Sub terra: Cuadros mineros (1904)
de Baldomero Lillo
Juan Fariña
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

JUAN FARIÑA[1]

(Leyenda)


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoi las viejas construcciones de la mina de....

Altas chimeneas de cal i ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roída» por el orín descansan inmóviles sobre su» basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, i el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento ele escombros carcomidos por el tiempo.

En lo mas alto, dominando la líquida inmensidad, la cábria destácalas negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra i misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos i por los huecos de las puertas i ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven las blanqueadas paredes llenas de grietas delas desiertas habitaciones.

Algunos años atras ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero i la vida i el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoi otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entónces de las enormes chimeneas i el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir i bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpian jamas. Mientras allá abajo en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina las voces de las mujeres i los alegres gritos de los niños se confundian con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto i turbulento.

En una mañana de Enero, en tanto que la máquina lanzaba sus jadeantes estertores i las blancas volutas del vapor se desvanecian en el aire tibio convirtiéndose en lluvia finísima, un hombre subia por el camino en direccion a la mina. Era de elevada estatura i por su traje cubierto por el polvo rojo de la carretera parecia mas bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendia de sus espaldas i su mano derecha empuñaba un grueso baston, con el que tanteaba el terreno delante de si.

Mui en breve aquel desconocido se encontró en la plataforma de la mina, donde pidió lo llevaran a presencia del capataz. Este, que en ese instante se dirijia al pozo de bajada, se detuvo sorprendido ante el inválido visitante:

—Amigo, díjole, yo soi el que buscas, ¿quién eres i qué es lo que deseas?

—Me llamo, Juan Fariña, i quiero trabajar en la mina, fué la breve contestacion del interpelado.

Los presentes se miraron i sonrieron.

—¿I de qué deseas ocuparte?—prosiguió en tono un tanto burlon el capataz.

—De barretero, — respondió tranquilamente el ciego.

Un murmullo partió del grupo de obreros que rodeaban el borde del pique i algunas carcajadas comprimidas estallaron.

—Camarada, dijo el capataz, contemplando la férrea musculatura del postulante, sin duda no será fuerza lo que te haga falta., pero para ser barretero hai que tener buen ojo i un ciego como tú no servirá para el caso.

—Nada veo, repuso, pero tengo buenas manos i no me asusta ningún trabajo.

—Quedas aceptado, dijo el capataz, despues de un instante de vacilacion: un ciego que no pide limosna i desea trabajar merece ser bien acojido; puedes empezar cuando gustes.

—Mañana a primera Lora estaré aquí, respondió el orijinal personaje i se alejó, pasando con la cabeza erguida i las blancas pupilas fijas en el vacio por entre la turba de obreros que contemplaban admirados sus anchos hombros i su musculoso cuerpo de atleta.

En la mañana del siguiente dia, Juan Fariña, con la blusa i pantalon del minero, una pequeña cesta con la merienda en una mano i el baston en la otra, penetraba en la jaula en compañia de un capataz i varios trabajadores. Todos cubríanse la cabeza con la tradicional gorra de cuero i en todas ellas, escepto en la del ciego, sujetas a la visera brillaban encendidas pequeñas lámparas de aceite.

A una señal del jefe, la jaula se hundió súbitamente en el abismo negro del que subia un vaho lijero que se condensaba en cristalinas gotas a lo largo de los flexibles cables de acero.

Terminado el descenso se internaron en la mina, siguiendo los oscuros corredores, por los que el ciego caminaba con la seguridad de un minero esperimentado. Sus acompañantes admiraban aquella especie de instinto que le hacia adivinar los obstáculos i evitarlos con pasmosa sagacidad. Su baston era un antena que se movia axilmente en todas direcciones, tocando las paredes, el suelo i la techumbre de las galerias, que a medida que avanzaba se inclinaban mas i mas, obligándole a encorvar su alta estatura i a rozar con sus espaldas las escabrosidades de la roca.

En breve abandonaron las galerias de arrastre i penetraron en las canteras donde se estrae el mineral. Arrastrándose en alalgunos sitios sobre las manos i las rodillas, internáronse en aquellos estrechos túneles, subiendo i bajando rapidísimas pendientes. Por todas partes se oia un golpear incesante: al ruido sordo del pico mordiendo el venero, mezclábase el son mas claro del martillo sobre la barrena. A veces una violenta imprecacion rasgaba aquel ambiente irrespirable, impregnado de humo i de polvo de carbon; quejidos hondos i un resoplar continuo de bestias fatigadas salian de aquellos agujeros en medio de las tinieblas, en las que aparecian i desaparecian las luces fujitivas de las lámparas como fuegos fátuos en las sombras de la noche.

Despues de media hora de penosa marcha se detuvieron ante una pequeña escavacion abierta la vena. De forma rectangular, mui baja i angosta, media apenas un metro de alto, i en sus negras paredes, heridas por los rayos mortecinos de las lámparas, las agudas aristas del carbon tomaban tintes azulados i brillantes.

Despues de de escuchar silencioso las indicaciones del capataz, el nuevo obrero penetró resueltamente en la estrecha abertura i mui luego su fatigosa respiracion i el golpe seco i repetido del acero se confundieron con el sordo rumor que llenaba las galerias, los chiflones i las lóbregas revueltas.

Desde aquel dia quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose mui luego la reputacion de obrero inteligente i valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes i su carácter huraño i retraído le enajenaron las simpatias de sus camaradas, quienes no podian comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos i miserias del minero a la vida libre i sin afanes del mendigo. Aquello no era natural i debia encerrar algun misterio.

Intrigados vijiláronlo estrechamente, escudriñando sus pasos i sus menores acciones. Su pasado fué objeto de una minuciosa pesquisa, que no dió resultado alguno. Nadie sabia quien era ni de donde venia i respecto de su ceguera las opiniones estaban divididas. Habia quienes aseguraban que aquellas inmóviles pupilas cubiertas de una tela blanquecina arrojaban en la oscuridad destellos fosforescentes como los del gato i que aquel ciego no lo era, sino en pleno dia, a la luz del sol. Otros, i eran mui pocos, sostenian lo contrarío i para aclarar el punto sometian al infeliz a las mas bárbaras pruebas. Ya era una vagoneta volcada en medio de la vía, que le interceptaba el paso, o un madero atravesado a la altura de su cabeza, contra el cual chocaba violentamente; mientras alambres invisibles se enredaban entre sus piernas i lo derribaban en el lodo negro i viscoso de las galerias.

El tiempo trascurria i el desconocido obrero apasionaba cada vez mas los ánimos dentro de la mina. Estraños rumores empezaron a circular acerca de su trabajo en las «anteras de estraccion. Todos los dias a la salida del sol se hallaba junto al pique listo para bajar i era siempre de los últimos en tomar el ascensor para regresar a su solitaria habitacion en la falda de la colina.

Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filon un número de vagonetas superior al mínimun reglamentario. Aquello desconcertaba a los mas esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro i consistente i el mejor de ellos jamas habia alcanzado un éxito semejante.

Este hecho robusteció en la crédula imajinacion de aquellas sencillas jentes la creencia de que Fariña era un ser estraordinario. Contábase de él que solo iba a la mina a dormir i que un socio cuyo nombre no se atrevian a pronunciar, desprendia de la vena el carbon necesario para completar la tarea del dia. I no era un misterio para nadie que por las noches, cuando quedaba la mina desierta, se oia en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja i temerosa, no era sino el Diablo que vagaba dia i noche en las profundidades de la mina, dando golpes misteriosos en las canteras abandonadas, precipitando los desprendimientos de la roca i abriendo paso a traves de grietas invisibles a las traidoras exhalaciones del grisú.

Dos viejos mineros encargados de vijilar por las noches los corredores de ventilacion se habian aproximado cautelosos al sitio de donde partia el insólito rumor, deteniéndose asombrados ante la presencia de un barretero desconocido que en el fondo de la cantera del ciego atacaba briosamente el bloque negro i quebradizo. Un chorro de grisú encendido que brotaba de una grieta del techo esparcia una claridad de incendio en derredor del fantástico personaje, delante del cual la hulla lanzaba reflejos estraños i sus caprichosas facetas resplandecian como azabache pulimentado ante la llama azulada del temible gas.

Los testigos de aquella escena veian amontonarse el carbon con asombrosa rapidez delante del incógnito i noturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del inmoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una estraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor.

Un terrible estallido atronó la bóveda i una ráfaga dé aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal vision.

A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galeria mal ventilada i desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. A la antipatia que le profesaban los mineros se agregó luego un supersticioso temor i a su paso apartábanse presurosos, persignándose devotamente. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio i el carretillero encargado del arrastre de las vagonetas se negó a efectuar ese trabajo, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero i carretillero a la vez.

Sea por aquel exceso de trabajo cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la mas robusta constitucion, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de di a en dia i su musculoso cuerpo fué perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza i de vigor que contrastaba tan notablemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire i de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostaljia de los campos alumbrados por el sol.

Un decaimiento visible se operaba en él i los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debia de estar próximo i era una verdad no discutida que un suceso estraordinario de que talvez iban a ser en breve testigos, se preparaba dentro de la mina, dando mas fuerza a aquellas suposiciones la conducta cada vez mas estraña del ciego. Se le veia frecuentemente abandonar la cantera i penetrar en las galerias poco frecuentadas, dejando por las noches su vivienda solitaria para vagar como un fantasma por la orilla del mar, i, sentándose a veces en las piedras de la ribera pasaba horas tras horas, oyendo el murmullo eterno del oleaje como un viejo lobo que descansara de sus correrías por el océano.

¿Qué pensaba en esos instantes i qué dolor oculto guardaba su alma cerrada a toda afeccion? Como el oríjen de su ceguera, nadie lo supo jamas.

Pronto iba a cumplir un año en la mina, i el misterio de su vida permanecia impenetrable. Entre los varios rumores que circularon acerca de él habia uno del que nadie se acordaba ya. Los mineros mas antiguos recordaban vagamente que muchos años atras, víctima de una de las frecuentes esplosiones de grisú, pereció en la mina un obrero quedando moribundo un hijo de dieciseis años que lo acompañaba. A consecuencia de aquella desgracia la mujer del infeliz i madre del niño perdió la razon, ignorándose en absoluto el destino del muchacho. Los que recordaban esos hechos creian ver en el rostro de Fariña, vestijios de antiguas quemaduras; pero las cosas no pasaron de allí i el misterio subsistió siempre.

Los mineros veian en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad i de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenia pacto con el Diablo no podia esperarse nada bueno i los alarmistas anunciaban toda clase de males para lo futuro, citándose de él para apoyar aquellos siniestros presajios algunas enigmáticas palabras pronunciadas despues de un derrumbe que habia quitado la vida a varios trabajadores:

—Cuando yo muera la mina morirá conmigo, habia dicho el misterioso ciego.

Para muchos aquella frase encerraba una amenaza i para otros un vaticinio que no tardaria en cumplirse.

En la semana que precedió a la gran catástrofe Fariña obtuvo la plaza de vijilante nocturno de aquella seccion de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil, pues la principal tarea consistia en recorrerlas compuertas de ventilacion. En la noche del estraordinario suceso se presentó como de costumbre en el pique a la hora reglamentaria: las nueve en punto marcaba el reloj de la máquina cuando penetraba en la jaula i desaparecia en el pozo de bajada.

Era aquel un dia festivo i la mina estaba desierta. El tiempo se mostraba tempestuoso, espesas nubes entoldaban el cielo i el viento norte, soplando con violencia en lo alto de la cábria, hacia jemir el maderámen sacudiendo los cables a lo largo de los niveles. El mar estaba ajitado i tumultuoso i la resaca elevaba su ronca voz entre los arrecifes de la costa.

El maquinista, con una mano en el regulador i la otra en el freno, seguia con atencion la manecilla del indicador. La máquina trabajaba a gran velocidad, pues la tarea estaba reducida a estraer el agua del pozo por medio de grandes cubos suspendidos debajo de las jaulas ascensoras I junto al borde del pique un obrero armado de un largo gancho de hierro abria las compuertas colocadas en el fondo de aquellos, las que daban paso a el agua que se escurria por el canal de desagüe. Esos dos hombres i el fogonero, que se tostaba en el departamento de las calderas, eran los únicos que a esa hora velaban en la mina.

Fariña entretanto, habia dejado el ascensor i caminaba por la galeria central, esquivando los obstáculos con la soltura peculiar en él.

Frente a la puerta del departamento de los capataces se detuvo i, haciendo saltar la cerradura penetró al interior; cojió de un armario arrimado a la pared cierto número de paquetes pequeños i cilindricos que sepultó en los bolsillos de su blusa i, apoderándose en seguida de un saquete de pólvora i de algunos rollos de guias, abandonó la estancia internándose en las profundidades de la mina.

Marchaba presuroso, deslizándose sin raido por entre las hileras de vagonetas vacias i pronto dejó a un lado las arterias principales para penetrar en una galeria abandonada, que solo servia de corredor de ventilacion.

Ese paraje habia sido siempre objeto de una vijilancia especial de parte de los injenieros. Situada debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galeria i la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes i operarios desde muchos años atras. A través de la delgada capa de terreno llegaban hasta aquel sitio los rumores misteriosos del océano, percibiéndose distintamente el ruido de las palas de las hélices que azotaban las olas, pues la galeria cortaba oblicuamente la ruta de los vapores que tocaban en el puerto. Considerables trabajos de revestimiento se habian llevado a cabo para evitar que el fondo del mar cediese bajo la presion de las aguas. En el sitio donde las filtraciones eran mas copiosas, gruesas vigas que descansaban sobre sólidas pilastras, sostenian la techumbre. Junto a uno de estos soportes detúvose Fariña, estrayendo detrás de él una enmohecida barrena de carpintero.

Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros i con la calma i seguridad del que ejecuta una operacion largo tiempo meditada introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita con su correspondiente guia, formando con aquellas largas mechas, todas de una misma dimension, un solo haz, cuyas estremidades igualó cuidadosamente; i atándolas en seguida con un bramante, vertió encima del grueso mido una parte del saquete de pólvora, trazando con el resto un reguero en el piso, de algunos metros de lonjitud. El principal trabajo estaba terminado i el autor de aquella obra ignorada i terrible se irguió i alargando el brazo, dio en el húmedo techo algunos golpes con la ferrada punta de su baston como si quisiese calcular el espesor de la roca sobre la que gravitaba la masa movible del océano.

Despues de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido i un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo, convirtiéndose de pronto en una intensa llamarada que iluminó los sitios mas recónditos de la galería. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que habia traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Delante de él un leve chisporroteo interrumpia apénas aquel silencio de muerte, cuando súbitamente un estampido seco retumbó como un trueno i uno de los pilares cortado en dos voló en astillas bajo la negra bóveda. Segundos despues una terrible esplosion empujaba violentamente el aire i un enorme monton de maderos destrozados interceptó la galería. Por unos instantes se oyeron los chasquidos de la roca, seguidos de bruscos desprendimientos: primero trozos pequeños que rebotaban sordamente en la derribada mampostería, i luego despues, como el tapon de una botella vacía, sumergida en aguas profundas, cedió de un sólo golpe la techumbre del túnel: lívidos relámpagos serpentearon un momento en la oscuridad i algo semejante al galope de pesados escuadrones resonó con pavoroso estruendo en los ámbitos de la mina.

Afuera la tempestad desencadenada bramaba con furia i el viento i el mar confundian sus voces irritadas en un solo sostenido i fragoroso. El maquinista, de pié en la plataforma de la máquina, fijaba una mirada soñolienta en el indicador i en el brocal del pozo, junto al cual el obrero del gancho de hierro ejecutaba su tarea temblando de frió bajo sus húmedas ropas. Ambos habian creido sentir entre el ruido de la borrasca rumores estraños que parecian venir de abajo, del fondo del pique, creyendo ver a veces que los cables perdian su tension como si el peso que soportaban disminuyese por alguna causa desconocida.

Durante aquellas largas horas los dos hombres fijaban en el cubo que subia una mirada ansiosa con la vana esperanza de ver que el chorro líquido disminuyese o cesase por completo. ¡Cuan ajenos estaban de que el agua que se escurria por la ladera del monte i se mezclaba con la del mar no hacia sino volver a su depósito de orijen!

Hácia el amanecer disminuyó la fuerza de la tempestad i el obrero que se hallaba junto al pozo sintió de pronto en el canal de desagüe fuertes golpes, como si algo viviente se ajitase en él. Acercóse al sitio de donde partia aquel ruido estraordinario i se quedó perplejo, mudo de estupor, a la vista de un objeto que parecia lanzar relámpagos i que se azotaba violentamente junto a la rejilla del canal. Tomó con presteza un candil colgado en una de las vigas de la cabria i su sorpresa se convirtió en espanto: lo que saltaba allí dentro era un pez vivo, una corvina de plateado vientre.

Entre tanto, el maquinista se impacientaba esperando las señales reglamentarias i sus voces imperiosas dominaban el ruido del viento cada vez mas flojo a medida que avanzaba el dia.

Por fin, el remiso obrero, reapareció en la plataforma, llevando suspendido por la cola el pez que contraia violentamente su viscoso cuerpo. El de la máquina, viendo aquel objeto que se movia en la mano de su compañero, gritó desde lo alto:

—¿Qué pasa, Juan, qué es lo que hai?

—Nada, que estamos achicando el mar, fué la breve respuesta que hirió sus oidos.

Pasados algunos minutos, el pito de alarma sonaba en la mina por última vez, poniendo en conmocion a sus dormidos moradores i el vapor, el aliento vital de aquel organismo de hierro, abandonaba para siempre los cilindros i calderas, escapándose por las válvulas abiertas en medio de silbidos ensordecedores.

Los trabajadores acudian i se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los in jeme ros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. De vez en cuando resonaban sordos chasquidos subterráneos producidos por los derrumbes de las obras interiores. El agua del mar llenaba toda la mina i subia por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la escavacion.

El nombre de Fariña estaba en todos los labios i nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe que los libertaba para siempre de aquel presidio donde tantas jeneraciones habian languidecido en medio de torturas i miserias ignoradas.



Todos los años en la noche del aniverversario del terrible accidente que destruyó uno de los mas poderosos establecimientos carboníferos de la comarca, los pescadores de esas riberas refieren que cerca del escarpado promontorio, en la ruta de las naves que tocan en el puerto, cuando suena la primera campanada de las doce de la noche en la torre de la lejana iglesia, fórmase en las salobres ondas un pequeño remolino hirviente i espumoso, surjiendo de aquel embudo la formidable figura del ciego con las pupilas fijas en la mina desolada i muerta.

Junto con la última vibracion de la campana se desvanece la temerosa aparicion i una mancha de espuma marca el peligroso sitio, del que huyen velozmente las barcas pescadoras impulsadas por sus ájiles remeros i ¡ai! de la que se aventure demasiado cerca de aquel Maelstron en miniatura, pues atraída por una tuerza misteriosa i zarandeada rudamente por las olas, se verá en riesgo inminente de zozobrar.



  1. Primer premio en el Certámen de La Revista Católica.