Carlos III y su paje

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Carlos III y su paje.

Carlos III, trabajando un dia en su despacho, llamó á su servidumbre y nadie acudió, se acercó entonces á una puerta, la abrió, y vio á uno de sus pajes dormido sobre un diván con un sueño de diez y seis años, que causaba envidia. El rey quiso despertarlo, pero viendo que del bolsillo del chaleco se le caia al paje un papel, lo tomó y lo leyó.

Decia asi:

«Querido hijo mío: desde que por el influjo de ese gran señor estás en palacio y me vienes socorriendo con la parte de propinas que te corresponde, tus dos pobres hermanas y yo hemos salido de la espantosa miseria en que nos dejaste, y tenemos pan que comer y ropas con que abrigarnos. ¡Ay! hijo mió, yo te doy gracias por la bondad de tu corazón, y te bendigo como al mejor y mas amante de los hijos.»

El rey leyó esta carta y se enterneció sobremanera, y le faltó muy poco para llorar; tomó un cartucho con algunos doblones, lo colocó con mucho cuidado en el bolsillo del chaleco del paje y se retiró.

Luego que se repuso de la emoción que le habia causado el rasgo de amor filial de su paje, llamó tan fuerte que lo despertó.

— ¿Dormías? le dijo el rey con dulzura.

— ¡Señor, señor, perdón!

— No tiembles, continuó diciendo el rey.

— Señor, no he podido resistir.

El rey se rió, y haciendo como que miraba el chaleco del joven, dijo:

— ¿Qué llevas en el chaleco?

El paje llevó á él la mano, sacó el dinero, lo miró con asombro, y fijando en el rey sus ojos espantados, cayó en el suelo sin poder articular una palabra.

— ¿Qué tienes? le dijo el rey cada vez mas enternecido; vamos, di.

— Señor, contestó el joven llorando, debe haber alguno que me quiere perder, porque este dinero no es mió y yo no sé cómo ha venido á mi bolsillo: pero lo juro, señor, soy inocente.

— ¿Y quién crees tú que puede pensar en perderte? ¿No tienes una madre que necesita dinero para alimentar á sus hijos? ¿Pues por qué no ha de ser Dios el que te envia ese dinero, no para perderte, sino para socorrerla? ¿Crees tú que á los que obran bien los puede olvidar jamás?

— Conozco en esas palabras, dijo el joven, que es V. M. en esta ocasión la mano de Dios que socorre á mi pobre madre: gracias, gracias, señor.

— Oye, le dijo Carlos III, la mano de Dios para hacer bien se une lo mismo al brazo de un rey que al brazo de un jornalero; cualquiera quesea el instrumento, siempre el impulso, la acción es de Dios. Envia ese dinero á tu madre, y dile que yo cuido de ella y de tí.