Clemencia (Caballero)/Tercera parte/VII

Tercera parte

Capítulo VII

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-¿Qué leéis? -preguntó sir George una noche al hallar a Clemencia sentada a su chimenea con un folleto en la mano.

-Os responderé lo que Hamlet a Polonio, que le hacía la misma pregunta -contestó Clemencia-: palabras, palabras, palabras.

-¿Pero qué palabras?

-Un celemín que contiene este impreso en favor de las modernas ideas humanitarias.

-Con las que debéis vos precisamente simpatizar -dijo Sir George, que por más que se proponía dejar con Clemencia su constante ironía, recaía en ella por un irresistible impulso y por una inveterada costumbre.

-No, sir George, no -contestó Clemencia con dulzura.

-¿Cómo es eso, señora? ¿Pues no sois la ferviente abogada y la constante protectora de los pobres?

-Sir George, estáis hablando con ironía, y sabéis que me es antipática; por demás, que estáis convencido que por hermoso que me parezca el oro, no me parecerá bien el puñal hecho con ese metal. ¿Queréis confundir la santa voz cristiana que dice al rico: da, da; tus riquezas son un préstamo, y te harán la entrada en la mansión de los justos, difícil como al camello el pasar por el ojo de una aguja, y la voz que grita al pobre: fuera la pobreza, aunque es tu herencia; fuera la santa conformidad, aunque es tu galardón, tu mérito y tu virtud; fuera tu alegría y moderación, que son tu instintiva filosofía; hay ricos y tú no lo eres, pues rebélate, indígnate, desenfrena tus malas pasiones, la envidia, la soberbia, la ambición y la rabia; pierde todo respeto, roba, y si te lo impiden los gendarmes, roba con el deseo y el propósito; que el mandamiento de Dios que lo hace delito, yo lo anulo con mi gran poder? Pero sir George, Dios permite que de cuando en cuando se levanten hombres funestos del seno de las tinieblas como una gran calamidad, como las pestes y las tempestades; estos hombres, cual teas del abismo, encienden una hoguera; esa hoguera alumbra a los ciegos, alienta a los tibios, purifica a los prevaricadores, y de sus cenizas, cual fénix, sale más bella y más lozana la eterna verdad que yacía débil e inerte en el corazón del hombre. Doblemos pues la cerviz, pues tales castigos merecemos. ¡Triste humanidad que decae y se enerva, y que necesita de cuando en cuando que el fuerte brazo de Dios la sacuda! Peleemos pues en esta gran lucha moral, pero con nuestras armas: la caridad, la moderación, el santo celo y valerosa ostentación de santas creencias y sanas doctrinas. Bien por mal, sir George, bien por mal: ¿qué enemigo no desarma esta táctica?

-¡Cuántas gargantas que cantaban cánticos como vos ahora, Clemencia, fueron cortadas en la guillotina! Pues era ese su destino. Clemencia, cuando la humanidad se levanta y da un paso adelante nada puede retenerla; lo que bajo su planta se halla, es triturado por ella; es un mal inevitable y aun necesario.

-¿Con que -dijo con triste sonrisa Clemencia-, lo que yo llamo altos castigos y sacudimientos con que el brazo de Dios despierta a la inerte humanidad, vos lo llamáis pasos de adelantos de la humanidad? ¡Difícilmente se creerá que tales pasos sean dados en la senda del bien, sir George!

-Señora, no os será desconocida la máxima de vuestros sabios jesuitas: alcanza el fin sin reparar en los medios.

-Sir George, no hagáis de una máxima de política, generalmente seguida por aquéllos que pretenden hacer de ella un baldón a los jesuitas achacándosela, y cuyo gran preste tenéis en la era presente en vuestro país, un precepto de moral, que son los que deben regir a la humanidad. ¡Pero, mi Dios, cuán profanada es esa vez! ¡Y la soberbia del hombre que se emancipa de las leyes de Dios, ha llegado en nuestros días hasta creer que puede arrebatar de las manos del que lo crió, el poder que guía al universo! Pero gracias al cielo nuestro bendito suelo no cría Cromwels, Marats, ni Robespierres, esos acólitos de lo que llamáis pasos de la humanidad.

-Cierto, cierto, vuestro país con raras excepciones no cría en cuanto a hombres públicos sino perfectos egoístas, de que resulta una verdadera anarquía que no quiere reconocer un jefe, como si hubiese partidos sin jefes; así se suicidan por sus propias mezquinas rivalidades.

-Pero señor, en vuestro país suceden cosas aunque en escala mayor, parecidas: un gobierno popular se compone de estos elementos.

-El gobierno de mi país es detestable, señora, sus leyes pésimas.

-¡Oh! no habléis mal de vuestro país -exclamó Clemencia con aquella parcialidad, aquel entusiasmo que un corazón tierno y consagrado derrama sobre cuanto pertenece a la persona que ama-; ese país de grandes hombres y de grandes cosas, alzado en su isla como un dominador en su solio, y que ha llegado a su apogeo.

-Lugares comunes, señora: y una boca como la vuestra, Clemencia, debe preferir agraciarse con una paradoja o con un disparate, antes que vulgarizarse con un lugar común -repuso sir George. Y añadió alzando los hombros-: Desde que tengo uso de razón, esto es, desde más de veinte años, estoy oyendo la misma cantinela y hemos avanzado. ¿Quién es capaz de fijar el apogeo de las naciones? La prosperidad de la Inglaterra es hija de las circunstancias, señora, nada más: nadie se entusiasma por ella sino algunos españoles.

-No tenéis amor patrio, sir George -dijo tristemente Clemencia-. ¡Oh! ¡qué fenómeno! ¡carecer de un sentimiento que abrigan hasta los salvajes en sus bosques y desiertos!

-Señora, la civilización, que tiende a nivelar y a uniformar todos los países, modelándolos en la misma forma, debe por precisión extinguir un sentimiento que sería una anomalía en la tendencia que aquélla sigue. Además, creed, señora, que el vociferado patriotismo no es ni más ni menos, desde que con los siglos heroicos dejó de ser una virtud primitiva y un sentimiento unánime, que un egoísmo ambicioso y un amor propio finchado de que se revisten pomposamente los partidos o bandos políticos, como con la túnica de Régulo, aunque muy poco dispuestos a rodar como el romano en su tonel; pero sí en coche a costa de la adorada patria.

-Otro magnífico progreso, resultado de las modernas instituciones -repuso sonriendo Clemencia-. Desengañaos, sir George, con el profundo pensador Balzac, que dice en el prefacio de sus obras: «Escribo a la luz de dos verdades eternas, la religión y la monarquía; dos necesidades que los eventos contemporáneos volverán a aclamar, y hacia las cuales todo escritor de buen sentido debe tratar de volver a atraer a nuestro país.» Pero ya que no pensáis así, decidme, ¿cuál es el gobierno que halláis bueno?

-Creo que no debería haber ninguno, señora.

-Vamos, estáis en vuestro humor de paradojas. Aunque os piquéis, os diré que ostentáis una excentricidad de gran calibre. ¿Y el orden social, señor?

-Debe ser el fruto de la civilización, y hacer así inútil todo gobierno.

-¡Qué utopía tan arcádica, sir George, muy a propósito para regir en los campos Elíseos! ¿En el oasis de cuál desierto lo habéis soñado, ilustrado Platón? Si fuésemos todos buenos cristianos y estrictos observadores de sus preceptos, sería esto dable, pues el gran Bonald ha dicho: El decálogo es la gran ley política y la carta constitucional del género humano, y dice igualmente el profundo Balzac: «El cristianismo, pero sobre todo el catolicismo, siendo un sistema completo de represión de las tendencias depravadas del hombre, es el mayor elemento de orden social. ¿Pero mientras?...

-¡Represión! ¡represión! -exclamó Sir George interrumpiendo a Clemencia-, esto es. ¡Hacerse un anacoreta, un cenobita, empobrecerse aún más la vida de lo que ella en sí lo es! ¡Qué mezquino suicidio!

-¡Cuán distintamente pensamos sobre este punto, sir George! -dijo Clemencia-, pues por mí no creo que el fin del hombre sea hacer la vida divertida, sino hacerla buena.

-Se puede gozar sin ser malo, mi austera amiga; hay goces que son hasta santos y no los halla el hombre. ¿Sabéis Clemencia, que hay veces en que compraría un goce, aun un deseo, con la mitad de mi fortuna?

-Esto es -respondió ella-, que no halláis los unos, ni sentís los otros.

-Así es.

-¡Pobre amigo! -dijo con sincera compasión Clemencia-; habéis pulido vuestro sentir en pequeños y frívolos goces de seda y oro (goces que no llegan al alma, ni satisfacen el corazón), hasta el punto que sobre él resbalan los verdaderos.

-¿Y cuáles son los verdaderos, Clemencia?

-Son para mí tantos y tan variados, sir George, que me sería difícil enumerarlos.

-Pero designadme algunos: os estudio como un ser raro y nuevo para mí, como una curiosidad y un placer que me hacen a veces sonreír como a inocente niño, y otras adoraros como un alto espíritu, pues de ambos participáis.

-De ser expansiva me retrae vuestra ironía.

-No, Clemencia -dijo sir George, tomando a uso de su país su mano que apretó con cordialidad-, creed que el hombre viejo se despoja de su saco impermeable a la puerta de vuestra estancia y ante vos se presenta el nuevo con su blanca túnica de lino.

-No dudo que sea vuestra intención, pero...

-¿Pero?

-¿Sabéis que dicen los franceses que por más que se aleje lo que es natural, vuelve a galope? -respondió riendo Clemencia.

-¿Hemos trocado nuestros papeles, Clemencia? ¿Vuélvese la paloma halcón?

-No; pero la mosca que ve la red, le dice a la araña que la sabe precaver.

-¿Me haréis arrepentir de haberme mostrado a vos indefenso y desarmado...? ¿me obligáis a volver a vestir el arnés?

-¿Cómo, sir George, os obligaría yo a cosa que detesto?

-No queriendo abrirme con expansión vuestra alma. Vamos, decidme, ¿qué es lo que vos llamáis goces?

-Entre los muchos -dijo al cabo de un rato de silencio Clemencia-, los que están al alcance de todos son los que brinda la naturaleza. Mirad esas nubecillas blancas y brillantes, tan suaves que el aire les da formas, y un soplo las guía. Mirad esas flores, que participan del suelo que les da jugo y del sol que les da fragancia, como el hombre comunica con la tierra y con el cielo; ved esos lejanos horizontes en que se esparce, y esos otros de limitado espacio en que se concentra el alma; ved esas aguas, ora corran alegres, ora duerman tranquilas, siempre brillantes como lo que es puro, siempre trasparentes como lo que es sincero; ved ese mar que anonada en su inmensidad y fuerza la pequeñez y debilidad del hombre y sus obras...

-No prosigáis -dijo sir George-, no prosigáis, Clemencia. He recorrido los Alpes, los Andes y el Bósforo; he visto el Ganges, el Niágara, el Rhin; he cruzado el mar Pacífico, el Atlántico y el del Sur, y en ellos observado sus tempestades; y nada de todo esto he podido admirar gozando; nada en relación con mi íntimo sentir; sólo ha surgido en mí este pensamiento: ¡Qué de afectación hay en los poetas!

-¿Y los goces de la familia? -preguntó Clemencia, sin querer darse cuenta del porqué su corazón se le oprimía.

-Sabéis -respondió sonriendo sir George-, que soy soltero, pues los hombres no se deben casar hasta que tengan mucha experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres.

-¿Es esta experiencia mucho más necesaria a los casados que a los solteros? -preguntó Clemencia.

-Sin duda: los franceses, que confesamos son nuestros maestros en todo, han marcado bien esto, llamado al casamiento hacer un fin.

-Esto es: guando la juventud se va y entran achaques, escoger una joven que empieza a vivir por enfermera, ¿no es esto?

-Así es: cuando no se puede ser otra cosa más divertida, se hace uno padre de familia.

Clemencia sintió partirse su corazón con cuanto agudo tiene el dolor y amargo la humillación; pero tornó sobre sí y siguió preguntando:

-¿Pero no tenéis madre?

-¡Ah! sí.

-¿Y no la amáis?

-Lo mismo que ella a mí.

-¿Y dónde está?

-No sé; creo que viaja ahora por Italia.

-¿Y padre?

-Mi padre, que era general, murió en la India, después de robar a Tipoo-Saib una inmensa fortuna.

Un vivo carmín subió al rostro de Clemencia a pesar suyo. Nunca era bella ni honorífica una fortuna de pillaje, por más que lo autorizasen las bárbaras leyes de la guerra; pero oír calificar a un padre por su hijo de ladrón era una despreocupación que llenó de espanto a la sencilla Clemencia.

Sir George prosiguió sin notarlo:

-Un brillante extraordinario que llevaba Tipoo-Saib en el puño de su sable, me cupo en herencia; no sé qué hacer con él, ni sé si mi ayuda de cámara me lo habrá robado; si lo encuentro, ¿querréis, Clemencia, admitirlo como una pequeña memoria de un amigo?

-Gracias -respondió Clemencia-: aprecio poco toda memoria de un amigo que no queda en el corazón.

-Mirad que os lo ofrezco, como dicen los franceses, de muy buena voluntad, en vista de que no me sirve; tomadlo para engalanar con él una de las Vírgenes de vuestra devoción: así cuando oréis y la contempléis, os acordaréis de mí, Clemencia.

-Sir George, sin ser gazmoña, os diré que habláis con irreverencia.

-Tomadlo al menos como una imagen de vuestro corazón, pues es tan bello, tan puro, tan apetecido y tan imposible de ablandar como él.

-Conservadlo vos -respondió Clemencia riendo-, mientras se parezca a mi corazón.

-Recibidlo, os lo suplico -insistió sir George-, como imagen de la firmeza, de la constancia y del fuego del amor que me habéis inspirado; ya que éste rechazáis, conservad al menos su imagen.

-Dejemos esto, sir George, pues hasta la voz regalo me desagrada, y si no fuera por no parecer orgullosa, diría que me humilla. Volvamos a anudar el hilo de nuestra conversación.

-Sí, sí, hablemos de goces, aunque en esta conversación alterne yo como el ciego en la de los colores. ¿Qué más goces halláis vos? Veamos.

-Muy dulces en la amistad. ¿No tenéis amigos?

-Sí, en el parlamento, en la embajada francesa, un cardenal en Roma, un gran señor turco en Constantinopla, y don Galo Pando, porque lo es vuestro; pero, Clemencia, francamente, ninguna de estas amistades me ha proporcionado ningún goce.

-¿No habéis, pues, podido prestar servicios a ninguno de ellos?

-Servicios no, dinero sí, menos al turco y al Cardenal, que eran más ricos que yo, y a don Galo, que no me lo ha pedido: yo tendría un gran placer en que vuestro amigo me proporcionase la satisfacción que los otros.

-Pando no ha tomado en su vida dinero de nadie -contestó Clemencia-: eso de pedir prestado es una cosa demasiado fashionable para un hombre oscuro y honrado como él; mas si llegase ese caso, amigos tiene más antiguos que lo sois vos, sir George, que se ofenderían de que os diese la preferencia.

-¿Cuánto es su sueldo?

-Siete mil reales.

-¿Os chanceáis?

-No por cierto.

Sir George soltó una carcajada tan sincera y tan prolongada, que Clemencia le dijo, riendo también, por ese irresistible contagio que tiene la risa de corazón:

-Pero, ¿me querréis explicar, sir George, qué cosa risible encierra en sí el número de siete mil?

-Señora -contestó sir George-, es exactamente la mitad del salario que doy a mi ayuda de cámara. ¿Y hay hombres bastante inertes para condenarse muy satisfechos a patullar toda su vida en tal charco? ¿Tan inactivos, que se conformen en moverse en tan poco espacio? Me río, además, Clemencia, del atrevimiento que tienen tales entes, oficinistas de escalera abajo, de presentarse y visitar vuestra casa y otras de igual rango, y de alternar por vuestra inconcebible tolerancia con lo más encopetado de vuestra sociedad.

-No cambio -exclamó con calor Clemencia-, vuestra crítica en esta parte por el más bello elogio. ¡Bendito mil veces el país, que sin falsas mentiras y disolventes teorías tiene tan bellas, llanas y sencillas prácticas, y donde por suerte no existe ese altivo, insultante y despreciativo espíritu aristocrático que da margen a las revoluciones!

-Aristocracia es, en efecto, una palabra vana de sentido en vuestro país; podéis borrarla de vuestro diccionario usual. Vuestros grandes y algunos magnates de tierra adentro, que podrían formarla si reuniesen lo que la constituye, esto es, primera nobleza, una gran fortuna y una sabia cultura, no reúnen estas cualidades; y los que las reúnen, con contadas excepciones, no juegan en la política, ni se cuidan del bien del país: así es que es inútil y aun ridículo que se afanen en querer, porque así sucede en otros países, crear una aristocracia. La aristocracia en nuestro país es un gran partido influyente que aquí no existe; vuestras cámaras, como vuestro senado, son populares, divididos en opiniones más personales aún que políticas; en cuanto a la sociedad, es fina, elegante, sobre todo amena, pero deplorablemente mezclada.

-Pero señor, en Inglaterra...

-No digo que no, señora; pero hay un puente que pasar hecho de tantos millones como exprimidos no tienen todos vuestros banqueros.

-Lo que tenéis, sir George, es un orgullo demasiado tosco para poder siquiera jactarse de fundarse sobre una base intelectual.

-El orgullo, señora, es una coraza que mientras más tosca, como llamáis al nuestro, es más fuerte; es además una buena arma defensiva.

-Y ofensiva también, sir George, y agresiva, y tan ufana por herir, que a veces, para lograrlo, coloca al que la usa en muy desventajosa posición y en muy mala luz.

-Pero vos, señor -continué Clemencia con alguna susceptibilidad-, vos que formáis parte de ese Olimpo aristocrático, ¿por qué bajáis de él y dejáis sus diosas para solicitarme a mí, pobre anticulta española?

-Clemencia -respondió riendo sir George-, todas las mujeres entran de hecho y de derecho cuando son bellas, en todo Olimpo. Más vos entraríais con todos los derechos; pero yo quisiera que no tuvieseis ninguno para abriros como el ángel a la Peri en el poema de Moore, si no el paraíso, ese Olimpo, como vos decís, no por una lágrima, sabéis que las aborrezco, sino por una sonrisa. Pero decidme, ¿habéis concluido el catálogo de esos goces parvulitos que tanto encomiáis?

Clemencia calló un rato.

-¿No habéis gozado nunca con los consoladores y exaltados sentimientos religiosos? -dijo al fin con el alma en sus dulces y serenos ojos.

-No hablemos de religión, Clemencia.

-¿Y por qué? Aguardo con viva curiosidad la respuesta.

-Porque la religión es el secreto más exclusivamente suyo que tiene la conciencia del hombre, señora.

-Yo pensaba al contrario, que no era su secreto, sino su galardón, el que más alto llevaba, el que más recio proclamaba. Sólo concibo dos móviles a esa punible pretensión al misterio o a la reserva: el uno malo, que es tener en poco sus creencias; el otro peor, que es el no tener ningunas, y ser de esta suerte el silencio, como dice la Rochefoucauld de la hipocresía, un homenaje que la impiedad rinde a la religión. Sabéis que el Dios del universo, cuando a salvar y a enseñarnos vino, dijo entre sus sobrias y santas sentencias que alcanzaban todos los desbarros presentes y futuros del espíritu humano: El que no está por mí, está contra mí.

-Lo que con eso queréis decir, Clemencia, ¿es que me creéis condenado por no pensar como vos, según os lo enseña vuestra religión?

-Mi religión no me enseña, sino me prohíbe fallar individualmente sobre quién es o no condenado; sólo me enseña y manda creer que el que reniega de la salvación que el Señor nos ha dado, y se separa de la grey de sus Apóstoles, no alcanzará esa redención.

-Además -prosiguió sir George con su acerba ironía-, como vos sois buena y yo malo, como vos tenéis ideas muy santas y yo muy mundanas vos seréis la bienaventurada y yo el condenado.

-No, Sir George -contestó Clemencia con su no desmentida dulzura-; antes temo ser tratada en el tribunal supremo con más rigor que vos.

-¿Por qué, señora? Esto sí que es raro.

-Porque tanto será exigido de la afortunada a quien cupo la dicha de abrir los ojos de la razón en un santo convento, y los del entendimiento al lado de un santo mentor, rodeada de buenos ejemplos y santas prácticas, como mucho será disculpado al que como vos tuvo la desgracia de criarse entre infieles y formarse entre herejes, rodeado y embebido de la atmósfera corrompida de ese gran mundo filosófico y escéptico, que osado se erige en enemigo de la religión, que supone en los placeres el fin de la existencia, y condena la represión y la abnegación cual mezquinas boberías, solo propias de los pobres de espíritu.

-Pero, Clemencia -preguntó sir George, frío a toda la misericordia, dulzura y unción de las palabras de Clemencia-, ¿de qué goces religiosos habláis? ¿De los ascéticos, de los iluminados, de los que hallan en los silicios y penitencias los católicos, o de los del paraíso de Mahoma? Si sois vos la Hourí que promete en su paraíso, me inclino a la religión del alcorán.

-Sir George, respetad la gravedad ajena con el silencio, o combatid sus argumentos con igual espíritu y armas como leal.

-¿Queréis, Clemencia -repuso en tono cariñoso y festivo sir George-, después de hacerme vuestro admirador, vuestro apasionado y vuestro esclavo, hacerme vuestro prosélito?

-No lo he intentado, sir George; lo que decía era parte integral del asunto que tratábamos; pero está terminado-, pues he visto que también esa primera y santa fuente de vida está exhausta en vuestra alma. ¡Dios mío! ¡Dios mío! -pensó Clemencia-, ¡qué!, ¿nada vibra ya en su corazón? Ni la religión, ni la naturaleza, ni el amor patrio, ni el amor a la familia, ni la amistad, ni la caridad. ¡A pesar de los dotes que lo distinguen, ese talento, esa nobleza, esa generosidad, ese caballerismo, que le son innatos, nada siente! ¡Oh!, ¡qué devastado Edén! ¡Qué asolado yermo! ¡Qué arrasada floresta! Y no obstante, este hombre que tiene una inteligencia superior, que es altamente culto, y que se ha formado alternativamente en los dos países que pretenden llevar el paso a los demás en todo progreso moral y material; este hombre que ha adquirido sus aspiraciones en el hogar del nuevo sol del siglo XIX, este hombre que todo lo ha visto, todo lo conoce y todo lo ha juzgado en esta nueva era que se denomina ilustrada, no sé con qué títulos ni con qué derechos, ni con qué ventajas a las anteriores; este hombre, tipo del espíritu de la época, ¿este es el fruto que ha sacado del moderno adelanto del espíritu humano? ¿Así desencanta, pues, su frío escepticismo la vida? ¿Así desprestigia la necia y orgullosa sabiduría del hombre las magníficas creaciones de Dios? ¿Así despoetiza el corazón, así seca y rebaja el alma? ¡Espanta y aterra, Dios mío! Pero esto debió ser el resultado de alejarse de ti, Criador y Legislador nuestro, y querer la débil criatura crearse ella misma, como los judíos en el desierto cuando desoyeron la voz de tu enviado Moisés, sus propias creencias y sus propias leyes, renegando de las que manando de ti los habían regido hasta entonces. ¡Ay! ¡sí! Sir George es el tipo del hombre que ha abjurado y roto toda relación con lo pasado, y que marchando sin faro hacia lo desconocido, sigue una senda que proclama por verdadera, y que no sabe dónde lo lleva.

Así fue que la distancia inmensa que separaba sus almas y que cada día le parecía dilatarse, hoy se abría ante Clemencia como un abismo; pero su amor a sir George era demasiado intenso para retroceder: era ese hombre fatal su primer amor; sus lágrimas caían por dentro ardientes y corrosivas. No es posible -pensó-, luchar con argumentos y razones con quien tiene mucho entendimiento, mucha práctica de controversia, y en ellas guarda toda la calma y lucidez de la fría indiferencia. ¡Si pudiese vencer la detestable lógica de su razón, despertando sus buenos sentimientos! ¡Dios mío! ¿habrá acaso un corazón en que no pudiesen resucitar de entre sus cenizas?

Así fue que después de mirar un rato a la llama que ardía tan clara, pura y vivaz como los elevados sentimientos en su alma, fijó sus francos y expresivos ojos en el hombre que amaba y le dijo:

-¿Sir George, nunca habéis hecho bien?

-Creo que sí -contestó éste-; mas no lo tengo presente. Ya sabéis -añadió con su seriedad irónica-, lo que recomienda la máxima: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.» Pero para tranquilizar la timorata conciencia de mi amiga, le diré que ahora recuerdo haber encargado a mi intendente afiliarme en las sociedades filantrópicas; es preciso que todos contribuyamos a poner remedio a la espantosa lepra del pauperismo.

-No es eso, amigo mío; deseo saber si habéis hecho el bien de motu propio con vuestra propia mano.

-No creo que esto sea preciso.

-No digo que lo sea; os pregunto si lo habéis hecho.

-No, ¿a qué? El pobre quiere ser socorrido; no le importa por quién ni cómo. ¿Tenéis pobres? ¿Me queréis dar el placer de contribuir al bien que les hagáis? -preguntó sir George, que no era capaz de comprender la causa de la preocupación de Clemencia.

-Os prometo indicaros la primera gran necesidad que se me presente; en este momento no sé de ninguna perentoria. Ahora sí, lo que os voy a pedir es, en vista de que Dios pone a los pobres ante nuestros ojos, para recordarnos a cada paso la obligación que tenemos de socorrerlos, así como para mover nuestros corazones a la lástima, que deis mañana limosna a aquel pobre más infeliz que halléis.

-¿Os complazco en ello?

-Sí.

-¿Es una orden?

-No, una súplica.

-Es lo mismo.

-Prefiero la complacencia a la obediencia.

-¿Pero para qué lo deseáis?

-Para que me digáis después si habéis o no, hallado un placer en hacerlo.

-Desde luego os aseguro que es mayor el que tendré en complaceros, que cualquiera otro que pudiese proporcionarme lo que de mí exigís.