Santa Marta, diciembre. Amigo Jorge Cárdenas: aquí, a la orilla del país, los
últimos guarismos del calendario reciben una vertiginosa ventilación marina. Bajo
el excesivo Kilometraje del viento, esta ciudad ondula y suena como los
acordeones. Los árboles practican una elocuente gimnasia que les altera el corte
de su indumentaria y las mujeres asisten a la desorganización de su follaje.
Habito frente a una bahía que me reconcilia con la técnica de las tarjetas postales.
Una bahía en traje de domingo. Sobre sus livianos verdes y azules queda muy
bien el gris tonelaje de los trasatlánticos. La oratoria del mar envuelve unos
crepúsculos de ancha sintaxis que colecciono en mi cartera. También, a propósito
de la medianoche, la luna incalificable aparece cuando las olas funcionan de
acuerdo con los mejores valses de Johann Strauss.
El declive de las lluvias que biselan el aire de Bogotá es, naturalmente, la posición
menos apta para el estímulo de tus relaciones personales con el océano Atlántico.
Cuando el asfalto invernal tergiversa la noche de los faroles y pasa la dama de
invierno guarnecida por la zoológica frivolidad de sus pieles, resulta inverosímil
poseer un concepto de las playas. Este pliego podría convertirse, pues, en una
invitación a que por contacto con los colores marítimos rectifiques tu minuciosa
teoría de la bañista.
Lo cual sería muy saludable. La aritmética de bridge se olvida por completo detrás
del sol exacto que recorta para la edición de lujo de la tarde a la adolescente que
pasea por la costa la fotogenia de sus quince años sobre el nivel del mar
Poema anterior: Canción fácil