Clemencia (Caballero)/Tercera parte/XII
Tercera parte
Capítulo XII
editar-Pablo -dijo al día siguiente Clemencia a su primo-, cuida de que cuanto antes lean trasladados todos mis efectos a Villa-María.
-¡Pues qué! -preguntó sorprendido Pablo-, ¿no piensas que vivamos aquí?
-No, Pablo, pues que no sería de tu gusto, lo harías por complacerme; además, cree que ansío por hallarme en Villa-María, en donde tan feliz ha sido mi vida, vida a la que la costumbre me ha apegado; pues los sitios, las paredes, cada objeto que nos rodea se ama con el trato como amigo, porque todo imprime su huella en el corazón que no es duro, y la deja en el corazón que no es mudable; ansío, Pablo, ver esos sitios que el cariño que todos me habéis tenido, ha impregnado de dulzura, y que la paz que en ellos se disfrutaba ha identificado con el bienestar. Además, Pablo, no me retiene aquí ningún aliciente ni lazos de cariño. La casa de mi pobre tía, a la que queda poco tiempo de vida, se va a desbaratar. Mi querida Constancia piensa, cuando la falte su madre, retirarse de todo trato; mi primo piensa regresar a Madrid, y la sociedad de Alegría no me es simpática. Dime, Pablo, ¿están aún como las dejé mis habitaciones?
-Nada hallarás variado, ni echarás de menos en lo que ha sido durante tu ausencia mi santuario, Clemencia; demás sí, quizás encuentres las huellas de mis lágrimas.
-¿Y mis flores?
-Florecen en tu ausencia, ¿lo concibes? Yo no.
-¿Y mis pájaros?
-Cantan, pues creo que con su delicado instinto presagiaban tu regreso.
-El del hijo pródigo -dijo Clemencia, riendo y apretando con efusión la mano de su primo.
-Para recibirlo debidamente -contestó Pablo en el mismo tono festivo-, debo partir mañana.
-Nada de eso, Pablo; hagámoslo todo sin misterio ni ostentación.
-Pero con prisa, Clemencia; mira que mi felicidad me parece de tal suerte un sueño, que vivo angustiado con el temor de despertar.
-Pablo, en mí no estará la tardanza, hechas las necesarias diligencias, será bendecida nuestra unión bajo los ojos de mi pobre tía que me ha servido de madre, y partiremos en seguida para nuestro dulce hogar doméstico: en él procuraremos imitar las virtudes y hallar la felicidad que allí ostentaron sus anteriores dueños.
Clemencia se apresuró a comunicar su casamiento a la Marquesa y a sus primas.
-Me alegro, hija mía -le dijo su tía-, pues ya que te aconsejaron esa boda tu suegro y tu tío, cuenta te tendrá.
-Sí, sí -añadió Alegría-, ya que te casas, atente a lo sólido y enseña a tu marido desde un principio a no ser ridículamente celoso ni neciamente desconfiado.
-En Villa-María no hay muchas ocasiones que puedan dar pábulo a que se desarrollen estas tendencias, aun dado caso que las tuviese Pablo.
-¡Pues qué!, ¿te vas a vivir a Villa-María? -exclamó con asombro Alegría.
-Siempre han vivido allí las cabezas de la casa de Guevara -respondió Clemencia-: ¿por qué motivo exigiría yo una mudanza de domicilio que no deseo, y que no agradaría a mi marido, sobre todo gustándome con pasión el campo?
-Pero eso es enterrarse en vida -exclamó Alegría horripilándose.
-Si se entierra la mujer que se propone vivir en el hogar de sus mayores al lado del esposo a quien ama, y dedicarse allí a criar los hijos que Dios les diere, creo, Alegría, que toda buena casada vestirá con alborozo la mortaja de esa sepultura. ¡Pues qué!, ¿piensas acaso que la mujer al tomar estado sigue la senda natural y derecha, si en lugar de pensar en recogerse, en dedicarse a los santos y dulces deberes de esposa y madre, reniega de ellos y sólo piensa en entregarse a las diversiones, al bullicio, al mundo exterior y a las distracciones? ¿Así truecas los frenos? ¿Así desvirtúas la santa misión de la mujer?
-Novelerías morales -repuso Alegría-. ¡Con veinte y cinco mil duros de renta, vivir en un villorro! ¡Vamos, vamos! Eso es no es sólo chabacano, sino estúpido, y no se ve más que entre nosotros.
-Te equivocas, Alegría; en todas partes, y sobre todo en Alemania, viven las familias nobles en sus estados o en sus haciendas, y sólo pasan temporadas en las capitales, en los sitios de baños o viajando; nosotros también pasaremos temporadas fuera, ya por semana santa en Sevilla, ya en el verano en los baños; pero abandonar la casa solariega, eso nunca: sería una falta de aprecio y amor filial a la familia, y una degeneración, pues no es noble el que es descastado.
-Lo venidero no está escrito; le has tomado el gusto a Sevilla: veremos lo que sucede en comiéndote el pan de la boda; y si entonces piensas aún, a lo Butibamba, que es degenerar no vivir en un villorro. ¡Vaya, vaya!, ¡yo que creí que los libros servían, no para fomentar, sino para desarraigar añejas preocupaciones!...
-La lectura bien dirigida, prima, sirve para poner cada cosa en su lugar, y desterrando una necia vanidad, dar a las personas el decoro y dignidad que les son propias. Además, el pan de mi boda -añadió Clemencia con íntima satisfacción-, es el que se fabrica diariamente en gran cantidad en casa para nosotros, para los criados y dependientes de la casa y para los pobres, y cada año Dios renueva las cosechas: así pienso que durará mucho, Alegría.
-Sara -repuso ésta con enfática ironía-, Dios te dé veinte Jacobs, los años de vida a tu Abraham que al otro, y te libre de una Agar.
-No te deseo que seas feliz -le dijo Constancia-, pues sé que lo serás cuanto es dable serio en este mundo, puesto que has hecho tu pasado tan bueno y tan santo como te has sabido preparar tu porvenir. Tu conciencia y tus esperanzas, ambas puras y santas, te sonríen a un tiempo: así, sólo pido a Dios prolongue una felicidad que debe serle grata.
-¡Eh! -dijo Alegría-, con este parabién místico y laudatorio no necesitas más epitalamio. Váyase Apolo con su murga a freír monas al Parnaso; que aquí se está por el monte Sion. Por mí te congratularé con la elegante frase de moda, diciéndote: Pues te casas, séate el santo yugo ligero; pues tendrás fruto de bendición, séate la carga de los hijos ligera; pues te entierras en vida, séate la tierra ligera.
Pocos días después volvió Pablo, y se fijó el día del casamiento. La víspera se halló sir George en la calle a don Galo. Éste, que aún no estaba del todo repuesto del susto que le había dado sir George en la mañana que hemos referido, quiso evitar su encuentro torciendo por una boca-calle; pero sir George apresuró el paso, lo alcanzó y lo paró.
-¡Oh señor don George! -exclamó algo turbado don Galo-; no os había visto; no es extraño, pues soy, ya lo sabéis, tan corto de vista...
-Tenía muchos deseos de veros -repuso sir George-; deseaba suplicaros que me acompañaseis a comer: he recibido por el último vapor unos faisanes y una remesa de vinos escogidos; pero como ya no tengo el gusto de veros...
-El gusto y la honra serán para mí, señor don George -repuso con una sonrisa no muy natural don Galo, en quien la remesa de vinos escogidos había avivado la inquietud-; pero como tengo tanto que hacer...
-¿Y como no os veo ya en casa de Clemencia?
-Es cierto, no recibe porque su tía ha empeorado, y pasa allá toda la tarde y noche.
-¿No me habéis dicho que se casa?
Don Galo, que se iba reponiendo, contestó en su tono natural:
-Ya se ve que os lo dije, como que yo fui el primero que lo supe; pero ya lo sabe todo el mundo.
-Me han dicho que su novio es un ganso lugareño.
-Os han informado mal, muy mal, don George; yo que lo he tratado, os puedo decir que es un bellísimo sujeto, de un carácter angelical, de mucho talento y mucha instrucción, como que tuvo el mismo maestro que Clemencia, el sabio Abad de Villa-María; que es generoso y caritativo como pocos, y en cuanto a guapo lo es como ninguno: se cuentan de él hechos que admiran y asombran, en particular un lance con cinco ladrones que lo sorprendieron en su cortijo.
-¡Oh, señor don Galo! no me refiráis proezas bandoléricas; estoy cansado de oírlas cantar en romances a vuestros ciegos.
-Es, señor don George, que la proeza que iba a referir no estaba de parte de los bandoleros, sino de parte de don Pablo Guevara, que pertenece a la primera nobleza de Andalucía, y tiene amén de esto más de medio milloncito de renta, lo cual no echa nada a perder.
Y don Galo desplegó su más ancha sonrisa.
-Ese novio modelo ha venido, según me han informado, de las Batuecas -dijo sir George con la mayor seriedad.
-¡Qué! No señor -contestó don Galo sin notar la burla, y no calculando que pudiese estar un extranjero al cabo del sentido que se da vulgarmente a esta frase-; ha venido de Villa-María. Ya veis, señor don George, que nuestra viudita supo escoger lo mejor, como era de esperar de su talento y buen juicio.
Sir George echó una mirada suspicaz y escudriñadora a su interlocutor, que prosiguió con un chiste y una chuscada que lo asombraron a él mismo: -Entre nos, señor don George, Cortegana, que no tenía corta gana de ser el dichoso, se ha quedado mirando al cielo; no será él solo.
Sir George, que contenía a duras penas los impulsos que sentía de echar a rodar a don Galo, le dijo, no obstante, con suavidad:
-He recibido noticias que me obligan a partir, y puesto que no es posible ver a nuestra amiga, y despedirme de ella antes de marchar, deseo recibir de vos un favor.
-Estoy siempre, y para cuanto me mandéis, a vuestras órdenes, señor don George -contestó don Galo obsequiosamente.
-Puesto que con el plausible motivo de un casamiento les es permitido a los amigos ofrecer una memoria a sus amigas, deseo que os hagáis cargo de presentar una en mi nombre a Clemencia.
-¡Mire usted por donde me es imposible serviros, señor don George! y a fe mía que lo siento; pero Guevara ha exigido de Clemencia que no reciba regalo alguno de nadie. Una sola excepción se ha hecho -prosiguió don Galo con íntima satisfacción y gran orgullo-, una, una sola, una única... y esa ha sido... con mi tarjetero, señor don George.
Don Galo se estiró los picos del chaleco.
Sir George calló un rato y dijo después:
-Pues decidle al menos que fue mi intención enviarle un brillante que encierra para mí un triste recuerdo; deseando que tuviese para ella uno grato recordándole un amigo. Decidle que si ella desdeña las memorias, yo lo deploro, pues me priva al partir del consuelo de que conserve una mía.
-Todo se lo diré textualmente, señor don George: confiad en mí, que tengo buena memoria y mejor voluntad; en cuanto a la otra potencia, no puedo competir con vos ni con Clemencia, lo conozco; pero en fin, en esta ocasión no es necesaria.
-No, no -repuso Sir George-, no es necesaria y estaría absolutamente demás.
Sir George estaba muy lejos de haber dado este paso llevado por su corazón ni por un sentimiento tierno y triste.
Eran los móviles que le dirigían en esta ocasión, primeramente tener noticias exactas sobre el hombre que Clemencia había preferido, los que nadie podía darle como don Galo, que era el más imparcial y justo juez en la materia, porque nunca mentía ni en contra de sus contrarios, ni en favor de sus amigos: el segundo objeto que tenía, era probar a quien pudiese tener sospechas de su amor a Clemencia, que muy lejos de sentir despecho, era él el primero en celebrar el enlace de su amiga con un obsequio; y por último lo que hacía era por una especie de presunción vanidosa, deseando borrar la impresión de su grosera carta, y dejar en la memoria de una mujer del valer de Clemencia el recuerdo suyo bello, poético, e interesante, como lo es la tristeza de un amor desgraciado y el arrepentimiento de un noble pecho.
Sir George salió aquella noche para Cádiz.
A la mañana siguiente, después de volver de la iglesia, se casaron Clemencia y Pablo en casa de su tía, y partieron para Villa-María.
Al llegar hallaron reunidos, no sólo a los muchos criados de la casa, pero casi a todo el pueblo, que los recibió con las más marcadas y sinceras muestras de adhesión y cariño. Juana lloraba de alegría. Sus nietas se abalanzaron a Clemencia besando su vestido. Miguel y Gil y los demás criados, enternecidos, bendecían a los novios y repetían:
-¡Tal para cual! ¡Si no podía dejar de suceder!
Hasta la tía Latrana se hizo lugar para dar la bienvenida a Clemencia y pedirle los dulces de la boda.
Clemencia entró enajenada en los cuartos que había habitado, y que halló en el mismo estado en que los dejó. Sus flores esparcían sus más suaves fragancias, los pájaros lanzaban sus más alegres cantos como para darle la bienvenida. De todo esto había cuidado Pablo con el esmero con que conserva y da culto el amor a los recuerdos.
Clemencia se sentía tan apaciblemente feliz como el navegante que después de correr una tormenta y estar pronto a naufragar, vuelve a pisar la tierra y a sentarse en su hogar. Todo lo miraba y acariciaba con la vista; todo lo examinaba y lo tocaba con cariño. Abrió su escribanía, y registrando uno de los cajones, exclamó:
-¡Ay Pablo! mira lo que he hallado aquí: la cedulita que me dio aquella gitanilla que me dijo la buenaventura. Ahora recuerdo que me encargó que la abriese el día que me casase, y me cercioraría de si había o no acertado en su predicción: despégala, Pablo, con tu corta-plumas, que deseo verla.
-Si te complazco, lo haré, Clemencia: es una niñada, pero su pureza conserva la infancia a tu corazón.
Clemencia se acercó a su marido para leer el papel. Pablo despegó la cedulita y leyó:
-Bien sabe la rosa...
-¡En qué, mano posa! -exclamó Clemencia acabando la frase que recordó, y apoyando su rosada cara en el noble pecho de su marido.