Capataces

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«Patrón, le voy a tener que pedir licencia por algunos días, porque se ha vuelto a descomponer muy feo, Eulogia; la voy a tener que llevar al pueblito.

-¡Otra vez! ¡caramba! amigo; y tanto que tenemos que hacer con la hacienda, en estos días. ¡Qué broma!

-¿Qué le vamos a hacer? patrón.

-Bueno, mire, Santiago, aprecio mucho sus servicios; pero necesito un capataz que no me deje el establecimiento, a cada rato. Me voy a tener que arreglar con Benito, hasta que sus circunstancias le permitan estar más fijo en la estancia.

-Como le parezca, patrón.

-Siento mucho, créalo, pero...

-¡Paciencia!»

Y el pobre Santiago, muy buen capataz, pero casado con una mujer que necesitaba más cuidado que el mismo padrillo del galpón, tuvo que dejar su ambicionado puesto a otro que tenía la suerte de ser soltero.

-«¡Al diablo! con la china, iba renegando el patrón; ¿por qué no morirá de una vez?»

Es que encontrar un capataz bueno no es cosa de todos los días.

¡Benito!... Benito, claro, no era mal muchacho; pero no tenía, ni lejos, la formalidad de Santiago. Conocía muy bien la hacienda y el campo de la estancia, y era lo más apto y lo más guapo para todos los trabajos de a caballo; pero ¿quién sabe si tendría esa asiduidad, esa constancia en el cuidado, que debe tener el capataz, para evitar las pérdidas, de que siempre, en campo abierto, está amenazado el estanciero, en mil formas?

Benito entró en funciones; y como escoba nueva que era, empezó a barrer de lo lindo. Había que hacer varios trabajos de hierra y apartes, y en todos ellos, se lució de veras, no sólo con su trabajo personal, que por lo limpio, correcto y sereno, podía servir de modelo, sino que para manejar a los peones y dirigir la faena, se desempeñó con tino y habilidad.

Pero cuando ya sólo se trató de cuidar, de la escoba, pronto no quedó más que el palo. Un día, las bebederas estuvieron sin agua; otro día, faltó una punta de hacienda en el rodeo; una manada ajena iba tomando querencia en el campo; había habido dos quemazones seguiditas, y así, varias otras cosas que al patrón pronto le fastidiaron. Y a Benito, lo reemplazó Timoteo.

¡Amigo! ese sí que cuidaba bien. No les dejaba descanso a los peones; tan bien que todos los que se habían conchabado con sus tropillas, se fueron retirando, poco a poco. ¿Qué le importaba a Timoteo? Los caballos de la estancia estaban gordos y descansados, y tomó peones sin tropillas. ¡Y péguele a los mancarrones! las recogidas a galope tendido, los repuntes a todo correr, y si alguna hacienda ajena se atrevía a pisar el campo, se le hacía una conducción como ventarrón, hasta lejos, en el campo de su dueño, para enseñarles a los vecinos que ahí, se cuidaban los intereses.

Pero cuando apretaron las heladas y mermó el pasto, empezaron a aflojar los fletes, y a entrar en el campo, como en su casa, las haciendas ajenas. Timoteo se disgustó, porque no había caballos; el patrón se disgustó, porque Timoteo se los había puesto a la miseria; y entró de capataz Anselmo, gaucho viejo, juicioso y sujeto por la edad, -cuyo principal empeño fue de cuidar mucho los caballos y... la cocina.

Duró poco; pero capataces, al fin, siempre se encuentran, y Macedonio se ofreció. Lo probaron. Tenía muy buenas cualidades: activo, vigilante, muy de a caballo, muy de campo; lo que sí, se lo pasaba chacoteando con los peones, y estos, naturalmente, le obedecían mal.

Es peliagudo el papel de capataz. El capataz no es más que un peón a quien da el patrón autoridad sobre los demás peones; de modo que estos le tienen envidia y no pierden ocasión de hacerlo retar. Si, por orden del patrón, manda el capataz a los peones de recoger la hacienda ligero, la corren de tal modo que caballos y vacas llegan al rodeo fatigados, y el capataz tiene que oír rezongos. Si la deben traer despacio, a las horas, aparecen en el horizonte, trayendo puntitas al tranco, como si temieran de levantar tierra, y el patrón, impaciente, le pregunta al capataz si sus peones andan a pie. Si es malo, los vecinos lo critican; si es bueno, lo aprovechan. Los peones se le van, si los aprieta; y si no, engordan, muy descansados. Descubrir e inutilizar los armadijos que, sigilosamente, tienden todos por su camino, para hacerlo rodar, no es pequeño trabajo. Cuidar asiduamente, de día y de noche, intereses ajenos, más que si fueran propios; cuidarlos hasta en pequeños detalles que el mismo patrón, muchas veces, ignora; tener la responsabilidad de faltas propias y ajenas, con bien poca esperanza de ver premiados sus esfuerzos; saber hacerse obedecer por sus pares, sin haber sido elegido por ellos, y sin tener que acudir al patrón que, pronto, se cansaría de ser molestado; afrentar odios, desvirtuar vivezas de todo género, rechazar provocaciones, sin permitir que lo puedan tachar de cobarde; ser inaccesible a las tentaciones que lo rodean, como a cualquier cristiano, en esta Pampa de Dios: carreras emocionantes y taba fascinadora, vino seco que parece oro cuando reluce en el vaso, o caña que parece fuego, cuando corre en las venas: es mucho pedir a un hombre.

Por esto es que, después de Macedonio, también tuvo que renunciar Florentino, demasiado tonto para entender una orden y por consiguiente para hacerla ejecutar, y un santiagueño, cuya manía era rodearse de huéspedes, como si la estancia hubiera sido de él. Pero, como un capataz siempre mete en estos mundos, algo más bulla que un simple peón, y que lo que quiere el hombre, mientras vive, es meter un poco más bulla que el vecino, y hacer en la superficie, antes de desaparecer, algunas ondas más que el otro, no faltó quien le reemplazara. Hasta que empuñó el arreador del mando don Juan Bautista Larray, hijo de vasco, pero criollo como él solo, y dotado de todas las cualidades requeridas.

¿Quién no comprenderá que un hombre tan perfecto, no podía dejar de hacer entender pronto al patrón que casi no se le necesitaba, y que el patrón lo despidió, ni más ni menos que Dios a los ángeles rebeldes?