Carne ajena

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-«Señor, venía a ver si Vd. me podría dar licencia para hacer un ranchito en el fondo de su campo, allá, en la orilla del cañadón. No lo estorbaría en nada, señor, pues, fuera de unas lecheritas, no tengo hacienda ninguna.

-Mire, amigo Montoya; no puedo, porque como Vd. tiene mucha familia y poca hacienda, siempre estaría yo con la pesadilla de que carnea de la mía, y viviría intranquilo. Es mejor que busque su comodidad en otra parte».

Y Montoya se fue, medio pasmado de tamaña verdad, expresada con tanta frescura.


* * *


«¡Oh! ¡Señor!, denos hoy nuestra carne cotidiana».

El pan es todavía un artículo de lujo en muchas partes de la Pampa; la misma galleta tiene que ser excluida de muchos hogares; y pedir a Dios el pan cotidiano sería, de parte del gaucho, casi tan osado, como para los pobres de las ciudades, pedirle manteca. Pero algo tiene que comer; lo que gana en changuitas se va en vicios: yerba, tabaco y otras cositas, y aunque tuviera pesos de sobra, no le vendría seguramente la idea de ir a comprar carne. ¿Ir a pedirla en la vecindad?, esto está bueno una vez por casualidad; y por lo que es de carnear de los cincuenta guachos que forman su majada, o de las diez lecheras que componen su rodeo, ni pensarlo.

Pero estos pocos animalitos son la pantalla bendita que tapa los misterios de la milagrosa multiplicación de la carne gorda, siempre colgada de la cumbrera del rancho. Quien tiene ovejas, bien puede carnear un capón para su consumo; y no puede extrañar nadie que, teniendo vacas, mate una, de vez en cuando, para comer a su gusto y mandar a los amigos un cuarto o un costillar. El hombre tiene su marca bien registrada, y el boleto de señal de sus ovejas; ¿por qué no tendría, como cualquier otro hacendado, cueros para vender... y para cortar?

Lo único, quizás, que podría parecer extraño, es que, con tan poco capital, no sólo viva bien una familia tan numerosa, sino que también aumente el rebaño, a pesar de la gran cantidad de cueros vendidos al pulpero y acreditados en la libreta.

¿Será que como la familia es numerosa, y que todos sus miembros, grandes y chicos, no se ocupan más que en cuidar sus haberes, la hacienda tiene que prosperar a la fuerza, mucho más que la del estanciero vecino, que hace cuidar la suya por peones a sueldo? No hay duda que así sea; y ¡qué diferencia en todo! El estanciero, por economía, come puras ovejas y vacas viejas, muchas veces no muy gordas; mientras que el que le dije siempre carnea gordo. ¡Lo que es, amigo, el trabajo personal!


* * *


La carne va tomando valor, con el incremento de la exportación; pero todavía es, y por algún tiempo, será, para el paisano, a la vez que el alimento primordial, un objeto de liberal desperdicio: ¿y no se dejaba antes podrir en el campo, las osamentas a millares, cuando se trataba sólo de recoger cueros?

Lo que abunda no vale, y el gaucho hambriento muy bien volteará una res por el solo placer de llevar para su casa un matambre, echando a perder un valor -ajeno es cierto- de treinta o cuarenta pesos, para conseguir un bocado que no vale ni cuarenta centavos, y que le hubieran regalado, si lo hubiera querido pedir.

¡Ah!, pero es que el atractivo de la carne ajena es atávico en la Pampa. El pobre que carnea ajeno para evitar el hambre, merece, por cierto, indulgencia, cuando no se vuelve por demás dañino y no mata por matar, como el puma; pero, ¿qué diremos del hacendado rico que no puede ver un animal ajeno en su rodeo o en su majada, sin que le venga el agua a la boca; para quien es amarga la carne de las vacas de su marca y sabrosa la del vecino?

Y no es una excepción; la excepción está del otro lado; es cosa corriente, en los campos de afuera, por lo menos; y, entre vecinos, hasta objeto de espirituales chanzas:

-«¡Qué rica, amigo, la carne de la marca del candelero!

-No tan rica como la de la llave; ¡jugosa la vaquillona colorada que carneamos, el otro día!

-¿De veras? ¡Caramba!, me hubieran convidado.

-¡Qué esperanza!, no ve que esa carne no le hubiera sentado, por la poca costumbre que tiene de comer de ella!»

Y como lo ajeno poco cuesta, se tira la carne, se malgasta el cuero, se desperdician bienes materiales, y se perpetúa la desmoralización.

Si Dios hubiera ubicado en la Pampa el paraíso terrestre, el Espíritu del mal, no encontrando manzana para tentar al hombre, se hubiera contentado con deslizar en la majada de Adán, una borrega gorda de la señal del Señor, o en su rodeo, una vaquillona apetitosa de la hacienda celeste. El éxito hubiera sido seguro, aun sin necesitar a Eva para nada.