Cuentos de un loco: 2


Capítulo II

editar

De los primeros compañeros que me deparó la suerte en el primer paso de mi mala vida.

Hace ya diez y seis años:
sobre la española tierra
la tempestad y la guerra
indignado enviaba Dios.
La situación era crítica
y ardua: como un torbellino
la revolución política
todo lo arrastraba en pos.

Creencias, ritos, costumbres,
razas, letras, ciencias y artes
tomaban por todas partes
nueva forma, nuevo ser.
Un vértigo irresistible
embriagaba por doquiera
los ánimos: una era
nueva empezaba a correr.

Dos pendones dividían
en dos bandos nuestra patria,
y dos razas acudían
a su parte cada cual;
y ambas para sí invocando
a la justicia y al cielo,
a cubrir de sangre y duelo
iban su tierra natal.

Un viento extranjero, en libros
y pinturas y diarios,
pensamientos incendiarios
nos traía sin cesar,
y sus átomos, lanzados
por campiñas y ciudades,
un germen de novedades
no cesaban de sembrar.

A la luz de un alba nueva
que anunciaba un nuevo día,
diferente aparecía
cuanto fué, cuanto existió:
y cuanto tuvo hasta entonces
contemplando usado y viejo,
cambió el pueblo de consejo
y lo nuevo idolatró.

Creó y dióse nuevas leyes,
libertad y luz ansiando,
y lo antiguo aniquilando
lo empezó todo a innovar.
Era un tiempo de tormenta;
los siglos y las edades
tal vez tienen tempestades
y equinoccios como el mar.

Yo, cual átomo viviente
de la raza innovadora,
vi en lo nuevo nueva aurora
que mi mente deslumbró,
y sorbido por la tromba
de las nuevas teorías,
adoptándolas por mías,
su balumbo seguí yo.

Como al centro de aquel círculo,
como al foco de aquel fuego,
a la corte desde luego
acudir imaginé;
e insensata mariposa,
de la luz vertiginosa
del nuevo astro enamorada,
a su luz me aproximé.

El tranquilo hogar paterno
una tarde abandonando,
cuanto amaba en él dejando,
por los campos me salí;
eché a lomos de una yegua,
y temiendo ser seguido,
por el fondo más tupido
de unos montes me metí.

Al abrigo de lo espeso
de sus recios enebrales,
sus silvestres matorrales
afanoso atravesé:
mas las sendas ignorando
y en sus páramos sin guía,
me faltó la luz del día
y perdido me encontré.

Las tinieblas de la noche
por la tierra se extendieron,
y en mi espíritu surgieron
los fantasmas del pavor.
Me vi a solas cara a cara
con mi Dios y mi conciencia,
y al umbral de la existencia,
mi existencia me dió horror.

Creí oír a cada paso
del desierto entre los ruidos,
de mi madre los gemidos
que por mí rogaba a Dios,
y escuchar creí mil veces
entre el vago son del viento
de mi padre el grave acento
que corría de mi en pos.

Cada rama que en su vuelo
una ráfaga movía,
colosal me parecía
brazo alzado contra mí,
y el perfil de cada tronco
sobre el cielo destacado,
ser fantástico apostado
a atajar mi paso allí.

En la angustia de mi alma
presentóme mi memoria,
de la fábula y la historia,
de la fe y superstición,
las medrosas relaciones
que, escuchadas o leídas,
manteníanse escondidas
en mi joven corazón.

Cuanto oí o leí de lúgubre,
maravilloso y horrendo,
fué en mi mente apareciendo
de mi pánico al poder;
de los Amadís y Orlando
relaciones estupendas,
a las cándidas leyendas
del buen padre Nieremberg.

Exaltado mi cerebro
con los cuentos de la infancia,
sucumbió a la extravagancia
del delirio del terror;
y, al poder de mi pavura,
en fantasmas y esqueletos
convertidos los objetos,
me giraban en redor.

Y las peñas y las matas,
los enebros y zarzales,
de contornos infernales
revistiendo su perfil,
se arrancaban de la tierra
donde estaban arraigados,
y danzaban animados
por mi pánico febril.

El balar de las ovejas
recogidas en los cerros,
los ladridos de los perros
que guardaban el redil,
el susurro de las ramas,
de las auras el gemido,
germinaban en mi oído
pavorosos ruidos mil.

Nubarrones descarriados,
impelidos por el viento
del nublado firmamento
sobre el fondo sin color,
como ejércitos de monstruos
el espacio atravesaban,
y los astros entoldaban
con sus alas de vapor.

El rumor que en la hojarasca
al cruzar por su espesura
mi veloz cabalgadura
producía al galopar,
parecíame un estruendo
producido bajo tierra
por la lava opresa hirviendo
de un volcán pronto a estallar.

Yo, cobarde, amedrentado
¡ay de mí! por la pavura,
iba huyendo a la ventura,
sin que en tal desolación
comprendiera que los monstruos
que poblaban tierra y vientos,
eran los remordimientos
del culpable corazón.

¡Insensato! Yo buscaba
en fantásticos poderes
el origen de unos seres
que nacían de mi ser;
ignoraba aún que es el hombre
de miserias un abismo,
que, enemigo de sí mismo,
se las crea por doquier.

Que la aurora que la vida
tiñe en tintas de azul y oro,
es un falso meteoro
de la ciega juventud,
y que el viento de los duelos,
la amargura y desengaños,
traen al alma con los años
el hastío o la virtud.

Yo corría de este mundo
tras la gloria y la ventura,
empezando la amargura
de sus goces a probar;
en mi sed de independencia
yo mi hogar abandonaba,
y, ya libre, suspiraba
por la cárcel de mi hogar.

En aquella aciaga noche,
siempre viva en mi memoria,
comenzó mi loca historia
y mi gloria comenzó.
Al contarlas, mis biógrafos
las contaron puras, bellas:
¡ay de mí!, no saben de ellas
lo que sé tan sólo yo.

Al contar cómo corría
por los páramos perdido,
me suponen conducido
por la gloria y por la fe;
yo, que lloro los errores
a que el genio me ha arrastrado,
de sus flores coronado,
las espinas que dan sé.

¡Gloria! Edén imaginario
que a los necios alucinas,
de tus flores las espinas
nos oculta la ilusión;
ésta al fin desvanecida,
convencido quien te adora,
o se desespera u ora,
desgarrado el corazón.

Yo, a Dios vuelto, de su gloria
me guarezco bajo el manto,
y los himnos que levanto
con fe ardiente y voz audaz,
ya no aspiran a tejerme
una tienda con tus palmas,
sino a inspirar en las almas
una fe pura y tenaz.

Mas ¿dó voy, mísero loco,
por mi cuento descarriado
cual corrí descaminado
por los montes años ha?
Les cruzaba en las tinieblas,
sin amparo y sin camino,
entregado a mi destino,
descorazonado ya.

Sin osar volverme al cielo,
cuya faz me amedrentaba,
sin que viera sobre el suelo
esperanza de solaz,
escuchando los aullidos
de las fieras y alimañas,
con que hería mis oídos
cada ráfaga fugaz.

Aterrado, mas a impulsos
de la fe que en mí vivía,
con la voz de ¡madre mía!
a la Virgen invoqué:
a mi voz, como evocada,
una luz brilló a lo lejos,
cuyos trémulos reflejos
como un faro saludé.

Arrastrada por su instinto
o por más celeste influjo,
mi montura me condujo
desenfrenada hacia allí;
y aunque ya falto de aliento
casi, y transido de espanto,
cual por virtud de un encanto
a verme entre hombres volví.

Di en un adoar de gitanos;
con mi yegua, en su carrera
ciega, a través de una hoguera
desatinado salté:
su brida asieron cien manos:
cien lamentos, cien aullidos
desgarraron mis oídos,
y caí y me desmayé.

Cuando volví a abrir los ojos,
halléme en una cabaña
cercado de gente extraña
que se ocupaba de mí.
Una desgreñada vieja
con un candil en la mano,
me salmodiaba en gitano
ensalmos que nunca oí.

Y un hombre de faz morena,
ornada de anchas patillas,
me aplicaba a las rodillas
garrote con un cordel.
Yo comprendí con espanto
que a la vida me volvía,
no la eficaz salmodía,
sino el tormento cruel.

El dolor me arrancó un grito,
y entrambos, por mi ventura,
cesaron en la tortura
que me daban a la par:
y al fin, satisfechos ellos
y yo repuesto del todo,
empezóse de este modo
conversación a trabar.

ÉL: –«Señorito, ¿adónde bueno
tan solo y descaminado?
¿Cómo así se la ha enredado
el demonio a su mercé?
Nada tema de nosotros;
explíquese francamente
su mercé; se halla entre gente
leal y de buena fe.

Vamos, no hay de qué asombrarse,
señor: deme acá esas manos
a besar; aunque gitanos
somos hijos de Undivel,
y somos agradecidos,
y yo sé que si hoy mantengo
la pobre vida que tengo,
se la debo sólo a él.

ELLA: –Sí, señorito, bien sabe
mi hijo Ramón lo que dice:
su mercé se tranquilice
y mande como señor;
aquí el agradecimiento
a su mercé es muy profundo,
y le mira todo el mundo
con respeto y con amor.»

Pasaba yo mis miradas
de la gitana al gitano,
y un recuerdo muy lejano
pugnaba por aclarar
en mi memoria; eran gentes
a quienes yo conocía
sin duda, mas no podía
quiénes fuesen recordar.

Vi empero que mi silencio
a ofenderles comenzaba,
mas a anudar no acertaba
la rota conversación:
a pesar de sus protestas
de lealtad y de celo,
no sé qué necio recelo
me embargaba el corazón.

Tal es el hombre: su instinto
la sociedad extravía,
y no le sirve de guía
naturaleza jamás;
cuanto más civilizado,
más ciego y más lejos de ella,
desconoce y atropella
su bien, le pierde quizás.

La bestia más insensata,
una vez agradecida,
jamás el semblante olvida
del amigo o bienhechor,
el perro nunca equivoca
con el amigo al contrario;
sólo el hombre temerario
funda su instinto en error.

Así yo, desconociendo
las señales verdaderas,
de las palabras sinceras
de mis amigos dudé,
y descarriado mi instinto
por mi educación viciada,
por doblez vil y taimada
la sinceridad tomé.

El gitano, más grosero
y menos civilizado
que yo, mas mejor guiado
por su instinto natural,
me perdonó generoso
aquella injuriosa duda,
mi desconfianza muda
interpretando leal.

«Vaya, señorito (díjome),
fuerza es que yo a la memoria
le traiga una vieja historia
que abone mi lealtad.
Yo soy aquel veredero
que en la sierra fusilado
iba a ser, y fué salvado
por su generosidad.

Vea su mercé si puedo
pagar con algo esta vida,
que es deuda que contraída
tengo yo con su mercé;
como su mercé a mí entonces,
estoy pronto hoy a ayudarle,
sin pararme a preguntarle
de sus hechos el porqué.»

Vínome el rubor al rostro
al tiempo que la memoria:
verdad era aquella historia:
cogido en una ocasión
como espía en la montaña,
el jefe de la partida
liberal, le dió la vida
por mi sola intervención.

Dijo el jefe: «por mi parte
que huya y se salve si puede,
yo procuraré que quede
solo: no puedo hacer más».
Fué noche: dejóle atado
su guardián olvidadizo:
le di un cuchillo, y él hizo
en la sombra lo demás.

Deslizóse cautamente
hasta el fondo de un barranco,
y probó que no era manco
llevándose hasta el cordel
y el cuchillo: mas ¿quién prueba
que generoso no quiso
librarme del compromiso
de connivencia con él?

Reconocíle con gozo,
lloré y le tendí la mano;
besóla con el gitano
su vieja madre también:
y puestos los tres de acuerdo
para el porvenir, me dijo
la vieja: «fíe en mi hijo,
señorito, y duerma bien».

Mataron la luz: cerraron
la puerta de la cabaña,
y a mis pies se acomodaron
en un mísero jergón.
Yo era aún un niño: el cansancio
me rindió en breves momentos,
y ahogó mis remordimientos
el sueño en mi corazón.


Coloraba el monte apenas
el albor de la mañana,
cuando la tribu gitana
se dispuso el campo a alzar.
Peregrinos incansables,
raza sin patria ni hacienda,
el firmamento es su tienda,
es el páramo su hogar.

Familia rapaz de halcones
al azar encomendados,
cual se acuestan sin cuidados
se despiertan sin afán;
la pródiga Providencia,
como a las aves del viento,
les procura el alimento
por donde quiera que van.

Indómitos moradores
del mundo civilizado,
nunca salen del estado
en que les cupo nacer;
los siglos pasan sobre ellos
sin trocar su faz salvaje;
su vida no es más que un viaje
cuyo fin no quieren ver.

A un mismo tiempo enemigos
de la paz y de la guerra,
vagan libres por la tierra
con ella en guerra y en paz;
ninguna ley reconocen,
por ningún pueblo combaten,
bajo ningún yugo abaten
su independencia rapaz.

Creen que estando al par abierta
para todos la campiña,
el engaño y la rapiña
dan derecho a posesión,
y los bienes, por la tierra
para todos derramados,
con derecho igual gozados
a la par por todos son.

Por doquiera que el descuido
buena ocasión les ofrece,
lo olvidado desaparece,
lo perdido halla señor,
y al punto tal metamórfosis
sufre el objeto adquirido,
que ya no es reconocido
por su antiguo posesor.

Su tráfico es la mentira,
el pillaje sus hazañas;
su historia son las patrañas
que de ellos el mundo cree;
su astucia las alimenta,
porque su poder consiste
en el de que les reviste
la supersticiosa fe.

En las viejas de esta tribu
supone el vulgo villano
misterioso, sobrehumano
y satánico poder:
atribuye a su mirada
facultad de hacer mal-de-ojo,
y a su envidia y a su enojo
maleficios que temer.

Cree que curan y que hechizan
con ensalmos y conjuros,
que hacen filtros que seguros
la vida y la muerte dan;
que, para usos mil diabólicos,
de niños y de difuntos
con sangre y grasa, hacen untos,
y, en fin, que al sábado van.

Cree que en un juego de cartas
y en las rayas de la mano
abierto el lóbrego arcano
del porvenir las está,
y que cuando una gitana
ha tocado una moneda,
por ella hechizada queda
y que tras ella se va.

Esta vulgar e insensata
supersticiosa creencia,
les condena a una existencia
nómada, errante y rapaz.
La sociedad como infames
de su seno les rechaza,
y ellos conservan su raza
virgen con celo tenaz.

Infamados, mas temidos
tal vez por el mundo entero,
ellos con orgullo fiero
aceptan su baldón (sic),
y si el mundo halla algún dique
que su pertinacia tuerza,
ceden siempre ante su fuerza,
pero sin darle razón.

Desconocidos de todos,
mirados como enemigos,
ellos sólo son amigos
de los que su sangre son;
jamás se mezcla su raza
con más raza que la suya,
y no hay poder que destruya
su raza y su religión.

Oculta profesan una:
tienen ritos, leyes, traje,
costumbres, barrio y lenguaje
aparte de los demás;
no hay raza que más conserve
de su tipo la pureza;
su agreste naturaleza
no se desmiente jamás.

Jamás rompen la barrera
que del mundo les separa:
jamás gitana hizo cara
a quien gitano no fué;
y si a sus pies vino un loco
por una pasión rendido,
abrazó al ser su marido
su profesión y su fe.

Cada tribu tiene un jefe
con poderes absolutos,
quien sin nombres ni atributos
ostentosos es el rey;
contra su poder omnímodo
nadie nunca se rebela;
él manda, y jamás se apela
de los fallos de su ley.

Su elección no admite intrigas:
como egipcio patriarca,
el más viejo es el monarca
por derecho natural;
muerto o ausente el reinante,
quien le sigue toma el mando,
sus derechos consagrando
la obediencia universal.

Con su miseria contentos,
fieros con su independencia,
de su nómade existencia
hacen gala y vanidad;
sin pesares, la alegría,
en sus pechos atesoran,
y fanáticos adoran
su salvaje libertad.

Sus frugales alimentos
e interminable ejercicio,
crían su cuerpo sin vicio
en vigorosa salud:
flexibles, infatigables,
como el gamo y la pantera,
su vida pasan entera
en indócil inquietud.

Como oriundos del Oriente,
perezosos y holgazanes,
aborrecen los afanes
del trabajo corporal;
y jamás labran la tierra,
ni más oficios ejercen
que aquellos que no les tuercen
su inclinación natural.

Crían bestias con las cuales
trafican, cuyo servicio
es útil para su oficio
vagabundo, y su falaz
profesión, mixta de robo,
de comercio y de empirismo,
que practican con cinismo
desvergonzado y sagaz.

Y utilizando la fama
que entre el vulgo les procura,
dicen la buenaventura,
tiran las cartas, y van
por doquiera con sus artes,
sus danzas y sus canticios,
recogiendo beneficios
sin trabajo y sin afán.

De sus bailes y sus cánticos
el son y la poesía,
rebosan una alegría
locamente original,
y el bullicio gitanesco
de una fiesta en sus adoares,
guarda el tipo pintoresco
de su origen oriental.

La hermosura de sus hembras
voluptuosa y expresiva,
por demás provocativa,
es arisca por demás,
y lo ardiente y voluptuoso
de su garbo y de su gesto,
jamás raya en lo modesto,
mas no es lúbrico jamás.

Libre y sin freno en sus gustos,
nunca una moza gitana
va a encenagarse liviana
en venal prostitución;
jamás vende sus caricias
ni da al oro su hermosura;
nunca es mercancía impura
su amor; es una pasión.

Tal es la raza gitana:
la madre naturaleza
bajo su agreste corteza
puso empero una virtud,
una que el hombre del mundo
descuida; una verdadera
virtud que el bruto y la fiera
poseen: la gratitud.

Virtud que innata en su alma
es: como el perro, el gitano
besa sincero la mano
que pan o favor le da:
virtud de toda la raza:
haced a uno un beneficio,
y entera a vuestro servicio
tenéis a su tribu ya.

Tal era la compañía
que me deparó mi estrella;
no sé si hice mal con ella
en ir de mi suerte en pos:
mas con ella entré en el mundo,
y al consignarlo en mi cuento,
ni dudo ni me arrepiento.
¡Que me lo perdone Dios!

Bañaba ya las colinas
del alba la luz de grana,
cuando la vieja gitana
de mi sueño me sacó
diciéndome: «¡arriba, hijo!
que es preciso que vayamos
un poquito lejos»–«¡vamos!»,
despertando dije yo.

Maese Ramón entonces,
dándome un traje gitano,
comenzó con diestra mano
mis cabellos a trenzar;
endoséme yo cual supe
mi gitanesco atavío,
y pasó el antiguo mío
al dominio del adoar.

Pronto fuí otro; mas antes
de salir de la cabaña,
a una operación extraña
me presté, no sin rubor;
la vieja, con no sé que untos
que componen los gitanos,
dió a mi rostro y a mis manos
mate y cetrino color.

Mis facciones aguileñas
y mis crecidos cabellos,
diéronme pronto con ellos
semejanza singular;
miréme en un roto espejo:
en la imagen reflejada
por él, no pude ya nada
de mí mismo recordar.

Cuando quedó por completo
mi metamórfosis hecha,
dió una vuelta satisfecha
la vieja en redor de mí;
contemplóme un breve instante
el gitano sonriéndose,
y enfrente de mí poniéndose,
me dijo tranquilo así:

–«Ahora, todita su gente
y todita la justicia
de la tierra, dará picia
persiguiendo a su mercé.
Su mercé es todo un pimpollo
de la huerta de Triana:
salga, pues, y en la gitana
familia lo ingeriré.»

Abrió y salimos: el campo
vi ya levantado, y, puesta
su hacienda en las bestias, presta
hallé la tribu a marchar.
Componíanla diez hombres,
siete hembras y seis muchachos,
que de asnos, potros y machos
guiaban un centenar.

Nadie extrañó mi presencia
al parecer, ni la causa
preguntó de ella: una pausa
hubo empero en el rumor
inherente a tal escena,
y Ramón, aprovechándola,
con voz de autoridad llena
les habló en este tenor:

–«Muchachos, mi ahijado es éste:
todito el mundo gitano
lo ha de tratar como a hermano;
la ley lo quiere pescar,
y debemos del mal paso
sacarle: con que ¡al avío!
pongamos tras él el río
en un verbo, y espolear.»

Los hombres con un saludo
de cabeza, breve y mudo,
me mostraron que asentían
el mandato de Ramón;
las mujeres con un poco
descarado atrevimiento,
en palabras de contento
me expresaron su adhesión.

Como yo desfigurada,
mi yegua un mozo me trajo,
y empezamos agua abajo
el Esgueva a bordear:
pronto encontramos un vado:
por él cruzamos el río,
y del monte en lo bravío
nos metimos sin parar.

Aquella especie de egira
por en medio de un desierto,
acampando a cielo abierto
y asociado a gente tal,
tenía a los ojos míos
y tiene aún en mi mente,
un no sé qué del Oriente,
pintoresco, original.

¡Pobre loco! En mis delirios
estrambóticos me pinto
tal vez el mundo distinto
de como ha sido jamás;
mas ya es largo este capítulo:
reposa, lector paciente,
que siguiendo complaciente
a mi loca pluma vas.