medios de vencer a ese enemigo implacable que ven arrastrándose enfurecido por delante... ¡Todo es inútil!

-¡Ah! -piensa el misionero con angustia-, si no nos hubiésemos detenido en el Remolino de la Peña, este torrente lo habríamos pasado con la luz de la tarde, y quizás entonces no sería torrente, sino arroyo. ¡He salvado tal vez una alma a costa de la vida de mi hija!...

Un záparo consiguió encender una tea, y a su cárdeno resplandor pudo verse más claramente el aluvión, cuyas ondas negras, salpicando espuma negruzca también y azotando con furor las márgenes de piedra, bajaban con vertiginosa rapidez arrebatando gigantes árboles y enmarañadas raíces que pasaban volteando como las aspas de los molinos de viento en lo más recio del vendaval. El abatimiento sobrecogió a todos y se sentaron al pie de los árboles, con los brazos cruzados sobre las rodillas, las miradas en las tumultuosas aguas y el pensamiento en Cumandá, arrebatada por el infortunio, cuya imagen les parecía ese río bramador e invencible que se precipitaba a sus pies.

La noche sigue lluviosa y los corazones oprimidos. Apenas se despierta el alba y sus miradas iluminan algún tanto el seno de las selvas, los viajeros se ponen en movimiento. El río se había calmado, y, ¡bendita luz! puede saberse cómo obrarán para pasar a la otra orilla. Ahora, además, se convencen de que las dificultades y peligros fueron, más bien que reales, obras de la oscuridad nocturna y de la imaginación aterrorizada. Derriban un añoso ceiba en la margen; cae el gigante al través del hondo cauce; hay ya un puente, y el antes temido aluvión queda a las espaldas de los viajeros que ya ni el ruido escuchan; pero ¡cuántas horas perdidas!... Y luego ¿es acaso ésta la última dificultad? El temporal no cesa; parece que las nubes han reservado para esos días todas las aguas de un año. Diez veces la caída de los colosos monarcas del bosque estorba el paso, obligando a los caminantes a dar inútiles rodeos; en dos puntos han hallado pantanos que ha sido preciso atravesar arrojando sobre ellos troncos y ramas, o bien atollándose y cubriéndose de barro hasta el pecho. ¡Cuántos inconvenientes por no haber seguido las huellas de los jívaros!

Estos, entretanto, se hallan ya cerca de sus cabañas, acaso han llegado, y por ventura... ¡ay! por ventura... ¡qué será de la infeliz Cumandá!...

Seis días han transcurrido, seis días de terribles penalidades soportadas con el aliento de la esperanza. ¡Oh, si Julia se salva!, esas penalidades serán glorias y delicias. ¡Julia! ¡idolatrable y desdichada Julia, resucitada para su padre y su hermano en los momentos en que se la arrastra al suplicio!... ¡Ah! quizás... ¿Si serán largas las ceremonias fúnebres entre los jívaros? La pobre Pona lo ignora: sólo sabe que esos bárbaros ahogan a la víctima en una agua olorosa, o deteniéndole el aliento con una venda. ¡Sabe demasiado! ¡El misionero y Carlos se horripilan de oírlo!...

Habían podido acercarse a la orilla del Palora, mas no pasar a la opuesta, y se contentaron con seguir por ella, sin aguardar las canoas de sus compañeros que suponían demasiado atrasadas. Al sexto día, muy por la tarde, alcanzaron a distinguir una columna de humo que, levantándose majestuosa de entre el bosque, se abre en inmenso quitasol y confunde sus crespas orlas con las tempestuosas nubes que no han dejado de enlutar el cielo. ¿Si será el humo del sacrificio? Aligeran el paso; caminan toda la noche. A la madrugada siguiente, se hallan al fin en el punto por donde es indispensable pasar al caserío de los paloras que, según el humo, disminuido ya y que apenas se mueve perezoso en la superficie de la selva, queda en línea recta hacia la derecha de los caminantes.

No se percibe rumor ninguno; no hay señal de vida en la otra margen, donde sólo se alcanza a ver, al través de la bruma que gatea sobre las ondas, unas dos balsas, al parecer abandonadas. Ese silencio y esa ausencia de todo indicio de moradores en las inmediaciones de una tribu tan populosa, esa falta de canoas en la orilla, son de muy mal agüero, pues sabido es que los jíbaros, terminadas las ceremonias de un entierro, tienen por costumbre quemar sus cabañas, excepto la que sirve de tumba, arrasar las sementeras y, dando sus canoas a la corriente del río, si acaso toman camino por tierra, alejarse tres, cuatro o más jornadas para levantar un nuevo caserío y labrar otras chacras; y a la patria del muerto nunca más vuelven, y cuidan hasta de no pasar por sus inmediaciones, de miedo de turbar su sueño eterno, y hacer temblar sus huesos con el ruido de las pisadas y de las armas.

Algo se había serenado el tiempo, y el sol naciente, rompiendo las cortinas de vapor que envolvían los bosques, derramaba suaves rayos para acariciar y consolar a la naturaleza, maltratada por tan largos días de crudo temporal. ¿Si será esta bonanza preludio de salvación y dicha para los corazones despedazados por la tempestad del dolor y la angustia?

El Palora, aunque algo precipitado, no arrastra ya en ese punto los despojos de la selva arrancados por los aluviones que descienden de los collados vecinos, y dos záparos lo pasan a nado y vuelven con las balsas. En ellas se trasladan el misionero y Carlos, Pona y algunos indios, mientras los demás lo hacen echándose al agua y rompiéndola como unos peces.

Del río a lo interior de la selva hay una angosta y sombría vereda que va a terminar en el caserío a cosa de quinientos metros; los dos blancos se lanzan por ella a todo correr, como galgos que ven a distancia el descuidado ciervo. Sigue el silencio por todos los contornos. Suben una pequeña colina; salvan un arroyo que limita una extensa chacra, penetran en un grupo de platanales, y al salir de él se encuentran en un campo abierto y circular. En medio se alza una gran cabaña rodeada de las funestas reliquias de otras que han sido devoradas por el fuego: sólo hay postes ennegrecidos y montones de cenizas, de entre los cuales se desprenden todavía algunas breves espiras de humo, sin que haya ni el más leve viento que las inquiete en su pausada ascensión. Padre e hijo se detienen un momento, como si la oculta y poderosa mano de un genio los sujetase súbitamente. Sus miradas se fijan con terror en la cabaña solitaria; envuélvelos una ráfaga de hielo, como las que azotan las faldas del Chimborazo en una noche de invierno, y se les corta la sangre, y se les estremece el espíritu. Luego, se ven los rostros, y se dicen con los ojos:

-¿Qué aguardamos? ¡volando, enseguida como dos flechas hacia la choza!

Está perfectamente cerrada la puerta; quieren abrirla; y en su desesperado empeño, hallan torpes y tardos los dedos, y tiran las amarras con los dientes. Un záparo viene en su auxilio y rompe los nudos con un cuchillo. La puerta cede; entran fray Domingo y Carlos, y lanzan a un tiempo un alarido desgarrador, uno de aquellos gritos del alma arrancados por la tortura del infierno. ¡Qué espectáculo! ¡allí está Cumandá sin vida! Junto a la horripilante momia de Yahuarmaqui, rodeada de armas y cabezas disecadas, yace la bella y tierna joven, como junto a un tronco que ennegrecieron las llamas la pálida azucena que comienza a marchitarse y se dobla sobre su tallo; o bien como un trozo de nieve arrimado a la calcinada roca de un volcán. Las huellas de la muerte casi no son notables en ella, y al abandonarla el alma, le ha dejado en la frente el sello de su grandeza: sí, esa frente está diciendo que ha muerto arrebatada por una heroica generosidad, por una pasión nobilísima y santa. ¡Encantadora virgen de las selvas, qué lección tan sublime encierra tu voluntario sacrificio!

-¡¡Ay!! -exclaman el misionero y Carlos.

-¡Ay! ¡mi hija!

-¡Ay! ¡mi hermana! ¡Muerta! ¡muerta!

-¡Todo ha terminado! ¡hasta la esperanza!...

Llámanla con voces trémulas y delirantes, púlsanla, le palpan el corazón, y hallan rigidez, hielo... Bésanle la frente y las mejillas, y las lágrimas con que las bañan ruedan por ellas cual gotas de lluvia por el terso mármol de un sepulcro...

-¡Ay! -repite Carlos-, ¡no hay esperanza!

El dolor enmudece al religioso, y esas lágrimas son las últimas: acaba de secarse la fuente de ellas: su corazón está como el polvo del camino en día de estío. El extremo dolor es como una llama que todo lo abrasa y mata, y extermina: escalda el pecho, ahoga la voz, deseca hasta las últimas gotas de llanto, y queda solo y triunfante en lo más hondo de las entrañas, y en lo más íntimo del alma, como una fiera en medio de un campo desolado. Arrimado de espaldas a un poste de la cabaña, las manos entrelazadas sobre el pecho, caído sobre éste el macilento rostro, pero vueltos al cadáver de su hija los estupefactos ojos, el desdichado fraile se deja estar inmóvil largo rato. Carlos se ha postrado junto a su hermana, le ha tomado una mano y la ha oprimido a su pecho, cual si quisiese que ese miembro inerte sintiera los latidos de su destrozado corazón; sus miradas parece que buscan en las difuntas facciones de la virgen algún soplo de vida, y sus labios murmuran suavemente frases de ternura. ¡Locuras del dolor!...

Los záparos se han detenido a la puerta, y cada uno en diversa actitud, pero todos con muestras de un solo y profundo sentimiento. En algunos ojos brillan las lágrimas.

Entretanto, la anciana Pona ha llegado, y dando gritos desesperados, se precipita a la cabaña y estrecha a Cumandá en sus brazos, llamándola repetidas veces y dándola los nombres más dulces y tiernos.

-¡Hija mía! ¡paloma mía! ¡consuelo y regocijo de mi alma! ¡flor de mi corazón nutrida con mi sangre! ¡ay! ¡cómo te hallo!...

El vivísimo dolor y el lamento de la viuda de Tongana dan, si puede decirse, los últimos toques a aquel cuadro de desolación preparado por el destino y consumado por la barbarie de los jívaros.

Un záparo, viejo y respetable, se acercó al misionero, y tocándole ligeramente el hombro, cual si quisiera despertarle del letargo del pesar, le observó que el detenerse mucho tiempo en esos lugares era peligroso; pues según todas las apariencias, los paloras se habían retirado sólo la víspera, y pudiera que, volviendo alguno de ellos por cualquier evento, los sorprendiera, llamara a sus compañeros, y asesinaran al padre, a Carlos y a todos los profanadores de la cabaña de la muerte.

Eran fundados los temores, y el misionero, si no por él, por Carlos, y sus fieles andoanos, dispuso la vuelta a la Reducción, llevándose los preciosos despojos del tesoro que acababa de hallar y perder a un tiempo.

Los záparos que subían por agua llegaron a poco. En una de sus canoas pusieron, envuelto en una sábana de llanchama, el cadáver de Cumandá. En la misma, se embarcaron el misionero y Carlos; Pona y los demás indios en las otras y en las balsas, y se dejaron arrebatar por la corriente.

Durante la navegación, que fue apenas obra de veinticuatro horas, a no ser por el incesante sollozar de la anciana y la maniobra de los bogas que dirigían canoas y balsas, se habría creído que iban cargadas de sólo muertos; tal era el tristísimo silencio de fray Domingo y de Carlos, que no se atrevían a interrumpir los compañeros de viaje. Jamás se había visto igual muestra de pesar que la que ambos llevaban estampada en sus cadavéricos semblantes, y hasta en sus cuerpos medio desfallecidos junto al cuerpo de la amada joven.

La fúnebre comitiva fue recibida en Andoas con llanto y ayes lastimeros. Unas cuantas tiernas doncellas se apoderaron del cadáver, le llevaron en hombros al templo y le pusieron en un altar, improvisado con frescas ramas y yerbas olorosas. Allí, recostada la que fue delicia de las tribus del desierto, semejaba el genio de las flores sorprendido por el sueño y custodiado por el pudor y la inocencia.

El padre Domingo celebró el sacrificio incruento, y en él ofreció a Dios el terrible dolor con que había querido probarle y depurar su alma hasta de las más leves reliquias de las culpas de otro tiempo. Cuando sus trémulas manos elevaban la Hostia sagrada, que temblaba en ellas como una cándida azucena movida por el aura, Carlos, pegó la frente al suelo y exclamó:

-¡Dios mío, Dios mío: ten piedad de mí, llévame de este mundo, y ponme junto a mi hermana!

Después de la misa y demás ceremonias fúnebres, las mismas doncellas condujeron el cadáver a la hoya abierta al pie de una gran palmera, cerca del punto en que la tierna heroína se entregó al mensajero de los paloras y le dijo con voz firme y resuelta:

-¡Desatraca y boga!

Durante la triste procesión, hombres y mujeres repetían gimiendo:

-¡Bendita sea el alma y alabados el nombre y la memoria de la dulce virgen de las selvas, que se entregó a la muerte por nosotros!

El misionero echó los primeros puñados de tierra sobre los despojos de su hija, que unos minutos después desaparecieron para siempre. Una joven plantó cuatro pies de amancayes en la tierra removida, para que la aurora depositase en los cálices de sus virginales flores, las lágrimas que consagraría a la candorosa y pura doncella cristiana.

Carlos contemplaba todas estas ceremonias arrimado a un árbol en actitud tristísima. Parecía hallarse animado sólo por la agitación de dolor y el calor de los recuerdos de su infeliz pasión, pero que su alma se hallaba ya fuera del mundo. Su virtuoso padre trató, para consolarle, de sobreponerse a su propio pesar.

-Bendigamos la divina mano que todo lo ha dirigido en el triste drama de nuestra vida -le decía-, y resignémonos, hijo mío. Si el curso de los providenciales sucesos no hubiera impedido tu enlace con Cumandá, habrías sido el esposo de tu propia hermana; la bendición sacramental, cayendo sobre un horrible incesto, en vez de felicidad doméstica, te habría acarreado calamidades sin cuento. Para evitar estos males, Dios ha querido quitarnos a Julia y llevársela para sí, adornada de su pureza virginal y su candor de ángel. Y ¿de qué otro modo, si no con la muerte, pudo apagarse el volcán de la pasión que ardía en vuestras almas? ¡El amor! ¡yo también he sabido lo que es el amor! ¡Ah, hijo de mi alma, si pudieses ver las ruinas de que está sembrado el interior de mi pecho!... Pero sabe que las más veces el amor es de tal naturaleza que, bien para curarle, bien para sustraerle de la ponzoña del mundo, bien para darle consistencia eterna, no nos queda otro remedio que sacudirnos el polvo de la vida material y subir al cielo. ¡Oh, Carlos, hijo mío! con harta justicia se ha dicho que casi siempre lo que juzgamos una gran desgracia, es más bien un gran beneficio; por eso decía aquel verdadero y santo filósofo llamado Job, cuyos pensamientos tantas veces te han deleitado. Señor, si te bendecimos por los bienes que recibimos de tus manos, ¿por qué no hemos de bendecirte, asimismo, por los males que nos envías?

Carlos contestaba solamente con expresión de profunda melancolía:

-¿Piensas, padre mío, que nuestro amor era una pasión terrena y carnal? ¡Ah, no has podido conocerlo! Era un amor desinteresado y purísimo; era, sin que lo advirtiésemos, el amor fraternal elevado a su mayor perfección. Hermanos, habríamos sido tan unidos y felices como amantes o esposos: Cumandá y el blanco, avenidos a la sencilla existencia de las selvas, habrían sido siempre tus hijos, siempre Julia y Carlos, tiernas reliquias de tu adorada Carmen, de tus castos amores de otro tiempo, de las santas delicias del hogar robadas por el furor de los indios sublevados... ¡Ah, padre mío, no pretendas consolarme donde no hay consuelo para mí! Si te fuera posible abreviar mis días en la tierra, ése sí fuera consuelo y grande beneficio; mas nuestra vida no nos pertenece, y es menester que dejes haga el dolor, aunque sea lentamente, lo que no es dado hacer a tus manos; ¡déjame, déjame morir de dolor!



Pocos meses después, Carlos dormía el sueño de la eterna paz junto a su adorada Cumandá. Pona le había precedido.

El mismo día del fallecimiento de Carlos, el padre Domingo, obedeciendo una orden de su prelado, dejaba Andoas, y se volvía a su convento de Quito, a continuar su vida de dolor y penitencia.

Los záparos no olvidaron muchos años la historia de su santo misionero y de sus amables y desgraciados hijos, sobre cuya tumba depositaban hermosas flores, suspendiéndolas del tronco de la añosa palmera que la señalaba, y dirigían al cielo sencillas y fervientes oraciones.