Carlos VI en la Rápita/XXVIII
XXVIII
Apeose el Teniente de la Guardia civil, hermano del Castrense don Jesús, y éste, después del abrazo, le asestó las preguntas que resumían la curiosidad ardiente de los que en el portal estábamos. «¿Le cogisteis en la casa que llaman de Gandalla, a la salida del pueblo? ¿Es cierto que tuvisteis que entrar por el tejado?...». Según nos dijo el Teniente, no habían subido los guardias más arriba de una ventana o balcón, pues el dueño de la casa, Cristóbal Raga, que también venía preso, no quiso abrir la puerta, pretextando que se le había perdido la llave. En un aposento alto, muy pobre, y con cortinaje de telarañas, encontraron a Montemolín, a su hermano y a un criado. Se vestían a toda prisa cuando entraron los guardias. Montemolín dijo gravemente su nombre, y la frase: «Estamos a disposición de ustedes...». Les llevamos a nuestro cuartel, donde se les ofreció chocolate: lo tomaron con panecillos, y... ¡hala!, en marcha.
El Mayor de plaza, que había venido en la primera tartana, nos contó que don Carlos Luís es hombre de fino trato. El tonillo de persona Real, benévola y cortés con los inferiores, no se le cae de los labios. Elogió mucho a la Guardia civil, calificándola de admirable cuerpo. En el extranjero se le citaba como el mejor de su índole organizado en Europa... y él no cesaba de poner en las nubes su buen porte, policía, y puntualidad en el cumplimiento del deber. Don Fernando hablaba poco, y sólo se permitía repetir como un eco las opiniones de su hermano... El Cristóbal Raga, que les había dado asilo, era un honrado labrador que procedió con noble y franca generosidad, movido de sentimientos humanitarios. El Arcipreste Ruiz le había dicho: «Guarda a estos señores, que corren peligro», y no necesitó más para darles albergue piadoso. Les guardó cuanto pudo; pero, según cuenta, no cesaba de decirles: «Caballeros, váyanse, que me están comprometiendo». Dulce había ofrecido diez mil duros por los Príncipes. Cristóbal Raga no los habría entregado ni por un millón.
La página histórica se desvanecía en la insignificancia. Ya no trataban las autoridades tortosinas más que de proporcionar a los primos de Su Majestad alojamiento decoroso. A toda prisa se arregló la casa del Comandante de Ingenieros para que Sus Altezas se aposentaran como personas de sangre Real. Recobrado el equipaje, que les fue cogido en la fuga, pudieron vestirse de limpio. Lo primero que pidió Montemolín fue que se le permitiera poner un telegrama a su esposa, y al punto le fue concedido. La página histórica terminaba con un recadito a la familia: «Estamos buenos. Se nos trata con la debida consideración».
A medida que se enfriaba en mi espíritu el interés de aquel negocio público, recobraba su calor el asunto propio. Dejé a mis amigos para seguir el camino que me había propuesto al salir de casa, y al llegar a la Puerta del Temple tuve la suerte de encontrarme de manos a boca con Diego Ansúrez, que del Astillero venía con una caterva de menadors, filadors y calafats, la plebe más bulliciosa y maleante de esta ciudad, carpinteros de ribera los unos, los otros fabricantes de cuerdas de cáñamo para la marina. ¿Quién no ha visto en los puertos de mar la interesante obra de torcer el cáñamo, al aire libre, obteniendo los cabos de diferentes gruesos, desde las guindalezas y calabrotes hasta las sutiles drizas para izar banderas? Menadors son aquí los que dan vueltas a la rueda, filadors los que con el cáñamo liado a la cintura hilan y tuercen andando hacia atrás. Éstos, y los calafates y careneros, y los manipuladores de filástica, constituyen un gremio característico en todo pueblo de costa; gremio que vive en salvaje independencia, con tanto desahogo de costumbres como de lenguaje. Antes de que yo pudiera decir a Diego Ansúrez lo que me proponía, él y los que le acompañaban me preguntaron con viva impaciencia: «¿Llegaremos a tiempo?».
-¿De qué, señores? ¿A dónde van ustedes?
-A ver el fusilamiento... Nos han dicho que han cogido a los Príncipes.
-Es verdad. Acaban de llegar Sus Altezas.
-¿Pero no fusilan? ¿Qué es esto? -me dijo en catalán, echando fuego por los ojos, uno de los menadors más decididos.
Me reí de la bárbara inocencia de aquellos hombres, tan apartados del sentir general y del flujo de la opinión. Y uno de ellos, que era sin duda el más inocente y el más bárbaro, gritó con desaforadas voces: «¿Pues no son ésos los causantes? ¡Vaya una justicia de porra! ¿Y qué significa el ofrecer diez mil duros por esas cabezas? ¿Para qué quieren esas cabezas si no es para pegarles cuatro tiros, o cien tiros, una vez cogidas?».
-Creímos -gritó otro, ávido de exterminio- que con sólo identificar las personas... cuatro tiros... y a paseo.
-¿Pero es verdad que no hay fusilamiento? ¡Nosotros, que veníamos tan alegres a verlos caer patas arriba!
Traduzco lo que querían decir, no la viveza y gracia de la dicción catalana expresando tales atrocidades. Que el que esto lea lo adivine... Al fin, desengañados, viendo por tierra sus justicieras y trágicas ilusiones, siguieron con Ansúrez y conmigo hacia el centro de la ciudad, por si faltaba algún acontecimiento que diera efusión a sus almas inquietas, ardorosas. Lo que vimos no fue, en verdad, muy interesante para ellos; para mí sí, pues me siento encariñado con las decadencias históricas, considerándolas como el completo derribo de una época, que nos permite cimentar en el mismo solar otra más fuerte y vividera. Quizás me equivocaré; quizás la vulgaridad e insignificancia del fin de la famosa intentona no remata la brutal epopeya carlista, sino que es un falso desenlace, como los que en las obras de imaginación sirven para preparar mayores enredos y trapatiestas.
Contaré que después de refrescar con Ansúrez y su gente en un figón próximo al Arsenal, vimos un espectáculo que al pueblo sirvió de diversión, y a mí de grave enseñanza por las razones expuestas... De la Comandancia salieron los serenísimos Príncipes, o si se quiere, el augusto Monarca y su hermano, con los mismos trajes que al entrar llevaban, revelando ya reciente cepilladura: los pantalones habían sido remediados de cascarrias, no de los flecos que colgaban por abajo; los hongos de seda ya no tenían polvo, pero los agujeros de los guantes seguían ventilando los dedos. Era lástima muy distinta de las otras lástimas la que inspiraban aquellos señores tan mal trajeados, y que ni con su humildad y cortesía, ni con la distinción de sus maneras, lograban inspirar respeto. A su lado iba el Comandante General hablándoles no sé de qué: debía de ser de algo referente al buen tiempo que disfrutamos. ¿De qué se habla a los Reyes? Y a Reyes y a Príncipes como éstos, que sólo parecen tales por el hecho de que hay ilusos que se dejan matar por ellos, ¿qué se les dice? Comprendí lo comprometido que debía verse el Comandante General para dar conversación a tales prisioneros. Al otro lado iba el conde de la Torre del Español, Alcalde de Tortosa; detrás más militares y dos canónigos de la Catedral... Éstos hablaban entre sí... ¿Qué dirían?
Batidores de este cortejo eran los chiquillos que iban delante, haciendo cabriolas. A un lado y otro, mujeres y hombres del pueblo contemplaban el paso de los hijos de don Carlos María Isidro. ¿Qué pensarían? Tal vez en la mente de todos revivía el trágico fin de Ortega, la figura del caballero que sabe morir por una idea o por un error. ¡Cuánto más hermoso y más grande el aventurero castigado que el falso Rey sin majestad y sin corona, pues ni aun la del martirio ha sabido conquistar! El pueblo no pensaba sino que aquel pobre señor y su hermano estaban mal de ropa. Peor estaban de entendimiento... Al fin, gracias a Dios, había concluido el oprobio del escondite. ¡Lo que habrían sufrido, teniendo que dormir en pajares, comiendo porquerías, y sin las satisfacciones que da la etiqueta a los que de ella disfrutan por el lado ancho! Pero ya estaban alojados dignamente; ya iban a ocupar la vivienda que se les había preparado conforme a su rango elevadísimo. Poco tuvieron que andar por las calles: la Comandancia de Ingenieros, donde se les instaló, no estaba lejos.
Nos contaron que nada falta allí de lo que puede hacer grata la existencia de Príncipes trashumantes. Verdad que se tapiaron puertas y se reforzaron ventanas, y se pusieron centinelas en todos los costados del edificio, a fin de garantizar la seguridad de los presos. ¡Escaparse ellos! ¿Para qué? ¿Y a dónde habían de ir que estuvieran mejor? Ya sabían que no se les haría ningún daño, y que la prisión, los cerrojos y guardias, no eran más que aparato regio de comedia para sostenerles en su ilusión de testas coronadas. Cuando vieron la buena casa que tenían, ¡ay!, se llenaron de gozo, y preguntaron si había capilla. ¡Ya lo creo que había capilla! Y si no, ¡ay!, pronto se la habrían improvisado. Pidieron los serenísimos caballeros con gran fervor que se les dijese misa todos los días, pues llevaban mucho tiempo privados del consuelo religioso... ¡Pobrecitos! Y como Dios les quiere tanto, por ser Dios primer lema de su bandera, ¿qué menos hacer podía que visitarles a menudo?... El que en pensamiento no les visitaba era Ortega. Oí que ni una sola vez preguntaron por él.
Vista la marcha nada triunfal de los asendereados pretendientes, me bastaron pocas palabras para entenderme con Diego Ansúrez, el cual fue tan expresivo en su alegría por llevarnos, como yo en mi gratitud por favor tan grande. Pero no estaba próximo como yo pensaba el día de la partida, porque la carena del falucho en un playazo de Los Alfaques no había terminado: con esta faena y la de la carga había para una semana. Propúsome luego que nos trasladásemos a Amposta, donde él nos proporcionaría un holgado y no costoso alojamiento... Aún fue más allá su bondad ofreciéndonos una barca bien acondicionada, en la cual podríamos bajar al son de la corriente, paseo delicioso en las noches de luna... Cuando fui a mi casa con estas nuevas y el plan de salida, Donata me conoció en el rostro la alegría que yo llevaba. Poco tardó el contento en pasar de mi corazón al suyo; y en ella se movió y enardeció tanto la voluntad, que toda espera le parecía larga, y se puso a recoger la ropa con idea de partir esta misma noche... En clase de varón prudente, eché frenos a su impaciencia. «¿A qué tanta precipitación?... No vamos a apagar ningún fuego... Partiremos mañana».