Compendio de Literatura Argentina: 05

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


CAPÍTULO III

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LABARDÉN

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De todas los escritores de fines y principios del siglo, es, sin duda, don Manuel José de Labardén, el más notable, ya como poeta lírico y dramático, ya como importante factor del desarrollo intelectual de su época.

Escribió, identificándose con su tierra, obras de algún valor artístico, que aunque olvidadas hoy día, fueron muy apreciadas por sus contemporáneos.

Inicióse con algunos artículos literarios en El Telégrafo, pero su primer trabajo de mérito es la oda Al Paraná.

Augusto Paraná, sagrado río.... »


Este romance endecasílabo fué recibido con asombro, pues era una tentativa de poesía descriptiva americana, con toques de color local, agradables siempre y novísimos en la escuela á que el autor pertenecía.

En medio del aparato mitológico propio del tiempo, aparecía el dios del gran río argentino, coronado de juncos retorcidos y de silvestres camalotes,

En el carro de nácar refulgente,
Tirado de caimanes recamados
De verde y oro....


Describe, enseguida, su gruta decorada de perlas nevadas é ígneos topacios,

En que tiene volcada la urna de oro
De ondas de plata siempre rebosando.


El Paraguay y el Uruguay salen á su encuentro, conduciendo, para engancharlos á su carro, los caballos del mar patagónico, y poseído de un entusiasmo muy sincero, aunque no muy líricamente expresado, saluda á aquel monarca de los ríos con un himno triunfal, que es al mismo tiempo un presagio de la opulencia y felicidad que el poeta auguraba para su patria.

Abogado distinguido y entusiasta partidario de la difusión de la enseñanza y de las letras, contribuyó poderosamente á la fundación del Colegio de San Cárlos y más tarde á la del teatro de Buenos Aires. Su ilustración hizo de él uno de los hombres más influyentes y respetados de su época, habiendo desempeñado en diversas ocasiones importantas puestos públicos, entre otros el de auditor de guerra de la capitanía general, durante la administración del virrey Vertiz.

Poniendo su inteligencia al servicio de las buenas costumbres, fustigó varios vicios y errores en sus Sátiras, algunas de las cuales se hicieron muy populares.

En 1779 escribió el drama Siripo, que es su trabajo de más aliento; fué representado varias veces, con gran éxito, lo que hizo que fuera la obra más en boga del teatro de aquel tiempo.

Esto nos induce á dar una noticia de su argumento, que es el siguiente:

Por el año 1528, Gabotto, marino veneciano al servicio de España, logró, surcando las ondas del Plata, salir felizmente de ellas y entrar en las del Paraná, yendo poco después á clavar la bandera de Castilla en uno de los ángulos que forma el último de los citados ríos.

Una vez allí, Gabotto se enseñoreó, á fuerza de hierro, de los dominios que ocupaban los salvajes Timbúes, y con el fin de asegurar sus conquistas, levantó el fuerte denominado Sancti-Spíritus, primera construcción que en esta parte de la América se encargó de perpetuar la intrepidez y constancia de los españoles.

Tras dos años de formidable lucha, y sintiendo Gabotto, sin duda, el dolor de la nostalgia, volvió la proa de sus barcos con rumbo á España, dejando el citado fuerte bajo la custodia y mando del capitán D. Nuño de Lara.

Y aquí empieza la parte más interesante de la acción dramática de Siripo.

Entre aquella falange de valientes, que con Nuño de Lara quedaron en la fortaleza, existían dos seres cuyas almas latían con la fé de un amor sublime: Lucía Miranda y Sebastián Hurtado, esposos cuya unión había santificado la Iglesia mucho antes de venir á América.

Lucía unía á la gracia natural de las hijas de Andalucía, la belleza seráfica del alma.

Marangoré entre tanto, jefe de la tribu vencida, desde el fatal momento de su derrota, sintió bullir pasiones salvajes, como el corazón en que latían: odio al conquistador que venía á disputarles sus dominios, y amor á Lucía por cuya posesión lo sacrificaría todo.

El salvaje cacique sólo obtuvo después de sus reiterados empeños, el convencimiento de que la virtud de la española era invencible; y entonces, en medio de su desesperación, jura vengar los desprecios que hace á su pasión, y vuelve fugitivo al campo de los suyos para concertar el modo de llevar á cabo el exterminio de los que guardaban el tesoro que tanto codiciaba.

Allí, en las soledades de su aduar, pide consejo á su hermano Siripo; cuéntale con caldeada frase las penas que le devoran, y de común acuerdo, convienen en que apenas asomase la luz del alba, Marangoré se presentaría en el fuerte acompañado de treinta súbditos, los que irían cargados de víveres que ofrecerían á los españoles. Aceptada la ofrenda y una vez dentro del baluarte, atacarían á sus desarmados enemigos, mientras Siripo, convenientemente apostado en las inmediaciones, protegería con tres mil de los suyos la traición concertada con el fin de exterminar á los contrarios y robar á Lucía y á las demás mujeres que acompañaban á los cristianos.

El plan no podía ser, ni más oportuno, ni de más fácil realización, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellos momentos carecían de víveres y se encontraban con menos tropa que la ordinaria, pues el gobernador Nuño de Lara había dispuesto días antes una expedición que remontando el río, asegurase la conquista de nuevos territorios, confiando el mando de dichas tropas al esposo de la Miranda, el capitán Hurtado.

Fiel á lo convenido se presenta Marangoré en el fuerte, habla con lealtad fingida: Lara acepta con gratitud los presentes, le señala un puesto en su modesta mesa, y falto de la prudencia que el sitio y la ocasión exigían, ofrece además al cacique y á su gente, por la noche, techo para reposar de las fatigas del viaje.

Aquella franca hospitalidad tuvo por recompensa la más negra de las alevosías. Sonó la hora de la lucha: los españoles se defendieron bravamente; el mismo Marangoré cayó muerto á un golpe de la cuchilla de Lara, quien tampoco tardó en sucumbir; á poco entró Siripo, reforzando oportunamente la mermada hueste de los suvos, concluyendo por incendiar el fuerte y apoderarse de un rico botín, del que formaba parte entre otras mujeres la infeliz Lucía.

Sigue el drama con el regreso de Hurtado, cuyo dolor fué igual á su sorpresa cuando, después de encontrar ruínas en vez de la fortaleza, buscaba á su consorte y sólo tropezaba con los despojos de la muerte. Pero en vez de acobardarse, lánzase resueltamente en busca de su esposa, hasta que la encuentra, esclava del bárbaro salvaje y sometida á los más crueles sufrimientos.

Lo que había sucedido era esto: Siripo había heredado la funesta pasión de su hermano y creyó que la bella cautiva haría el dulce destino de su vida.

Pero para Lucía la libertad y aún la vida eran poco, comparada con la fé conyugal prometida al esposo amado y rechaza con desdén la proposición del salvaje, prefiriendo la esclavitud, que le dejaba su honra.

Desde el encuentro de Hurtado con Lucía, la tragedia adquiere un interés extraordinario.

Despiértanse los celos en el alma de Siripo y resuelve la muerte del odioso rival. Lucía, por salvar á su esposo, renuncia al tono altivo con que trataba al indio, ruega, suplica y llora, hasta conseguir la revocación de la terrible sentencia, á costa de una condición: que los esposos han de renunciar al lazo que los une, y que Hurtado ha de tomar mujer nueva entre los que vivían en la tribu.

Pero vanas promesas! El cariño se sobrepone á todo, y el aparente despego de Lucía desaparece para dar lugar, en las ausencias de Siripo, á escenas en que brilla, con la intensidad de la pasión, la fidelidad jurada por siempre al desgraciado capitán. Conocidos los extremos á que llegaba el fuego tan inextinguible, por denuncia de la más despechada de sus mujeres, el cacique, comprobada la delación, manda arrojar á Lucía en una hoguera y hace que su esposo sucumba bárbaramente asaeteado.