XXIX

Amposta, Abril.- Contentos partimos, no sin dejar alguna fibra de nuestros corazones prendida en la bella y hospitalaria Tortosa, en su buena gente, en los leales amigos que allí dejábamos. ¡Qué hermosura de viaje; qué navegación maravillosa por la corriente del ensueño, por un río de plata, bajo un cielo de intenso azul! La luna llena, lámpara rostral, iluminaba y miraba el agua por donde íbamos, y la tierra de una y otra ribera. Su claridad penetraba en nuestras almas, y nuestros ojos requerían los ojos cóncavos del planeta y su boca sin sonrisa. La redonda cara corría ladeada por el cielo, y nosotros, después de mirarla en lo alto, la veíamos abajo, en el cristal sereno y profundo. ¡Oh Ebro, español río, cuán soberano y bello al dejarte caer perezoso con toda la hinchada pompa de tus aguas en los brazos de la mar!

En la primera parte de la expedición íbamos mudos, subyugados de la hermosura que nos rodeaba; luego cada cual empezó a lanzar del alma sus observaciones; cerca ya de Amposta, Donata, más comunicativa que yo, me dijo: «Voy confiada en la protección de la Virgen. Verás cómo no nos pasa nada, y salimos tranquilamente de este río para el mar grande, que nos llevará lejos. No me engaño, no, en esta confianza. Aunque mucho he pecado, y pecando estoy siempre, la Virgen me saca de mis tribulaciones. La Virgen no castiga, la Virgen a todos ama, intercede por los pecadores, y perdonándonos nos enseña a ser buenos... La Virgen es la verdadera cristiandad. ¿No lo crees así?».

Respondí afirmativamente, pues no era cosa de ponernos a discutir en medio de las aguas, ni tampoco estoy seguro de que sea un error el giro absolutamente feminista que algunos dan a la idea religiosa. Donata, con más calor de frase, prosiguió así: «He prometido a la Virgen que tú y yo haremos alguna penitencia para ganar méritos que nos alivien del pecado... Yo digo: el que no haya casamiento, porque no puede haberlo, ¿quiere decir que nuestro amor no tenga la indulgencia divina? Éstas son mis dudas».

Y las mías también. Vi que la testarudez de Donata no abandona la idea de que yo me vista las negras ropas. ¡Arcano inmenso de un alma enamorada! Preferí sortear con frases ambiguas este endiablado problema. Y ella: «La Virgen nos dirá lo que debemos hacer... La advocación de la Cinta será siempre para mí, donde quiera que esté, la más venerada, la que más adentro se mete en mi corazón... También adoro la de la Providencia, y aquí en mi pecho llevo en un saquito, como escapulario, las estrellitas milagrosas, que son el juguete de los angélicos en el Santuario de Mitan Camí».

Ya conocía yo estas estrellitas de cinco picos, que no son más que fósiles, denominados por la ciencia encrinites. Las tortosinas las veneran como objeto milagroso, y algunas hacen y toman caldo de ellas creyéndolo el más excelente específico tocológico. Millones de estos fósiles diminutos se encuentran en un cerro próximo al santuario de Mitan Camí, llamado también de Cabrera, porque en él tuvo su beneficio, cuando estudiaba para cura, el famosísimo guerrillero. No quise cuestionar con Donata, ni destruir la leyenda del carácter sagrado y milagroso de los encrinites. La dejé seguir en su enumeración de los piadosos objetos que lleva, como preservativos contra el mal, en las aventuras que vamos a correr. «Sabrás también, Confusio mío, que traigo conmigo una rosa de Jericó. Creí que no podría conseguirla; pero Polonia se desvivió por darme gusto, y entre ella y don Jesús convencieron a una señora de las principales de la ciudad para que me cediera la flor... No creas: es legítima, del propio Jericó, que bien probado con escrituras lo traen los vendedores de estas cosas...».

-Sí, sí: no hay duda; legítima será -dije yo lleno de indulgencia ante tales errores, convencido de que es más fácil convencer al Ebro de que se vuelva atrás y se suba hasta Reinosa, que arrancar del cerebro de mi odalisca las nefandas supersticiones que en él se han hecho fósiles. No sé quién dijo que nadie entrega sus ideas para que le pongan otras. Lo que llamamos conversión no existe en la realidad; es siempre un engaño del catequizador o del catequizado.

Medianamente instalados en Amposta, aguardábamos tranquilos el día del embarque. Me encantaban, en aquella antesala del delta del Ebro, la amplitud de horizontes, el aire salino, la frescura que enviaba el mar con vigoroso resuello. El terreno bajo, palustre, nos ofrecía por el lado del Naciente la extensa marisma, hibridación pintoresca de la tierra y las aguas... Al ser de día, el paisaje anfibio que en la noche de nuestra llegada apreciamos vagamente a la luz ensoñadora de la luna, se nos reveló en toda su grandeza, no ya iluminado de plata, sino de oro. Al sol, la marisma era más risueña, más rica de color, más hirviente de vidas zoológicas, más reveladora de lo infinito.

Desde el primer día, nos hicimos a una vida placentera, descuidada. Donata encontró amigas sin salir del posadón, y yo, por la amistad de Ansúrez, trabé conocimiento con innumerables personas que vivían del esquilmo de tierra y mar: pescadores, cazadores, explotadores del carrizo y la enea. Se me pasaban los días cazando collverts en los tortuosos canalizos, embarcado en mi chalana con dos o tres amigos, o bien recorriendo a pie descalzo los barrizales, con descanso y merienda en esta o en otra barraca. Alguna vez nos acompañó Donata en la navegación de chalana por los caños salobres, o nos íbamos en lancha por el canal grande a comer la sabrosa sopa de raps con los calafates que carenaban el falucho en San Carlos de la Rápita... ¡Qué agradables almuerzos y meriendas, sentados en la arena entre gentes sencillas, oyendo el suave rumor de los besitos que daba el mar a la playa!... Frente por frente veíamos la Punta de la Baña, que resguarda la bahía de Los Alfaques, y detrás la faja azul del Mediterráneo, que nos decía: «Venid a mí, y os llevaré a las partes más bonitas del mundo».

Sorprendionos una mañana la grata visita de don Jesús, el Castrense, que ha venido a pasar un par de días con nosotros. Al punto se agregó a mis expediciones de caza y pesca, pues no hay otro más aficionado a esta clase de ejercicios... Como aquí me siento tan alejado del mundo, no me afectan los cuentos que don Jesús me trae del fin y desenlace de la ortegada. En su cómoda residencia de la Comandancia de Ingenieros, el titulado rey Carlos VI hizo formal declaración de renuncia de sus pretendidos e ilusorios derechos a la Corona. ¿Quién pudo pensar que a la trágica epopeya del Carlismo se le pusiera una escena final de comedia pedestre? Al bajar el telón sobre tal escena, ¿no se oirá la silba en el Polo Norte y en el Polo Sur? ¡Y para esto vinieron al mundo Cabrera y Zumalacárregui, y anduvo en loca peregrinación don Carlos Isidro, llevando a rastras la Generalísima su Patrona! Dijeron el Rey y su hermano en su declaración que hacían la renuncia por libre y espontánea voluntad. ¡Pobrecitos, qué buenos son, y cuánto debemos a sus corazones magnánimos!

Más interés tenía para mí lo que de nuestra patrona Polonia nos contó don Jesús. Ya la tiene tan adiestrada en las prácticas de la buena administración, que bien podrá poner una fonda de las grandes y desenvolver en ella su negocio. Polonia es mujer de mucha disposición natural, y don Jesús un hombre muy práctico... Cuando la conoció, el gravísimo defecto de ella era su querencia de las supersticiones más ridículas. Si un huésped era reacio en el pago, encendía velas a San Antonio. Ponía los chorizos en cruz para que no se los robase la cocinera, y tenía repuesto de agua bendita para rociar los garbanzos duros... Y entre tanto, un desbarajuste horrible en la administración, y el más lamentable desarreglo de cuentas. Pues el don Jesús la curó de estos despropósitos con su cariñosa enseñanza. ¿Cómo? ¿Qué medios empleó? «El palo, querido Confusio -me dijo mi amigo-, el palo, y crea usted que no hay otro medio... Materialmente no empleé bastón ni garrote... ha sido con la mano, a bofetada limpia... Convénzase usted de que a estas hembras criadas a lo moro no hay otra manera de enderezarlas y de enseñarles el Catecismo de la vida práctica, para que ellas vivan y hagan llevadera la vida de los demás».

Estas y otras cosas muy entretenidas me contaba don Jesús, divagando por los carrizales, juncales y espadañales, donde viven las innumerables repúblicas de ánsares, cercetas, guardarríos y fúlicas. También se ven por allá parejas de los flamencos de zancas rojizas. Imaginad las aún más populosas repúblicas de moluscos, lombrices y gusarapos, que sirven de alimento a tantísimas aves, así nadadoras como andariegas... El último día que aquí estuvo don Jesús, salimos con varios amigos caberos, que así llaman a los habitantes de aquellos partidos pantanosos, y nos fuimos al de la Enveja, río abajo, por la derecha orilla. Toda la tarde estuvimos en la persecución de los pobres patos: fui yo más afortunado en mis tiros que el Castrense; y éste, picado del amor propio, se corrió con dos caberos muy prácticos hacia la parte más intrincada de la marisma, donde los carrizos y cañas forman un espeso matorral, en muchos sitios inaccesible.

Oímos tiros de nuestros compañeros; pero tan de tarde en tarde, que seguramente no hacían cosa de provecho. De pronto, el lejano tiroteo arreció, y tan repetidos fueron los disparos que nos alarmamos. Ya la curiosidad y el temor nos llevaban hacia allá, cuando vimos venir a don Jesús despavorido, y a los dos caberos detrás gritando como energúmenos... ¿Qué pasaba? Pues que por aquella espesura andaba un grupo de cazadores intrusos que más bien parecían bandidos. Después de insultar a nuestros amigos, les habían hecho fuego. Gracias que de milagro no les tocó ninguna bala... Fui de parecer que debíamos escarmentar a los intrusos; mas un cabero me atajó el paso, diciéndome: «No vaya, don Juan, que son gente mala, tiradores de primera...». Vi que a una distancia como de cien pasos se agitaban las cañas... y entre ellas aparecieron hombres, hollando con pisadas de paquidermo la lozana vegetación. Uno, más insolente que sus compañeros, saltó de los cañaverales como furioso jabalí, y en dirección de acá lanzó amenazas o burlas que no entendimos. Cuando yo le apuntaba, el cabero me gritó: «Quieto, quieto, que es el Arcipreste».

-Aunque sea el Obispo -repliqué con la obstinación que me daba la conciencia del peligroso lance. Los caberos se abalanzaron a mí, parándome los movimientos, y don Jesús me dijo: «Si no le hostigamos, no nos embestirá. Así es el león, así el jabalí: como no le hagan fuego, pasa tan tranquilo...». Miré al hombre, que a distancia se mantenía en un claro del ondulante bosque de cañas: sus facciones no pude distinguir; mas por el aire y la estatura me pareció, en efecto, don Juanondón. Le vi alzar y agitar los brazos, que se me figuraban aspas de molino, y claramente llegaron a mi oído estas voces: «¡Eh!... Confusio... aquí estoy. ¿No me conoces?... Yo a ti te conozco... Hasta luego, hijo... Ya nos veremos». Los penachos de las cañas oscilaron de nuevo, y desapareció la figura...