Clemencia (Caballero)/Primera parte/I

Clemencia: Novela de costumbres (1862)
de Fernán Caballero
I
II
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CLEMENCIA.


CAPITULO I.

Aux poètes dramatiques l'action, aux roman-
ciers l'analyse du cœur.
A los poetas dramáticos pertenece la accion, y á
los novelistas el análisis del corazon.
J. A. David.

Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup.
Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.
Alexis du Valon.

Le style vient des idées et non des mots.
El estilo nace de las ideas y no de las palabras.
Balzac.


No se canse Vd., D. Silvestre; cada casa es un mundo,—decia una tarde del verano de 1844 la Marquesa de Cortegana á su amigo y compadre Don Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía paladeándola una taza de café.—Tómelo Vd. por arriba, tómelo Vd. por abajo, cada casa es un mundo, aunque Vd. diga que no.

—Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

—Asi es Vd. en todo: ¡bendito Dios que le ha criado mas fresco que una lechuga! Como si no tuviese yo bastante con dos hijas, me manda Dios esa sobrina! Una sobrina.... la cosa mas inútil del mundo!..

—Es una perla, Marquesa.

—Sí, una perla, que es para mí lo que fué la otra para el gallo! Capaz es Vd. de sostenerme que es una suerte, y que he ganado á la lotería!

—Yo no sostengo nada, señora.

—Pero lo dá Vd. á entender, que es lo mismo.

¡Asi cayesen en casa de Vd., llovidos del techo, media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que Vd. ponia.

—Senora, yo no soy rico, y es claro que me apurarian.

—Ya, ¡si Vd. cree que con dinero se compone todo!.....

—No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.

—¡Así pudiese yo endosarle á Vd. mi sobrina! esa que Vd. llama perla. ¡Vaya! Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme que hacer! ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

—¿Y por qué no la dejó Vd. en el convento?

—¿Con diez y seis años la habia de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tia tiránica? ¡Tiene Vd. unas cosas!....

—En efecto, tiene Vd. razon: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

—¿Qué he hecho bien? Eso le parece á Vd. Pues no faltará á quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su completa falta de pretensiones y la exajerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacian aparecer de mas edad. Habia quedado viuda hacia algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenia la habilidad de gastar todas, y á veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto mas extraño, cuanto que la señora, sin ser cicatera, no era generosa; sin ser agarrada, no era rumbosa; sin ser codiciosa, no era expléndida, y sin ser ordenada, no era tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que sin ser malëvola no hacia sino contradecir, sin tener mal carácter no hacia sino regañar, y sin ser maligna era contraria á todo. Asi se ven á menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijas del corazon ni del carácter, sino malas costumbres, que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apurada. La Marquesa no podia vivir sin un apuro que la agitase, siendo por consiguiente la antitesis de ciertos enfermos que no pueden vivir sin una dósis de ópio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarron en la vela ó toldo que cubria el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban mas que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo, ó la perdida de una cosecha. Cuando no tenia un apuro que explotar, se lo forjaba; y no solo disfrutaba ella de su creacion fantástica, si no que se incomodaba cuando los demás no la reconocian como cosa cierta y real. Pertenecia, pues, esta señora á la falange de Jeremías, que pasan su vida quejándose en un tono lloron que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud aunque sea buena; de desgano y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas; y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas, de que alumbra mal el reverbero: se quejan hasta de las cosas favorables, á las que siempre encuentran un pero, para servir de pábulo á sus lamentaciones.

Nacian en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus Padres, luego por su marido, que fué un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se habia hecho un ente personal é insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa habia casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una bermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el Tu autem de la familia.

Por parte de su marido no habia conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña, dejando á su mujer embarazada; la que poco despues falleció en el parto de una niña, que recogió su tio el difunto Marqués, y la hizo educar en un convento; esta era la que acababa la Marquesa de traer á su lado, como hemos visto por la conversacion antecedente. Tambien vimos que la Marquesa hizo mencion de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenia diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo delgada, y de constitucion nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores á no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero, que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, ó bien por la viciosa educacion que é le diera su Madre, ó bien por algun mal estar fisico ó moral, ello es que en sus maneras era generalmente displicente y díscola. Su Madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría, y tenia diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de récio tronco y aguzadas púas, las que encubrian vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pié hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestaña, negras como el azabache, daban cuando sonreia, á sus ojos guiñados y de un gris de ceniza, una dulzura infinita, y á sus miradas tal picante, que hacian decir á sus apasionados que tenia alfileres en los ojos. No obstante, la expresion de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa, ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazon ahogado en egoismo. Calificábala su Madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy á las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo. Hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y mas comun en España, la ausencia de pretensiones; hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas ponen en práctica en otros paises. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar á la española el aparecer otra de lo que es, desaparezcan dentro de poco con la saya y la mantilla, á fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectacion un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto á Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que a los diez y seis años salia del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas á las que, como al mes de Mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todo su encanto.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubria toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenian un señorío tan duloe y grave que parecian haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenia sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus Madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazon, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir á sus favoritos, esto es, á los niños, á los pobres y á los sanos de corazon: resplandecia esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor, con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraia por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvia, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decision toda comunicacion é intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva á empresa, excita fuertemente.

Alegría tenia la seduccion de la gracia, la incitacion de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, al aturdido desgaire de la niña, alternando con el indisputable despotismo femenino; el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sábios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.

Clemencia en cambio solo tenia el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, é inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hácia los niños.

En cuanto á D. Silvestre Sarmiento, tenia este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro con iguales circunstancias, y en su rostro una coleccion de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osuna, que hacia cuarenta años le pasaba una módica pension que sufragaba ampliamente á sus modestas necesidades, y le habia hecho la personificacion del dulcísimo farniente. Nunca se le habia conocido inclinacion marcada alguna; ni á las bellas, ni á los caballos, ni á la caza, ni á la pesca, ni al juego, ni á los libros, ni á la chismografía, ni á la política, ni á la homeopatía, ni á la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni á la lotería... ni aun á los toros. Solo á dos cosas se le conocia afeccion y desafeccion decidida: la primera era á tomar el sol, la segunda á los caminos de hierro.

Basta ya de este buen senor, que en nuestra relacion, como en todas partes, no hará mas papel que el de comparsa.

—Vamos, dijo la Marquesa, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza Vd. de ello. En la mia es hoy dia aciago. ¿Quiere Vd. creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se vá á París? ¡A París, ese foco de corrupcion!!

—Como está eso de moda.... repuso D. Silvestre.

—¡Vaya una razon de pié de banco! ¿Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará Vd. tambien que lo tome mi hijo?

—Marquesa, yo no he aprobado nada.

—Pues agregue Vd. á esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar á la brigada de montaña.

—Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.

—¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa Vd. Pues agregue usted á esto, que á Juan, ese necio é ingrato criado, despues de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

—Pero, señora, todo el mundo se casa.

—¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que Vd. e contradiga? ¿Con que le parece á usted acertado y muy en el órden que ese ingrato estúpido me deje á mí, despues de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

—Señora, el amor....

—¡Mire Vd. quien habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor, prosiguió cada vez mas apurada la Marquesa, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesus! Dios mio, ¡qué desgracia!!!

—¿Cuál, senora? preguntó D. Silvestre.

—Figúrese Vd. que un gallego, venido de los infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazon alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dió el muy salvaje, un golpe al Mercurio, y le ha quebrado un ala del pié.

—Y con ella una del corazon de mi Madre, observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de aquella.

—Más quisiera, prosiguió la Marquesa, sin atender á lo que decia su hija, que me hubiese el tal caribe roto á mí un brazo!

—¡Jesus, Marquesa! ¡tales cosas!!.... dijo pausadamente D. Silvestre.

—Tan hermoso como era mi Mercurio! prosiguió con voz lastimera su duena. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Solo á mi me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mio!

—Como que no podrá volar, observó Alegría.

La Marquesa tenia efectivamente sus cinco sentidos en aquella estátua de yeso macizo, casi de tamano natural, y en otras cuatro, más pequenas, que re presentaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

—Eufrasia, le gritó la Marquesa apenas la vió, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala á mi Mercurio?

—Madre, dijo Alegría, digale Vd. al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala á guisa de espuela.

—Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase á tí las tuyas, repuso la Marquesa contemplando á su amiga que permanecia en ademan meditabundo.

—¿Nada discurres, Eufrasia? le preguntó al fin tristemente.

—Mira, contestó esta en campanuda voz de bajo, conozco á un laňador tuerto, muy hábil. Si este no te lo compone, no lo compone nadie.

—Soy de parecer, dijo Alegría, que en lugar de al ana dor, llame Vd. al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los piés.

—Pero, mujer, observó la Marquesa sin atender á su hija, se le conocerán las lanas.

—Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar, observó Alegría.

—¡Las perlas!.... ¡Las perlitas! dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose á D. Silvestre. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te dá vela para este entierro.

—¿Para el entierro del ala de Mercurio? preguntó Alegría.

Entretanto decia en consoladoras palabras Doña Enfrasia á su amiga:

—Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza.

Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pié: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las ví me han hecho contradiccion; me han parecido siempre espolones de gallo.

—Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por tí; mejor va á quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso mas acertado me parece tu discurso.

—¡Por supuesto! añadió Alegría. No sé cómo Usted, que le gustan las cosas con pié de plomo, le consentia á su querido Mercurio pies alados.