Clemencia (Caballero)/Tercera parte/VIII

Tercera parte

Capítulo VIII

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A la noche siguiente esperaba Clemencia a sir George palpitando su corazón más que nunca. No obstante, cuando llegó, no quiso mostrarse ansiosa en averiguar lo que saber deseaba.

Extraño era cómo una cosa causaba en una de las dos personas interesadas un interés tan profundo y latiente, mientras que era tan insignificante para la otra que la olvidaba. Sir George quería agradar e identificarse con Clemencia; ponía todo su anhelo en conseguirlo. Lo lograba en cuanto a su trato tan señor, a sus gustos tan distinguidos y conversación variada, entendida y entretenida; pero no le era dado ponerse al nivel de Clemencia en la esfera del sentimiento, porque ni él comprendía los de Clemencia, ni menos hubiese atinado a expresar en su propio nombre lo que le era desconocido.

Media hora pasó, y su interlocutor no tocaba el asunto que tanto interesaba a Clemencia: entonces ésta le dijo:

-¿Sir George, habéis cumplido mi encargo?

-¿Cuál? -preguntó sir George con no fingido sobresalto.

-¿Con que habéis olvidado nuestra conversación?

-¡Ah! ya caigo. No, no, señora, no he olvidado mi promesa y la he cumplido exactamente.

-¿Y bien? -preguntó Clemencia con el alma en los ojos.

-Y bien, di limosna por mi propia mano cual os lo prometí. No soy hipócrita, Clemencia, y no os mentiré a vos que sois la santa de mi culto, y que me creeríais condenado por eso solo; francamente, no he sentido ningún género de placer. Era un pobre sucio y feísimo: en obsequio vuestro le metí una onza en su inmunda mano, y encima le regalé mis guantes que le tocaron; supongo que iría en seguida a emborracharse a mi salud.

Clemencia inclinó la cabeza, y dos lágrimas asomaron a sus ojos.

Sir George las notó y le preguntó:

-¿Qué tenéis, Clemencia?

-Nada -contestó ésta levantando su suave y sonriente cara.

-¡Así!, ¡así! -exclamó sir George queriendo besar su mano, que ella retiró-: sois un ángel de luz cuando sonreís. ¡Oh Clemencia! sólo os falta para llegar al apogeo femenino, el que améis, como faltaba el rayo de vida a la perfecta estatua de Pigmaleón. ¿Por qué no amáis?

-¡Pues qué! -dijo sonriendo Clemencia-, ¿no hay más que amar así a tontas y locas? ¿No hay más que darle rienda suelta al corazón sin saber antes donde nos arrastra?

-Vosotros los españoles, -dijo sir George, que penetró las graves ideas de Clemencia-, entendéis el amor como un esclavo cautivo, y no como lo que es, un hermoso genio que libremente vuela en alta esfera, y que se hastiaría y perdería su brillantez en las innecesarias trabas de la obligación. Basta que se erija en deber el sentimiento independiente y caprichoso de la felicidad, para que deje de serlo.

-No pensé -repuso Clemencia con gravedad-, que vos, sir George, pudieseis decir cosas tan en extremo vulgares, que pudieseis gastar un lenguaje de don Juan, completamente relegado no sólo al mal tono social, sino al mal gusto literario; sobrepuja en ellas lo ridículo a lo inmoral. ¿Estaríais aún, por ventura, en ese período de lo romancesco desenfrenado, que tira piedras a una unión consagrada, y lodo al amor exclusivo? ¡Oh! Aquí tenemos una opinión demasiado seria, sentida y alta del amor para degradarlo al punto de mirarlo fría y sistemáticamente como hijo del capricho y padre de la inconstancia. Aquí, sir George, es el amor más grave, y por lo tanto menos estrepitoso que en otras partes; aquí nunca pierde de vista esa obligación de que os burláis, porque la unión consagrada eleva el amor a toda su altura y a toda su dignidad.

-Habéis sido educada en un convento, ¿no es cierto? -preguntó con todo su serio sarcasmo sir George.

-¿Decís eso porque abogo por el amor consagrado? -contestó Clemencia con su bondadosa risa.

-No es por eso, señora, es por la admirable candidez de vuestras doctrinas.

-¿Son cándidas? -repuso Clemencia-: ¡cuánto me alegro! La candidez es hermana de la inocencia.

-¿No tenéis, si no me engaño, en vuestras creencias un lugar propio para esas gemelas?

-Un corazón no corrompido; ese es, según la mía, su asilo.

-No, no, al que yo aludo se llama el Limbo, si no me engaño.

-¡Ay, sir George! -repuso con bondad Clemencia-; yo creo que ese triste lugar sin pena ni gloria es para los que no son bastante malos para serlo de hecho, ni bastante buenos para serlo de dicho.

Sir George comprendió claramente que Clemencia lo creía mejor de lo que era; pero esto paró tanto menos su atención, cuanto que estaba absorbido en la contemplación del magnífico brazo y mano de Clemencia, que ésta levantaba en ese momento para afianzar en su peinado una flor que se le había desprendido.

¡Pobres mujeres! ¡cuán halagado puede estar vuestro corazón de las causas que impulsan a ciertos hombres a amaros!

-¡Oh Clemencia! -exclamó sir George en un impulso arrebatado-, sois más irresistible que la más refinada Aspasia; me enseñaréis a ser un buen marido; yo os enseñaré a ser una lady perfecta. ¡Qué bella vida nos espera!

-¿Qué queréis decir con eso?

-Que os ofrezco mi mano y mi fortuna; no hablo de mi corazón, Clemencia, porque harto sabéis que lo poseéis; pero como sé que no me daréis el vuestro sin que os ofrezca los otros, me apresuro a hacerlo.

-¿Por e so lo hacéis, sir George? -dijo con triste y herida, aunque disimulada susceptibilidad, Clemencia.

-Por eso, sí: y ahora pues -repuso alegremente sir George-, espero que no tendréis inconveniente en admitir mi amor, y que no seréis, según una de vuestras usuales y bonitas expresiones, premiosa para corresponderle y hacerme dichoso.

-Podría tenerlo -contestó con calma Clemencia-, por temor de no serlo yo.

-¿Lo seríais quizás con el Vizconde? -repuso sir George con mal disimulada altanería-, ¡y héme engañado creyéndoos sincera! ¿Será el instinto femenino mejor maestro aun en coquetería que el gran mundo?

-¡Oh! no, sir George -contestó Clemencia con su inalterable dulzura y falta de amor propio-, no sería feliz con el Vizconde, aunque me amase, lo que no creo.

-¿Ni conmigo? Sois, pues, insensible a todo amor, señora; ya se ve, cuando se disfrutan tantas felicidades como las que vos pregonáis, se puede ser insensible a las de un amor mutuo. No obstante, señora, en lo delicado de vuestra moral deberíais comprender que la mujer que a todos inspira amor, y que no lo siente por ninguno, es un ser excepcional y un tipo poco bello.

-No he dicho que no sería feliz por no serme posible amaros, sir George; lo he dicho porque tengo la convicción de que unida a vos no podría ser sino idealmente feliz o profundamente desgraciada.

-¿Y por qué desgraciada, Clemencia? Por mí comprendo tan poco la desgracia a vuestro lado, como la oscuridad brillando el sol en el cielo. Clemencia, la felicidad del amor es tan efímera que no debemos perder en metafísicos debates un solo día de los que nos brinda.

-¿Y vos creéis que la felicidad del amor es efímera? ¿Pensáis pues que el amor se acaba?

-Clemencia -contestó sir George con jovial sinceridad-, sólo un estudiante acabado de salir del colegio os sostendría lo contrario. El amor, que es lo más transitorio de la vida, es cabalmente lo que más pretensiones tiene a la inmortalidad; los amantes vulgares son los que tienen la romancesca candidez de jurarse ese eterno amor, esa utopía, ese mito, ese fénix, esa creación fantástica.

-Si el amor es tan efímero, si es un castillo de naipes que el primer soplo del tiempo derriba, cuando ya no me améis, ¿qué será de esa felicidad que fundáis en amarme?

-Cuando ya no os ame -respondió sir George en tono ligero-, vous m'amuserez, me entretendréis con esa gracia, ese talento, esa originalidad, ese chiste, esa alegría que os son exclusivamente propias, y que os dan el encantador privilegio de interesarme, sorprenderme, entretenerme, y alegrarme.

-¿No entráis en cuenta mis virtudes, si es que creéis que algunas tengo?

-Virtudes... ese es otro programa -contestó sir George-, que respeto mucho, pero que pienso que modifiquéis en mi obsequio; pues hay algunas virtudes por demás pueriles, Clemencia, que dan en la gran sociedad cierto ridículo, y otras por demás severas que hacen intolerantes, y la tolerancia es la gran necesidad del siglo: por consiguiente, mi querida lady Percy, haremos algunas rebajas económicas en el presupuesto de virtudes.

-Entre éstas, supongo que será la primera la constancia.

-Clemencia, acordaos de las cartas sobre Londres del príncipe Puckier Muscau, ese aristocrático escritor, cuando describe el sello que halló sobre la mesa de una de nuestras reinas de la moda, cuyo lema era, tout passe, tout casse, tout lasse, y no queráis hacer de la vida real un idilio o una leyenda de santos, sino impregnaos de las ideas y sentimientos del mundo en que vais a entrar.

-¿Qué mundo?

-El gran mundo de la sociedad de París y Londres, que es el único teatro en que seréis apreciada todo lo que valéis. ¿Por ventura habéis pensado vegetar siempre aquí? ¿Aquí donde no os comprenden siquiera?

-Si no me comprenden, me sienten, lo que es muy preferible -exclamó Clemencia-. Si mi nunca olvidado tío sembró en mi inteligencia flores que han florecido tan bien, me dijo que era para que me hiciesen gozar, y no para lucirlas, y que era más grato el perfume que sin procurarlo exhalaban teniéndolas ocultas. Os engañáis pues, si creéis que vegeto. ¡Oh! ¡yo vivo! vivo con el alma y el corazón, vivo con cuanto da de sí una existencia cumplida. Acaso, sir George, ¿llamáis vida al ruido, a la vanidad, al bullicio? Y si es así, ¿cómo es que la huís? será que no os satisface.

-No llamo lo que pensáis la vida, Clemencia; llamo vida la que disfrutaréis en el elevado círculo de admiración, simpatía y rendimiento que os formarán altas inteligencias y encumbrados personajes, cuando en su alta esfera os hallen y seáis miembro de su jerarquía.

-No apetezco esa vida, sir George, y os aseguro que en ella no me hallaría bien; y aunque os parezca imposible, no es menos cierto que sólo simpatizo con una vida quieta y tranquila, que prefiero a la agitada, donde goce de la amistad, que prefiero a la admiración, de la paz, que prefiero al ruido, de la naturaleza, que prefiero al tropel del mundo.

-¿Preferiríais quizás -dijo con celoso despecho sir George-, el ir a filer le parfait amour, y a regar las flores de lis de la felicidad con el Vizconde en su castillo de Belmont?

-Os he dicho que no, sir George, y quien duda de mi veracidad, dudará de todas mis demás virtudes.

En este momento se oyó llamar de un modo peculiar, que ambos reconocieron por el del Vizconde.

-Ese hombre -exclamó exasperado sir George-, se ha propuesto trastornar mis planes y hacerme imposible estar solo con vos; es preciso, Clemencia, que de una manera decisiva le demostréis que es importuna su presencia a vos como a mí. Negaos.

-¡Imposible! ¿Desbarráis?

-Escoged entre él y yo -dijo dando rienda suelta a todo su áspero orgullo inglés sir George.

-Ya he elegido, sir George, como lo hacen las señoras, sin escandalosas y ridículas exterioridades.

Los pasos del Vizconde se oyeron en la antesala.

-Clemencia -dijo furioso sir George-, yo no sufro rivales.

-Ni yo exigencias despóticas -contestó en tono firme Clemencia.

-Creo que después de lo que acaba de mediar entre nosotros, señora, tengo derecho a ser exigente.

-Nada ha mediado entre nosotros que os autorice a hacerme salir de mi carácter y de mi línea de conducta.

-¿Me rechazáis?

-Vos sois el que se aleja, no os rechazo yo.

En este instante saludaba el Vizconde a Clemencia.

-¿Mandáis algo para Cádiz? -dijo sir George con la más dulce y la más fina de sus sonrisas, al coger su sombrero.

La pobre Clemencia, que no sabía disimular, palideció y sintió un dolor tan agudo en su corazón, que dijo en voz que se esforzaba en hacer firme:

-¿Os vais?

-Sí señora, me precisa.

-¡Buen viaje, sir George! -dijo Clemencia procurando sonreír-. ¿Volveréis pronto?

-No depende de mí, señora.

Y saludando a Clemencia con frialdad, y al Vizconde con altivez, salió.