Codo con codo entró Chamijo en Lima. Don Leoncio de Mendoza, que esto supo, trató de salvarlo y puso en juego cuanta influencia tenía, agradecido a su generosidad para con él -aunque fuese aparente-, porque gracias a ella había entablado fructuosas relaciones con el virrey, que lo protegió en calidad de asociado suyo y deudo de su noble antecesor. Don Antonio de Leiva, víctima de los primeros desahogos de su padre, que le trató de inocente, de crédulo y de tonto, muy humanamente olvidado de que tan tonto, inocente y crédulo había sido él -con las agravantes de su mayor experiencia y responsabilidad-; don Antonio, decimos, pidió misericordia para el pecador, según él más iluso que culpable. Pero el virrey no cedió ni a ése ni a otros ruegos, y cansado de recomendaciones, súplicas e importunidades, cortó por lo sano haciendo embarcar a Chamijo, bajo segura custodia, en el puerto del Callao, y enviándolo -algo como castigo y mucho como venganza- al presidio de Valdivia, en los despoblados de Chile...

El alcaide, Bento da Souza, aventurero portugués, recibió junto con la persona de Chamijo la orden vicerreal de tratarlo severamente como reo de graves delitos (apropiación de dineros de la corona, depravación de costumbres, desconocimiento de la autoridad del virrey, corrupción de tropas bajo su mando y, tras de otros cargos, el crimen de lesa majestad de sedición para crear un nuevo reino -decían las instrucciones muy secretas) y cumpliendo la orden, encerró al infeliz en el peor de los calabozos, mientras la mayoría de los penados, mucho más criminales, no lo pasaban del todo mal... salvo los rudos trabajos a que se les sometía, las sórdidas pocilgas que eran su vivienda, la escasa y a menudo nauseabunda comida, la ausencia de todo contacto con el resto de la humanidad, la casi imposibilidad de huir, a causa de las cadenas, el desierto, el mar y el régimen de vara y vergajo, que servía tanto de estímulo si la fatiga los rendía cuanto de castigo si olvidaban algún precepto reglamentario.

Pero Chamijo tenía, como ya sabemos, el don de la seducción, y lo ejercitó eficazmente con la única persona que iba a verle -el llavero-, quien accedió a pedir en su nombre al señor alcaide Bento da Souza una audiencia justificada por las revelaciones importantísimas que iba a hacerle el presidiario. Nada nuevo: la misma canción encantadora que a tantos había hechizado ya.

Tardó Bento da Souza en concederle lo que pedía, pero al fin cedió. Estaba perdido. Después de ensayar sin éxito el registro de la emoción y el de la piedad, Chamijo acertó con el de la codicia. El alcaide podía llegar, con sólo quererlo, a ser un gran potentado. Bastaba comprarle un secreto, dándole en cambio cierta libertad, simplemente la de poder pasearse por Valdivia, para no morir como un perro olvidado en la cadena. Él, don Pedro Bohórquez Girón, no era un cualquiera, y mucho menos un criminal. El virrey lo había hecho aherrojar por venganza, por arrancarle el mismo secreto que estaba pronto a revelar al excelente caballero don Bento da Souza: ¡todo por la bondad, nada por la fuerza! El marqués de Mancera se había equivocado, porque el rigor no hace mella en los corazones bien puestos...

Cambiando de protagonistas y cargando los colores, dijo a da Souza, del virrey don Pedro de Toledo y Leiva, lo que a éste y a Lizarasu había contado del marqués de Chinchón, jurole que a ojos cerrados le llevaría en cuanto quisiera al Gran Paitití, donde sin necesidad de tropa, con cuatro hombres solamente y unos pocos indios de carga, podían apoderarse de un inmenso tesoro, siempre que no pretendieran conquistar la ciudad.

-Sacadme del calabozo, don Benito; no pido más por ahora, que respirar libremente y no morir entumecido en ese ataúd. Y mientras os decidís a venir conmigo a la ciudad de los Incas, yo os juro que puedo prestaros grandes servicios, porque tengo mil secretos de inestimable valor. Puedo, por ejemplo, hacer cuantas piezas de artillería me pidáis, con los pocos materiales que están a la mano en el presidio. Con estos cañones, Valdivia estaría para siempre al abrigo de los piratas extranjeros que la atacan con tanta frecuencia.

-¿Pero, ¿con qué harás los cañones? -preguntó da Souza, tuteándolo como arráez a galeote.

-Sencillamente con troncos de los árboles que abundan por aquí.

Y con gran desparpajo, acercose al bufete del alcaide, tomó una hoja de papel, una pluma, y comenzó a trazar groseramente un cilindro cruzado de rayas.

-¿Esto qué es? -preguntó da Souza indicando las rayas.

-Éstos son los refuerzos que robustecen al cañón, impidiendo que el tronco se raje al estallar.

-Pero, repito, ¿con qué harás esos refuerzos?

-Con tiras anchas de cuero fresco de buey, que al secarse comprimen la madera y le dan la resistencia del bronce.

-¡Muy ingenioso, muy ingenioso! -exclamó el portugués, pensando que si el invento resultaba realizable y utilizable con eficacia, el hombre capaz de tanto no le engañaría tampoco en lo del Gran Paitití.

Chamijo había triunfado una vez más, y así lo comprendió con inmenso júbilo al oír que da Souza le decía:

-Voy a ocuparme de ti, y haré lo que pueda en tu favor... Lo de los cañones no depende de mí sino del gobernador de la plaza... Le veré... le hablaré...

-¿Y el calabozo?

-Ten paciencia hasta mañana.

El gobernador de la plaza de Valdivia, don Antonio de Cabrera Vásquez y Acuña, viejo militar de cortos alcances, de ésos a quienes no falta valor pero que, por cerrados de meollo, están condenados a no salir de una situación oscura y mezquina, fue informado de lo que decía y ofrecía Chamijo (en cuanto a los cañones, porque en cuanto al Gran Paitití, Bento da Souza guardó prudentísima reserva). Ordenó el gobernador que le presentaran al presidiario, lo interrogó muy por lo menudo, y después de meditarlo bien, considerando que no se perdía nada con ensayar, autorizó la construcción de una de las extrañas piezas de artillería, bajo la vigilancia y la responsabilidad de Bento da Souza.