Capítulo XIX - La bolsita de piel de ardilla editar

El tormento de la indecisión y la angustia, no había aflojado ni un instante para el desdichado misionero. En vano se mantuvo postrado en oración largas horas: el cáliz no debía pasar de él: el cielo había dispuesto que apurase sus últimas gotas.

Miraba el reloj con frecuencia y le parecía que el tiempo volaba con más rapidez que de ordinario. ¡Ay! ¡cómo multiplica siempre sus alas para quien recela perder un bien o teme el arribo de una desgracia!

Muy poco falta ya para la hora terrible. El padre se pone de pies; vacila; vuelve a caer de rodillas, y alza ojos y manos al crucifijo que tiene delante. Levántase de nuevo y de nuevo asimismo torna a postrarse. ¿Qué hará?... Pero esta interrogación se ha repetido mil veces a sí mismo sin hallar la respuesta. Ha escudriñado sus pensamientos, ha consultado todos sus afectos, se ha hundido en las sombras de lo pasado y ha traído a la memoria, uno a uno, todos sus recuerdos, y ¡nada, nada! ¡ni un solo arbitrio, ni un viso de esperanza! ¡nada en la cabeza, nada en el corazón, nada en las reminiscencias que pueda salvar a Carlos sin sacrificar a Cumandá, que pueda salvar a Cumandá sin sacrificar a Carlos! El infeliz religioso halla en sí mismo un inmenso y desesperante desierto sin una gota de agua, sin una hoja verde, sin una ligera brisa que indiquen esperanzas de vida; ¡sólo siente rugir el huracán por todas partes!

Consulta otra vez el reloj. Ha pasado la hora, se estremece y hiela de pies a cabeza; va hacia la puerta del templo, la abre, la cierra, da vueltas medio arrimado de manos a los muros... Toca al fin la campana, y asoma el indio guardián de la iglesia.

-Hijo -le dice-, ¿qué es del jívaro mensajero? ¿qué es de Cumandá?

-Padre -contesta el buen záparo-, tan negra está la noche, que a pesar de mi excelente vista no he podido divisar la canoa del jívaro, pero sí puedo asegurarte que nadie ha tocado los tendemas puestos en las picas, por lo cual veo que no ha partido.

-¿Y Cumandá?

-Debe estar donde mandaste que estuviese.

-¿Luego no la has visto? ¡Desdichada joven! habrá pasado las mismas terribles horas que yo.

-El aguacero no ha dejado que nadie salga de sus casas, y no sé...

-No sabes de ella; pero ahora quiero que vayas a verla, y vuelvas y me digas cómo la has hallado. Luego, al punto, ordena a mi nombre a cuatro de los remeros más diestros que apresten la mejor canoa para que partamos, sin que el mensajero nos sienta, a la Peña del Remolino, pues conviene que yo hable con el curaca de los paloras.

-¡Oh, padre! -contesta el indio con sorpresa-, es fácil ver a Cumandá, y voy a ello en el momento; pero es imposible bogar a estas horas, cuando no se ve el río y sólo se le oye bramar, porque está hinchado y bravo; ¿cómo quieres morir, y que contigo mueran infaliblemente los remeros?

-Haz lo que te manda tu padre el jefe blanco -replicó en tono imperioso el misionero.

Los indios son por extremo dóciles y obedientes a los sacerdotes que los han catequizado, y el andoano calló, inclinó la cabeza y partió.

Algo tardó en volver; mas al cabo, asaz turbado e inquieto, estuvo en presencia del padre Domingo, a quien dijo:

-Los cuatro záparos están solos y dormidos, y tan profundamente que no se han recordado a mis voces.

-¿Y Cumandá?

-Cumandá... ¿No te digo, padre, que ellos están solos?

-¡Dios mío! -exclama el misionero con voz angustiosa y juntando las manos-: ¡Dios mío! ¿qué ha sucedido?

Y vuela otra vez a la campana y la toca desesperadamente. La voz del rebato, que expresa en alguna manera el desasosiego del ánimo de quien a deshora la hace resonar, cunde por todos los rincones de la selva y despierta al punto a toda la Reducción. El misionero, acompañado de muchos indios, está poco después en la cabaña donde algunas horas antes dejó a Cumandá. Halla que ha desaparecido, y grita a los cuatro záparos, que tardan en volver del fingido sueño. Pregúntales por la joven y alelados no aciertan a responder. Dirígese a las mujeres que, asustadas, salen de sus oscuros lechos; pero ellas saben menos de Cumandá que sus maridos. Al cabo uno de éstos dice:

-¡Dios me valga, padre! esa moza es una hechicera.

-¡Hechicera! -repite el misionero indignado con el ultraje hecho a la joven y procurando reprimirse, añade-: Hijo, refrena tu lengua: ¿quieres buscar la disculpa de tu descuido o tu malicia con el veneno de la calumnia?

-Padre -replica el záparo-, ¿qué quieres que yo piense? ella ha hecho con nosotros algo que no es de Dios: de la bolsa de ardilla que llevaba al cuello sacó una cosa que no pudimos ver, la movió rápidamente sobre nosotros, y al punto caímos dormidos como unos bancos.

-Lo que dices es un embuste, hijo; pero que no lo fuera, lo indudable es que Cumandá se ha fugado y se ha entregado a sus victimarios por Carlos y por vosotros. ¡Oh joven generosa y desgraciada!... ¿No os acordáis con qué empeño pedía que la entregásemos al jívaro mensajero?... ¡Ah! ¡de seguro ella está ya con los paloras, y acaso muerta! ¡Dios mío!... ¡Záparos indolentes! ¡bárbaros! ¡dejarla irse! ¡dejarla sacrificarse! ¿No habéis tenido valor de defenderos de los jívaros, y habéis querido ser salvados por una mujer, entregándola a la muerte?...

Los culpados inclinan la frente y guardan silencio. El misionero ordena que sin pérdida de un instante se aliste la canoa más ligera; llama, eligiéndolos él mismo, a los remeros necesarios para que le lleven al campo de los jívaros, pues conviene estar allí antes que partan. Mas los záparos no están acostumbrados a desafiar, como algunas otras tribus bárbaras, los peligros de una navegación en noche tormentosa y en aguas agitadas, y aparentando obedecer al religioso, se mueven activos sin hacer nada, y pierden horas y horas. El padre se desespera; su lenguaje con los indios llega a ser acre y violento, y aun toma el cabo de una pica y los amenaza. Pasmo tamaño les causa ver la mansedumbre y bondad de ayer trocadas en palabras destempladas y movimientos de ira. Bajan a la playa, y las angustias e instancias del cuitado se doblan al convencerse de que el mensajero ha desaparecido, y al mirar al través de la densa bruma, allá distantes, los fantásticos reflejos de las hachas de viento de los paloras, moviéndose y desapareciendo gradualmente entre las sombras del bosque y sobre las ondas, como las pálidas centellas de una hoguera moribunda en el fondo de un abismo.

-¡Presto! ¡la canoa! ¡vamos! decía el padre. ¿No veis como los jívaros se van? ¡Sí, se van! el moverse de esas luces lo indica... ¡Ah! ¡quizás por causa vuestra no alcance yo a salvarlos! ¡Mirad! las luces desaparecen... ¡Se van! ¡se van! ¡Y acaso a Carlos con Cumandá!... ¡Ay! ¡van a sacrificarlo!... ¡La canoa! ¡al punto la canoa! ¡Sois unos cobardes!... ¿Qué esperáis? ¿qué teméis?...

¡Esfuerzos inútiles de una inútil desesperación! El río se ve apenas moviéndose negro y espantoso como un monstruo cuyo lomo ondea en la oscuridad al mugido del viento y al chasquido de la lluvia, y los záparos, quizá por la primera vez en su vida, tiemblan y retroceden. Dos canoas se prepararon sucesivamente; mas al poner el pie en ellas fueron arrebatadas por las olas turbulentas que en ese instante las azotaron; si bien se atribuyó con fundamento a intención de los mismos indios que no omitían arbitrio para evitar la peligrosísima navegación.

Al cabo asomó la aurora, y con sus luces, nada hermosas ni risueñas, pues brillaban tras un espeso velo de nubes y lluvia, los záparos se aprestaron al fin a complacer al padre Domingo. Los peligros habían minorado, mas no desaparecido: el aguacero continuaba, y el río turbio e hinchado se agitaba amenazante. Con todo, podía navegarse con la ayuda de remos y vela, y más cuando el viento no dejaba de soplar en dirección favorable. Embarcose, pues, el misionero; seis robustos jóvenes guiaron e impulsaron la pequeña nave; varios otros indios, bien por amor al padre, bien por curiosidad, los acompañan en sus canoas. Después de bregar cuatro horas con las ondas, en un espacio que en otras ocasiones habían caminado en la cuarta parte menos de tiempo, saltaron todos en la orilla del Remolino de la Peña, hacia la parte superior. Suben sin detenerse a la meseta que se extiende sobre aquel punto, y se les presenta de súbito el triste y doloroso espectáculo de Carlos atado a un tronco y en la actitud del más hondo abatimiento.

-¡Hijo mío! -exclama el religioso-, ¡pobre, pobre hijo mío! ¡en qué situación te hallo!... Pero ¿es posible que estés vivo? ¿es posible que no te hayan despedazado esos bárbaros?

-Sí, vivo estoy -contesta el joven-; y en verdad que los paloras son unos bárbaros; ¡qué atrocidad! ¡llevarse a Cumandá y dejarme vivo! ¡Oh, padre mío, padre mío! ¿no es cruel, no es feroz esto de llevarla sola al sacrificio cuando yo debí precederla en él o irme a morir a su lado?

Estas y otras palabras de dolor se cruzan entre padre e hijo, mientras con manos trémulas desata el primero al segundo.

-Padre mío -añade Carlos-, bendíceme y consiente que siga a Cumandá.

-¿Qué dices? ¿qué pretendes?

-Salvarla o perecer.

-¡Nunca, jamás lo consentiré, hijo mío! piensas en una locura.

-Pero ¡cómo! ¿la dejaremos perecer? ¿Será posible que yo solo me salve a costa de su sangre? ¡Ah, mira, padre! esa dulcísima virgen del desierto, otras veces te lo he dicho, tiene no sé qué atractivo irresistible para mí: su corazón es mío, su alma es mía, su sangre llama a mi sangre; los lazos de afecto que nos unen en nada se parecen a los amores vulgares: son lazos tejidos por ángeles. ¡Ah, padre, padre mío, con ella se han llevado mi vida! ¡un cadáver te habla, no sé por qué prodigio; no tu hijo! ¡Déjame partir! ¡déjame seguirla!

El padre Domingo, víctima de igual dolor y angustia, no acertaba a decir ni una sola palabra que pudiera calmar a Carlos: con el propio dolor no se cura el dolor ajeno, así como el consuelo de otro no alivia el propio mal. El joven continuaba en el mismo lastimero acento:

-¡Desdichada Cumandá mía! ¡oh, con qué ternura me dijo sus últimas palabras! ¡cómo descendieron sus postreras dulcísimas miradas hasta el fondo de mi corazón!... ¿Y esta reliquia?... Ella, sí, ella me la puso al cuello con sus propias manos. ¡Reliquia preciosa y querida!... ¡Tesoro mío! ¡Prenda de mi único eterno amor!

Carlos cubre de besos ardientes la bolsita de piel de ardilla. El padre Domingo, que la reconoce, la toma con manos temblorosas y murmura:

-La vi ayer; es la misma; pendía de su lindo cuello.

Entretanto, el viejo Tongana y su esposa habían sido también desatados de su árbol. Tongana cayó al pie del tronco y siguió agonizando; Pona, que gemía desolada, cae de rodillas a los pies del misionero y exclama:

-¿Qué vais a hacer? ¡No abráis, no abráis esa bolsa! ¡no veáis lo que hay dentro! Esa prenda es mía, propiedad mía, y sólo yo sé cómo debe mirársela; a vosotros puede causaros mal. ¡Volvédmela, por Dios!

Carlos y el padre se sorprenden y miran en silencio a la anciana. El segundo se estremece y suelta la piel de ardilla como si hubiese empuñado un alacrán; pero el joven, incitado más bien que acobardado por las palabras de Pona, desata la bolsa misteriosa. La india se opone, insta, llora, clama. Él, sordo a las súplicas, saca un objeto circular envuelto en un pañito blanco como la hoja del jazmín: le desdobla; dentro está otro paño de muselina no menos cándido: la muselina cubre un magnífico relicario de cerco de oro; en el relicario está, perfectamente conservada, la imagen de una mujer bellísima.

-¡Cumandá! -exclama Carlos al verla. El misionero la toma con avidez; fija en ella una mirada de sorpresa, de dolor, de un no sé qué inexplicable que pasa en lo íntimo de su corazón, y exclama a su vez:

-¡Mi Carmen!... ¡Mi Carmen!...

Fáltanle las fuerzas al desdichado sacerdote y pierde por un momento el sentido. Después de tantas impresiones terribles, esta última le abate por completo.

Es, en efecto, el retrato de Carmen lo que acaba de ver; propiedad de ella fue esa miniatura; y Cumandá se parece a Carmen, circunstancia que había llamado vivamente la atención del misionero, por lo cual, excitado su interés por la joven india, le dolía tanto su mala suerte como la de Carlos.

Pero, ¿cómo había venido esa prenda a poder de una salvaje? ¿por qué se parecía tan extraordinariamente Cumandá a Carmen?

Vuelto en sí el padre Domingo, y repuesto un tanto de la violenta impresión, hace a Pona pregunta tras pregunta, ruega, insta, la halaga con promesas, la acobarda con amenazas, porque revele el misterio que sólo ella posee, a no dudar. Al fin, vencida por la esperanza de que los blancos, unidos a los záparos, salvarían a la joven al saber quién es, la esposa de Tongana dice:

-Óyeme, jefe de los cristianos, hace largo tiempo que, llevados del despecho por el mal tratamiento que les daban los blancos, los indios de Guamote y Columbe, pueblos del otro lado de la montaña, se levantaron en gran número, mataron a muchos de sus opresores y quemaron sus casas, pero después cayó una nube de gente armada sobre los alzados, tomaron a los principales de ellos y los colgaron de la horca. Entre éstos se hallaba Tubón, indio jornalero del blanco D. José Domingo de Orozco; mas quiso el cielo que se arrancase el cordel que apretaba su garganta, cayó, y tuviéronle todos por muerto. Cuando estaba ya en el cementerio le palpé el corazón, y sentí que se movía. Entonces, ayudada de unos parientes, le llevé a la choza de un pastor, donde a poco se puso bueno. Yo servía en casa del mismo señor Orozco, dando la leche de mis pechos a una niña llamada Julia, a quien llegué a amar como a mis ojos; me dolía que pereciese junto con la familia blanca, y cuando comenzó a arder la casa, incendiada por Tubón, saqué a la niña...

-¡Sacaste a la niña! -repite el padre Domingo con ansiedad.

-La saqué -prosigue la anciana-, y con ella esa reliquia que hallé junto a la cuna, la cual hace prodigios, porque la blanca a quien se parece fue una santa señora.

-¡Mi Carmen!

-Cuando nos vinimos a estos desiertos Tubón, yo y dos hijos nuestros, tiernos todavía, nos la trajimos a la niña...

-¡La trajisteis! ¿y qué fue de ella?

-Ha crecido con nosotros y se llama...

-¡Cumandá!...

-Sí, Cumandá. Esta no es, pues, hija mía, y Tongana es Tubón, que quiso cambiar de nombre al huir de los blancos, a quienes detesta, e hizo también que lo cambiásemos todos los de su familia...

-¡Cumandá es mi Julia! -interrumpe el misionero a Pona-; ¡es mi hija! ¡es tu hermana, oh Carlos! Ya el corazón me lo decía: desde el instante en que la vi noté en ella completa identidad con mi Carmen, y por eso me dolía más que los indios la sacrificasen. ¡Hija mía! ¡y ahora!...

-¡Hermana mía! ¡hermana de mi alma! -exclama el joven-; ¡ah! ¡con cuánta razón sentí por ella ese afecto purísimo y generoso que sólo puede inspirar un ángel! No ha sido humano este amor, no: por eso lo he sentido yo que siempre había desdeñado las bellezas y los atractivos de la tierra. ¡Oh, hermana mía!... Pero, padre: ¿qué hacemos? Es preciso no perder ni un instante: ¡a salvarla! ¡volemos, volemos a salvarla!

-Sí, volemos hijo mío, quizás podamos llegar a tiempo. Tenemos en qué fundar nuestro reclamo: Cumandá es Julia, es mi hija, es tu hermana. Esta prenda nos servirá para acreditarlo; esta mujer nos dará su testimonio; a Tubón o Tongana le arrancaremos, asimismo, la confesión de la verdad. Por último, ofreceremos grandes recompensas a los jívaros; y si con ellas no ceden, los amenazaremos con la guerra. Sí, voy a hacerme guerrero; voy a abandonar las ropas sacerdotales y a combatir hasta libertar a mi hija, ¡a mi hija adorada! Sonará el tunduli en Andoas; un záparo, dos, tres, cuatro záparos recorrerán Canelos, Zarayacu... todos los pueblos cristianos, que se levantarán en favor nuestro. Pero ¿y si no alcanzamos?... ¡ay, Dios mío!... En fin, ¡vamos! ¡volemos!

¡Votos fervientes y esperanzas locas, hijos de la desesperación!

El padre obra con actividad, y quisiera todavía más presteza en todos sus actos. Ordena que uno de los záparos que le acompañan se vuelva a la Reducción, refiera a sus compañeros lo que se acaba de descubrir, y les incite a todos a apercibirse para la guerra. Con Carlos y los demás indios, va a emprender la marcha hacia la tierra de los paloras, caminando aún entre las sombras de la noche. Pona los acompañará.