Sub terra: Cuadros mineros (1904)
de Baldomero Lillo
Caza Mayor
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAZA MAYOR

En el llano dilatado i árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles i rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas i polvorosas.

En las sendas desnudas abrasa la arena negra i gruesa, i entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras i lagartijas que hartas de luz i de calor se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas i los tallos de los cardos erguidos i resecos.

Con el cuerpo inclinado i el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño i seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes, sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos.

Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca i reciente i conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apénas sus mas premiosas necesidades.

Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacian mas penosa su marcha sobre aquel suelo blando i movedizo. Su fatiga era grande i aun no habia disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos i de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atencion para cerciorarse de que el ave no se habia escurrido por otro lado i levantando el gatillo, atisbó por entre las ramas, estirando el cuello i empinándose en la punta de los piés.

Los tres dedos marcados en la arena i proyectados hácia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.

Sus ojos inquietos i vivaces que rejistraban cada hoja, cada tallo de yerba, descubrieron mui pronto el pico amarillo i la oscura cabeza asomando por la bifurcacion de una rama. El cuerpo, del color de la hoja seca, se adivinaba mas bien que se veia oculto entre la hojarasca. Apuntó con detencion i tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.

Alegre i satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil cuyo mohoso cañon de una lonjitud i calibre desmensurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel i de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la estremidad del vetusto instrumento hacia las veces de mira, trozo que habia que renovar despues de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo del interior que le servía de base i mui a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil mas mortífero que un simple perdigon. Con el uso el agujero se habia agrandado i el grosor de la mira crecido en proporcion, Al apuntar la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se veria un elefante.

La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia que daba a esta operacion. Destapado el frasco de pólvora vertia en la palma de la mano el polvo negro i lustroso i aproximando la boca del cañon vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca i rugosa. Atacaba con calma el manojo de yerba que servía de taco i luego en el hueco de la mano contaba meticulosarnente los Doce Pares, doce perdigones redondos i relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, i dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigon mas grueso que los demas, ántes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del canon: era Cárlo Magno que, iba a hacer compañía a sus caballeros.

Terminada la tarea i cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos a guisa de pantalla, esploraba al horizonte indeciso acerca de la direccion que debia seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo i que crispa los nervios del mas flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha, en una lijera depresion del terreno percibió distintamente el ave abatiendose con rápido aleteo. E a algunos minutos salvó la distancia i aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la pieza agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro i soltó el tiro. Aun no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba i rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspies.

Lanzó un grito de sorpresa i de cólera: —¡Quita allá Napoleon! Pero, ya era tarde: la perdiz a la cual la mira habia atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado.

Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso i lleno de coraje menudea los golpes que el ladron esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado i jadeante se detuvo, apoyándose en el cañon de su vieja carabina. A la cólera habia sucedido la angustia dolorosa que se esperimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron i cambiando de táctica con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa repetia:

—Napoleon, buen perro, venga acá hijito.

Entre tanto el buen perro husmeaba el suelo, recojiendo las migajas del festin i terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente i fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció mui dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura i con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fué a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco sólidas del vejete.

Ante el cinismo i la desvergüenza de que hacia gala aquel mal bicho sintió que le volvia el coraje i por un instante solo ideas de sangre i de esterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de pólvora i la bolsa entera de perdigones i en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire.

Pronto se aplacó, el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario i brutal que hubiera vengado cruelmente cualquiera ofensa hecha a su favorito.

La aficion del dogo por las perdices era de época reciente i databa del dia en que una de estas aves herida al vuelo por certero disparo fué a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria porque a partir de allí, oir un escopetazo i salir disparado, era todo uno.

Ese dia atraido por el primer tiro habia llegado a tiempo para aprovecharse del segundo.

El viejo descorazonado i triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral habia triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro i sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cojiendo delicadamente con los dientes el saco trataba de desprenderlo del cordon que lo sujetaba. ¡Dios santo! que ira le acometió: irguió su pequeña talla i tomando el fusil por el cañon tiró con brio de traves un culatazo a la maldita bestia, pero solo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron i cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos i rostro.

Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurria en el medio de librarse del intruso que, sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido i contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia i creyendo que la actitud del cazador era debida a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.

Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas i chincoles i poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenia; alzaba la cabeza, dirijiendo una mirada al viejo inmóvil i emprendia de nuevo la tarea con mayores brios.

Por fin éste se levantó i, como dando por terminada la caceria, púsose el fusil al hombro i echó a andar con actitud indiferente por los sitios mas áridos i descubiertos. Mas la estratajema no surtia efecto. El dogo lo seguia con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecucion tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda i con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: despues de un corto trecho Napoleon, lanzandole al pasar una mirada de reojo tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caido i las orejas gachas, sin mirar atras.

Por fin estaba libre i restregándose los ojos, como quien despierta de una pesadilla, vió desaparecer jubiloso al maldito animal. Aun era tiempo de recuperar lo perdido i esforzándose en vencer el cansancio i la fatiga, recobró el fusil i se internó en en un bosquecillo de boldos i de arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debian haber buscado un refujio en la espesura. No se engañaba; por todas partes se veian numerosos rastros. Púsose a la obra con afan, escudriñando los troncos carcomidos i rejistrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquil, sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creia oir a cada instante entre la maleza. Sin duda seria alguna raposa interrumpida en su siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto i cauteloso.

Su constancia se vió en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detras de un tronco. Alargó el brazo i oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente la ramas i apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas i rectas. De un salto cayó sobre la perdiz i empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor i el desaliento mas profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha i una honda congoja sobrecojió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero i formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada!

Resignado recojió el fusil i, miéntras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas i pasando a traves del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel.

Todo a su alrededor era salvaje i agreste. Calijinosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenia en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vejetacion lánguida i escasa del que se exhalaba un hálito de fuego, Agobiado por el calor ascendia penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tiron lo hizo jirar sobre sí mismo i perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendia gallardamente Napoleon, llevando el morral pendiente de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo i la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazon i a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamas su pulso habia sido tan firme ni su ojo tan certero!... Un estrepitoso aullido contestó a la detonacion: el dogo soltó el morral i con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas i un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo esperimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crímen i lo figura del amo enfurecido se presentó a su imajinacion produciéndole un escalofrio de terror. Dirijió una mirada al llano, i allá léjos percibió al dogo atravesando los arenales: iba con una prisa endemoniada: inscrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlo Magno i diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corzo que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso i encorvado como nunca, arrastrando sus pesados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento.