Clemencia (Caballero)/Primera parte/II

Primera parte

Capítulo II

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Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia; no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado a un individuo a la palestra, decir quién es.

Cuando su consorte, el difunto coronel, era cabo, solía cantar dirigida a la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y lo moral, la siguiente copla:


Manda al diablo los paisanos;
que te prometo, morena,
que en siendo yo coronel,
tú serás la coronela.

Y así fue; pues cuando en la guerra contra la invasión francesa llegó el bizarro cabo a mandar un regimiento de dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba a horcajadas a su lado con unos bríos y una soltura dignos de brillar en un circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del día, que no hay potro mal domado que arredre, y que huyen y gritan al ver un ratón.

Vestía en tales excursiones, pantalones a lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas, lucían tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corría se llevaba el viento hacia atrás, de suerte que parecía el humo de un vapor. Adornaba además a esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenía un partido loco con la tropa; por seguir a su coronela y a su bandera, hubieran los soldados pasado no sólo por el fuego, sino por el agua. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificación general, que no sin razón se le daba, y la que tanto sonó en sus oídos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.

Doña Eufrasia siempre fue honrada como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habían cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.

Cuando esta suave indirecta había sido dada a un antiguo conocido o compañero de su padre, de charretera o capona de lana, se había éste conformado mediante el conocido refrán: patada de yegua no mata caballo.

Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: manos blancas no ofenden.

A la sazón todo había dejado de existir, la guerra, los mandos, el coronel, la guardia a la puerta, la moza; nada había quedado sino lo arrogante, de lo que resultaba conservar dicha militara su hablar recio, su tono decidido, sus maneras bruscas y su obrar expeditivo. Se creía, con sobrada impertinencia, con derecho innato a imponer su veto a todo, como la Aduana a poner su sello, y nadie se lo contestaba.

Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y primacías que hacen poco favor a los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como difíciles, son en dejarse guiar, tan dóciles a la presunción desfachada como rebeldes y mal sufridos a la persuasión razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.

Así era que doña Eufrasia, a quien nadie podía sufrir, se había hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no había guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñía a la amazona: eran éstas su falta de delicadeza que la hacía no sentir sus puntas, y su grosero egoísmo, sobre el que se embotaban sus filos.

Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, e inoportuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decían, lo preguntaba; si a fuerza de maña se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que quería saber, valiéndose para ello de los medios más chocarreros e innobles, sonsacando a los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.

Sobre la Marquesa que era débil (y, como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes), ejercía doña Eufrasia un dominio incontestable e incontrastable, a que se sometía la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad a la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la Coronela, en vista de sus prácticos principios, poseía excelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creía así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos como una nube sus granizos.

Como todo extraño que ejerce una influencia indebida sobre las cabezas de casa, era doña Eufrasia temida y mal vista por todos los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, a las que solía proporcionar algunas filípicas de su madre, alborotándola contra ellas. Como todo el que siendo pobre, ignorante y viejo, no se pone en su lugar, a la sombra, era con razón este femenino rezago de la guerra de la Independencia un objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si se lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Los que ciega el amor propio, son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos ciegos finos y amañados, a los que un delicado tacto hace disimular su ceguera; y hay otros ciegos torpemente atrevidos, que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse de tropezar y chocar con cuanto se les pone delante. A esta categoría moral pertenecía la coronela Matamoros. Hay que añadir a este retrato daguerrotipado, que vestía ridiculísimamente, aunque sin pretensiones, por que conservaba un entrañable amor a los moños ajados, a las galas marchitas, a las modas añejas y a las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un aire madrileño. Gastaba peluca, pero una peluca de tales dimensiones y tan toscamente confeccionada, que no dejaba duda de que hubiese hecho su dueña una buena coracera. Como no era posible legitimar aquellos pelos espúreos, doña Eufrasia se sacrificaba denodadamente en las aras de la verdad, confesando que era confeccionado aquel promontorio en calle Francos, número 5; pero añadía en seguida con profunda convicción, que había perdido prematuramente su magnífica cabellera, por haber bebido en una alcarraza en que había caído una salamanquesa. En fin, para dar el último toque a este retrato, diremos que esta señora había hecho entre las gentes cultas que frecuentaba acopio de términos escogidos, que pronunciaba y aplicaba desatinadamente. Consiguiente a las cosas referidas, en todas las casas que desfavorecía doña Eufrasia, se la miraba como un censo irredimible, como una dolencia crónica, como un sobrestante inamovible, como una penitencia obligatoria, como una mala yerba indesarraigable, como una sanguijuela indesprendible; y sin embargo se la recibía bien, tal es la indulgente tolerancia de nuestro trato.

La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse extensiva, no sólo a gentes sin educación e inferiores en la jerarquía social, sino hasta personas cuya conducta es mala o deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distinción en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los extranjeros distinguidos.

En cuanto a nosotros, conociendo la justicia que tienen los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerrogativa de censura y aun de proscripción, que sería no sólo un castigo justo, pero también un freno poderoso y útil, nos guardaremos no obstante de hostilizar a la sociedad por su tolerancia: ¡así como es apática fuese benévola! -Que no se llame amiga a la persona que no sea acreedora a ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo a la de Dios que nos impone ser hermanos.

Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte acabarán de colocarla en su verdadera luz.

Tenía la Coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire o sufrir una burla a boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas oportunas y desvergonzadas eran temibles y tenían fama. Eran éstas una disciplina rigorosa que había sustituido a la militar, desde que por desgracia del ejército no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo a menudo que no aguantaba ancas, o bien que tenía malas pulgas, o bien que no tenía pelos en la lengua, o que a ella no se le quedaba nada por decir, o que tenía tres pares de tacones, o que quien la buscaba la hallaba, o que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas estas gracias con su frase favorita, que era asegurar que no moriría de cólico cerrado.

En una ocasión se presentó en un sarao, y bien fuese por alguna promesa de hábito de Jesús, o por su pésimo gusto en vestir, ello es que apareció uniformemente equipada de morado de pies a cabeza.

El grupo que formaban las muchachas, al verla aparecer soplada como un navío a la vela, se quedó extático.

-¡Ay! -exclamó la una-. Doña Eufrasia se ha caído en la caldera de un tintorero.

-¡Qué! No hay caldera donde quepa ese medio mundo -dijo otra.

-Será que va a salir de nazareno en la procesión del Santo entierro.

-Es en honor de las violetas, a cuyo cultivo se ha dedicado desde que no se puede dedicar al de los laureles -dijo un joven estudiante llamado Paco Guzmán.

-Más bien habrá sido al del palo de campeche -observó otra de las niñas.

-Os engañáis todos -dijo Alegría-: es que la han hecho obispo.

Doña Eufrasia, que a la sazón pasaba y había visto las risas y oído distintamente la última frase dicha por Alegría, se paró erguida, y revolviendo en sus órbitas sus redondos ojos.

-Si ello es así -dijo con su campanuda voz-, cuidado no os confirme.

Y haciendo con la abierta mano un ademán significativo prosiguió majestuosamente su marcha triunfal.

Algunos meses antes de la época en que da principio esta relación, siendo días de la Marquesa, se había reunido una numerosa concurrencia cuando entró doña Eufrasia, vestida con una especie de dulleta guarnecida toda de pieles, embuchado en un boa su moreno rostro, y llevando sobre su peluca de marca mayor una gorrita, retoño de la de marras, igualmente guarnecida de pieles.

-¡Miren! -exclamó al verla Alegría-: ¡ha resucitado Robinsón Crusoe!

-Cate usted -dijo otra-, un vestido de piel de oso forrado en lo mismo: es un regalo del emperador de Rusia.

-¡Qué! -añadió la tercera-, es un uniforme viejo de su marido, huele a pólvora francesa y está picado.

-Y ella también, ved los ojos que nos echa.

-¿A que le echo yo en cambio un requiebro? -dijo Paco Guzmán, que era un joven bien parecido, de una noble y pudiente casa de Extremadura, de muchas luces, muy vivo, muy ligero de sangre y algo aturdido, que ocupaba el primer lugar entre los apasionados de Alegría.

-Cuidado -observó ésta-, que doña Eufrasia es de las que dicen una fresca al lucero del alba, y se quedan preparadas para otra.

Pero Paco Guzmán no la atendía, porque se había acercado a la abrigada señora, y le decía:

-Mi coronela, hasta hoy no he comprendido toda la admiración y todo el efecto que puede causar la Moscovita sensible.

-Pues por mí -contestó la requebrada-, no acabo de comprender las pretensiones que tenéis vos de pertenecer a los Guzmanes Buenos, no teniendo un pelo de bueno. Bien hacen los Medina Celis, así como todo el mundo, en no reconoceros por tal.

Con esta frase de doble sentido, como una espada de dos filos, hacía doña Eufrasia alusión a las pretensiones nobiliarias de la familia de Paco Guzmán, que aunque fundadas, eran contestadas por personas que para hacerlo no tenían datos ni convicciones, y lo hacían sólo por el espíritu de hostilidad que vive y reina.

-La ventaja que nos llevan las ilustraciones modernas -contestó Paco Guzmán-, es la de tener su origen a la vista de todos, y no podérseles contestar, en particular si datan de la guerra de la pendencia.

-¿Qué se entiende? -gritó furiosa la guapa guerrillera- ¡Poner apodo a la guerra del francés, que ha admirado al mundo entero! Marquesa, te digo que las cosas que se oyen en tu casa son tan escandalosas, que no la volvería yo a pisar si no fuera por...

-El chocolate -dijo un criado presentándole una jícara de chocolate y un plato de bizcochos-, según acostumbraba hacer desde tiempo inmemorial, cuando a la noche veía entrar a la amiga de su señora.

-Juan -dijo doña Eufrasia, tomando el pocillo y mudando de repente de tono-, dile a la cocinera que ayer no estaba bastante hervido el chocolate; no son tres veces, sino cuatro o cinco las que tiene que subir, y es preciso después de hecho, dejarlo reposar; y a ti te advierto que anoche no eran los bizcochos del día; ten cuidado, no te engañe el confitero.