Chamijo de Roberto Payró
Capítulo II


Lima, emporio ya de riqueza, no era todavía una gran ciudad donde los rumores interesantes o escandalosos tardan en propalarse; pese a los templos magníficos y a las casas señoriales que, edificados con piedra de Guasco, empezaban a adornar sus rectas y polvorosas calles refrescadas por las acequias, a sus conventos, a su Universidad de San Marcos, al plantel, en fin, de lo que sería poco después, era una gran aldea, una especie de vasto parador o mesón improvisado y lleno de viajeros curiosos, entre quienes la menor nueva corría con la rapidez del relámpago; una heterogénea reunión de señores, hijosdalgo, magistrados, clérigos, frailes, ministriles, estudiantes, aventureros, damas, mujeres del pueblo, mozas del partido, sin contar a los indígenas avizores, cautos y rencorosos, a los mestizos entrometidos y devorados de ambición, a los negros esclavos, presentes en todas partes, viendo y oyéndolo todo, como el perro familiar, pero menos fieles y secretos...

Con esto queda dicho que Bohórquez Girón pasó a poco andar por hombre llamado a altos destinos, y desde ese momento no faltó quienes le rodearan, agasajaran y adularan, esperando sacar provecho de su futuro encumbramiento. Entre estos cortesanos de la primera hora, Chamijo pareció distinguir y preferir a un don Leoncio de Mendoza, deudo lejano, a lo que decía, y muy pobre a lo que se veía, del virrey del Perú, don Jerónimo Fernández de Cabrera, Bobadilla y Mendoza, marqués de Chinchón. Un encuentro íntimo y fugaz con Carmen había confirmado a don Leoncio de Mendoza las noticias oídas aquí y allá sobre los valiosísimos secretos de que el caballero Bohórquez era poseedor, y éste mismo, obedeciendo luego, según dijo, a los impulsos de vivísima amistad, llegó a hacerle ver, bajo el sello de la más estricta reserva, algunas pepitas de oro como garbanzos, y aun mayores, varias piedras negruzcas con vetas visibles de plata, y diversas joyas toscamente labradas a la manera de los indios, e incrustadas con profusión de piedras preciosas.

-Estas pepitas -explicó Bohórquez- vienen de un río que las arrastra en abundancia y que corre sobre arenillas de oro. Estos minerales de plata son de un cerro perdido en medio de la Cordillera, pero muy accesible, que no siendo tan grande como el de Potosí, resulta, sin embargo, mucho más rico, pues todo él es una masa de metal sin desperdicio ni escoria, o poco menos. En cuanto a estas joyas, insignificantes en sí mismas, representan inmenso valor, pues son simple muestra de las que hinchen materialmente una ciudad de los Incas de la que todos hablan, pero cuya situación nadie ha descubierto aún... excepto yo, que ocultamente y corriendo graves peligros, la he visitado y visto sus riquezas... Pero ¡por lo que más queráis, don Leoncio!, que este secreto no llegue a oídos de nadie, y particularmente a los del virrey, quien podría obligarme a revelárselo y quitarme así lo que es mío y sólo mío.

-Mal conocéis, pues tal decís, a mi deudo el marqués -replicó don Leoncio de Mendoza, que se tenía por listo-. Incapaz de quitar a nadie lo que es suyo, más bien os ayudaría a tomar, si fuera preciso, posesión de lo vuestro... pues si habéis corrido peligro al descubrirlo será seguramente porque no lo tenéis tan en la mano...

-Así es -dijo el mancebo-; pero de nadie me fío sino a ciencia cierta, y si lo hago con vos es por la grande amistad que os tengo.

Jurole el de Mendoza que no debía recelar de él, que era su amigo, ni del virrey, que, bajo condiciones muy aceptables por lo ligeras, le proporcionaría todo lo necesario para incautarse de las riquezas en cuestión, tanto de la ciudad, cuanto del río y la montaña. Y Chamijo, cediendo al fulminante amor que a don Leoncio profesaba, desinteresado y franco, acabó de revelarle su secreto y le prometió buena parte de los tesoros si le ayudaba en la empresa de recogerlos... porque casi no hacía falta más que recogerlos. En cuanto al virrey, si convenía realmente en auxiliarlo respetando sus derechos, parecíale justo cederle la mitad o los dos tercios de cuanto se alcanzara, por mucho que esto fuese... Y sería mucho, una fortuna incalculable, aunque sólo se contara lo que había en la ciudad. Ésta era, ni más ni menos, la llamada por el vulgo el Gran Paitití, o sea el Gran Padre Blanco, y la habían creado los Incas, para seguro refugio en caso de necesidad, desde que se oyeron los pasos de los españoles en tierras de Indias. Antiguas profecías anunciaban la venida de extranjeros que se apoderarían del país y, previendo desgracias, los Incas se habían apresurado a erigir esa nueva especie de Torre de Babel para salvar en ella, junto con su persona y la de sus hijos, todo cuanto tenían de más precioso. Misteriosamente, borrando sus huellas a medida que pasaban, lograron construir la ciudad en un lugar a su juicio inaccesible, proveerla de víveres, ocultar en ella grandes riquezas, dotarla de crecida y valerosa guarnición y mantener todo esto tan callado, gracias a la ciega obediencia de sus súbditos y a los terribles castigos con que amenazaban cualquier indiscreción, que nadie sabía palabra de esa octava maravilla, salvo los incorruptibles encargados de su custodia. Desgraciadamente para los Incas, la invasión y la conquista de los españoles fue tan rápida y decisiva que no les dio lugar a instalarse en su nuevo reino, dejándoles a merced del vencedor. Sólo un hermano o un tío del Inca reinante, encargado del gobierno de la ciudad, había quedado en ella, y era el que llamaban Padre Blanco, no por el color de su tez, sino por el de sus vestiduras.

Bohórquez y Mendoza acabaron poniéndose de acuerdo. Este último hablaría con el virrey y obtendría una audiencia secreta para establecer y convenir las condiciones del negocio en todos sus detalles...