Para el viaje a la infancia la lluvia tiene las mismas excelencias que Jean Cocteau
le reconoce al trueno. Cuando el pizzicato de las primeras gotas anuncia el tema
de la sonata pluvial, se apresura el recuerdo a perseguir la clave de las estampas
infantiles en la emoción del invierno.
Entonces aparece la tarde aldeana tejiendo morosamente la lluvia de acuerdo con
la más aburrida técnica de los encajes. En la comarca de los patios el agua
implanta para el itinerario de los barcos de papel un erudito sistema de lagos,
istmos, ríos, ínsulas y penínsulas y elabora en las albercas la profundidad pulida y
lenta donde imprimirá la mañana su litografía de sol nuevo en las hojas y nubes
puestas a secar en los alambres del telégrafo.
El crepúsculo invernal se demora en los jardines descifrando penumbras y
humedades. Quizás una campana brilla tras el límite de la noche. Y después, a la
distancia del sueño, la lluvia continua ejecutando su melancólica música de
clavicordio como en las arietas de León Bogislao de GreiffHausler.
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