Cartas de Juan Sintierra/Carta IV
Carta IV
En mala hora, Señor Editor, vino su papel de Vd. a sacarme de mis casillas, para que yo me vea ahora citado nada menos que en Cortes, y con el Sr. Gallego a las barbas, que por las mías, que me ha dado, aunque de paso, el más furioso par de dentelladas que se han repartido a alma viviente. ¡Vamos, yo no sé qué se tiene esto del mando! Según lo que dicen que decía el Sr. Gallego en Cortes, le aseguro a Vd. que me gustó el tal señor. Habla limpio, y algunas veces cuando se pierde la conversación de modo que nadie puede desenredar el ovillo, entra su montante tan a propósito que causa gusto el ver cómo da en la dificultad. Yo aunque no le conozco más que para servirle, le había tomado pía afición, y ya cansado de encontrar cosas que me disgustaban en las Cortes, me acordé de una que me había parecido bien, y por mis pecados fui a dar con el Sr. Gallego, creyendo que sería un hombre acá a mi modo, liso y llano, que por un modo u otro le había tocado parte de la Soberanía, pero que no se habría endiosado con las glorias del mundo, de modo que hasta el incienso le dé vascas. Pero por vida de tantos, que temo que no se le puede decir buenos ojos tienes, sino con su pido y suplico. ¡Qué desdén tan cruel de hombre! Si se dice que las Cortes no tienen energía, y se manifiestan algunos defectos en su constitución y proceder, son improperios. Si se le cuenta entre los que pudieran dar esta energía que falta donde más conviene, hace una advertencia para que se sepa que está tan lejos de aprobar los delirios de Juan Sintierra como de agradecerle la excepción que hace de él. Y sobre todo lo que le llega al corazón, y lo corre como a un doncella, es ver su nombre en tal mal lugar. ¡Pobre Señor, en qué delicadeza ha venido a dar! Yo me temo que de resultas de esto salga presentando una moción contra los que tomen su nombre en vano. Más entretanto que sale la pragmática en que se arregle cómo y cuándo es lícito nombrar al Sr. Gallego, y cuándo, y a quién se ha de conceder el sublime honor de celebrarlo, permítame Vd. por esta vez siquiera, que me aproveche de la ocasión, y goce aunque indigno el honor de manosearlo un poco. El Sr. Gallego dice que Juan Sintierra se desata en improperios contra la conducta del Congreso; y si el Sr. Gallego llama improperios al decir, como dije, que las Cortes han errado mucho sobre los puntos más importantes, tengo que añadir a lo dicho, que examinando todos sus debates y lo hecho durante su mando, se ve que han acertado en muy poco, y que no se manifiestan dispuestos a enmendar lo que han errado. Aquí de Dios y del rey, Señor Gallego.
¿Qué se debe a las Cortes? No hay que tomar las cosas en globo; yo no quiero ni sobrecoger la opinión con generalidades; ni menos, a pesar del poco de mal humor que me ha causado mi antagonista, es mi ánimo pintar las cosas con negros colores, sin otro fruto que causar desaliento. Porque las Cortes pueden hacer cosas muy buenas, y porque no las creo corrompidas, ni mal intencionadas, me ocupo alguna vez en pensar en ellas, y en contribuir por mi parte a aguijonarlas, no obstante su soberanía; porque, amigo, el solio bajo que se han puesto, está de tanto tiempo empapado en adormideras, y tan afelpado de relumbrones, que a no haber quien grite, y murmure, sería muy de temer que la mitad de los diputados roncaran, y la otra mitad se divirtiesen entretanto con los oropeles. No lo dude Vd. Hay mucha propensión a ambas cosas en los que suben al mando en España. No porque sea en España o Turquía (que luego salen con la nación a pleito), sino porque en todas partes donde hubieran antecedido los gobiernos que allí, sucedería lo mismo. Los hombres todos son aficionados al oropel del mando aún más, a veces, que al mando mismo; y mientras más ajenos han estado de mandar, más aficionados al oropel todavía. Nada, nada puede curar de esto a un gobierno nuevo, sino una perpetua censura; y cuidado que la cura es muy necesaria, porque más pronta y completamente se inutiliza un gobierno popular por la tiranía de vanidad, que por la tiranía de poder: dos especies de tiranía muy distintas, que yo veo en mi imaginación, y que como las más de mis cosas, mejor las entiendo que las explico. Mas ¿apuesta Vd. algo a que muchos de las Cortes y los que los observan de cerca me entienden?
Pero ¿dónde he venido yo a dar con esta digresión? Amigo, este vicio y el de mal contentadizo descubren que soy viejo; mas ¿le parece a Vd. que estoy tan distante del punto en que empecé? No, Señor: en él estoy, porque una de las primeras cosas prácticas que debieran haber hecho las Cortes, era destruir en el modo de constituirse todo lo que pudiera llevarlas al despotismo de vanidad, origen de los mayores vicios de la antigua Corte. Esa declaración de la soberanía del pueblo, que tanto deslumbró a Vd. (porque permítame Vd. decirle que está Vd. mal destetado aún de sus Rousseaus y Helvetius), fue un mal principio, cuyas malas consecuencias se están ya viendo en las Cortes, y hasta a Vd. mismo llegan. No quiero decir que el pueblo no sea soberano; aunque creo que en metafísica ésta es una verdad de Pero Grullo, y en la práctica no puede serlo más que como el gobierno de Sancho en la Ínsula. Llame Vd. como quiera a los empleados; diga Vd. que él los mantiene y los paga. Sancho no comerá sino a discreción del médico, ni dará paso sin voluntad del mayordomo. Esto es en cuanto a la inutilidad de semejante declaración para causar bienes; que es muy otra cosa respecto de los males. Vea, Vd., por ahora, los que ha hecho en las Cortes, y algo de los que hará. El pueblo es soberano, dijeron las Cortes, para sacar la consecuencia de que representando ellas el pueblo, en ellas estaba la soberanía. Apenas usan la palabra soberanía, que en este caso significa sólo un derecho abstracto, cuando la adoptan en el sentido en que significa rey, ya las tenemos con el título de Majestad, con guardias, y todo lo que pueda darles el aire de un rey compuesto de muchos. Parece que esto es nada: pues vea Vd. Los efectos.
Por haber levantado un obstáculo insuperable a la verdadera y eficaz división de poderes, las Cortes son soberanas; luego son absolutas. De ellas depende la división de poderes. De ellas el reglamento que ha de dar las facultades al poder ejecutivo, y por tanto de ellas depende el poder ejecutivo. Por muchas facultades que le concedan, el poder ejecutivo de las Cortes soberanas será cuando más como un general con firma en blanco: siempre obrará como sirviente; jamás podrá tener el influjo que necesita para manejar la gran máquina del estado. No hay división de poderes donde uno no puede contrarrestar al otro, donde las facultades propias de cada ramo no son independientes del otro. Me dirán ¿cómo ninguna Regencia, sea con el reglamento que fuere, contrapesará en España a las Cortes soberanas? Me dirán ¿qué pueden hacer unos regentes a quienes su Majestad las Cortes emplea en cuantas menudencias se le ofrecen diciendo «que quieren que el Consejo de Regencia haga tal o tal»? Esto, más que tener poder ejecutivo, es tener las Cortes unos ministros que tienen otros ministros por bien parecer.
Pero éste es pequeño inconveniente respecto del que precisamente ha de resultar si la España queda libre de franceses, y llega a tener no un poder ejecutivo de hechura de las Cortes, sino un rey hereditario, sea quien fuere. Las Cortes se han dado la sentencia de muerte en su Majestad, y su soberanía. Hagan la constitución que hicieren, como esté fundada en semejante declaración, el primero que se siente en el trono español con tal cual talento, la destruye, como sucedió con la última de Suecia.
Los pueblos no son filósofos, ni saben hacer abstracciones. Un rey que no es visiblemente rey como los que los pueblos conocen desde que existe tal nombre, es para ellos o una persona agraviada, o una persona abatida: agraviada si merece su respeto; abatida, si ha excitado de algún modo su disgusto. En este último caso el pueblo se complace en ver al rey mandado por otros, y pospuesto visiblemente a otros: se complace en verlo dejar de ser lo que él llama rey; y entonces más vale que no lo haya, porque se envilece uno de los apoyos que debiera tener el estado; el apoyo cuya esencia consiste en la veneración y el respeto que le debe tributar el pueblo. Mas supongamos que el rey tenga mérito personal, que no es preciso sea mucho para encantar desde el trono. Ni él ni el pueblo podrán sufrir estos actos positivos de sumisión, que son contradictorios con la idea generalísima e indestructible que él y todos los pueblos tienen de un monarca. El príncipe mejor dispuesto no podrá sufrir sin pena cualquiera de estos alardes de su dependencia, y el pueblo, esto es la masa de gentes que no tienen esperanza de disfrutar de la especie de triunfo que gozan los que en su nombre los exigen, estará siempre dispuesto a ponerse de parte del príncipe y en contra de los que, por ser de condición más cercana a la suya, son objetos más propios a suscitar su envidia. Sí; su envidia, y aun estoy por decir su burla, que en este caso es su hija primogénita. Los cuerpos populares deben tratar de conciliarse el respeto por su firmeza y buen juicio en política; pero cualquier tentativa a hacerse transferir parte de los honores y pompa del monarca, en vez de conciliarles el respeto y la veneración, los expone casi inevitablemente a lo contrario. Esta especie de respeto ceremonioso no desdice en una persona real y verdadera, a quien no podemos venir a perder la ilusión por el trato común de la vida. Pero cuando se llama majestad y soberano a una personalidad abstracta, en que lo que ven los ojos son una porción de personas que cada cual tiene muy poco de soberanía, y mucho menos de majestad, el juicio cede a la imaginación bien pronto, y recae sobre el soberano metafísico el desprecio y ridiculez que están pidiendo de justicia una gran parte de las fracciones ambulantes que lo componen.
Así que nada suele ser menos popular que los gobiernos que se llaman populares, y mucho más cuando se levantan sobre las ruinas, o sobre la desmembración del trono. Dígalo la Francia misma; y ojalá no lo pueda ya empezar a decir Cádiz; que mucho me temo que están echando de menos algo que se parezca a la antigua Madrid, aunque reformada en esperanza. Si el partido filosófico de las Cortes españolas hubiera tenido un poco de más tino, en lugar de haber empezado con esas descargas cerradas de pólvora sin bala, habrían empleado su influjo en ganar puntos prácticos de que la nación sacase un provecho duradero, y no una vanidad transitoria de que ni aún ellos gozan a derechas. Fernando VII ni ningún otro príncipe que viniera a ocupar el trono en su falta se vería jamás tentado a abatir, o acaso destruir lentamente las Cortes, si éstas no provocasen su orgullo cada día con nombres y ceremonias que son más humillantes para semejantes personas, que la disminución efectiva de la mayor parte de su poder anterior. Yo no sé si llamar inconsideración o vano orgullo a este proceder de las Cortes; porque con poco que sus miembros ilustrados hubiesen parado la atención en la constitución inglesa, en ese modelo de prudencia y saber práctico que está a la vista de todos los que quieran tomar el trabajo de estudiar las cosas en sus fuentes; con poco que hubieran atendido al modo con que se hizo en ella la revolución política que ha tenido los efectos más reales y benéficos de cuantas se han hecho en el mundo, habrían aprendido a sacar partido aun de las preocupaciones mismas de los pueblos, y a conseguir realidades, desentendiéndose de vanas apariencias.
En su mano tuvo el parlamento y el pueblo de Inglaterra hacer del reino lo que quisieran cuando Jacobo II perdió el derecho a la corona, atentando contra la constitución del reino. A discreción del parlamento estaba el disminuir el poder real cuanto quisiera, y el recibir al monarca a quien convidaba con un trono, bajo los términos que gustase presentarle. Pero los profundos políticos que trabajaron en la admirable revolución que ha dado ya cerca de siglo y medio de prosperidad a este reino, y que aún lo mantiene en su mayor vigor y hermosura, sabían demasiado para pagarse de apariencias; y sin permitirse el menor tono de superioridad con un príncipe a quien aún no habían jurado obediencia, encerraron en poquísimas y moderadas condiciones cuanto puede apetecer el espíritu más libre e independiente, por salvaguardia eterna de sus derechos. Sabían estos varones venerables que si ha de haber un rey, es para que tenga en sus manos las riendas del gobierno, y como dice el elocuente Burke, «pocos títulos tendrían a su fama de sabiduría, si no hubiesen acertado a asegurar su libertad de otro modo que debilitando a su gobierno en sus operaciones, y haciéndolo precario en su posesión del mando». Dejaron pues a sus reyes en el pleno goce de cuantos honores y títulos habían tenido de tiempo inmemorial en Inglaterra; pero le hicieron jurar los artículos que creyeron necesarios al goce y conservación de los derechos, que como herencia innegable habían heredado de sus mayores, y exigieron su libertad, y los medios que juzgaron a propósito para conservarla, no a título de árbitros y señores de la corona, sino bajo el de vasallos que tienen derecho a pedir que el monarca les conserve sus fueros. Así es que en el mundo no ha habido monarcas más respetados que los reyes de Inglaterra lo son por la constitución y las leyes. Al tiempo mismo que ponen reglas inviolables a su poder, le llaman nuestro rey y soberano Señor: a su nombre hablan estas leyes, y en su nombre se ejecutan; el parlamento no existe sin el rey; y aunque no puede haber ley sino por la unanimidad de los tres brazos de la legislatura -rey, pares- y comunes éstos dos jamás se dice que mandan: el rey es el que sólo ordena con consejo de sus fieles Lores y Comunes. ¿Es menor acaso el poder de las cámaras porque no lo expresan en términos de superioridad o igualdad de jerarquía? Nada menos: antes por eso mismo es más eficaz y duradero. El monarca que deriva su sólido poder de unas leyes a cuya formación contribuye, y que aún cuando limitan sus facultades le profesan una veneración religiosa y le prescriben reglas en su nombre mismo, no puede jamás tener interés en destruir lo que es la basa única de esta especie de adoración que goza, no puede aspirar a formarlas por sí solo, porque en el mero hecho quedarían destruidas las leyes fundamentales a que debe el ser monarca, y sólo tendría el débil y precario apoyo de la fuerza para hacerse obedecer de sus pueblos.
Esto es lo que debieran haber imitado las Cortes; no porque esté en la constitución inglesa, sino porque está fundado en la experiencia de la naturaleza humana. Los teóricos en política, cuando hablan de división y equilibrio de poderes, ponen su empeño en hacerlos estar en una especie de pugna continua; como si el modo de hacer concurrir dos o más fuerzas a un fin, fuera oponerlas unas otras; o como si pudiese haber una pugna que no terminase en la destrucción de todas las fuerzas menos una, o en la reunión de todas en ella. El problema político no consiste en oponer, sino en concordar, y el arte no está en hacer que los varios poderes se miren con celos y desconfianza, sino con mutuo interés de protección: la constitución de un gobierno mixto será perfecta cuando haga sentir al rey, que su poder y dignidad dependen de conservar los fueros de su pueblo en las leyes que los prescriben; al pueblo, que la conservación de las leyes que ama depende de conservar su poder y dignidad al rey.
Como el defecto de la constitución cual se hallaba últimamente en España era un poder en el rey no limitado por leyes, independientes de su mera voluntad, nada más había que hacer que resucitar las Cortes españolas, y establecer o aclarar el derecho de la nación, de que no debe reconocer otras leyes que las hechas y publicadas en Cortes.
¿Incluye la declaración de esa Soberanía (odiosa donde ha de haber un rey), incluye digo, alguna cosa práctica y útil para la nación, que no esté inclusa en aquel derecho antiguo y venerable? Añadiérase a esta ley fundamental la de que sólo en virtud de una ley hecha en Cortes se podía obligar a un español a pagar contribuciones, y los españoles percibirían que eran soberanos de su haber y propiedades. Declarárase que sólo en virtud de las leyes se podía poner en prisión, desterrar, o imponer otra cualquier pena a un ciudadano, y éstos conocerían lo que son y valen sus derechos personales. Hubiérase hecho esto, que bien fácil era, y el rey que haya de venir no tendría nada que aborrecer en la constitución de su reino; y el pueblo le amaría al momento, porque al momento entendería sus ventajas. Pero, no Señor, el caso es hacer un libro que se llame constitución, y entre tanto que diez o doce diputados saquean sus bibliotecas y las ajenas para llenar un molde de constitución a los Sieyés, el pueblo que como los muchachos pregunta al ver una cosa nueva ¿para qué sirve?, pierde la paciencia esperando que se le diga para qué sirven las Cortes, y se prepara a que al ver el libro y no entenderlo se responda él mismo, para nada. Y tendría, en parte, razón si las Cortes siguen ese rumbo. La constitución hecha así no sirve para nada. Hoy saldrá, y mañana se verá que hay que hacer una adición; al siguiente que es preciso interpretar un artículo, luego que se ha escapado un caso, y en fin, se verá todo lo que la imprevisión produce en materias tan complicadas, que no hay saber humano que pueda abrazarlas en un punto de vista.
Las Cortes están perdiendo tiempo y crédito con ese empeño de hacer una constitución por teoría, y pudieran haber adelantado mucho para hacer una por experiencia. La parte más difícil e importante de la constitución no es ese mal entendido equilibrio de poderes que ya he impugnado, y que está reducido, en lo que tiene de real y verdadero, a que las leyes no sean efecto de la voluntad de ninguno de los poderes por sí solos; lo que necesita gran miramiento y tino son los principios constitucionales del poder judicial; de ese poder de quien depende cuanto es y cuanto tiene el ciudadano; de ese poder que es el origen, el propagador, y la defensa del espíritu público, el conservador de las leyes que constituyen la verdadera patria; ese poder que bien establecido, corrige o hace insensibles las faltas de constitución en los otros; y mal organizado en lo más pequeño se convierte en instrumento de opresión y tiranía, en propagador de la corrupción pública. A la organización del poder judicial debieran haberse dedicado las Cortes desde el primer momento; no por sistemas formados de una vez, sino por ensayos que preparasen la completa reforma, e hiciesen ver cuál es la que conviene más al pueblo español en sus circunstancias.
Dos o tres cosas se han propuesto en las Cortes sobre estas materias; pero aun cuando han aprobado tal cual propuesta, ha sido parando ligeramente la atención sobre ella, como si se quisiesen reservar para hablar sin término sobre puntos más favoritos, como la división de provincias, que están en poder de los franceses, el sistema de rentas, que no hay de quién cobrar, y el casamiento de Fernando VII, que no sabemos si está destinado por Napoleón a celibato perpetuo. ¡Cuánto más valiera que hubiesen empleado varias sesiones en tratar de dar un paso fundamental para la administración de justicia estableciendo jurados, y discutiendo el mejor modo de introducir esta institución saludable del modo que produjese el mayor bien posible en España!
Algo han dicho los papeles públicos, sobre que se había determinado que debía ser uno el juez que declarase el delito, y otro el que impusiese la sentencia, ¿pero qué es esto sino una imitación de lo que menos importa, y es sólo una consecuencia accesoria del juicio por jurados? Las ventajas esenciales de los juries son:
lª) la independencia absoluta en que ponen la vida y propiedades de los ciudadanos; la certeza moral de que el acusado no puede tener en contra sino las pruebas que hubiere del delito, y de que en su condenación no pueden tener parte las pasiones; 2ª) su influjo saludable sobre la moral pública, en cuanto inspiran en los ciudadanos respeto a las leyes, de que se ven constituidos instrumentos; veneración a la santidad del juramento, de que ven depender la vida de los acusados, y de que otro día puede depender la de cada uno de ellos, o su libertad, o haberes, y en fin, 3.ª) un respeto profundo, sin mezcla de temor u odio servil, a los jueces que por medio de este admirable establecimiento de los juries, son órganos impasibles de la ley, y meros ejecutores de lo que dicta en cada caso la razón humana, separada cuanto es posible de las imperfecciones y flaquezas con que se encuentra mezclada en cada individuo de por sí. A lograr estas y otras muchas ventajas, si las conocen, o a probar su realidad si las dudan, debiera haberse dirigido la atención de las Cortes. Por lo menos, cuatro de los cinco días de debates acerca de Fernando VII, hubieran estado mejor empleados en discutir si esta institución, que tan admirables efectos ha producido en Inglaterra; si esta institución que ha conservado las semillas de su libertad en los tiempos más calamitosos que recuerda su historia, puede o no empezarse a establecer en la nación española, en quien, como en un pedazo de tierra movible combatido por las aguas, es necesario sembrar no las yerbas más vistosas, sino las que más y más pronto arraiguen.
No debieran discutir las Cortes sobre qué puntos, o en cual género de juicio sería conveniente empezar a introducir jurados? ¿Si en las materias de libertad de imprenta?, como Vd., Señor Editor, propuso; ¿por qué parece que en estos juicios la aplicación de la ley depende en muchos casos del estado de la opinión, como en libelos inflamatorios, y cuanto concierne al honor de los ciudadanos? ¿O si sería más conveniente empezar por los juicios meramente criminales? Porque la gravedad de la sentencia que amenaza al delincuente en muchos de ellos, debe conciliar a los jurados y su empleo el respeto más reverencial; porque la decisión de estas causas y la averiguación del hecho está más al alcance, y más sujeta a las leyes comunes de la evidencia, que conoce la buena razón de cualquier hombre, mucho más que en las complicadas causas civiles. Aun por esto, la práctica en España ha sido hasta ahora hacer empezar la carrera de la judicatura por las alcaldías del crimen, disponiendo que después de algunos años subiesen estos mismos individuos a oidores. Estos asuntos merecían emplear el saber de las Cortes en su examen; y no que, más que pese a quien pesare, se emplean en hablar de mil cosas que ningún resultado tienen, más que entretener la conversación por algunas horas, a veces vagando de una en otra como en una tertulia.
¿Qué se debe a las Cortes? Nada todavía en materias de legislación; nada que se haya arraigado en el corazón del pueblo, y que pueda sobrevivir a una mudanza, que puede acontecer cuando menos lo esperen. Nada; porque han querido hacerlo todo de una vez. Nada; porque han querido hacerlo todo por un sistema abstracto, perdiendo la ocasión de hacer las mejoras parte por parte, como quien da las medicinas a un enfermo, conforme a las circunstancias. Necesita ahora un calmante, luego un tónico, de allí a un poco un cáustico. Aquí están a mano; pero, no: tenga paciencia, hasta que estén distribuidos en una botica, que estamos haciendo, según la Farmacopea.
¿Qué se debe a las Cortes, en favor de la libertad física de la España, en favor de sacar del yugo a los que gimen en las provincias ocupadas? Obsérvese cómo subsiste en su fuerza todavía la observación, demasiado verdadera, de que la actividad militar de las provincias ha estado en España en razón inversa de su proximidad al gobierno soberano. Un puñado de franceses sitian a Cádiz; allí se están.
Una acción pudiera haber decidido ahora la suerte de las Andalucías, y casi aniquilado el ejército francés de España, reunido en Extremadura; pero el gobierno soberano no tiene más que once mil hombres que mandar a Extremadura, y los franceses han querido aparecer superiores en número a un ejército aliado de tres naciones, en que la más interesada tiene menos tropas que las otras.
¿Qué se debe a las Cortes en punto a consolidar el poder en manos del ejecutivo para hacer que todas las fuerzas de la nación contribuyan, según pueden y quieren, a la libertad del reino? En Cataluña se han hecho prodigios de valor y sacrificios increíbles en favor de la libertad; pero ¿ha tenido algún influjo en ellos el gobierno soberano? Todo indica que muy poco o ninguno; pues ni para poner un capitán general a su gusto parece que lo han tenido. En Galicia todo ha dormido hasta ahora; ojalá el movimiento favorable que empieza a tomar, sea efecto de las combinaciones del gobierno y no de circunstancias pasajeras de los ejércitos enemigos. El principado de Asturias ha estado ocupado por cinco mil franceses hasta que han querido dejarlo; Valencia se maneja a su modo; las guerrillas se ayudan como Dios les da a entender, y todo el enlace de la máquina está reducido a un oficio a las Cortes o a la Regencia de cuando en cuando.
Pero el mayor que se debe a las Cortes lo he guardado para el punto de medios y arbitrios para hacer la guerra. ¿Qué se debe a las Cortes en punto de rentas? Haber cegado el manantial único de donde podían esperar tesoros, por no perturbar el que sólo les podía proporcionar auxilios pequeños y pasajeros: haber cegado aquél, sin haber podido beber un sorbo en éste. En vano se enfurecen porque se les dicen las verdades. Por condescender con las ideas limitadas de una parte del comercio de Cádiz se dio la señal de guerra en América; por la misma condescendencia no se ha tratado de apagarla; en México se llenan de agua las minas; en Potosí las toman los insurgentes; lo poco que hay, tienen los gobernadores que gastarlo en armamentos. El erario no tiene un cuarto, y los comerciantes de Cádiz dicen que no pueden haber un empréstito. Las Cortes debaten sobre las propuestas del ministro de hacienda; se arguye sobre el expediente que propone, de conceder la exportación de géneros ingleses con un derecho de cinco por ciento, y la resolución es ninguna. ¿Quién los ha traído a este punto? Su conducta con América. Digan, si no, cuál es el medio eficaz que han empleado para atraer por bien a los habitantes, para no excitar la guerra civil, para acomodarse a las circunstancias, y sacar de ellas todo el partido posible; el partido más necesario dinero, dinero. No, no; soberanía: lo dijeron una vez, y es preciso ser soberanos o reventar.
Los de América empiezan a argüir también con su soberanía; y en lugar de partir la capa y darse todos por buenos, allá van los Venegas y los Elios:
«Última razón de reyes
Son la pólvora y las balas».
Amigo, yo lego soy; pero cuando se trata de razones no se la doy sino al que me responde una por una. Las absolutas, como las gasta mi Señor Gallego, no me convencen más que los cañonazos que se tiran sobre esta materia. ¿Pero quién ha elevado a Juan Sintierra, o su amigo el autor del Español a la dignidad de censores de las Cortes y de sus procederes? Los que dijeron «que el derecho de traer a examen las acciones del gobierno es un derecho imprescriptible que ninguna nación debe ceder sin dejar de ser nación»; los que para no defraudar a la nación de este derecho imprescriptible concedieron la libertad de la imprenta en España. Pero Juan Sintierra no pertenece a la nación.
Pertenece a ella el autor del Español que se vale de los pensamientos de Juan Sintierra. Pero el autor del Español está ya, o estará proscrito en España. ¡Bravo, Señores! ¿Por qué usa del derecho imprescriptible? ¿Es esto lo que se debe a las Cortes?