El buscapie
de Juan Montalvo
Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: Capítulo I
Nota: Ensayo incluído en la obra Siete tratados y en la novela Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, a modo de prólogo.

El buscapié

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Capítulo I

Dame del atrevido; dame, lector, del sandio; del mal intencionado no, porque ni lo he menester, ni lo merezco. Dame también del loco, y cuando me hayas puesto como nuevo, recíbeme a perdón y escucha. ¿Quién eres, infusorio -exclamas-, que con ese mundo encima vienes a echármelo a la puerta? Cepos quedos: no soy yo contrabandista ni pirata: mía es la carga: si es sobradamente grande para uno tan pequeño, no te vayas de todas por este único motivo; antes repara en la hormiga que con firme paso echa a andar hacia su alcázar, perdida bajo el enorme bulto que lleva sobre su endeble cuerpecillo. Si no hubiera quien las acometa, no hubiera empresas grandes; el toque está en el éxito: siendo él bueno, el acometedor es un héroe; siendo malo, un necio: aun muy dichoso si no le calificamos de malandrín y bellaco. Este como libro está compuesto: sepa yo de fijo que es obrita ruin, y no la doy a la estampa; téngala por un acierto, y me ahorro las enojosas diligencias con que suelen los autores enquillotrar al público, ese personaje temible que con cara de justo juez lo está pesando todo. Él decidirá: como el delito es máximo, la pena será grande: al que intenta invadir el reino de los dioses, Júpiter le derriba. Pero el rayo consagra: ese clemente es un escombro respetable.

¿Qué pudiera proponerse, me dirán, el que hoy escribiera un Quijote bueno o malo? El fin con que Cervantes compuso el suyo no existe: la lectura de los libros caballerescos no embebece a cuerdos ni a locos, a entendidos ni a ignorantes, a juiciosos ni a fantásticos: estando el mal extirpado, el remedio no tiene objeto, y el doctor que lo propina viene a curar en lo sano. Así es; pero yo tengo algo que decir: don Quijote es una dualidad; la epopeya cómica donde se mueve esta figura singular tiene dos aspectos: el uno visible para todos; el otro, emblema de un misterio, no está a los alcances del vulgo, sino de los lectores perspicaces y contemplativos que, rastreando por todas partes la esencia de las cosas, van a dar con las lágrimas anexas a la naturaleza humana guiados hasta por la risa. Don Quijote enderezador de tuertos, desfacedor de agravios; don Quijote caballero en Rocinante, miserable representación de la impotencia; don Quijote infatuado, desvanecido, ridículo, no es hoy necesario para nada. Este don Quijote con su celada de cartón y sus armas cubiertas de orín se llevó de calles a Amadises y Belianises, Policisnes y Palmerines, Tirantes y Tablantes; destrozolos, matolos, redújolos a polvo y olvido: España ni el mundo necesitan ya de este héroe. Pero el don Quijote simbólico, esa encarnación sublime de la verdad y la virtud en forma de caricatura, este don Quijote es de todos los tiempos y todos los pueblos, y bien venida será adonde llegue, alta y hermosa, esta persona moral.

Cervantes no tuvo sino un propósito en la composición de su obra, y lo dice; mas sin saberlo formó una estatua de dos caras, la una que mira al mundo real, la otra al ideal; la una al corpóreo, la otra al impalpable. ¿Quién diría que el Quijote fuese libro filosófico, donde están en oposición perpetua los polos del hombre, esos dos principios que parecen conspirar a un mismo fin por medio de una lucha perdurable entre ellos? El género humano propende a la perfección, y cuando el polo de la carne con su enorme pesadumbre contrarresta al del espíritu, no hace sino trabajar por la madurez que requiere nuestra felicidad. Si don Quijote no fuera más que esa imagen seria y gigantesca de la risa, las naciones todas no la hubieran puesto en sus plazas públicas como representante de las virtudes y flaquezas comunes a los hombres; porque una caricatura tras cuyos groseros perfiles no se agita el espíritu del universo, no llama la atención del hombre grave, ni alcanza el aprecio del filósofo. Hay obras que hacen reír quizá más que el Quijote, y con todo, su fama no ha salido de los términos de una nación: testigo Rabelais, padre de la risa francesa. Panurge y Pantagruel darán la ley en Francia; don Quijote la da en el mundo. Con decir que Juan Falstaff no es ni para escudero de don Quijote, dicho se está que en este amable insensato debajo de la locura está hirviendo esa fuente de sabiduría donde gustan de beber todos los pueblos. «El Quijote es un libro moral de los más notables que ha producido el ingenio humano». Si como español pudiera infundir sospechas de parcialidad el autor de esta sentencia, extranjero fue el que llamó a Cervantes «honra, no solamente de su patria, sino también del género humano».

Don Quijote es un discípulo de Platón con una capa de sandez: quitémosle su aspada vestidura de caballero andante, y queda el filósofo. Respeto, amor a Dios, hombría de bien cabal, honestidad a prueba de ocasiones, fe, pundonor, todo lo que constituye la esencia del hombre afilosofado, sin hacer mérito de las obligaciones concernientes a la caballería, las cuales siendo de su profesión, son características en él. Aun su faz ridícula, puesta al viso, seduce con un vaivén armonioso de suaves resplandores. Se hace armar caballero, por habilitarse para el santo oficio de valer a los que poco pueden: embiste con los que encuentra, si los tiene por malandrines y follones, esto es, por hombres injustos y opresores de los desvalidos. Trátase de un viaje al fin del mundo: él está ahí, a él le toca e incumbe molestia tan gloriosa, pues va a desagraviar a una mujer, a matar al gigante que usurpó el trono a una reina sin amparo. Todo noble, todo elevado en el fundamento de esta insensata generosidad: echada al crisol de la filosofía locura que tan risible nos parece, luego veríamos cuajarse una pepita de oro aquilatado. El móvil de acciones tan extravagantes, en resumidas cuentas, viene a ser la virtud. Don Quijote es el hombre imaginario, en oposición al real y usual que es su escudero Sancho Panza. ¿Quién no divisa aquí las dos naturalezas del género humano puestas en ese contraste que es el símbolo de la guerra perpetua del espíritu y los sentidos, del pensamiento y la materia? Si el fundador de la Academia no hubiese temido ser impío modificando la obra del Todopoderoso, habría ideado el hombre perfecto, al modo que imaginó y compuso su República. Empero, si a fuer de pensadores le quitamos a la humana especie su parte tosca y viciosa, queda descabalada: el polo del mal es contrarresto necesario en nuestra naturaleza; y sin propender a un sacrílego trastorno, al sabio mismo no le es dable decir: «Así hubiera sido mejor el hombre». Todo lo que hace el filósofo para mostrarnos que somos ruines y que pudiéramos ser más dignos del Criador, es delinear el hombre imaginario. Tal es don Quijote: en poco está que este loco sublime no derrame lágrimas al sentarse a la mesa, cual otro Isidoro Alejandrino.

Aquí estriba el secreto de la celebridad sin mengua de Cervantes: si a ingenio va, muchos lo han tenido tan despejado y alto como el suyo. Mas cuando Bocaccio rendía homenaje al vicio con obras obscenas; cuando la reina de Navarra y Buenaventura Desperries enderezaban a los sentidos el habla seductora de sus cuentos eróticos; cuando el cura de Meudón y Bouchet le daban vuelo al pecado con su empuje irresistible; cuando las matronas graves, las niñas puras leían y aprendían a esos autores para citarlos sin empacho, se estaba ya desenvolviendo en las entrañas del porvenir el genio que luego había de dar al mundo la gran lección de moral que los hombres repiten sin cansarse. ¿Qué es de esos novelistas, célebres en su patria y su tiempo? Fantasmas desconsolados, vaguean al descuido por los ámbitos obscuros de la eternidad: si alguien los mira, si alguien los conoce, no se inclina, como Dante en presencia de los espectros celestiales que encuentra en el Paraíso. Cervantes enseñó deleitando, propagó las sanas máximas riendo, escarneció los vicios y barrió con los pervertidores de la sociedad humana; de donde viene a suceder que su alma disfruta de la luz eterna y su memoria se halla perpetuamente bendecida. Tanto como esto es verdadero el principio del divino Sócrates, cual es que sólo por medio de la virtud podemos componer las obras maestras. Cervantes sabía esto, y echó por la senda opuesta a la que siguieron los autores contra los cuales alzó bandera, hablando de cuyas obras dijo un gran obispo: «Su doctrina incita la sensualidad a pecar, y relaja el espíritu a bien vivir». Escritor cuyo fin no sea de provecho para sus semejantes, les hará un bien con tirar su pluma al fuego: provecho moral, universal; no el que proclaman los seudo-sabios que adoran al dios Egoísmo y le casan a furto con la diosa Utilidad en el ara de la Impudicia.

Así lo han comprendido los autores que, poniendo el ingenio a las órdenes de las buenas costumbres, cierran con los vicios y los tienen a raya. Sus armas no siempre son unas: Teofrasto, Labruyère, Larochefoucauld, Vauvenargues hinchen de amarga tirria las cláusulas con que retratan el corazón humano. Reír, jamás estos filósofos: hablan cual sombras tétricas que tuviesen de la Providencia el encargo de corregir a los hombres reprendiéndolos con aspereza. El vicio los irrita, el crimen les da tártagos, y la acritud saludable de su pecho sale afuera en palabras oscas y bravías como el fierro bruto. Bajeza, perversidad humana, miráronlas en serio; y para remediarlas emplearon una murria acerba revestida de indignación. Estos censores se pasan de severos: témelos uno, pero elude su castigo con huir de ellos: más pueden esos maestros sutiles que se insinúan ríe riendo, se meten adentro y hieren el alma. Plauto, Cervantes y Molière han hecho más contra las malas costumbres que todos los campeones cuya espada han sido la cólera o las lágrimas. A Demócrito no gusta uno de mostrársele; a Heráclito le compadecemos y pasamos adelante.

El autor del Quijote siguió las propensiones de su temperamento: así como su héroe se cubre el rostro con su buena celada, así él se oculta debajo de ese antifaz tan risueño y alegre con el cual llena de regocijo a quienes le miran y escuchan: si la melancolía le oyera, se riera: no hay hambre, luto, palidez que no quiebren la tristeza en la figura del caballero andante en quien son motivos de risa lo mismo que a otros los vuelve respetables y aun temibles. Elevado, grave, adusto en ocasiones; audaz, intrépido, temerario; sensible, amoroso, enamorado; constante, sincero, fiel, todo para hacer reír. ¿Es esta una burla atroz, escarnio violento al cual sucumben esas virtudes? Nada menos que eso: Cervantes saca el caballo limpio: esas virtudes quedan en pie, erguidas, adorables; no han hecho sino ir a la batalla. Deslinde este muy holgado, si consideramos que no les ha cabido ni el aliento de la ridiculez, y que no afean su manto de armiño partícula de tierra ni chispa de sangre. Antes podemos considerar esta antilogía como el testimonio de lo avieso y torcido de nuestra condición: efectivamente, ¿quién aspira a la felicidad mundana, quién la alcanza con el ejercicio de las buenas obras? Si el que las tiene de costumbre se escapa de la fisga, la ingratitud no le perdona; si no muere en la cruz, de día y de noche están en un tris de lapidarle sus más íntimos amigos. ¡Oh tú, el franco, el dadivoso!, no des una ocasión, o no des cuanto te piden: eres un ahorrativo, un cutre para el cliente benigno; córrale sangre por las venas, y no serás menos que un canalla. ¡Oh tú, el denodado, el menospreciador del peligro!, perece en él, y eres un necio: murió de puro tonto, exclama tu propio camarada: si tu ángel de la guarda te preserva, no eres sino fanfarrón, matasiete de comedia que se pone en cobro a la asomada del enemigo verdadero. ¡Oh tú, el sufrido, el manso, que perdonas agravios, olvidas calumnias!: hombre vil, sin honra ni amor propio. ¡Oh tú, el magnánimo, el altivo, que por bondad o por desdén no das rostro a tus perseguidores!: ignorante, cobarde, según los casos. ¿Qué mucho, pues, si aquel cuyas acciones tienen por móvil principios sanos y plausibles sea víctima o escarnio de sus semejantes? Caídas, palos, afrentas de don Quijote; lances ridículos, burlas, carcajadas son espejo de la vida. Si éste fuera bribón cuerdo y redomado, nadie le diera soga, nadie hallara de qué reírse en él; siendo loco furioso, ¡guarda, Pablo, Dios y a un lado! Nosotros pensamos que sin miedo del martirio debemos echar por el camino de espinas: como esto sucede algunas veces, para honra de la especie humana, apenas habrá quien juzgue por gratuitos los encargos que contra ella se derivan de ciertas consideraciones. ¿Gratuitos? ¡Dios misericordioso! Pitágoras muere en el fuego; Sócrates apura la cicuta; Platón es vendido como esclavo; Jordán Bruno, Savonarola son pasto del verdugo. ¿Quién más? Todos piensan que el matador de César dijo una gran cosa cuando exclamó: «¡Oh virtud, no eres sino vana palabra!». Exclame: «¡Oh virtud, eres sentencia de muerte!», y el mundo le sacaba aún más verdadero.

Capítulo II

La espada de Cervantes fue la risa: ved si la menea con vigor en el palenque adonde acude alto y garboso. Esa espada no es la de Bernardo: pincha y corta, deja en la herida un filtro mágico que la vuelve incurable, y se entra en su vaina de oro. La risa fue el arma predilecta del autor del Quijote, mas no la única: esta fábula inmortal tiene pasajes elevados que en ninguna manera desdicen de la índole de la composición, y refutan antes de propuesto el juicio que después había de formular un analizador, benemérito sin duda; es a saber, que en obras de ese género todo debe ir encaminando a la ironía burlesca y a la risa. Walter Scott, cuya autoridad en lo tocante a las letras humanas tiene fuerza de sanción, afirma, por el contrario, que si las obras de carácter serio rechazan por instinto la sátira graciosa y no dan cabida a la chispa maleante y placentera, las de costumbres, las en cierto modo familiares, admiten de buen modo lugares profundos y aun sublimes. Hay una persona ridícula en Homero; mas siendo perversa a un mismo tiempo, no punza el ánimo del lector con ese alfiler encantado que hace brotar la risa: ni los dioses ni los hombres perciben sal en la ridiculez del cojo Tersites, malo y feo. La ambición de los Atridas, el furor de Aquiles, los alaridos de Áyax desesperado; guerreros del cielo y de la tierra cruzando las espadas en batallas estupendas, hacen temblar montes y mares, no son cosas de reír. Todo serio, todo grande en Sófocles: la enseñanza de la tragedia es lúgubre: Electra es devota de la estatua de Niobe, porque nunca deja de llorar este sensible, apasionado mármol. A Fedra le está devorando el corazón un monstruo de mil formas: amor ilícito, incesto enfurecido, negra venganza, son tempestades en el pecho: los que las abrigan, maldicen, rugen y mueren, no están para reír. ¿Y cómo ha de reír Macbeth, cuando quisiera huir de sus propias manos que chorrean sangre? Banco no se ríe, porque las sombras nunca están alegres; Otelo no se ríe, porque abriga un demonio en las entrañas; Edipo no se ríe, porque sabe ya que ha matado a su padre, y se ha arrancado los ojos. La risa, pues, divinidad sutil que se cuela en todas partes, huye del cementerio, tiene miedo a los muertos; y ora en figura de amor, ora de celos, ora de venganza, las pasiones la acoquinan y le imponen silencio.

Las reglas en el arte no son sino observaciones confirmadas por la experiencia: el buen juicio de los doctos, de esos cuyo discernimiento separa con tanteo infalible el oro fino del bajo, el bajo de la escoria; ese buen juicio transmitido de generación en generación, admitido por el buen gusto, se convierte en leyes que sanciona el unánime consentimiento: una vez promulgadas por los grandes maestros, nadie falta a ellas que no cometa una punible transgresión. Homero es anterior a Quintiliano, ya lo han dicho. La observación de sir Walter Scott no claudica jamás respecto del poema, la tragedia, la historia y la poesía lírica: estas son matronas cuyas formas imponentes ocultan a Minerva, o doncellas impolutas que temen incurrir en la desconsideración de Apolo, si su voz argentina se embastece con una carcajada.

La risa de los ciegos tiene algo de fatídico: la risa, como las flores, no es amable ni fragante sino cuando se desenvuelve a los rayos del sol. El ciego no tiene derecho para reír: su risa es incompleta, imperfecta; los ojos ríen junto con la boca: sin la parte de ellos, este fenómeno es casi monstruoso. Reír un ciego, ¿con qué luz? Milton quiso reír; se rió una ocasión, y dio un susto a nuestra buena madre Eva en el Paraíso: en poco estuvo que el Ángel del Señor no dirigiese contra él la punta de su espada. Ciego, ¿de qué te ríes? ¡Ah! Los ángeles han inventado un nuevo instrumento de exterminio, van a llevarse a las legiones infernales en alas de su artillería y dar buena cuenta de los enemigos del hombre. Pero los demonios, a quienes no se les llueve la casa, traen en la manga lo que han menester en un apuro, y hacerles dar en el buitrón no es llegar y besarla durmiendo, por que ellos son capaces de contarle los pelos al diablo. El poeta describe la zorrería de los unos, el empacho de los otros, se pone a reír y se ríe un día entero. Esta burla se levanta en el Paraíso Perdido, bien como farallón ridículo cortado en forma de botarga, en medio de un mar grandioso. Es la única del poema, y se la ve desde lejos, para que huyan del escollo esos amables inventores que tienen nombre de poetas.

Childe Harold se quiso reír también, y se rió: esto es como si se riera Ticio debajo del buitre que le despedaza y come las entrañas: la duda sepulcral, los remordimientos, las tinieblas no experimentan alegría: Conrado, el Giaur, Manfredo, simados en el crimen, no hacen traición con el semblante a las pasiones furibundas que les imprimen semejanza de hijos del abismo. Childe Harold quiso una vez mostrarse picotero, saleroso, y quedó mal. Este bello Lucifer infunde admiración cuando se tira de rodillas en presencia del Parnaso, y deja salir de su pecho a borbollones el raudal de su divina poesía: cuando, en pie delante del Partenón, poseído por el espíritu de la antigüedad, evoca las sombras de Fidias y Pericles: cuando, errante a media noche por entre los escombros de la ciudad eterna, ve con la imaginación el espectro de Sila, y le dirige la palabra en términos tan grandes como ese gran tirano. Childe Harold exponiendo chufletas y donaires a las puertas de Newgate, cual avispado socarrón, es pequeñuelo, ruin. Lo conoció el poeta, y jamás volvió a chancear en el admirable poema donde no actúa sino un héroe, y solo, solitario y aislado basta para la acción que satisface y embelesa. Esta burla de lord Byron en una de sus obras más cumplidas dio materia y ocasión a Walter Scott para que, dilatando la mirada por el campo de las humanidades, redujese sus observaciones a preceptos. El coturno eleva hasta las nubes: poeta que lo calza y sabe entenderse con él es un gigante: los gigantes no ríen: son fuertes, valientes, feroces, soberbios y terribles.

Las obras de carácter jocoso no repugnan los pasajes serios y encumbrados, antes parecen recibir importancia de la gravedad filosófica, y ofrecen lugar con gusto a los severos pensamientos con que los moralistas reprimen las irrupciones de los vicios en el imperio de las virtudes. Debe de ser a causa que el género humano propende a levantarse, creciendo en consideración a sus propios ojos; y todo lo que es bajar le desvalora y humilla. Si de las travesuras del concepto y el estilo pasamos a las especulaciones fundamentales de la inteligencia, exprimiendo nuestras ideas en cláusulas robustas, andamos hacia arriba; y cuando sucede que del círculo eminente de la moral y la filosofía hacemos por desviarnos hacia el risueño, pero restringido campo de la sátira ligera, en esos rebatos de júbilo inmotivado que suelen darle al corazón, descendemos, sin duda. ¿No proviene de aquí la repulsión que las composiciones de índole reflexiva experimentan por sucesos cuyo lugar está realmente en la comedia? En ésta no se hacen mala obra lo serio y lo ridículo, lo raro y lo común, lo superior y lo llano: las lágrimas son esquivas; mas si oyen por ahí el ruidecillo lisonjero de esa su amable contraria que se llama risa, no siempre huyen al vuelo, y aun les acontece el esperarla con los brazos abiertos. Sátira, fábula, novela, campo abierto adonde pueden acudir todas las pasiones, grandes y pequeñas, nobles y ruines, a hacer guerra con armas de especie diferente. ¿Cuántas y cuántas escenas en Molière tan profundas por la substancia como levantadas por el lenguaje? Las obras de este gran filósofo son de tal calidad, que si la comedia no pudiera abrigar los mayores propósitos y no ofreciera espacio y holgura a la inteligencia predominante, habríamos en justicia de inventar un nombre extraordinario que las calificase y abrazase. El Misántropo, Tartufo, Don Juan son epopeyas de costumbres, obras maestras que no comunican a su dueño menos importancia que la del primer trágico del mundo. En estas comedias hay lugares, no digamos serios, pero terribles, que con ser de naturaleza funesta, contribuyen maravillosamente a la suma de las cosas. Tal es la aparición de la estatua del Comendador en casa del libertino que le había convidado a un banquete en son de burla. Comedia es la obra en que se aparecen, andan y hablan hombres de piedra; y tales escenas, siendo como son tan trágicas, no la desnaturalizan; más aún, le dan realce y esplendor. En la observación del crítico inglés no hay defecto de armadura. Cervantes supo entenderse con estas variedades de composición, secretos de las letras humanas antes conocidos que averiguados, y no temió tratar en el Quijote materias de suyo graves, en manera filosófica unas veces, otras como austero moralista.


Capítulo III

El señor de Lamartine dijo una ocasión que admiraba el ingenio de Cervantes, pero que el Quijote no era de su gusto. -¿Es posible, señor? -No, volvió a decir; no me gusta el Quijote, por la misma razón que no me gustan las obras de los insignes autores cómicos antiguos y modernos. Averigüémonos bien: no afirmo que esas obras me disgustan por el desempeño, sino por su naturaleza. Las lágrimas son la herencia de los hombres: les hemos de enseñar a vivir y morir, si no llorando, por lo menos con el semblante digno, circunspecto, que corresponde a la imagen de Dios. Siempre me he considerado muy capaz de hacer buenas comedias: en arrimando el hombro a esa labor, yo sé que saliera bien; pero tengo por mí mismo más consideración de la que se requiere para sobresalir en ese ramo de las humanidades. -Permitidnos, señor, haceros presente que la risa es tan de nuestra esencia como el llanto: llorar, llorar y más llorar desde que salimos de la cuna hasta que ganamos el sepulcro, no es ni razonable, ni factible. La risa no está mal con la desgracia: suele mostrarse hasta en los umbrales de la miseria. ¿No diréis, por otra parte, que las lágrimas no alcanzan a los que se tienen por felices? -Felices no hay en el mundo, replicó el poeta: cual más, cual menos, todos somos desgraciados con relación a las cosas mundanas. La parte ridícula del género humano es la que en el pensador excita mayor lástima: lejos de ponerla de manifiesto, convendría cubrirla con un parche de bronce que no diese paso al acero. -La llaga permanecería viva, tornamos a argüir; valiera más curarla. -El sabio que con sume ese milagro no ha nacido, ni nacerá jamás, dijo él. Locura es hacer por mejorar la sociedad humana hiriendo desapiadada mente en ella:

Car c'est une folie à nulle autre seconde
Que vouloir se mêler de corriger le monde.


No se agradaba Lamartine de las composiciones de su gran compatriota, y las sabía de memoria. ¿Era sincero ese modo de pensar? Si Lamartine el hombre se ha solazado alguna vez, Lamartine el poeta ha meditado siempre, ha gemido por costumbre. El amante de Graziela, Jocelyn, el autor de las Meditaciones y las Armonías conoce la sonrisa, pero es la del amor melancólico, la del recogimiento angelical. Si habla con Dios, participa de la divina substancia y mantiene el porte inapeable que caracteriza a los entes superiores. Se pasea por la bóveda celeste, cuenta, pesa los astros, aspira con ahínco la delicada luz de las estrellas, y se nutre del manjar de los seres inmortales. Contempla hacia el crepúsculo una nubecilla purpurina que se mueve graciosa por el cielo, y se imagina que un serafín está viajando en ese carro de las Musas: ¿adónde va? Él lo ha de saber, pues ya la sigue con el corazón y la ha de seguir hasta donde lo comporte el pensamiento. Le gusta el mar en leche que brilla cual espejo donde refleja la luz del Infinito: le gusta el mar bravío que se levanta rugiendo en cólera sublime: le gusta contemplar el águila que permanece inmóvil en un risco del monte Athos: le gusta el león que sale de su selva lamiéndose las fauces con su lengua encendida: silba con los vientos, suspira con las sombras, gime con las almas atribuladas, calla con la tumba: ¿de qué, a qué hora ha de reír?

Si Jeremías diera la ley a los mortales, Eco sería en breve el único habitante de la tierra, porque todos nos consumiéramos a fuerza de suspiros y gemidos: llore en buenhora el profeta sobre Jerusalén; mientras algo quede en pie, no ha de faltar quien anime aún los escombros con la trémula expresión de la alegría. ¿La alegría? ¿Todos los que se ríen son alegres? Ríe el dolor, ríe la desdicha, y los que tienen el poder de alegrar a los demás, de sazonarles la vida con la grosura del ingenio, la untuosidad almibarada con que pasan fácil y agradablemente los peores bocados; esos brujos inocentes, digo, no participan casi nunca de la sal con que regalan y deleitan a los otros. El autor de Las mujeres sabias nunca dejaba de estar triste; su corazón siempre en tinieblas: Boileau no supo lo que eran goces en la vida: Addison fue el hombre más adusto que se ha conocido; y Cervantes, ¿qué placeres, qué contento? Cautiverio, calabozo no son moradas de alegría. El malogrado Larra viene a confirmar nuestra aserción: ¿quién no pensara que tras el autor de escritos tan risueños no estuviese el hombre feliz, el satisfecho de la suerte? ¡Pobre Fígaro! Ofrece a los demás esos licores encantados que destila en su laboratorio mágico, y para él no hay sino cosas amargas; su copa es negra; las pesadumbres le sirven este veneno misterioso que suele llevarse en flor a los que prevalecen por la sensibilidad. Contradicción absurda que diera asunto a las investigaciones de los que profesan escudriñar la naturaleza humana, sin dejar de ser natural y corriente. Hosca, tremebunda es la nube que produce el rayo: de la piedra fría brota la chispa del fuego socorrido; y dicen que en lo antiguo, la púrpura, ese color amable que simboliza el placer y la felicidad, la extraían del múrice, triste habitante de los rincones más obscuros del océano. Como de estos contrarios se compone el gran todo de las cosas humanas: si algo sabemos de los efectos, las causas de la mayor parte de ellas estamos por averiguar. Mucho presumimos de nosotros mismos, pero no somos más que semisabios, y para con lo que ignoramos nada es lo que sabemos. La tumba solamente remedia esta ignorancia que nos mortifica unas veces, nos consuela otras, y está siempre acreditando nuestra pequeñez. Muerte es lección que nos descubre todo: el que sabe la eternidad, no tiene otra cosa que saber. En este concepto, la sepultura es el pórtico de la verdadera sabiduría.

Si ésta consiste en una gravedad incontrastable, mientras somos ignorantes lo hemos de manifestar de mil maneras. Conviene, dice uno de esos que reciben el mundo como él es; conviene explayar la alegría cuanto sea posible, y reducir la tristeza a los más estrechos límites. Conviene sin duda; lo malo es que las más veces la tristeza carga de modo que ella es quien nos estrecha en términos de privarnos hasta del arbitrio de las lágrimas; y con todo, su adversaria no le cede una mínima el lugar: hambre, desnudez, enfermedades; perfidias de los amigos, injusticias de los poderosos, desengaños de todo linaje; inquietudes, quebrantos, desazones combaten por la tristeza al son de las campanas que acaso están doblando: haberes en su colmo, ambiciones llevadas a cima, amores coronados, venganzas satisfechas y otros soberbios paladines salen por la alegría: de la lucha resulta el equilibrio fuera del cual no pudiera vivir el hombre; y para mayor acierto en la disposición de las cosas, quiere la Providencia que los adalides se estén pasando sin cesar del uno al otro partido: el que hoy está alegre, mañana ha de estar triste; el que hoy está triste, mañana puede estar alegre, porque «el buen día siempre hace la cama al malo». He aquí un poeta que habla como filósofo. ¿Luego no en todo caso es el poeta ese frenético divino, que puesto en el trípode de la inspiración profiere en lúcido arrebato las sandeces elegantes o delirios seductores a causa de los cuales se le pone en la frontera coronado de mirto? Si el fraile perilustre autor de ese apotegma hubiera añadido que otras veces el mal día se va dejando hecha la cama al bueno, habría puesto el otro hemiciclo a la rueda de la fortuna.

El adusto legislador de los lacedemonios mandó colocar la estatua de la risa en la sala de los festines; por donde se ve si esta divinidad tiene su asiento en el Olimpo, y si los héroes y los reyes sacrifican en sus aras. Esparta es lúgubre: la felicidad misma es allí una carga: usos, costumbres, afectos, pasiones, todo está bajo la ley. En el pueblo libre por excelencia, el amor mismo es esclavo: el marido busca a la esposa cual ladrón nocturno: nadie puede comer en su casa, ni el monarca; la mesa particular sería cuerpo de un delito. El espartano ignora el gusto del adorno, el de la comodidad doméstica: todo frío, todo rígido. Este pueblo es de una pieza, no tiene coyunturas: su goce, la guerra; su anhelo, el predominio: en su casa se tiraniza a sí mismo, se alimenta de un acre desabrimiento. Parece que semejante pueblo no había de admitir sino dos símbolos, el de la guerra y el de la muerte, supuesto que siempre está de luto; la imagen de Palas y un catafalco gigantesco que abrigase el espíritu de los guerreros. Pues el más sabio de los legisladores mandó poner la estatua de la risa en la sala de los festines. Luego esta diosa pequeñuela no está reñida con las grandes virtudes ni es malquista con los héroes.


Capítulo IV

Hay en el museo del Vaticano un departamento que abriga tres cuadros: «La Transfiguración», de Rafael; la «Comunión de San Jerónimo», del Dominiquino, y «El Descendimiento», de Daniel de Bolterre, las tres obras maestras de la pintura moderna. Viajero que en mudo recogimiento permaneces en ese recinto sagrado, ¿quién es el hombre intonso que sobre su caballete, el pincel en la una mano, la paleta en la otra, está mirando con religiosa intensión a la pared del frente? ¿Es un discípulo obscuro de una escuela sin nombre?, ¿un copiador desprovisto de inventiva?, ¿un caballero novel en el campo de las buenas artes? No: estos no recelan en el pecho la audacia grandiosa que enciende el convencimiento de la propia superioridad, y tímidos, humildes, buscan teatro que más diga con sus aptitudes. Ese hombre cabelludo, de ceja poblada y ojos distantes uno de otro, es quizá Sir Joshua Reynolds, Horacio Vernet o Mariano Fortuny. Nadie tiene por caso de inquisición el que uno trate de imitar esas obras inmortales, ni son imputados de insolencia los que hacen por seguir las huellas de esos ingenios-príncipes; mas ¡ay del mísero que se propusiese componer una Eneida! Ese, cual otro Marcías, caería herido por las flechas de Apolo, y de su piel hicieran los sacerdotes de este dios una caja temerosa con que ahuyentaran de su templo a los profanos.

Cargando la consideración sobre este punto, vemos que tan difícil nos parece atemperarnos a los toques de Virgilio como a los de Rafael: que sea pintado, que sea escrito, el poema es asunto de la inteligencia superior: cualquier artista es dueño de acometer la imitación de las obras maestras de la pintura; ningún poeta sería osado a mojar la pluma en presencia del Mantuano, sin incurrir en la reprobación o la mofa de sus semejantes. Será quizá porque el pintor puede concluir una obra, perfecta en lo material, y tanto, que cautive los sentidos del vulgo y le deje de todo en todo satisfecho: el artista de genio, aquel cuya mirada rompe por la tela y pasa a buscar en lo infinito los caracteres de la Divinidad, no verá allí tal vez sino el elemento físico, la carne, digamos así, de la pintura. Rafael prevalece por el colorido: nadie le ha superado, nadie le ha igualado en esta parte de su profesión; ¿pero quién le ha seguido siquiera de cerca en lo tocante al espíritu, a lo divino de ese invento de los dioses? Hasta para comprenderle ha de ser uno hombre de genio, esto es, se ha de hallar provisto de la fuerza con que algunos miran hacia el mundo interno, y la eficacia con que se apoderan de esas preseas invisibles con las cuales naturaleza enriquece y adorna a sus hijos predilectos, David llena todos los números en orden al cuerpo de la pintura; es pintor maestro, acabado; mas cualquier otro, hábil en el manejo del pincel, pudiera trasladar sus obras a su propio lienzo: el que imite a Rafael nacerá cuando vuelva a levantarse de la tierra ese vapor milagroso que exhalaba el suelo de Roma en esos grandes tiempos en que el dios de las artes le encendía con su mirada engendradora. Las imágenes del uno tienen sangre, corazón; tras las formas palpables fulgura la inteligencia, resuena la sensibilidad exquisita de un alma que en hilos invisibles está pendiente de la mano del Todopoderoso: las del otro son representaciones del cuerpo, miembros perfectos que derraman de sus admirables declivios la belleza de la materia, pero no animados por el espíritu de vida. Ahora, pues, el vulgo, animal de mil cabezas, de cuya jurisdicción no se escapan sino los hombres altamente distinguidos; el vulgo queda satisfecho con lo que ve, lo que toca, y no alcanza espíritus para arrancarse de su órbita mezquina y elevarse con el pensamiento a las regiones inmortales. El buen pintor hará una imitación perfecta de un cuadro célebre; perfecta en el colorido, la forma: el escritor tendría que romper por los dominios desconocidos y sagrados de su modelo, inquirir los secretos que le endiosan, revestirse de su genio, y con maña sin igual echar al mundo cosas tan cumplidas que así parezcan el espejo mismo en que se ha visto. Uno es el Fénix; empero si no hay dos, ¿no le fuera dable a un loco anhelar si quiera por ser el ave del Paraíso? Los jóvenes de la antigua Grecia acudían de todas las ciudades a contemplar el Partenón, a efecto de aprender el arte del divino Fidias, y en sus propias concepciones depositaban sus recuerdos: éstos no eran reputados insensatos ni perseguidos con rechiflas a causa de su atrevimiento. Los grandes ejemplares inspiran las grandes obras: si a fuerza de trabajo y voluntad saliese uno con su empeño, sería acción bastarda no concederle por lo menos el mérito de la constancia. El carro del sol difícil es de conducir; más ruégoos consideréis que las Náyades del Po dedicaron un epitafio honroso al mancebo temerario que había acometido la empresa de manejar esas riendas sagradas. ¿Quién sería el insolente, el fatuo que se considerara infeliz por no haber podido imitar de acabada manera a Cervantes, verbigracia? El que no es para tanto, puede aún servir para otra cosa; y sin quedarse entre las ruinas de su fábrica, por poco juicio que tenga, saldrá ufano de haber tomado sobre sí una aventura gigantesca.

Llámase modelo una obra maestra, porque está ahí para que la estudiemos y copiemos: dicen que el templo de la Magdalena, en París, es imitación de uno de los monumentos más célebres de Atenas: ni por inferior a la muestra han demolido el edificio, ni por audaz han condenado a la picota al arquitecto. Proponerse imitar a Cervantes, ¡qué osadía! Osadía, puede ser; desvergüenza, no. Y aun ese mundo de osadía viene a resolverse en un mundo de admiración por la obra de ese ingenio, un mundo de amor por el hombre que fue tan desgraciado como virtuoso y grande. No presumo de haber salido con mi intento, miradlo bien, señores: lo razonable, lo probable es que haya dado salto en vago; mas no olvidéis que el autor del Quijote mismo invitó, en cierto modo, a continuar la obra que él dejaba inconclusa. Cuando esto vino a suceder, le dio, es verdad, del asno y del atrevido al que se hubo aprovechado de tamaña provocación; mas fue porque a la incapacidad añadió el atrevimiento, al atrevimiento la soberbia el temerario incógnito; y al paso que se vanagloriaba de haber dejado atrás al inventor, le hartaba de improperios, como por vía de más erudición e ingenio. Si lejos de ofenderle, maltratarle, humillarle ese perverso anónimo, guardara la compostura que debía en el ánimo y las palabras, el olvido y nada más fuera su pena: las generaciones han condenado a la inmortalidad al fraile o el clérigo sin nombre, la inmortalidad negra y desastrada de Anito y Melito, Mevio y Bavio; la inmortalidad de la envidia y la difamación, cosa nefanda que pesa eternamente sobre los perseguidores de los varones ínclitos, en quienes las virtudes van a un paso con la inteligencia. Yo sé que mi maestro no me diera del asno ni del atrevido; no me diera sino del cándido; y como lo respetuoso y afectuoso estuviera saltando a la vista, me alargara la mano para llenarme de consuelo y aun de júbilo: de orgullo no, porque ni su aprobación me precipitara en el error de pensar que había yo compuesto una obra digna de él: y menos de soberbia, porque ella es el abismo donde suele desaparecer hasta el mérito verdadero.

La rivalidad nunca es inocente: cómplice del odio, trae en su seno la envidia, negro fruto de un crimen. El hombre en quien está obrando esa flaqueza siente hervir su pensamiento en ideas locas, su corazón en afectos insanos. La rivalidad propende a la ruina del objeto que la excita; la muerte es la resolución más brillante de ese problema tenebroso. No rivalizamos con alguien sino porque tenemos entendido que ese nos disputa nuestro bien y menoscaba nuestra dicha: juzgándole así tan adverso a nuestros fines, natural es que las afecciones que van de nosotros a él no sean de las más santas. En amor, el rival es enemigo temible: trata de ponerse entre el ser adorado y el adorador, y éste hace lo posible para allanar el camino de su felicidad: celos, cólera, venganza, cuanto hay malo en el corazón humano, todo trae consigo esa situación de dos personas que se combaten de mil modos a causa de una tercera. Donde cabe la rivalidad no hay lugar para la virtud: de ella proceden mil desgracias, y aun pueden nacer delitos.

Dos personas que se juzgan dotadas de prendas, medios, facultades iguales, pueden entrar en competencia: esta es muchas veces un noble esfuerzo, que ejercitándose sin perjuicio de nadie, nos guía al mejoramiento de nosotros mismos. No podemos rivalizar con uno sin aborrecerle; competimos con otro al paso que le admiramos, pues justamente nuestro ahínco se cifra en igualarle o superarle en cosa buena o grande. El prurito de la competencia se halla puesto entre las virtudes y los vicios: propende por la mayor parte a las primeras; cuando se recuesta a los segundos, bastardea, y viene a ser defecto. La emulación no corre este peligro: emulación es siempre ahínco por imitar los hechos de un hombre superior; éste sirve de modelo al que emula sus acciones, y así el uno como el otro han de experimentar dentro de sí el sublime impulso que mueve a las cosas grandes.

Al rival de Cervantes le condenará siempre su malicia; el competidor de ese raro ingenio aún no ha nacido; su émulo puede salir mal y merecer el aprecio de sus admiradores. Estos redujeron a cenizas el Quijote de Avellaneda: castigaron al rival desatento, no al competidor juicioso, y menos al émulo modesto. Ocurre que el émulo puede ser modesto, al paso que en el competidor obra quizá el orgullo. La rivalidad vive de soberbia. Si no todo es humilde en la emulación, convendrá no olvidemos que la arrogancia envuelve muchas veces cosas que a poco hacer se llamarán virtudes. Preguntado Alejandro, niño aún, si quería disputar el prez de la victoria, respondió que sí, puesto que se lo disputase a reyes. Berni, rehaciendo por completo el poema de Boyardo, entró a la parte en la inmortalidad con el divino cantor de Orlando. El buen éxito justifica los mayores atrevimientos, y aun los convierte en osadías dignas de alabanza. El Cástor de España está solo tres siglos ha: ¿cuándo nacerá su hermano? Ya sabéis que Leda tuvo dos hijos. La compañía a partir de gloria es tan difícil, que los hombres no la hacen sino de tarde en tarde.

Don Diego de Saavedra, en su República literaria, dice que el Quijote es un ara a la cual no podemos llegar sin mucho respeto y reverencia. ¡Santo Dios!, ¿quién es el que a esa ara se ha llegado? ¿Es un impío que hace por turbar los misterios de una religión profunda?, ¿un fanático que va a depositar en ella la ofrenda de sus exageraciones?, ¿un sacerdote impuro que en la audacia de la embriaguez no teme ofender al dios del tabernáculo? No es nada de esto: es un creyente humilde: entra en el templo y se prosterna. Si de algún modo lo profana, echadle fuera.

¡Oh locura, más para compadecida que para execrada! Lo que no les fue dable a los mayores ingenios españoles ¿ha de alcanzar un semi-bárbaro del Nuevo Mundo? Sírvale de excusa la ignorancia, abónele el atrevimiento, que suele ser prenda o vicio inherente al hombre poco civilizado. Guillén de Castro, don Pedro Calderón de la Barca, Gómez Labrador y otros escritores de primera línea han salido mal en el empeño de imitar a Cervantes. Meléndez Valdés acometió a componer un Don Quijote que se mostrase en el escenario cuan alto y airoso lo imaginó Cervantes. Meléndez, el poeta insigne, se quedó tan atrás, que su nombre solamente pudo preservarle de la mofa: la rechifla estaba en el disparador; mas sus compatriotas repararon en que hacer fisga de Batilio sería delito de lesa poesía; el silencio fue un homenaje al poeta; de la obra se juzgó mal; oíd sino el juicio de Moratín: «La figura del ingenioso hidalgo -dice- siempre pierde cuando otra pluma que la de Benengeli se atreve a repetirla». «Meléndez tropezó -añade por su cuenta don Diego Clemencín- con el escollo que siempre ofrecerá el mérito de Cervantes a los que se pongan en el caso de que se les mida con el príncipe de nuestros ingenios». Batilio, el dulce Batilio, ¿qué entendía de achaque de aventuras caballerescas? Uno es andarse por jardines y sotos cogiendo florecillas, otro ir por montes y valles tras el caballero armipotente en cuya jurisdicción entra todo lo difícil de acometer y duro de ejecutar. Ovejas apacibles que sestean a la sombra de las hayas; tórtolas gemebundas sepultadas en la frondosidad de los cerezos; ruiseñores que de cada mirto hacen una caja de música divina; arroyuelos vivaces que van saltando por los guijos de su lecho, y otras de estas, eran el asunto de Meléndez. El historiador de don Quijote, Aquiles de la risa, había menester un estro más robusto. La lira es para las náyades de las fuentes, los silfos de los prados: las aventuras de un paladín que persigue follones, destruye malandrines, arremete endriagos, se toma con diez gigantes y les corta la cabeza, requieren la trompa de Benengeli.

¿Cuál es el secreto de este hombre singular, no sospechado hasta ahora ni por los más perspicaces adivinos? ¿Qué numen invisible movía esa pluma de Fénix, pluma sabia, inmortal? ¿Qué espíritu prodigioso excitaba esa inteligencia, enajenándola hasta el frenesí de la alegría con la cual enloquece a su vez a los lectores? Virgilio imita a Homero, el Tasso a Virgilio, Milton al Tasso: Cervantes no ha tenido hasta ahora quien le imite; con él los gigantes son pigmeos: la pirámide de Cheops verá siempre para abajo todos los monumentos que los hombres levanten a sus triunfos. Ya un crítico admiró el ingenio que, con un loco y un tonto, había llenado el mundo de su fama. Otro no habrá que haga lo mismo, y menos con loco y tonto ajenos. Si por maravilla a alguien le ocurriese lo que a Berni con Boyardo, serían esos otros hijos de Leda. Pero ya lo dijo Martínez de la Rosa: «Sólo a Cervantes le fue concedido animar a don Quijote y a Sancho, enviarlos en busca de aventuras y hacerlos hablar: su lengua no puede traducirse ni contrahacerse; es original, única, inimitable».

Al que sabiendo estas cosas se arroja a tomar el propio asunto que Cide Hamete Benengeli, se le descompone la cabeza; y sería punto de averiguación si éste lleva en su ánimo competir con el más raro de los grande s escritores, o tuvo al componer su libro un propósito laudable que contrarrestase de algún modo tan desmedido atrevimiento. Sus convidados no paladearán, sin duda, los manjares de los dioses, ni gozarán de esa inhebración celestial con que la pura Hebe redobla la alegría de los inmortales; mas si echaren de ver que el suyo es un banquete de Escotillo, ténganle por impostor y cóbrenle con las setenas. Los fieros de don Quijote cuando habla airado; los suspiros de su pecho si recuerda sus amores; acciones y palabras del famoso caballero, grandes las unas, sublimes las otras, aire fuera todo sin la substancia fina que corre al fondo y se deposita en un lugar sagrado cual precioso sedimento. Equidad, probidad, generosidad, largueza, honra, valor son granos de oro que descienden por entre las sandeces del gran loco y van a crecer el caudal de las virtudes. Ni don Quijote es ridículo, ni Sancho bellaco, sin que de la ridiculez del uno y la bellaquería del otro resulte algún provecho general. Los filósofos encarnan sus ideas en expresiones severas e inculcan en nosotros sus principios con modos de decir que nos convencen gravemente. Esto, por lo que tiene de fácil, cualquiera lo hace, si el cualquiera es uno que disfruta lo de Platón y Montaigne: ocultar un pensamiento superior debajo de una trivialidad; sostener una proposición atrevida en forma de perogrullada; aludir a cosas grandes como quien habla de paso; llevar adelante una obra seria y profunda chanceando y riendo sin cesar, empresa es de Cervantes. La alegría le sirve de girándula, y las imágenes saltan de su ingenio y juegan en el aire con seductora variedad. El Quijote es como el cesto de flores de Cleopatra en cuyas olorosas profundidades viene escondido el agente de la muerte; con esta diferencia: que debajo del montón de flores de Cervantes está oculto el áspid sagrado, ese que pica solamente a los perversos.

Una obra que no tuviese objeto sino el de hacer reír, nunca habría removido el temperamento casi melancólico del que está trazando estos renglones. ¿Habló por hacer reír? Si éste fuera su temor, diera con sus papeles en el fuego y se entrara por los montes en busca de una fuente milagrosa donde se lavase la mano que tal había escrito. Pero ha compuesto un curso de moral, bien creído lo tiene; y, seguro de su buen propósito, la duda no le zozobra sino en orden al desempeño. El desempeño, medianísimo será; mas no puede esta aprensión tanto con él, que deje de dar a luz lo que ha puesto por escrito. Entre la bajeza y la arrogancia, el abatimiento y la soberbia, andamos de continuo buscando a un lado y a otro lo que más cumple al servicio de nuestra vanidad: en la ocasión presente, Dios sabe si es grande el temor que ese abriga de parecer loco él mismo con haber tomado sobre sí dar nuevo aliento al sabio loco, admiración del mundo.

Nuestra esperanza era perdida, si este libro estuviera a leer en manos de enemigos solamente; pues sucede que aun con nuestros amigos no estamos en gracia, sino en cuanto nos reconocemos inferiores a ellos y confesamos nuestra inferioridad: la subordinación nos salva de su aborrecimiento. Mas quizá nos lean también hombres benignos, que remitiéndonos la osadía, no hagan mérito sino del estudio que para semejante obra ha sido necesario; y mirando las cosas en justicia, nos examinen, si no con respeto, siquiera con benevolencia. Muchos habrá que tengan en poco estos capítulos sin haberlos leído: esto nos causa desde ahora menos pesadumbre que si jueces competentes y enterados del caso nos condenaran al olvido. Admira en ocasiones ver cuán de poco son los que dan un corte en las mayores dificultades; pero causa más admiración aún que los areopagitas saquen bien al que acomete una empresa mayor que su poder. No a la ojeriza de los envidiosos, pero al escaso mérito del escritor se debe las más veces su mal éxito: la virtud de las cosas está en ellas mismas, no en la, opinión de los que juzgan de ellas: las buenas prevalecen, las sublimes quedan inmortales. No hemos de temer la rechifla de los incipientes, más aún el silencio de los doctos; no la furia de los censores de mala fe, sino la desdeñosa mansedumbre de los jueces rectos. El aura popular es muchas veces vientecillo que sale de la nada y corre ciego: reputaciones hay como hijos de la piedra; no sabe uno quién las ha hecho, pero semejan esos gigantes soberbios que suelen figurar las nubes, erguidos e insolentes mientras no corren por ahí los vientos. Ignorantes sabios, tontos de inteligencia, guarda materiales ilustres, en todas partes vemos: no tienen ellos la culpa: el vulgo es con frecuencia perverso distribuidor de fama, que no sabe a quién eleva ni a quién deprime. Foción se tiene por perdido al oírse aplaudir por la gente del pueblo: el consensum eruditorum de Quintiliano sanciona las obras de los ingenios eminentes, y los señala para la inmortalidad.

Si fue el ánimo de ese hombre, dirán buenos y malos, componer un curso de moral, según que él mismo lo insinúa, ¿cómo vino a suceder que prefiriese la manera más difícil? ¿Puede él tomar a don Quijote en las manos sin que se desperfeccione la figura más rara, delicada, original y graciosa que nunca ha imaginado ingenio humano? ¿Y qué será el Sancho Panza salido de esa pluma, la cual, si no es de avestruz, no es sin duda la maravillosa que Cervantes arrancó al ave Fénix, y tajada y aguzada por un divino artista, le acomodó éste entre sus dedos maestros? ¡Pluguiese al cielo que tan lejos nos hallásemos de Avellaneda, como debemos de hallarnos de Cervantes! Por lo menos es verdad que si no ha sido nuestro el levantarnos a la altura del segundo, no hemos descendido a la bajeza del primero. «Los más torpes adulterios y homicidios, dice Bowle, hacen el sujeto de dos cuentos sin ningún propósito ni moral en este libro» (el de Avellaneda). Adulterios y homicidios, ¡gran asunto para enseñar deleitando y oponerse a los vicios que en diarias irrupciones devastan el imperio de las buenas costumbres! ¿Quién ha de temer dar al mundo los propios motivos de reprobación que ese fraile desventurado? Lo que sí nos infunde temor es el convencimiento de que aproximarse a modelo como Cervantes no le será dable sino a otro hijo predilecto de la naturaleza, a quien esta buena madre conciba del dios de la alegría en una noche de enajenamiento celestial.

Tómese nuestra obrita por lo que es -un ensayo, bien así en la substancia como en la forma, bien así el estilo como el lenguaje. ¡El lenguaje! Nadie ha podido imitar el de Cervantes ni en España, y no es bueno que un americano se ponga a contrahacerlo. ¡Bonito es el hijo de los Andes para quedar airoso en lo mismo que salieron por el albañal ingenios como Calderón y Meléndez! La naturaleza prodiga al semibárbaro ciertos bienes que al hombre en extremo civilizado no da sino con mano escasa. La sensibilidad es suma en nuestros pueblos jóvenes, los cuales, por lo que es imaginación, superan a los envejecidos en la ciencia y la cultura. El espectáculo de las montañas que corren a lo largo del horizonte y obscurecen la bóveda celeste haciendo sombra para arriba; los nevados estupendos que se levantan en la Cordillera, de trecho en trecho, cual fortificaciones inquebrantables erigidas allí por el Omnipotente contra los asaltos de algunos gigantes de otros mundos enemigos de la tierra: el firmamento en cuyo centro resplandece el sol desembozado, majestuoso, grande como rey de los astros: las estrellas encendidas en medio de esa profunda, pero amable obscuridad que sirve de libro donde se estampa en luminosos caracteres la poesía de la noche: los páramos altísimos donde arrecian los vientos gimiendo entre la paja cual demonios enfurecidos: los ríos que se abren paso por entre rocas zahareñas, y despedazándose en los infiernos de sus cauces, rugen y crujen y hacen temblar los montes; estas cosas infunden en el corazón del hijo de la naturaleza ese amor compuesto de mil sensaciones rústicas, fuente donde hierve la poesía que endiosa a las razas que nacen para lo grande. El pecho de un bárbaro dotado de inteligencia inculta, pero fuerte; de sensibilidad tempestuosa, es como el océano en cuyas entrañas se mueven descompasadamente y se agitan en desorden esos monstruos que temen al sol y huyen de él, porque su elemento es otro obscuro y frío.

La época del arte es la de la madurez de las naciones, dado que arte es el conjunto armónico de los conocimientos humanos recogidos en un punto y componiendo obras maestras, bien como los rayos de luz forman el fuego en los espejos ustorios. El poeta no ha menester otra sabiduría que la natural. Sabiduría natural es la idea que tenemos del Hacedor del mundo y sus portentos visibles e invisibles; la sensibilidad, que embebiéndose en un objeto, da nacimiento al amor; la facultad de gozar de las bellezas físicas y morales, y de ver por detrás de ellas el principio creador de las cosas; la tendencia a la contemplación, cuando, engolfados en una vasta soledad, clavamos los ojos y el pensamiento en la bóveda celeste; la correlación inexplicable con los seres incorpóreos que andamos buscando en el espacio, las nubes, los astros; el cariño inocente que nos infunden las estrellas que resplandecen y palpitan en la alta obscuridad, cual serafines recién nacidos a quienes el Sacerdote del universo da el bautismo de la bienaventuranza eterna; estas y muchas otras componen la ciencia de los que no saben aún la aprendida en la escuela de una larga civilización. Bien así en el individuo como en la sociedad humana en general, la mañana de la vida es la fresca, alegre, poética: al poeta siempre nos le figuramos joven y hermoso: el Víctor Hugo de las Odas y Baladas, el de las Orientales, el de las Hojas de Otoño, con sangre hirviente, espíritu impetuoso, mirada vencedora, ése es el poeta, mancebo feliz a quien las Gracias preparan lecho de flores en los recodos encantados de los jardines de Adonis: la corona de mirto cae bien sobre esa frente que resplandece iluminada por las Musas, bella y pura representación de la poesía. Homero es viejo; nunca y nadie le ve joven; pero su estro no desdice de las canas venerables de ese anciano maravilloso. Júpiter requiere un cantor que infunda más respeto que cariño, más admiración que benevolencia.

La novela es obra de arte. Para que sea buena, el artista ha de ser consumado. Ni Goldsmith hubiera compuesto su Vicario de Wakefield, ni Fielding su Jonatham de Wield, ni Richardson su Clara Harlowe, ni Walter Scott sus Aguas de San Ronán, sin un profundo conocimiento del corazón humano, las costumbres, los vicios, las miserias de sus semejantes; y para llegar a ese conocimiento, que de suyo es una sabiduría, tiempo y observación necesitaron, a más de aquella malicia sutil y bienhechora con que algunos ingenios nacen agraciados, la cual sirve para herir en los vicios y curar las llagas muchas y muy grandes que afean a la sociedad humana. Un ignorante pudiera hacer quizá un buen trozo de poesía lírica, si le suponemos poseído n del furor divino, esa llama que prenden las Hijas del Parnaso animando el verde mirto con su soplo milagroso. Mas será para él cosa imposible idear y poner en ejecución una epopeya, una tragedia o una novela, rateos de las humanidades que requieren estudios, sobre las disposiciones naturales del escritor. No supo lo que se dijo el que llamó ingenio lego a Cervantes: a más de lo que tuvo de aprendido, poseyó éste la ciencia infusa con que Dios suele aventajar a los entendimientos de primer orden; esa ciencia que no hace sino indicar lo que dos o tres siglos después ha de ser descubierto, y propone en forma de sospecha lo que brilla como verdad en el centro del porvenir. El Quijote no es obra de simple inspiración, como puede serlo una oda; es obra de arte, de las mayores y más difíciles que jamás han llevado a cima ingenios grandes.

Tienen de particular las obras maestras que, cuando uno las lee, piensa que él mismo pudiera haberlas imaginado y compuesto: ¡son tan cumplidas en naturalidad y llaneza! Hanos sucedido experimentar uno como dolor absurdo de que Chateaubriand se nos hubiese anticipado en Chactas y Atala. Traidor: así es como esos ambiciosos nos frustran nuestras glorias. ¿Qué mozalbete presumido de literato no piensa que él hubiera muy bien compuesto esa novelilla? Eche mano a la pluma de René, y verá si no pesa tanto como el martillo de un cíclope. Los gigantes labran con mucha holgura esas piezas con que los dioses atan contra las rocas del Cáucaso a los insolentes; los hombres comunes no alcanzan sino lo que dice con lo exiguo de sus fuerzas y su infeliz habilidad. Y cabalmente por eso hemos tomado sobre nosotros obra que tiene por título: Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Si a estotro ladrón del fuego sagrado le hacen el honor de castigarle, que sea con las cadenas de Prometeo: esas con que las Gracias prendieron y aherrojaron al malicioso hijo de Venus, serán buenas para este atrevidillo: un provocador de más de la marca requiere el buitre inmortal, que aleteando sobre él de siglo a siglo se regale en sus entrañas. Entre la furia y el desprecio, la eternidad de la pena y el olvido, si uno tiene sangre en el ojo, se quedará a lo cruel. No hay cosa más dura que la suavidad de la indiferencia.

No es raro que en orden a los hombres poco comunes los juicios de los otros difieran hasta el extremo de constituir opiniones encontradas. Para unos, Cervantes era ingenio lego, esto es, carecía de los conocimientos sin los cuales no puede haber gran escritor; para otros, el epitafio del Albusense, puesto sobre su losa, hubiera sido mezquino de justicia y alabanza:

«Aquí yace el que supo cuanto se puede saber».

Exceso de admiración, o atrevimiento por ventura, pues a nadie le ha sido dado hasta ahora imaginar siquiera cuanto puede saber el hombre, menos aún verse privilegiado con la sabiduría que alcanzará cuando a fuerza de siglos, experiencia, padecimientos, llegue a su perfectibilidad el género humano; y esto, si algún día viene a perfeccionarse en términos que vea rostro a rostro al Incógnito que nos oculta en su seno las luces por las cuales andamos suspirando en estas aspiraciones honoríficas con que nos dignificamos, cuando nos tenemos por superiores a nosotros mismos.

Cervantes fue astrólogo judiciario: los secretos de los astros le eran conocidos; el porvenir se le descubría en la bóveda celeste estampado en signos portentosos. Por lo que tuvo de hechicero, pudiera muy bien haber servido de miga a un auto de fe: por lo de brujo, no hubiera hecho mala figura en los conventículos de Zugarramurdi.

Fue jurisconsulto: los Aruncios y Eserninos, los Antistios y Capitones no conocieron más a lo grande esta gran ciencia de las leyes que enseña e impone la justicia a los hombres.

Fue médico: de esos que toman en la mano la naturaleza palpitante, en sus convulsiones echan de ver los males que nos aquejan, y guiados por nuestros ayes, van a dar con el remedio en las entrañas de la sabiduría.

Fue poeta: peregrino venerable, subió al Parnaso, se alojó en la morada de las Musas, y tuvo relaciones misteriosas con los genios de esa montaña santa. Los dioses se hospedaron en casa de Sófocles: aquí es al contrario; un hombre llega a la mansión de los inmortales.

Fue teólogo: florezca en tiempo de los Santos Padres, y el obispo de Hipona no se llevara la palma así con tanta holgura, como si para él no pudieran nacer competidores.

Fue músico: la flauta encantada de Anfión no conmovía tanto el alma de los árboles y las piedras, ni las entonaciones guerreras de Antigenides despertaban más furor en Alejandro.

Fue cocinero: en la sociedad culinaria de Cleopatra hubiera sido presidente a votos conformes: nadie mejor que él guisa y dispone los raros pajarillos de que gustan los Tolomeos.

Fue sastre, gran sastre, digno de un imperio: las calzas de don Quijote se muestran allí acreditando que nadie más que él estuvo en los secretos de la noble indumentaria. Si Apolo usase jubón y herreruelo, ¿a quién sino a Cervantes se dirigiría? ¿Qué otra cosa fue el autor del Quijote?

Hic stupor est mundi.


¡Dios de bondad! Para ser uno de los más peregrinos, más admirables escritores, no hubo menester esa sabiduría universal con que algunos le enriquecen desmedidamente, dadivosos de lo que a ellos mismos les falta. ¿En dónde, cuándo estudió tanto? ¿Supo de inspiración todas las cosas? Los ingenios de primera línea tienen una como ciencia infusa que está brotando a la continua de la inteligencia. Los filósofos antiguos pensaban que el espíritu profético lo bebían algunos hombres privilegiados en ciertos vapores sutiles que la madre tierra echa de sí en sus horas de pureza, fecundada por los rayos del sol: de este modo hay una ciencia que estudian los individuos extraordinarios, no en aulas, no en universidades, sino en el gran libro de la naturaleza, cuyos caracteres, invisibles para los simples mortales, están patentes a los ojos de esos semidioses que llamamos genios. Cervantes había estudiado poco, y supo algo de todo: empero la perspicacia anexa a entendimientos como el suyo le conciliaba aptitud para decir verdades que no tenía averiguadas, para sentar principios que no son sino cosas problemáticas para los que no se fijan en ellos con esa intensión y fuerza a las cuales no resiste lo desconocido. Realmente admira verle aplicar a un loco un método medicinal no descubierto aún, y con todas las reglas de un científico. Hahnemann, inventor de la homeopatía, ¿no supo que un español mayor que él con dos cientos años, si no escribió de propósito acerca de su gran sistema, lo ensayó con buen éxito, y de este modo lo dejó planteado? Uno de los comentadores más prolijos de Cervantes, don Vicente de los Ríos, pretende que la enfermedad de don Quijote, descrita por él, compone un curso completo del mal de la locura; si bien ninguno de sus biógrafos ha descubierto que el soldado de Lepanto hubiese sido nunca médico o físico sabidor. Da entrada a su admiración el dicho don Vicente con reparar en los años del hidalgo argamasillesco, el cual, según sabemos todos, frisaba con los cincuenta, «año climatérico -dice-, muy ocasionado a la demencia». En esto no ajusta su parecer con el de cierta amable loca, quien, por la substancia de su expresión, debe pasar por autoridad en la materia. Visitando un día el czar de Rusia el hospital de la Salpêtrière en París: «Bobas mías, -les dijo a unas loquitas jóvenes que le rodeaban-, ¿hay muchas locas de amor entre las francesas?». La misma achispada respondió en un pronto: «Desde que vuestra majestad está en Francia, muchas, señor».

Ahora, pues, el amor es achaque de la juventud, enfermedad florida a cuyo influjo se abren las rosas del corazón y dan de sí esas emanaciones gratísimas que nos hacen columbrar los olores del cielo. Las estadísticas de los hospicios de dementes en las grandes ciudades señalan como principal el número de los locos de amor, en uno y otro sexo, prevaleciendo el femenino. ¿Provendrá esto de que las mujeres reciben más desengaños, devoran más afrentas y pesadumbres, y en ellas la caída viene siempre en junta del deshonor y la vergüenza? ¿O ya su delicada fibra, su corazón compuesto de telas finísimas, no resisten al ímpetu de los dolores que corren cual vientos enfurecidos en ciertos períodos de la vida? Dicen que la mujer posee en grado eminente la virtud del sufrimiento y resiste mucho más que el hombre a las cuitas del alma; y con todo, es cosa bien averiguada que por quince locos habrá veinte locas de amor. Es porque ellas no hurtan el cuello al yugo de ese tirano hermoso, y suspirando de día y de noche, arrojando ayes por su suerte, se dejan ir de buen grado con la corriente de sus males, sin que en ningún tiempo sean muchas las que intenten el salto de Leucadia. Aman al Amor, aman al Dolor, y felices o desgraciadas, cumplen con su destino, que es morir amando, aun en la Salpêtrière. Los cincuenta años de edad no son, pues, necesarios para la locura, si bien al amante de Dulcinea no le trabucaron el juicio amores, sino armas andantes, caballerías en las cuales entraban por mucho, es cierto, del corazón las turbulencias.

No serán pocas las ventajas de Cervantes que estén fundadas puramente en la vanidad de sus compatriotas: sus méritos reales son muchos y muy grandes, para que su gloria tenga necesidad de ilusiones que en resumidas cuentas no forman sino una sabiduría fantástica. Erigirle estatuas como a gran médico, verbigracia, allá se va con levantar una pirámide conmemorativa de sus descubrimientos astronómicos. Hipócrates quebranta su gravedad con una sonrisa, y Mercurio frunce el entrecejo.

Capítulo V

Cervantes alcanzó conocimientos generales en muchos ramos del saber humano: que pueda llamarse sabio particularmente en alguno de ellos, no dejará de ser dudoso. Su ciencia fue la escritura; su instrumento esa pluma ganada en tierra de Pancaya luchando con los mayores ingenios por los despojos del Fénix.

Un tal don Valentín Foronda, al contrario de don Vicente de los Ríos, quiere que Cervantes no hubiese conocido ni la lengua en que escribió. Atildando a cada paso las ideas y maneras de decir del gran autor, se pasa de entendido y censura en él hasta los cortes y modos más elegantes de nuestra habla. El tal Foronda, dice Clemencín, «entendía muy poco de lengua castellana, y parece haber escrito sus Observaciones más contra el Quijote que sobre el Quijote». Y don Valentín no es el único de los españoles empeñados en traer a menos a su insigne com patriota; pues sale por allí un don Agustín Montiano atribuyendo la nombradía de Cervantes a que anda muy desvalido el buen gusto, y la ignorancia de bando mayor. Empresa tanto más bastarda la de estos seudo humanistas, cuanto que los demás pueblos por nada quieren acordarse de otro grande hombre que de Cervantes en España; y van a más y dicen que esta nación no tiene sino ese representante del género humano en el congreso de inmortales que la Fama está reuniendo de continuo en el cenáculo del Tiempo. Italia, maestra de las naciones modernas, se gloría de muchos varones perilustres, de esos que, descollando sobre presentes y venideros, prevalecen en el campo de la gloria a lo largo de los siglos. Dante, Petrarca, el Ariosto, el Tasso en poesía; Miguel Ángel, Rafael en buenas artes; Nicolás Maquiavelo en política, son figuras gigantescas cuya sombra se extiende por el porvenir, cuyo resplandor alumbra las futuras generaciones. Italia posee cuatro épicos, cuando los otros pueblos no tienen ni uno solo. Portugal ha dado de sí ese gran mendigo que se llama Camoens; fuera de él no hay en Europa hombres de talla extraordinaria: Milton es un imitador, y a pesar de Chateaubriand, no se hombreará jamás con los grandes poetas antiguos. Pero Inglaterra se halla resarcida y satisfecha con su Shakespeare, ese genio misterioso que no sabemos de dónde ha salido, el cual, conmoviendo el mundo con las pasiones de su corazón, funda esta cosa nueva, compuesta, romántica, que denominamos el drama moderno. Tiene su Pope, bardo moralista y filosófico: tiene su Byron, el poeta de las tinieblas, que resplandece como Luzbel en el acto de estar rebelándose contra el Todopoderoso: tiene su Burke, su Chatham, oradores a la antigua, suerte de Cicerones y Demóstenes que recuerdan los grandes tiempos de Atenas y Roma.

Francia no es para menos: Corneille, Racine y Molière volverían inmortal ellos solos el mundo, no digamos su patria. Montesquieu, resumen de la sabiduría: Voltaire, enciclopedia viviente.

Alemania, en cierto modo, es pueblo nuevo en las humanidades. De ingenios de primer orden, de esas antorchas altísimas que se hallan a la vista de todas las naciones, tiene tres: Goethe, Schiller y Klopstock. El doctor Fausto es muy antiguo; pero esa sabiduría, proveniente del tráfico tenebroso de Mefistófeles, se fue en el humo de las vetustas selvas de la Germania: los abominables gnomos que las frecuentaban son hoy blandos silfos que revolotean por los jardines de la civilización moderna. Humboldt alza la cabeza y me mira con uno como asombro amenazante. Con el no cabe olvido: fue más bien necesidad de darle puesto separado, como a quien no está en su lugar ni aun entre grandes.

Al panteón de los inmortales no suelen traer los escritores sino a Cervantes, de parte de España; Cervantes, su única gloria, dicen, particularmente los franceses. Schlegel, a título de sabio, no ignora que España ha producido también un Calderón; y este buen clérigo entra como poeta de alto coturno en la crítica de ese soberano repartidor de la gloria. Mas a poco que leamos a Feijóo, habremos de dar la palma a su querida Iberia, esa vieja Sibila de cuyas advertencias no se aprovecha el mundo, porque a fuerza de incredulidad le obliga a echar sus libros al fuego. No pocos hay en ella de esos pequeños grandes hombres de cuya reputación están henchidos los ámbitos de la patria; mas uno es Cervantes, y otro Lope de Vega. Éste es gloria nacional, ése gloria universal: con el uno se honra un pueblo, con el otro el género humano.

«Miren el ignorante... ¡Y cómo se propasa el atrevido! -exclama por ahí algún buen chapetón celoso de las patrias glorias-: no sabiendo que España cuenta un Guillén de Castro, un Alarcón, un Quevedo, ¿cómo se atreve a dar puntada en esto que llamamos buenas letras? Si por el verso, allí están los Argensolas, los Ercillas, los Riojas, los Herreras, los Garcilasos, ¡oiga usted!, los Garcilasos... Si por la prosa, los Hurtados de Mendoza, los Fuenmayor, los Marianas, los Granadas, los Jovellanos. Desde el Arcipreste de Hita, ninguna nación más aventajada en ingenios poéticos; y desde el Infante Juan Manuel, ninguna más fecunda en prosistas de primera clase. ¿Y ahora viene este bárbaro instruidillo a poner el de España después de otros asientos en el consistorio de los grandes hombres? ¿Ignora, sin duda, que Rui Díaz hizo pedazos de un puntapié el sillón de marfil del embajador de su majestad cristianísima, con decir que a nadie le tocaba la precedencia donde se hallaba el del rey su señor?». Envaine usted, seor Carranza: no digo yo que España sea más pobre que otra ninguna en varones de pro y loa. ¿Cómo lo he de decir, cuando sabemos todos desde Paulo Mérula, que es la nación donde los ingenios son felices? Digo solamente que uno es ser hombre distinguido y otro ser grande hombre, de esos que el mundo consagra en el templo de la Inmortalidad e imprime en ellos el carácter que los vuelve sacerdotes de la inteligencia. No se me oculta que el Cid de Guillén de Castro fue la vena que el insigne trágico francés picó para su obra maestra. Voiture, Molière, La Fontaine beneficiaron las ricas minas de Quevedo, Alarcón, el conde Lucanor; y con elementos ajenos han hecho las preseas con que resplandece la literatura moderna. El metal ha salido de España; el arte, el primor los han puesto los franceses. Entre los unos, los grandes ingenios han llegado a ser de renombre universal; entre los otros, su gloria respeta los términos de la nación. Injusticia será del mundo, pero es así. Dura lex, sed lex.

Cervantes ha superado los obstáculos que los dioses y los hombres oponen a los que intentan pasar a la inmortalidad: después de dos siglos de luchar desde la tumba con la indiferencia de los vivos, prevalece, y el mundo le proclama dueño de una de las mayores inteligencias que ha producido el género humano. La Sagrada Escritura, la Ilíada, la Eneida, ¿cuál, en el mismo espacio de tiempo, ha sido más repetida y traducida que el Quijote? Por poco que uno sepa entenderse con la pluma, ya le vierten al inglés; al francés, no hay Perogrullo que no se haga traducir. En Alemania hay sabios que estudian a los ignorantes, hombres de talento que analizan a los tontos. Los italianos son grandes traductores; todo lo traducen: está bien.

Que nos traduzcan al griego, al latín, esas lenguas muertas, difuntos sabios que yacen amajestados con el polvo de veinte siglos, esto ya puede excitar nuestra vanidad. Don Quijote anda en ruso: el edicto de Pedro el Grande sobre que se rasuren todos cuantos son sus vasallos, no le alcanza a las barbas moscovitas con que se pandea en su viaje de Moscovia a San Petersburgo.

Anda en sueco, en danés: la antigua Escandinavia no con templó en las nubes, entre las sombras de los guerreros, otra irás belicosa y temible.

Anda en polaco: había más que Juan Kosciusho hubiera convocado un día a todos los caballeros andantes que anduviesen por el Norte. Tal pudiera haber venido entre ellos que bastase para dar al través con el poder del cosaco; y no se hallara el gran patriota en el artículo de escribir en la nieve con la punta de su espada: Finis Poloniae.

Anda en rumano: las orillas del Danubio le ven pasar armado de todas armas, caballero sobre el corcel famoso que el mundo conoce con nombre de Rocinante. Si no acomete allí de pronto una alta empresa, es por falta de barco encantado.

Anda en catalán, anda en vascuence: ¡oh Dios!, anda en vascuence... ¿Cómo sucede que no ande todavía en quichua? Dios remediará: los hijos de Atahualpa no han perdido la esperanza de ver a ese grande hombre vestir la cushma de lana de paco, en vez del jubón de camusa con que salió de la Argamasilla.

Cervantes presumía de haber compuesto una obra maestra, habiendo compuesto su novela de Persiles y Segismunda, y tenía bien creído que los presentimientos de inmortalidad y gloria con que andaba endiosado desde niño, eran efectos anticipados de esta creación. No sabemos si algún francés de mal gusto haya vuelto a su lengua el tal Persiles; el Quijote, en el cual su autor miraba poco, ha sido puesto en griego, latín, lenguas muertas; en francés, inglés, portugués, italiano y alemán, lenguas vivas; en sueco, danés, lenguas semibárbaras, aunque de pueblos muy adelantados; en ruso, polaco y húngaro, lenguas duras y terribles, lenguas de osos y carrascas; en catalán, vascuence, lenguas extravagantes. ¿Qué otro autor, inglés, francés, alemán, italiano ha merecido los honores de las nieves perpetuas y los de la zona tórrida? Miguel de Cervantes Saavedra es el más singular, el más feliz de los grandes escritores modernos; y los españoles no tienen por qué soltar el moco y soplarse amenazando, cuando decimos de España que no tiene sino a Cervantes. ¿Cuáles son las naciones que cuentan con muchos de esa talla? Por docenas, no hay sino gigantes pequeñuelos. Uno es el que empuña el cetro: el de España empúñalo Cervantes.

Pues hubo por ahí un don Valentín Foronda, un don Agustín Montiano, un Isidro Perales o don Blas Nasarre, que tomaron sobre sí el desvalorar a Cervantes; ¡y fueron españoles ésos! Si se salen con la suya, ¿cuál es príncipe de los ingenios españoles? Alonso Fernández de Avellaneda. Gran cosa.


Capítulo VI

Don Diego Clemencín afirma en sus anotaciones que algunos pasajes del Quijote de Avellaneda hacen reír más que los de Cervantes. Puede ser; pero de la risa culta, risa de príncipes y poetas, a la risa del albardán, alguna diferencia va. Pantalón y Escapín hacen también reír en el escenario, y no por su sal de gallaruza han de tener la primacía sobre esos delicados representantes que, huyendo de la carcajada montaraz, se van tras la sonrisa leve, la cual, como graciosa ninfa, hurta el cuerpo y se esconde por entre los laberintos luminosos del ingenio. La carcajada es materia bruta: molida, cernida, tras mil operaciones de química ideal, daría quizá una sonrisa de buenos quilates; bien como el oro no comparece sino en granos o pepitas diminutas, apartados los otros metales groseros y la escoria que lo abriga en las entrañas. Escritor cuya habilidad alcanza la obra maestra de mantener a los lectores en perpetua risa invisible, es gran escritor; y risa invisible la que no se cuaja en los labios en abultadas formas, desfigurando el rostro humano con ese hiatus formidable que en los tontos deja ver la campanilla, el garguero y aun el corazón de pulpa de buey. La risa agigantada es como un sátiro de horrible catadura: la sonrisa es una sílfide que en alas de sombra de ángel vuela al cielo del amor y la felicidad modesta. No digo que Cervantes no sea dueño de carcajadas muchas y muy altas y muy largas; pero en las de este divino estatuario de la risa hay tal sinceridad y embeleso, que no sentimos la vergüenza de habernos reído como destripaterrones, sino después de habernos saboreado con el espeso almíbar que chorrea de sus sales. Cervantes, por naturaleza y estudio, es decente y bien mirado: honestidad, pulcritud, las Musas que le están hablando al oído con esa voz armónica y seductora a la cual no resisten los hombres de fino temperamento. Avellaneda, por el contrario, goza en lo torpe, lo soez: sus gracias son chocarrerías de taberna, y las posturas con las cuales envilece a su héroe no inspiran siquiera el afecto favorable de la compasión, por cuanto en ellas más hay de ridículo y asqueroso que de triste e infeliz. El mal hijo de Noé, burlándose de la desnudez de este venerable patriarca, ha incurrido en la maldición de Dios y el aborrecimiento de los hombres: asimismo el bajo rival de Cervantes, riéndose y haciendo reír de la desnudez y fealdad de don Quijote, ha concitado la antipatía de los lectores y granjeado su desprecio.

Yo me figuro que entre Cervantes y Avellaneda hay la propia diferencia que entre los teatros de primera clase de las grandes capitales europeas, y esos teatritos ínfimos donde ciertos truhanes enquillotran a la plebe de los barrios más obscuros de las ciudades. El Teatro Francés, verbigracia, en París, en cuyo proscenio son puestas a la vista las obras maestras de Molière y Beaumarchais: donde el Misántropo desenvuelve su gran carácter: donde Tartufo asombra con los falsos aspectos de la hipocresía: donde don Juan pone por obra los arbitrios de su ingenio tenebroso y su corazón depravado: donde el Barbero de Sevilla derrama a manos llenas la grata sal que cura tristezas y remedia melancolías: donde don Basilio enamora con su papel de confidente, al cual tan sólo por el respeto debido a la sotana no le designamos con el nombre de echacuervos: donde las chispas del ingenio hacen un ruidecillo que parece música de alegres aves, y las malicias del amor vuelan encarnadas en cuerpos de donosos silfos. Allí, ante esa representación grandiosa de las costumbres desenvueltas por la inteligencia de primer orden, la carcajada no tiene cabida: si se atrevió a venir, a la puerta se quedó, contenida por la estatua de Voltaire, el cual nunca se rió como echacantos, risa alta y pesada, sino bajito, pian pianino, y en forma de puntas buidas metió su risa por el corazón de los errores y las verdades, los vicios y las virtudes. Así como Rabelais es el padre de la risa francesa, así Molière es el padre de la sonrisa: sonrisa culta, pura; sonrisa de buena fe, de buena casta; sonrisa agradable, saludable; sonrisa señora, sonrisa reina, que temería caer en la desconsideración de las Musas, si se abultase en términos de dar en risa declarada: sonrisa sin voz ni ruido: estampa muda, pero feliz, donde el placer ejecuta sus mudanzas, asido de las manos con esa deidad amable que nombramos alegría.

Avellaneda es brutal hasta en sus donaires: no de otro modo los trufaldines de la Barrera del Infierno dan saltos de chivo, gruñen como cerdos, embisten como toros, y profieren sandeces de más de marca para hacer reír a la gente del gordillo que está revuelta al pie de esas tablas miserables. Por donde podemos ver que en justicia el monje ruin que irrogó tantos agravios al autor del Quijote, no es su competidor, menos su émulo: rival es, porque obran en él envidia, odio, deseos nefandos, y el rival no ha menester prendas ni virtudes, siendo, como éstas son, excusadas para el efecto de aborrecer y maldecir. Admíranos, por tanto, que hubiese habido entre los sensatos españoles quienes diesen la preferencia a la obra sin mérito del supuesto Alonso Fernández de Avellaneda sobre la fábula inmortal de Miguel de Cervantes, príncipe de sus ingenios. Yo supongo que la buena fe no mueve el ánimo de estos autores; y si por desgracia la abrigasen cuando juzgan a Cervantes inferior, y con mucho, al tal Avellaneda, harto fundamento nos darían para que a nuestra vez sintiésemos mal respecto de su inteligencia. Las proezas de la envidia no son de ahora: esta es la primogénita de las ruines pasiones: Abel es menor que Caín. El cisne de Mantua fue mil veces acosado por cuervos que echaban graznidos siniestros en torno suyo; pero el lodo que Mevio y Bavio le arrojaron, no llegó jamás a ensuciarle la blanca pluma, y así limpio, casto, puro ha pasado hasta nosotros e irá pasando a las generaciones venideras. Horacio, juez supremo en poesía, proclama a Virgilio el primero de los poetas, después de Homero; Ovidio canta los triunfos de su maestro; Tuca, Vario, en gran prosa, ensalzan al autor de las Geórgicas, y poseídos del furor divino conmueven el universo con la admiración gratísima con que le vuelven inmortal. Mecenas tiene a honra ser su amigo: Augusto cifra su gloria en tenerle a su lado: el mundo todo se inclina ante el foco de luz que brilla en esa cabeza, el fuego sagrado que arde en ese pecho y vuela al cielo en llamas poderosas. Y hay un Mevio que le insulta, le calumnia, le denigra; un Bavio que hace fisga de él, le escupe, le escarnece. El bien y el mal, la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira son leyes de la naturaleza: querer hallar solas a las divinidades propicias, es querer lo imposible. No tenemos idea del bien, sino porque existe el mal: la luz no fuera nuestro anhelo perpetuo, si no reinara la obscuridad; y la verdad sería cosa sin mérito, si no estuviese de día y de noche perseguida y combatida por la mentira.

Para un Sócrates un Anito, un Melito: en no existiendo estos antifilósofos, ¿quién acusara al maestro? Para un Sócrates un Aristófanes: sin este poeta-histrión, ¿quién se burlara de las virtudes?

Para un Homero un Zoilo; si no, la envidia se queda con su hiel en el pecho. Para un Homero un Escalígero; si no, la basura no cubre las piedras preciosas.

Para un Virgilio un Mevio, un Bavio: preciso era que inteligencia superior, corazón sensitivo, alma pura, buenas costumbres, poesía en sus más erguidas y hermosas disposiciones tuvieran enemigos que las hicieran resaltar con el contraste de los vicios fingidos por la calumnia.

Alfesibeo es un mágico que por medio de sus encantos obliga a salir de la ciudad a Dafnis, su amada, y venirse a él a pesar suyo. «¡Hechicero, hechicero!», grita Mevio. «¡Brujo, brujo!», grita Bavio. Los personajes imaginados por el poeta son el poeta mismo: las aventuras de los pastores de Virgilio son de Virgilio mismo. Así hemos presenciado casi en nuestros tiempos la cruzada impía que los perversos junto con los ineptos han hecho contra uno de los mortales más llenos de inteligencia y virtud que pueden salir del género humano: virtud, entendiéndose por ella ahora esa gran disposición del alma a lo bello y lo grande, aun cuando los tropiezos de la tierra y la maldad de los hombres le hubiesen aproximado al que la poseía a los vicios, y por ventura al crimen. El Giaur fue hijo de una imaginación candente, nacido entre torbellinos de humo negro y encrespado; no fue persona real, de carne y hueso: Manfredo, ese como Doctor Fausto de los Alpes, que aterra con sus cavilaciones y da espanto con sus evocaciones, no fue el poeta que le dio vida soplando en su propio corazón con la fuerza del alma desesperada. El Corsario, ese terrible ladrón de los mares, para quien la vida de sus semejantes vale menos que la de un insecto, no fue el mismo que ideó su carácter y le dio cuerpo hermoso. Y con todo, sus contemporáneos temieron, aborrecieron, combatieron a ese poeta, tomándole, mal pecado, por los héroes de sus poemas, cuando las virtudes, virtudes grandes, se gallardeaban como reinas en su corazón inmenso. Lord Byron no es ya el vampiro que se harta de carne humana en el cementerio a media noche, y entra en su palacio a beber vino en un cráneo de gente convertido en copa: no es ya el don Juan Tenorio que engaña y seduce, fuerza y viola, se come a bocados honestidad y pudor, sin respeto humano ni divino, esclavo de la concupiscencia: no es ya el homicida secreto que ha derramado sangre inocente, por averiguar misterios perdidos en la vana ciencia de la alquimia. No es nada de esto: desvanecida la impostura, purificado el juicio, la generación presente ve en él, no al ateo, no al criminal, sino al poeta, al gran poeta, y nada más. Desgracias excepcionales y dolores profundos le volvieron hosco y bravo: así como amaba el amor, cual otro Vicario de Wakefield, así le obligó el mundo injusto y perverso a amar el odio; Lord Byron amó y aborreció: amó como serafín, aborreció como demonio. Su alma, en tempestuoso vaivén entre estos dos abismos, cobró proporciones, unas veces de ente divino, otras de hijo del infierno. Bregando, forcejando, gritando, aleteando cual águila loca, vivió el poeta su vida de suplicio, devorado el pecho por una legión de ángeles convertidos en furias. Así a Virgilio, en otro tiempo, quisieron atribuirle vicios y culpas de sus héroes; cuando su buena índole, la apacibilidad de su genio, su bondadosa mansedumbre le volvían amable para todos los que no abrigasen en su seno esa víbora inspiradora de maldades que llamamos envidia.


Capítulo VII

En una de las comarcas de Italia más ricas y hermosas nació un niño a principios del siglo decimocuarto. Las Gracias tuvieron cargo de él durante los años de su infancia: las Musas le tomaron por su cuenta desde que tuvo uso de razón. Bien así como el caballero de la Ardiente Espada había nacido con una hoja de fuego estampada en el pecho, asimismo ese niño parecía ceñir sus sienes con una corona luminosa, la cual era por ventura una mirada especial con que la Providencia quiso agraciar al recién nacido. Esa sombra de luz celeste fue precursora de la corona verdadera con que los hombres, admirados, honraron y distinguieron a ese niño andando el tiempo: Francisco Petrarca fue coronado en el Capitolio por mano del Senador, en una de esas solemnidades que no suelen prevenir los Gobiernos sino para las grandes ocasiones. Quince mancebos de las familias patricias de Roma, vestidos de escarlata, van precediendo al poeta con sendas palmas en la mano: los altos dignatarios del Estado, los senadores metidos en lobas de terciopelo verde, siguen tras él con diferentes insignias cada uno: el pueblo, en multitud inmensa, forma una procesión interminable. Ahógase en gente el Capitolio: Orso, senador, se levanta en pie y exclama: «¡Oh tú, el mayor de los poetas, ven y recibe la corona del mérito!». El poeta, pálido, pero hirviendo en mudo júbilo, da cuatro pasos apoyado en las Musas invisibles; el Senador le pone en la cabeza una corona de laurel, mientras el pueblo asorda la ciudad y los montes vecinos con un aplauso gigantesco. Incontinenti salen todos y se dirigen a la Basílica de San Pedro, en cuyas aras deposita el poeta, como ofrenda a la Divinidad, la corona que ha ganado por medio de la inteligencia.

En un mismo día Francisco Petrarca había recibido cartas del Senador romano, del Canciller de la universidad de París y del rey de Nápoles, por las cuales le llamaba cada uno con instancia a recibir «la corona del ingenio». Rara coincidencia que causó en el agraciado una como supersticiosa maravilla de gran poder en su ánimo. Decidiose por Roma, y no fue mucho: la ciudad de los Césares, la ciudad de los Papas, la capital del mundo era siempre más que otra cualquiera, aun cuando esta fuese París, teatro de las grandes representaciones y los triunfos de Abelardo. Voltaire ha intentado achicar a Petrarca, poniéndole atrás de ciertos poetas franceses, muertos para la posteridad: Petrarca vive, y su corona, la corona del Capitolio, está resplandeciendo a los ojos del género humano. El palaciego de Federico ha salido mal en esto como en muchas cosas. Un bardo amabilísimo de nuestro siglo, bardo cristiano y sencillo, le lleva la contra al viejo descreído de Ferney, y sostiene que Petrarca es el primero de los poetas de los tiempos modernos, sin que ha ya uno solo en Francia, Inglaterra, Italia misma que le alcance al solitario de Vaclusa, y menos que le tome la delantera. Lamartine es tan propasado en sus fervores, que por poco que delire da en lo absurdo: si no fuera tan serio, tan grave, tan superior este hombre, haría reír muchas veces, como cuando afirma que un verso de Petrarca vale más que toda la prosa de Platón. Montaigne diría justamente lo contrario, esto es, que una línea de la prosa de Platón vale más que todos los versos de Petrarca. Si el uno de estos críticos es más admirable como poeta, el otro es más respetable como filósofo y merece más crédito; si bien es verdad que a juzgar de los poetas líricos por la idea que de ellos tienen Montaigne y Montesquieu, esos ergotistas, como los llama el viejo gascón, no son ni para servir a la mesa de los hombres de mérito. Lamartine, del oficio al fin, propone exageraciones que a poca costa las llamarían disparates los filósofos.

Hubo por el mismo tiempo un pobrecito llamado Serafín Aquilano que dio en metrificar a despecho de las hijas del Parnaso. Los envidiosos de Petrarca pararon la oreja, le animaron. El vatecito ardió en celos, se puso de puntillas, se estiró cuanto pudo, y alargando el brazo, pensó que había tocado las estrellas. Los aborrecedores de Petrarca se pusieron a gritar: «¡Viva Serafín Aquilano! ¡El Fénix ha parecido! ¡Pan ha resucitado!». Y Petrarca no fue nada desde entonces: pospuesto, insultado, arrinconado, el amante de Laura se dejó estar llorando en silencio su amor infeliz en su recepto de Aviñón, sin que le diesen pena las vociferaciones y los embustes de sus enemigos. Serafín Aquilano estaba triunfante: sus obritas, mil veces reimpresas en ediciones primorosas, corrían por Italia en alas de la envidia. La conspiración era verdaderamente atroz, atroz y eficaz: el pobre Serafín, ídolo facticio de los perversos, llegó a tenerse por el Apolo, no de la mitología, sino de la realidad, del Olimpo cristiano donde Júpiter mismo le ensalzara con una mirada de distinción. Serafín por aquí, Serafín por allí: todo era Serafín Aquilano, gran poeta. Orso coronando a Petrarca en el Capitolio a nombre de Italia y su siglo; la Universidad de París rindiendo homenaje al ermitaño de Vaclusa; el rey de Nápoles, Roberto, el sabio rey, saliendo al encuentro del poeta con la diadema en la mano, dieron en tierra con la falsa gloria de Aquilano, y levantaron a Francisco Petrarca una estatua impalpable, más preciosa que el oro, más sólida que el bronce.

La misma táctica hemos visto después en contra de Racine, quien tuvo también no pocos envidiosos denigradores. ¡Y digo si el autor de Atalía pudiera haber tenido competidores ni en tiempo de Sófocles! Un crítico célebre llama a la Andrómaca la obra maestra del teatro; «pero Atalía -dice- es la obra maestra del entendimiento humano». El rey Luis XIV prohibió la representación de esta obra sublime, «porque -dijo- semejante majestad no puede dejar de ser profanada en manos mortales». Tragedia cuya fuente es la Biblia, Atalía es un monumento religioso: el templo de Salomón, Acab, la reina perseguidora de Dios; idólatras, judíos; las pasiones más profundas del género humano puestas en giro con habilidad maravillosa; poesía que corre a torrentes de la cumbre del Oreb; versos de cadencia pura; sentimientos del ánimo, como si los hombres fueran todos réprobos o santos; catástrofes estupendas; lenguaje inimitable: he aquí Atalía, he aquí el poeta que la compuso. Pues hubo quienes tuviesen a Racine por inferior a Pradón, muy inferior: un tal Pradón, un cierto Pradón, un Pradón, un hombre llamado Pradón, que ha sido poeta, dicen, y ha imaginado piezas teatrales de alto coturno. Racine se está hombreando ante los siglos con los grandes trágicos griegos: Esquilo, Eurípides, Sófocles, sus maestros, se ponen de pies cuando él entra en su academia, y le señalan alto puesto. En Roma no tiene igual: Séneca es interesante cuando, entrando el conspirador en el palacio de Augusto, le hace decir al gran déspota: «Cina, toma una silla»; pero muy lejos se halla el poeta romano del francés cuando éste levanta el vuelo y va a llamar a las puertas de la Belleza Infinita.

En los tiempos modernos Shakespeare es el intérprete más poderoso de las pasiones mundanas, el gran levita del terrenal amor; Racine, en Atalía, es el poeta de las pasiones divinas. Las obras donde entren Dios y la religión serán siempre superiores a las que versan puramente sobre cosas humanas.

La estrategia de la envidia, en todo tiempo, ha sido oponer los mediocres a los ingenios superiores, procurando que del ensalzamiento desmedido de los primeros resulte la desestima que los ruines ansían para los segundos. Esta providencia infame suele ser tan común, que todos los días la vemos puesta por obra, aun entre nosotros, pequeñuelos. Si uno amenaza con prevalecer por el talento sobre amigos y enemigos, allí están todos, unidos con los lazos del odio, para echarse ladrando sobre el pícaro que tiene la avilantez de ser más que ellos. Dotole naturaleza con sus altos dones: ellos se los niegan, y se cierran en su dictamen. Inteligencia, no señor; un poco de imaginación, y nada más; superficie, epidermis ligera; rásquesele con vigor, y el tonto comparece.

Sabiduría, sabiduría... si sabe que no sabe nada; y no a la manera del hijo de Sofronisco, sino nada, lo que llama nada. Sabe lo necesario para deslumbrar a los ignorantes y embaucar a los bobos: sabe que es un pícaro. Sabe que somos nobles y traemos la bolsa herrada. Sabe... ¿qué más sabe? «Que nosotros no sabemos leer ni escribir», responde el más hombre de bien y sincero de los señores.

Sensibilidad exquisita, don de lágrimas, poesía del dolor: todo es ficción; es un perverso. Si pudiera, exterminara al género humano: es asesino teórico; no le falta sino la práctica; ¿y quién sabe? Si Dios no me estuviera viendo, yo dijera que ese se tiene guardados sus dos o tres homicidios. ¿No le ven la cara? ¡Qué cara!

Rectitud, probidad; bribón: como el no puede nada, piensa que el buscar la vida es reprensible. Si estuviera en su mano, nadie tuviera cosa; todo fuera suyo.

Austeridad, severidad; malvado: no deja pasar un punto, ni el menor: todo lo ve, todo lo censura, todo lo condena. Es un argos el canalla: manos puercas, uñas largas, no perdona. Mata uno un lobo; allí está el para sacarnos los efectos de la embriaguez, para insultarnos con las purezas de la templanza. Él llama templanza eso de no beber, no esparcirse nunca. ¿Ese zanguango no ha enamorado en su vida?, ¿no sabe que faldas sin copas no son sombreros?

¡Virtud, oh virtud, pobre virtud, el mundo no es tu reino! Amenazas, peligros, ofensas, por dondequiera te rodean; y aun muy feliz si no sucumbes, mordida de perros, acoceada de asnos, devorada de tigres. ¡Virtud, oh virtud, santa virtud!, levanta el vuelo, huye, enciérrate en el cielo, adonde no podrán seguirte los demonios que con nombre de hipocresía, envidia, soberbia, odio insano, corrupción, infestan este valle, no de lágrimas, sino de hiel y sangre; valle obscuro, lóbrego, por donde van corriendo en ruidoso tropel esas fieras que se llaman desengaños, venganza, difamación, calumnia, asesinato, impudicia, blasfemia, tras las virtudes que huyen a trompicones, y al fin caen en sus garras dando armónicos suspiros que suben a la gloria en forma de almas puras.

Mevio y Bavio persiguieron a Virgilio; Serafín Aquilano fue superior a Petrarca; Pradón vio para abajo a Racine; todo por una misma causa. La envidia es ciega, y con todo ve muy bien a qué centro tira sus líneas. He allí, pues, un tal Alonso Fernández de Avellaneda que sin empacho se pregona superior a Cervantes en ingenio, y por vía de comprobar sus aserciones le llama pobre, mendigo, manco y otras de estas. Que pagado por un aborrecedor oculto hubiese el fraile infame escrito su mal libro, ya pudiéramos haberlo llevado en paciencia; que haya en España hombres de entendimiento harto confuso y de intención harto menguada para desdeñar la obra inmortal de Cervantes por el polvo y ceniza de Avellaneda, esto es lo que no nos cabe en el juicio. ¿En qué estaría pensando don Agustín Montiano cuando dijo que si algunos preferían a Cervantes era porque andaban muy desvalido el buen gusto y la ignorancia de bando mayor? Este mal español recibió, sin duda, lecciones del viejo barbalonga, ese calvo de agrio corazón y aguda lengua que hiere en la gloria de Homero y trata de apagar la luz que irradia por el mundo. Zoilo, osado antiguo que tuvo la soberbia de concebir envidia por el ciego de Chio, este pontífice de los dioses y padre de las Musas; Zoilo no puede enseñar el bien y la verdad; siendo como es la envidia encarnada en miembros de un hermoso, pero irritado demonio. Para volverse respetable aun en el ejercicio de la difamación, Zoilo contaba con esa calva sublime que ha pasado a la posteridad, y esa barba de Termosiris que en largas madejas blancas se le descuelga por el pecho hasta el ombligo. Si Montiano careció de estas ventajas, fue dos veces tonto y dos veces atrevido en su empresa de dar al través con la fama de Cervantes.


Capítulo VIII

Si es disposición secreta de la Providencia que los hombres de facultades intelectuales eminentes y virtudes superiores han de vivir sus cuatro días en la tierra devorando privaciones y amarguras, no lo podríamos afirmar ni negar antes de que hubiésemos examinado la materia en disquisiciones filosóficas altas y profundas. Los que de primera entrada cortan por los argumentos y lo resuelven todo por la autoridad del orgullo y en nombre de la ignorancia, dirían buenamente que esa ley tácita del Hacedor contra los varones ínclitos no existe. Ya lo han dicho cuando, censurando la desgracia en general y haciendo mofa de ciertas lágrimas ilustres, han afirmado que todo hombre es dueño de su suerte. La teoría, como principio, es infundada y hasta necia: en la práctica, los que han puesto en campo esa doctrina reciben mil heridas por mil defectos de armadura. Todo hombre es dueño de su suerte: ¿de manera que los hambrientos, los desnudos, los desheredados de la fortuna, grandes y pequeños, no han de imputar sus desdichas sino a ellos mismos, a su propia incapacidad e indolencia? Tan duros pensadores no recibirán, sin duda, la recompensa que el Hijo de Dios tiene ofrecida a los que ejercen la caridad movidos santamente por la misericordia. «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; desnudo me hallé, y me vestisteis; preso estuve, y me visitasteis: venid, ¡oh! los benditos de mi Padre, a recibir el premio de vuestras buenas obras». Si el hambre, la sed, la desnudez, la prisión de los desventurados del mundo provinieran de los peores vicios, cuales son pereza y soberbia, el juez infinito no les prometiera con tanto amor y gratitud el premio con que de antemano glorifica a los hombres justificados. En la Escritura, indigencia, necesidad son tan santas como las virtudes que les ponen remedio: dad al pobre, dice el Señor; no dice: dad al ocioso, como si fuera lo propio el vicio que la desgracia. Hambre puede tener uno a pesar del trabajo; sed a despecho de la actividad, y carecer de vestido, sin que valgan afanes y pasos por este mundo injusto y ciego. Entre los idólatras mismos la más innegable de las divinidades era la Fortuna: Sila cargaba al pecho una imagen de esta diosa, y sabido es que se llamaba feliz, atribuyendo a una ley providencial sus triunfos y felicidades, y de ningún modo a las concepciones de su entendimiento ni a la fuerza de su brazo.

Negar la existencia de la fortuna, allá se iría con negar su rueda, máquina real y bien a la vista, que va moliendo en sus vueltas a la mitad del género humano, al paso que a la otra la toma en el suelo y la coloca frente a frente con el sol. Los más ruines, ineptos, perversos, canallas suelen ser los que más resplandecientes se levantan en sus cucharas, y allí se están, echándole un clavo a la dicha rueda, insultando al universo con la incapacidad y la perversidad triunfantes. Si todo hombre es dueño de su suerte, ¿cómo viene a suceder que la inteligencia divina en el autor de la Ilíada, la sabiduría excelsa en el maestro de Fedón, el valor indómito y la rectitud inquebrantable en el competidor de Demóstenes, las grandes virtudes reunidas en el mayor de los griegos, no los volvieron a estos seres privilegiados los más prósperos de los mortales, y dichosos según que regulamos la felicidad con advertencia a esta vida y el modo de vivirla? Ni por tontos, ni por cobardes, ni por enemigos del trabajo habrán pasado a la posteridad esos nuestros semejantes que han engrandecido su siglo con su gloria, santificando al propio tiempo su desgracia con la miseria sufrida en amor de la filosofía. Verdad es que ellos no ansiaron las riquezas; y en no buscándolas ahincadamente, ellas no vinieron a pararse en sus umbrales. Empero muchos hubo que bien hubieran querido tener lo necesario, y en quienes el sudor de su frente nada pudo. Desdichas, pesadumbres, dolores son herencia de la flor del género humano; y esa flor se compone de los grandes poetas, los filósofos sublimes, los héroes magnánimos, los patriotas ilustres. Hay en Jámblico un pensamiento que hace meditar mucho acerca de la inmortalidad y el porvenir de las criaturas. Dice este mago divino que las lágrimas que derramamos en este mundo, las penas que devoramos son castigos de malas obras que hicimos en una vida anterior; y que purgadas esas culpas, cuando pasemos a otra, seremos más felices no, pero sí menos desgraciados; hasta cuando, a fuerza de purificarnos por medio del llanto y levantarnos por las virtudes, vengamos a disfrutar de la gloria eterna en el seno del Todopoderoso.

Esta transmigración oculta en sus entrañas un mundo de sabiduría y esperanza: los que padecen actualmente se hallan en la vía purgativa, como hubiera dicho un teólogo cristiano: los que padecen más, están más cerca del remedio: los que están pecando y gozando en el crimen; los malos, egoístas, perseguidores y torpes, van despacio, muy atrás de esas almas ligeras, medio lavadas ya con las lágrimas, cernidas, digamos así, de la mayor parte de la escoria; sacudidas al viento acrisolador, y enderezadas al cielo con rumbo hacia la luz. Job había pasado por muchas vidas, según el filósofo nigromante: hallábase a las puertas del descanso eterno y raspándose con una teja la lepra en la calle; repudiado de su esposa, abandonado de sus hijos, olvidado de sus amigos en medio del suplicio del alma y el corazón; enfermo el cuerpo, sus harapos revueltos en inmundicia; llagas puras los miembros; sin pan contra el hambre, sin agua contra la sed; clavado en un potro, y volviendo los ojos a Dios, es el emblema de la paciencia y el reflejo de la gloria fundido en una aureola de esperanza. Job, viejo, pobre, dejado de todos; enfermo, víctima de mil dolencias e imposibilidades, lleva vividas muchas vidas, en las cuales ha sido, según la idea de Jámblico, afortunado desde luego, después feliz como lo entiende el mundo, a manta de Dios en esto de riquezas y placeres, que son cartas desaforadas para con el padre de las virtudes. Job está viviendo la última vida humana: la lepra, la teja, llaves con las cuales, pasando por la sepultura, dejando allí los huesos, ha de abrir ese gran candado de oro cuyas cifras y combinaciones son imposibles para los que aún no hemos padecido lo que el hambriento y el leproso. ¡Oh felices de nuestro tiempo!, ved las pruebas por las cuales tenéis que pasar, medid los escalones que tenéis que subir, y si sois para echar una mirada escrutadora a la eternidad, derramad torrentes de lágrimas, abrumados por estos verdaderos tormentos futuros que llamáis hacienda, placer, dicha y contento. Vosotros sois los últimos de los tiempos: soles se apagarán, estrellas caerán, mundos se destruirán, y vosotros, de catástrofe en catástrofe, tendréis mucho que ver y padecer, primero que vengáis a distinguir la felicidad verdadera de la falsa, y reposar en el gremio de Dios, único lugar donde podemos tenernos por felices; felices, porque allí el mal es imposible y el bien llena el universo a nuestros ojos de un océano de luz donde se están irguiendo en figuras impalpables las épocas del mundo y los pasos de la gloria. ¿A quién le sería dado romper esta escala eterna, y revolver las cosas de manera de acomodarlas a sus propias extravagantes ideas, habiéndolas sacado de la jurisdicción de una ley infinita?

La Fortuna, divinidad de los gentiles, ha venido a ser Genio para los cristianos, llamándose Destino. El destino es cosa tan fuerte, que por mucho que nos neguemos a confesarlo, viendo lo estamos y devorando sus agravios. Destino es poder oculto, profundo, misterioso: destino es persona invisible de obras que tienen cuerpo: destino es ser inaveriguado: su corazón está en el centro de la nada, y su mano recorre el mundo hiriendo en las teclas de la vida. Los hombres, figuras diminutas puestas sobre ese órgano gigantesco, saltan a su vez cada uno, cuando el destino o la fortuna ha puesto el dedo en la suya, y unos caen derribados, otros se yerguen más; estos dan saltos y se quedan a medio caer; esos suben de un bote a otro andamio del instrumento; tales bailan en buen compás, cuales se resbalan y andan a gatas, formando este conjunto triste unas veces, ridículo otras, y ruidoso siempre, que llamamos comedia humana.

Nosotros pensamos que no hay hombre dueño de su suerte, si no son los sabios que están en contacto con la Divinidad por medio de la sabiduría, y los santos que tratan con ella median te las virtudes practicadas con voluntad y conocimiento. Los monarcas no son dueños de su suerte, porque tienen heredado el trono. Los grandes no son dueños de su suerte, porque su amo y señor los puede echar abajo de un puntapié el día que se les enoje. Los ricos no son dueños de su suerte, porque muchas veces no deben sus riquezas al sudor de su frente, y porque un tirano o un ladrón se las pueden quitar el día menos pensado y dejarlos en la calle. Los hijos de la fortuna no son dueños de su suerte, porque esta prostituta mal intencionada los concibe del viento a media noche y los pone en cuna de oro, sin que ellos sepan cómo ni cuándo. ¿Quién les niega la existencia a los hijos de la fortuna? ¡Hola, filosofillo!, ¿eres tú quien viene ahora con que los herederos incapaces del reino, los opulentos con haberes ajenos, los dignatarios, los nobles de favor por una parte; los ciegos esclarecidos, los tullidos ilustres, los mendigos célebres por otra, son todos fabricantes de su propia felicidad o desventura? ¿Cuáles son los méritos de tanto pícaro, tanto ruin, nacidos para el hurgón y la esportilla, que están ahí bajo el solio con nombre de presidentes, ministros y generales? ¿Dónde los hechos estupendos, las proezas, las virtudes de esos bribones que en casi toda la tierra tienen monopolizados tesoros, placeres y alegrías, en tanto que los buenos, los inteligentes, los activos, los virtuosos, los amigos del género humano, trabajando sin cesar por el bien común, las luces y la libertad, se ven obligados a remojar sus propias manos con sus lágrimas y comérselas a media noche? Veo allí un hombre sentado en lugar eminente, con cara de señor de un pueblo y dueño de una vasta porción de territorio: el cielo de terciopelo carmesí que le da sombra, los almohadones en que asienta sus pies rústicos, las lámparas que alumbran la sala indican que ese se halla bajo el solio: es presidente de una república, tiene facultades omnímodas, y puede hacer, en bien o en mal, lo que se le antoje. Su cara es grosera; sus ojos bestiales se están ofreciendo para que leamos en ellos vicios e ignorancia; su cerviz formidable gravita sobre ese rostro de animal hecho magistrado. Este como hipopótamo de carne humana no sabe leer ni escribir, no tiene idea del mérito; el bien y el mal no son nada sino con relación a su propia conveniencia: Estado, gobierno, leyes, cosas para él de significación ninguna; acciones, no sino malas en su vida; antecedentes, infames; esperanzas, para su patria la ruina; para él, el cadalso. Sirvió de esbirro, de verdugo a otro tirano; vivió del tablaje y la estafa; ni pundonor como soldado, ni hazañas de valiente: pereza y ociosidad, subiendo y bajando por ese cuerpo desmedido, le tienen a mediodía en el lecho, dormida el alma a las sensaciones y los cuidados del ser inteligente. Jamás ha movido un dedo para agenciarse el pan como hombre de bien; pan y vino, sobre tarja, y que le busquen en Ginebra. Inútil para todos, sus ruines propensiones y sus malas obras le vuelven perjudicial para sus semejantes, tanto más cuanto que de continuo se halla fuera de sí con el recargo de licores incendiarios que le embrutecen y enfurecen más y más. Este perverso sin luces, este ignorante sin virtudes, que si algo merece es la escoba o la horca, se está muy formal entre cortinas de damasco, llamándose dictador y disponiendo de vidas y haciendas.

Mirad allí ese rico que ve para abajo a los demás. Su casa es un palacio: el cedro oloroso, el ébano, labrados de mano maestra, componen su mobiliario. La seda anda rodando: alcatifas primorosas ofrecen bellos colores a los ojos, suavidad a las plantas de su dueño: dorados bronces, porcelanas de Sèvres, elegantes candelabros son adorno de sus rinconeras; y una araña de cien luces, suspendida en el cenit del grandioso aposento, está llamando los ojos a su cadena de oro y a la turbamulta de iris infantiles que van y vienen entre los prismas resonantes. ¡Pues la mesa de este gran señor! Los dos reinos son sus tributarios; la perdiz provocativa, el pichón delicado, el capón suculento, allí están a su albedrío, haciendo requiebros a su paladar esquilimoso. Ni por lejano el mar deja de ofrecerle sus productos: el rico gusta de peces finos: el salmón, hele allí alto y esponjado incitando el apetito con sus gordos filamentos. La tortuga, presente; en sopa real entrega al ansia del regalón acaudalado sus sabrosas entrañas. La anguila, no subsiste: ¿quién puede pasar sin ese artículo singular, esperanza del hambre rica, satisfacción de cultos comedores? Ahora tú, reino vegetal, ven y pon en el festín tus hongos, tus trufas, tus espárragos, tus coliflores, tus berzas diferentes, y no escatimes ni la raíz profunda, ni el grano en leche de que tanto gustan príncipes y potentados.

Por los bosques de Fontainebleau anda saltando alegre de árbol en árbol el faisán, libre y feliz en sus amores. Su esposa, su amiga, en la frondosidad de un haya se está en el nido, y entre sus alas sus polluelos, bebiendo la vida en el corazón que les reparte calor a todos. El macho los contempla pensativo sobre una rama próxima, y vive en el amor de su hembra y el cariño de sus hijos. Un estallido se difunde por el bosque: derramado en todas direcciones, se va como un trueno deshecho; el pájaro amante yace en tierra, las alas en cruz, el pescuezo torcido, la sangre chorreando por las fauces. Al otro día esta pieza será el plato principal de la comida del señor marqués o el señor duque. ¡Lástima que el águila real del Cáucaso no sea de comer, y dos veces desgraciado el rico en que naturaleza no haya destinado el león del Asia para sus antojos y sus gulas! Ahora pues, ¿este gran señor labró su riqueza con el sudor de su frente? ¿Empuñó la esteva, borneó el hacha en el profundo monte? No; ni corrió los mares desafiando las tempestades, ni fue a la guerra y dio grandes hazañas por cuantiosos estipendios. La inteligencia, no la beneficia; el vigor natural, no lo ejercita: no compra ni vende para comer, no arrima el hombro al trabajo a ninguna hora: heredó el inepto, y en la herencia funda su orgullo; o robó el miserable, y en el crimen finca su gloria.

Un anciano está bajando a tientas por un cerro de Ática, apoyado en un bordón: paso entre paso, en una hora no ha descendido diez toesas. Cada guijo un tropezón, cada hoyo una caída. Ni un perro le guía al infelice, porque es ciego tan desgraciado que el lazarillo fuera en él boato reprensible. Por dicha le importa poco que el sol se ponga: oriente y occidente, mañana y tarde, día y noche, todo es lo mismo para él; sus ojos duermen a la luz, y él anda por el mundo a tienta-paredes, hijo de las sombras, cuyo seno conmueve con dolorosos suspiros. Llegó por fin a la ciudad: palpando las murallas, cerca de una tienda, supo que estaba donde oídos humanos pudieran reconocer la presencia de un hambriento, sediento y desnudo, y levantó la voz, cantó un fragmento de poema. «¡El ciego, -exclaman adentro-, el ciego de la montaña ha venido! Pide pan en nombre de sus héroes; démoselo en nombre de los dioses: Homero es una bendición en todas partes». Y una mujer caritativa sale, toma al viejo, le entra en su tienda, le da de comer y le abriga con sus propias mantas. Al otro día el ciego besó la mano a su bienhechora, se despidió y se fue a cantar a otra puerta y pedir caridad en otra parte, Había trabajado cuando mozo: fue mercader, corrió mares, visitó puertos: el ciego había sudado la santa gota de la actividad humana, buscando la vida, combatiendo a la muerte, ganando terreno sobre la miseria: fuerza intelectual, fuerza moral, fuerza física estuvieron en continuo movimiento en esa persona dotada de todas las fuerzas; y sin embargo la desgracia, andando sobre el, bien como tigre que se aferra sobre el elefante, le siguió y le devoró sin consumirlo muchos años. Ese antiguo estaba en la última vida, como Job: por la inteligencia, la sensibilidad la virtud y las desgracias, iba a entrar en la categoría de los entes superiores, después de haber vivido siglos en mil formas. ¿Quién negará el influjo de una divinidad recóndita sobre ciertos individuos providenciales? Ni el talento, ni la habilidad, ni el trabajo pueden nada contra su suerte; suerte negra, en cuyos laboratorios no se destilan sino lágrimas para los predilectos de la naturaleza, y vino de Chipre y ambrosía para los hijos de la fortuna.

En un barrio obscuro de Londres, casi fuera de la ciudad, vivía bajo humilde techo un hombre de años en un cuartito mezquino en casa ajena. Este hombre, viejo y ciego, como el anterior, no contaba con más arbitrios que los escasos dineros que sacaba de sus versos vendidos por sus hijas. Su mujer se cansó de él; sus hijas mismas le hicieron traición, en cierto modo. Lloraba el viejo, porque era desgraciado: el pan, mal seguro, no de cada día; vino, nunca por sus manteles. En cuanto a la luz artificial, importábale poco, puesto que ni la veía, ni sabía si estaba o no ardiendo en su aposento. Llegó a tener hambre el mísero: devorola santamente en memoria de lo que en otro tiempo se había satisfecho. Porque éste sí, para ser ciego, había visto más que todos; para carecer de lo necesario, había nadado en lo superfluo; para ser desconocido y triste, había brillado en la corte al lado de un poderoso. Ahora, no solamente se come las manos, sino también huye de sus semejantes: sus compatriotas no pueden oír su nombre sin dejarse arrebatar de la venganza; y si supieran que está vivo, no le fuera bien contado, pues de debajo de las piedras le sacaran. Este mendigo ha sido ministro poderoso de un gran tirano, ha encubierto malas obras, ha sufrido se derrame sangre, sangre de reyes. El ciego oculto en una callejuela de Londres, el muerto de hambre, el zarrapastrón, es Milton, ministro de Oliverio Cromwell. Cuando perteneció en cuerpo y alma a la política; cuando fue malo, cómplice de un regicida, opresor de su patria, las riquezas le asediaron, los bienes del mundo le abrumaron: triunfos y placeres, suyos fueron: llamándose feliz, anduvo el cuello erguido, los ojos insolentes. Hoy que no es el hombre de la sangre, sino el de las lágrimas: no el de la ambición, sino el de la abnegación; no el del orgullo, sino el de la modestia; no el del crimen, sino el de las virtudes, los bienes de fortuna han huido de él cacareando como aves espantadas. Riqueza y virtud implica: hambre, dolores, ayes agudos, con rostros de ángeles enemigos o demonios propicios, forman la cariátide sobre la cual está sentada la suerte de los grandes hombres. Milton, ministro de Cromwell, fue rico y feliz: Milton, poeta del Paraíso Perdido, fue menesteroso y esencialmente desgraciado. No hay duda en que un Genio invisible va guiando hacia la gloria por entre abrojos y cardos a los hijos distinguidos de la naturaleza.

En una carrera aristocrática de París vivía de igual modo hasta ayer otro hombre, dueño de un palacio suntuosísimo. El viajero que andando del parque de Monceau al Arco de la Estrella ha pasado por la Alameda Friedland, ha visto, sin duda, una como morada real de piedra viva y dorados capiteles. El oro, la pedrería fina ruedan a destajo en esa mansión de príncipes. Lacayos de librea, con ancha franja amarilla en el sombrero negro, están para saltar al pescante de la carroza que va a salir al poder de cuatro caballos árabes. No esperan sino al amo. Hele allí: baja ya las gradas de mármol: su rostro viene ardiendo en un bermejor que no es de la naturaleza: gruesos diamantes al pecho en forma de botones: un carbunclo, envidia de reinas, está fulgurando en el meñique del príncipe o señor. Viejo parece éste a pesar de la juventud facticia del afeite. Su mirada contiene un mundo de desprecio por el género humano: es millonario de sangre real; sus semejantes no son semejantes suyos; los aborrece o los desdeña. Bajó, sube al dorado coche, el látigo chasquea, los nobles corceles toman sublime trote, devoran la distancia, y luego comparece la real carroza en las encrucijadas del Bosque de Boloña, donde está hirviendo la nobleza de Francia. Ese príncipe que tiene entrambos pies en la cúspide de la prosperidad humana por lo que toca a las comodidades, las riquezas, los honores, ¿será por ventura hombre de mérito que ha llegado a ese punto por sus obras? No: es un maniático, medio loco y medio idiota; vive y ha vivido siempre hundido en los vicios; carece de inteligencia, y no le envalentona siquiera el brío fementido de la soberbia. Nada ha hecho en su favor: ni ha pensado, ni ha trabajado, ni ha deseado cosa ninguna, y todo lo tiene y todo le sobra, y con su esplendor insulta la modestia de los hombres de virtudes. He aquí otra prueba viviente del principio sentado en mala hora por el seudo filósofo: «Todo hombre es autor de su propia fortuna»; principio que trae consigo una torpe falsedad y una calumnia a los desgraciados ilustres que no han perdido una hora de la vida ni se han dado punto de reposo, trabajando en la obra de los buenos, que es la civilización y la felicidad del género humano. Difícil sería para cualquiera aducir pruebas de que una divinidad oculta persigue incesantemente a los hombres que prevalecen por la inteligencia y la sensibilidad; y trayendo la proposición al campo del raciocinio, vendríamos a parar en que las desgracias anexas a esos individuos vienen a ser naturales, por cuanto en lo menos que ellos piensan es en su comodidad, y no se van desalados tras los bienes de fortuna, debajo de cuyo imperio militan los hombres vulgares, los ruines, los egoístas, y toda esa caterva que compone el globo despreciable de las ciudades y las naciones. Y todavía, ante el cuadro lastimoso de poetas, filósofos, inventores de las cosas, descubridores de mundos, grandes escritores, políticos eminentes, héroes de la virtud que se van a la eternidad oprimidos por el hambre, rendidos de fatiga, acoceados por sus semejantes, empapados, en sus propias lágrimas, no habrá quien nos quite del corazón que un misterio inescrutable se está desenvolviendo en ellos desde el principio del mundo; misterio que vendrá por ventura a sernos revelado el último día de los tiempos, cuando las tinieblas vuelen rotas a la nada, y el cielo abierto nos inunde en luz nueva y nos harte de verdad. Entonces admirados diremos: «Esto había sido», y nos postraremos ante el Dueño de los secretos humanos y divinos, y levantaremos a Él los ojos y exclamaremos: «¡Señor, tu obra es buena! ¡Señor, tu obra es perfecta! ¡Señor, tu obra es santa!».

Las naciones ofrecen todas ejemplares de esta guerra del mundo a los hombres que son honra y gloria de su especie: no hay una de la cual no pudiéramos decir lo que de Irlanda: Hibernia semper incuriosa suorum. El escándalo que ha dado Portugal dejando pedir limosna y morir de hambre al mayor de sus hijos, lo ha dado Inglaterra en Milton, Alemania en Weber y en Mozart, Francia en Molière, Italia en Dante, España en Colón y en Cervantes. Las que no han erigido estatuas a sus varones ínclitos, las erigirán luego; mas yo tengo para mí que ni la diadema de laurel que ciñe la frente de los bustos del Alighieri, ni el fulgor que despiden los retratos de Camoens, ni el bronce que condecora la ciudad de Madrid representando a Miguel de Cervantes, les van a saciar en la eternidad las hambres que padecieron, aliviar los dolores que sufrieron, ni enjugar las lágrimas que derramaron. Cosa es que le hace a uno erizar se los cabellos y correrle por las carnes un fatídico hormiguillo ver a Cristóbal Colón padecer y gemir en triste abandono, tendido en la obscuridad en un rincón de Valladolid. El monarca estaba al corriente de la situación del gran descubridor; los españoles sabían del modo que estaba agonizando el dueño de un mundo; y Colón se moría sin auxilio humano, si bien el divino, hombre predestinado al fin para la gloria, no podía faltarle. Expiró. Tan luego como el gobierno de su majestad supo que el Almirante había fallecido, se colocó sobre la envidia y la indolencia, y allí fueron los decretos reales para engrandecer y en noblecer al difunto; allí las exequias de príncipe; allí la admiración escandalosa; allí el dolor resonando en llanto sublime del uno al otro extremo de la monarquía. El que acababa de morir cual un mendigo, nacía para la grandeza en ese instante: ese cadáver cubierto de harapos, insepulto, caliente aún, es augusto como cuerpo de rey. El día que murió Colón nació para los pueblos civilizados, la gratitud le reconoció y el amor le empezó a mecer en cuna de oro. El día de su muerte nacen los hombres verdaderamente grandes. El mayor de los griegos, herido en el campo de batalla, teme arrancarse el acero que tiene clavado en el corazón, hasta que no sabe el éxito de la jornada; y como sus compañeros de armas acudiesen a el apellidando victoria, y luego al verle rompiesen a llorar perdidos: «¡Tebanos!, -les dice el héroe expirante-, vuestro general no ha muerto; al contrario, hoy, hoy, este día tan glorioso es cuando nace Epaminondas». Se arranca la espada del costado y muere. El día de su muerte nacía Epaminondas; el día de su muerte nació Cristóbal Colón; el día de su muerte nacen todos los hombres para quienes vivir es morir trabajando al yunque de la gloria.

En las naciones para las cuales caridad es parte de la sabiduría, y no se tienen por cultas si no practican las obras de misericordia, los ciegos tienen hospicios donde las comodidades rayan en lujo; los tullidos no hacen sino alargar el brazo para tomar el pan y el vino; los paralíticos reposan en suaves lechos y por medio de máquinas ingeniosas vacan a todos los movimientos necesarios; los sordomudos se crían, se educan, aprenden a oír y hablar por medio de inventos maravillosos, imaginados con amor ardiente por los filántropos; los niños desvalidos tienen socorro, los expósitos hallan madre; las malas mujeres, ¡hasta ellas!, pueden refugiarse en un palacio, cansadas del vicio, atraídas por el aliento de la virtud. Los inválidos son dueños de alcázares faustosos: allí tiene cada uno su cómoda celda, su pegujalito donde toma el sol y siembra su repollo; el refectorio, aseado, abundante; la cama limpia, los claustros o corredores alegres, con luz de sol mañana y tarde. Sólo para los sabios, los filósofos, los poetas, los varones perilustres no han levantado hasta ahora en ninguna parte un asilo conveniente, y muy dichoso ha de ser Luis Camoens si halla una tarima en el hospital de mendigos. Edgardo Poe, el joven inspirado, el gran poeta de los Estados Unidos del Norte, se andaba hasta ahora poco arrastrando por calles y tabernas, cubierto de lodo, tristemente feo y despreciable; y ese cuerpo de borracho había sido santuario de las Musas. Andrés Chénier no se escapó del hospicio o de la esquina de la calle, sino gracias al patíbulo que le recogió a tiempo. Cuando este amable ingenio se daba de calabazadas contra las paredes de su calabozo exclamando: «¡Lástima!, algo hay aquí en esta cabeza», no sabía que lo que le iba a tomar el verdugo le hubiera tomado la miseria; o más bien, lo supo, porque a fuero de apasionado a las letras humanas, Minerva le había ya ungido con el aceite mágico que confiere órdenes de gloria con imposiciones de hambre y harapos. Beker, el Tirteo de la Germania amenazada, fue infeliz hasta el último suspiro. Gilbert padeció cuanto alcanzan a padecer seres humanos. Hoffmann, gotoso, llagado el cuerpo, mortalmente dolorido, se hace arrastrar a la ventana para ver desfilar a sus ojos la comparsa de la comedia universal. Éste al fin no fue tan desdichado: en medio de sus enfermedades incurables, sus dolores intensos, sus privaciones, le queda un bien: su esposa no le abandona ni le asquea; al contrario, santamente enamorada, vierte sobre las úlceras de su corazón el bálsamo de sus lágrimas, al tiempo que suaviza con benéficas unturas las dolorosas escoriaciones de sus miembros. Feliz mil veces el que puede decir: «Mi mujer», y descansar en su seno, y morir en sus brazos, oyéndola pronunciar juntamente el nombre de Dios y el de su marido, envueltos en lágrimas que el ángel de la guarda está recogiendo en ánfora invisible.


Capítulo IX

Don Manuel de la Revilla, escritor contemporáneo de los más notables de la Península, se ha empeñado en quitarle a Cervantes la joya más preciosa de su diadema negándole en mala hora la miseria y las desgracias, por sincerar a su patria de la nota de egoísta e indolente. ¿No sabe don Manuel que no hay verdadera gloria sin desgracia, y que el infortunio es el hoplita descubridor que les va abriendo el campo a los varones ínclitos?


Oui, la glorie t'attend: mais arrête et contemple
A quel prix on pénètre en ces parvis sacrés:
Vois, l'Infortune assise à la porte du temple
En garde les degrés.


El infortunio, sí, señor, el infortunio es el dragón que cuida las manzanas de oro en el jardín de las Hespérides: el que de sea apoderarse de ellas a todo trance, ha de pelear con ese monstruo y vencerle en singular batalla; y puesto que le venza, no ha de salir sino chorreando sangre el cuerpo, el corazón herido, el alma ensayada al fuego. Terrible es esa aventura: los cruzados que fueron en busca de Reinaldo pasaron por entre los demonios que guardaban la mansión encantada de Armida en forma de grifos, tigres y serpientes, apartándolos y enmudeciéndolos con la varilla de virtudes: contra los custodios de la gloria, esta manzana de oro cuyas entrañas abrigan sabores y placeres inmortales, no hay varilla de virtudes. Esos monstruos no huyen; se les van encima a los atrevidos, y se les comen el alma, rompiéndoles el cuerpo con uñas envenenadas. Terrible es esa aventura: para acometerla, el caballero ha de ser de los más famosos andantes, de esos que, armados de todas armas, van sobre el endriago y le cortan la cabeza, dejando allí los vestidos y la mitad de su sangre. Don Manuel de la Revilla nos recuerda que el duque de Béjar y el conde de Lemos fueron caritativos para con Cervantes, y que éste no padeció las necesidades que nuestro siglo acostumbra echar sobre la nación hispana como otros tantos cargos de mezquindad y egoísmo. ¡El duque de Béjar! ¿Ese grande de España que con sus dádivas no consiguió sino labrar el olvido del agraciado? ¡Cómo daría, cuánto daría el pobre duque, cuando su nombre ni más volvió a salir de los labios de Cervantes desde que éste hubo recibido su limosna! O la dio como suelen dar los soberbios, despreciando y alabándose, o fue tan cicatero, que lejos de infundir gratitud en el pecho del hambriento, infundió desprecio; pero desprecio humano y generoso, de esos que se duermen y quedan muertos en el silencio.

Clemencín da mucho a entender y deja al lector mucho que adivinar con sus cultas reticencias, tocante a la frialdad del más agradecido de los hombres para con el señor duque protector. El conde de Lemos sí, más constante y bien intencionado; pero generoso, ni él. ¿Cómo sucede que estos ricos, estos botarates que echan por la ventana veinte mil duros en una noche de luminarias o en un festín de quinientos platos; cómo sucede, repetimos, que estos que tienen para hartar de ficédula, pitirrojo, alondra y ave del paraíso, asentados con brazos de mar de Tokay y Roederer, a sus reyes, sus parientes, sus camaradas, sus amigos tan opulentos como ellos, no dan a un pobre ilustre de una vez para toda la vida, o cuando menos para algunos años, y no que le obligan a estar volviendo a sus umbrales y llamando a sus puertas cada día? El conde de Lemos alcanza nuestra gratitud por los beneficios que hizo a Cervantes y en él al género humano; pero si tomando el quinto de su renta anual le hubiera asegurado su fortuna con una casita de campo, una heredad donde el hombre de ingenio hubiera ido a sepultarse, tranquilo respecto del pan de cada día, a la gratitud hubiéramos agregado la admiración, y tendríamos placer en llamarle Augusto al señor conde, siquier Mecenas, protectores apasionados del talento y las virtudes.

El embajador de Francia mostró una ocasión viva sorpresa en Madrid de ver que hombre como Cervantes no estuviese aposentado en un palacio y servido como príncipe a costa del Gobierno. Esto nos reduce a la memoria la hermosa fundación de los atenienses llamada Pritaneo, donde los ciudadanos que habían merecido bien de la patria por la inteligencia, la sabiduría, el heroísmo, las virtudes extraordinarias, se recogían a vivir a expensas de la República, la cual no escatimaba ni el tesoro común, ni los miramientos debidos a tan singulares personajes. Logista Cario, llegando a tiempo a la buhardilla de la ciudad de Burdeos para que Inarco Celenio no fuese a la cárcel, le está preguntando con tristeza al señor de la Revilla ¿si no pudiéramos decir hoy como en tiempo de Cervantes: Iberia semper incuriosa suorum? Hubo extranjeros que pasaron a España sin más objeto que conocer a tan egregio varón; y muchas veces se llenaron de asombro al ver la inopia en que se estaba consumiendo ese grande hombre. ¿No estaría Cervantes tan bien en su patria, cuando se insinuó con los Argensolas para que le llevasen consigo a Nápoles? Éstos, menos hidalgos que poetas, se lo ofrecieron, y burlaron, su esperanza con el olvido. Desengaños, amarguras a cada paso en el autor del Quijote. Don Manuel de la Revilla cumple con su deber cuando intenta salvar a España salvando a Cervantes; pero el defecto de armadura está allí, y bien a la vista. Más decimos: los españoles no han conocido el mérito, o más bien todo el mérito de su gran compatriota, sino cuando éste, dando golpes en su tumba desde adentro, ha llamado la atención del mundo con un ruido sordo y persistente. Y aun así, no son los españoles los primeros que le han oído, sino ciertos insulares cosmopolitas para quienes son patria propia las naciones donde descuellan grandemente la inteligencia y el saber humano. Los ingleses, con su admiración alharaquienta por Cervantes, sus traducciones del Quijote, sus comentarios, le han sacado a la luz del día y le han puesto al autor entre Homero, Platón, Virgilio, Tácito y los autores más esclarecidos de todos los tiempos, y su obra entre la Ilíada, la Lusiada, la Divina Comedia, el Decamerón, el Orlando Furioso y más obras que acostumbramos llamar clásicas y maestras. España descuenta hoy día con el amor y los honores el olvido y los ultrajes que devoró Cervantes en la tierra; y tan alto el precio en que tiene a su grande hombre, que no le sería bien contado al que hoy saliese volviéndose notable con la menor ofensa a su memoria. Nosotros, gracias a Dios, hemos respetado siempre a ese rey de la pluma; y tanto le hemos compadecido por lo infeliz, que nunca hemos contemplado en su suerte sin sentir húmedos los ojos. En cuanto a volver por él, ni tenemos contra quién ahora, ni nuestras fuerzas serían para entrar en tan grandiosa estacada. Con todo, si acudieren caballeros aventureros que nos repartan el sol, aquí estamos los mantenedores, no como el doncel de don Enrique, puesto el encaje, sino el rostro descubierto, para que se vea si el semibárbaro de América es paladín leal ni tiene miedo.


Capítulo X

Hay un español para quien los defectos mismos de Cervantes son perfecciones dignas de imitación, y sus errores axiomas y reglas del lenguaje más cumplido. Garcés, en sus Fundamentos del vigor y la elegancia de la lengua castellana, obra de mérito incuestionable, pone de muestras lugares del Quijote que harto dan a conocer que el autor no tuvo gran cuenta con la tersura y pulidez requeridas siempre por las obras de tomo. Virgilio impuso a sus testamentarios Tuca y Vario la obligación de echar al fuego la Eneida, porque no la había traído al cepillo tantas veces cuantas él quisiera: Cervantes no leyó ni una sola su manuscrito, y así lo dio a la estampa, lleno de lunares, como todo el mundo sabe. El autor de los Fundamentos arriba mencionados es un peripatético antiguo, de esos que se hubieran dejado moler en un pilón antes que entrar en cuentas con el maestro. Pero el magister dixit no es razón, y los votos pedarios no resuelven los grandes asuntos de interés general y perpetua trascendencia. Ni el respeto debido a la autoridad de Cervantes, ni el peligro de caer en vanistorio han sido bastantes para que nos abstengamos de hacer una tácita censura de ciertos pasajes donde flaquea ese gran entendimiento, donde verosimilitud y decoro están brillando por la ausencia. Decimos tácita censura, porque nunca nuestra osadía hubiera acometido la obra de corregir de manera didáctica los que a nosotros nos parecen defectos, en un corazón, eso sí, con los críticos más autorizados de España y otras naciones. Si Homero mismo cae en esa pesada soñolencia de que habla Horacio, quandoque bonus dormitat Homerus, ¿qué mucho que otro cualquiera, por despierto que ande a las prescripciones del arte y las advertencias del buen gusto, rinda la cabeza a esa deidad indolente que suele nacer de la fatiga y el descuido?

En mala hora el triste Avellaneda fue a tomarle en el camino a don Quijote, y le llevó a las justas de Zaragoza, cumpliendo con el programa de Cervantes: si esto no sucede, el caballero andante, en manos de su legítimo conductor, va allá, y en teatro más adecuado para su índole y su profesión, sigue desenvolviendo su gran carácter de paladín esforzado e invencible caballero. Allí, en la estacada, su gentil persona está como en su centro: a las justas de Zaragoza concurren, suponemos, Beltrán Duguesclin, Pierre de Brecemont, Miser Jaques de Lalain, el señor de Bouropag, Juan de Merlo, don Fernando Guevara, Suero de Quiñones y otros muchos aventureros de las naciones caballerescas. Don Quijote de la Mancha se afirma sobre los estribos, requiere su buena lanza, y ora venid juntos, ora venid solos, da sobre ellos, andando tan brioso y activo Rocinante, que no parece sino que le han nacido alas a posta para esa aventura. Concluida la batalla, las princesas y señoras de alta guisa que están en sus tablados de colgaduras de terciopelo, baten palmas exclamando: «¡Honra y prez a la flor y nata de los andantes caballeros! Bien venido sea a estos reinos el desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, sombra y arrimo de doncellas menesterosas!». Y luego oye el vencedor un suspiro largo y apasionado, y se encuentran los suyos con unos ojos negros que le están devorando, y viene una dueña y a furto le dice: «Señor don Quijote, lléguese a ese palacio, si es servido, que mi señora la princesa Lindabrides quisiera comunicar con su gallardía cuatro razones». Pero no, nada de esto que es tan propio de don Quijote; sino que ¡el miserable Avellaneda le coge y le hace dar de azotes en la cárcel! ¡Azotes a don Quijote de la Mancha, el carácter más elevado, el loco más respetable por la virtud, el más honesto y digno de cuantos son los hombres! Ese don Quijote preso, con sentencia de azotes sobre sí, la pena de los infames, ¿para qué sirve ya? Después de los azotes, Jesús mismo no tiene sino morir: ni desdicha, ni vilipendio, ni dolor como ese en el mundo: el que los lleva cúrese con la muerte del género humano, o sucumba: el sepulcro únicamente puede serle disculpa a la opinión de los hombres. Me acomodaron con ciento, decían los ladrones descarados, cuando se usaba ese horrible castigo.

«A espaldas vueltas me dieron
el usado centenar»,

dice otro pícaro sin vergüenza. ¡Y la pena de los rufianes, los alcahuetes y los pillos al dechado del pundonor y la hidalguía, a don Quijote de la Mancha! Si un vecino compasivo no le salva, azotan a don Quijote, y el menguado Avellaneda está triunfante.

Addison ideó un carácter en el cual concurriesen todas las virtudes filosóficas y morales, y lo encarnó en la persona de sir Roger de Coverley, la cual triunfa en el Espectador de la Gran Bretaña, ni más ni menos que un buen hombre Ricardo de Benjamín Franklin. Sir Roger es bueno, pacífico, sufrido; sir Roger es amable, ameno, abunda en instrucción y buen juicio; sir Roger profesa la tolerancia, mira con benevolencia al prójimo, perdona agravios y no los irroga jamás. Girando en la órbita de la modestia, sir Roger expone ideas elevadas, practica las buenas obras, sus costumbres son irreprensibles. Sir Roger es el timbre de Addison, quien le eleva y purifica más y más en cada número de su insigne periódico. Con justicia aborrecemos nosotros los colaboradores: Addison tuvo un colaborador, en hora menguada. De repente, un día aciago, sin que su amigo, protector y padre tuviese noticia de su desgracia, sir Roger comparece en una taberna, alzando el codo, cosa que nunca había hecho, en una escena vergonzosa entre mujeres de mal vivir. El Espectador genuino, el austero Addison, estuvo en un tris de caerse muerto cuando le vio: aturdido, desesperado, entra a su casa y le mata a sir Roger de Coverley. Al otro día, en el número siguiente, el pobre sir amaneció muerto. Todos sintieron y todos aplaudieron: un gran carácter envilecido de repente debe morir. Steele, el colaborador de Addison, cometió un abuso de confianza: sir Roger no era suyo: si tuvo necesidad de un hombre bajo, ¿por qué no fue a buscarle entre los mandilejos de la hampa? No de otro modo Alonso Fernández de Avellaneda ha tomado a don Quijote de la Mancha, le ha metido en la cárcel entre carlancones y delincuentes, y le ha condenado a pena de azotes. ¡Azotes a don Quijote de la Mancha, caballero de los Leones, emulo de Amadís de Gaula, amante de la sin par Dulcinea, que mañana tendrá dos o tres coronas con que premiar a sus escuderos!

En esto finca justamente nuestra queja más amarga contra Miguel de Cervantes: quejas, también de él, con ser quien es, las tenemos. Alonso Fernández de Avellaneda le lleva a las justas de Zaragoza al invencible don Quijote, y lejos de hacerle justar y romper lanzas con el señor de Charni o con Diego Pimentel, le hace consumar mil necias locuras en la calle, para que le arrastren a la cárcel y le den de azotes. Cervantes, que si no mató al hijo de su imaginación cuando le vio infamado, debió haberle hecho comparecer más alto y garboso en el escenario de la caballería, endereza su camino a Cataluña, y con un cartel infamante a la espalda, le hace dar vueltas por las calles de Barcelona, seguido de un tropel de muchachos burladores, de canalla soez y pícaros, que empiezan a echarle cohombros y cortezas de naranja. Para colmo de absurdo y negadez, allí está don Antonio Moreno, su huésped, exponiéndole a la mofa de la ciudad y los insultos de los rufianes; don Antonio Moreno, hombre de bien y de chapa, según nos le da a conocer Cervantes mismo. Los azotes con el cartel, allá se van: el uno se hundió, pero el otro también cayó. Esta escena del Quijote, sin propiedad, porque no es caballeresca; sin decoro, porque las virtudes del héroe están escarnecidas; sin gracejo, por insulsa, es el tributo que los grandes escritores suelen pagar al mal gusto y el error. El paso de don Quijote en las calles de Barcelona con un cartel infamatorio en la espalda es la burla de Milton en su poema, esa gran majadería donde los demonios se están riendo de los ángeles y haciéndoles fuego de cañón: es Childe Harold cuando se da cordelejo con los trascantones y palanquines de Newgate.

«Sólo en Virgilio, el más puro, más atinado de los autores, no hay -dicen- ni un solo pasaje indecoroso. Y vaya esta excepción, por ser la única, en abono de Cervantes. ¡Oh, y cómo don Quijote no hubiera pensado jamás en ir a Barcelona! Los caballeros andantes lo son, cabalmente porque corren el mundo en busca de las aventuras; aventuras que los están esperando por encrucijadas y despoblados, no por ciudades curiosas y nada fantásticas. Princesas a la grupa de caballeros moros, gigantes desemejables, endriagos y vestiglos, malandrines y follones, en los caminos y las sierras. Palacios encantados, ciudadelas de honda cava y ancho foso, castillos de torres de plata, enanos, atalayas, encantadores, mágicos, ¿en dónde sino en los Pirineos? O váyase a Damiata el aventurero; allí puede cortarle la cabeza al perverso nigromante descaminador y despoblador de las embocaduras del Nilo. Los ejércitos de Alifanfarón de Trapobana y Pentapolín del arremangado brazo, ¿se les encuentra en la esquina de la calle por ventura, entre los regatones que van gritando: «¡Albillo como el agua!, ¡besugo!, besugo»? Todo eso es aventura, y aventura no ocurre donde el policía anda arrastrando el sable, sino donde un loco gracioso puede embestir a mansalva con cuanto vizcaíno y cuanto fraile encuentra por esos mundos de Dios. Don Quijote en Barcelona es un eclipse lamentable: Sancho Panza ha casi desaparecido, y es lástima. Pues el sarao..., ¡qué sarao! Señoras de rumbo, cuales deben ser las que componen estas fiestas, en casas tan principales como la de don Antonio Moreno; niñas en quienes inocencia y delicadeza no pueden ir separadas; hermosas que obligan a la consideración y el respeto con el porte elevado y señoril, no son para burlarse de un pobre loco, así, como gente de escalera abajo, con tanta ordinariez y grosería, y menos cuando el caballero es huésped de la casa, circunstancia que imprime en él carácter de sagrado. En vez de un concurso de reinas y doncellas caballerescas, donde el gran don Quijote hubiera resplandecido por la cortesía, están allí cuatro locas que le toman, le hacen dar vueltas, le pisan, le cansan, le marean, le botan y le dejan arrastrando en tierra. «Caballero andante es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy está la criatura más desdichada del mundo, y mañana tendrá dos o tres coronas que ofrecer a su escudero». Esto sí; mas caballero andante no es utensilio de galopín, ni objeto que está a los pies de los caballos. ¿No sabían, sin duda, las señoras catalanas que caballeros andantes son señores a quienes sirven las Gracias, cuyos pies lavan los Amores con agua de jazmín y rosa?


«Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera Lanzarote
Cuando de Bretaña vino:
Princesas curaban de él,
Doncellas de su rocino».

Los palos, como anexos a los andantes, no los envilecen ya; y como el darlos y el recibirlos viene en ellos vertiendo sal, los admite de buen grado el lector, y aun los echara menos, si faltaran; pero los azotes..., pero el cartel..., pero el baile... Je veulx qu'ils donnent une nazarde à Plutarque sur son nez, dice el autor de los Ensayos, et qu'ils s'eschauldent à injurier Senèque en moi. Il fault musser ma foiblesse soubs ces grands credits. Sí, que le den un papirotazo a don Juan Bowle en mi nariz, y se abran a la injuria contra don Diego Clemencín, si hay españoles sin ojos para ver, sin oídos para oír. Don Quijote en Barcelona es un salsa de perro, un raya en el agua indigno de la púrpura imperial. Mas ¿qué importa ese montón de tierra en medio del verde bosque donde cantan las aves del paraíso tantas y tan bellas y con tan grata melodía? Mujer fuerte, ¿quién la hallará? Obra sin defecto, ¿dónde estará? El Quijote, grandiosa epopeya de costumbres, no pudo haber salido sin ningún desbarro que por el contraste nos hiciese admirar la perfección y gracia de la obra en su conjunto; bien así como el desperfecto fortuito de una cara hermosa está recomendando lo cumplido de las facciones y poniéndonos en el artículo de exclamar: «¡Qué ojos!, ¡qué labios! Sin esa excrecencia impertinente, esa mujer fuera una diosa».


{{t4|Capítulo XI == Entre los pecados y vicios de las buenas letras, el peor, a los ojos de los humanistas hombres de bien, es, sin duda, el que llamamos plagio o robo de pensamientos y discursos. Crisipo en la antigüedad era maestro tan sin escrúpulo, que tomaba lo suyo donde lo encontraba; y suyo era, en su concepto, lo bueno, lo grande que los filósofos alcanzaban a idear y expresar en la academia, el pórtico o el liceo. Corneille, en nuestros tiempos, ha tomado con admirable franqueza de los autores cuanto ha sido de su gusto y lo ha vendido por original. Ni en el filósofo antiguo ni en el poeta moderno acredita eso pobreza de inteligencia, sino así una como familiaridad y confianza, mediante las cuales los bienes de sus amigos son como suyos, y por tanto buenos para el uso propio.

Había en un plantel de educación superior un estudiante de los más notables por el ingenio, los bienes de fortuna y la posición social de sus señores padres. Rico además, su guardarropa era tan abundante, que bien hubieran podido salir de él de tiros largos todos sus condiscípulos. Pues este gran señor de colegio hacía lo que Crisipo, tomaba lo suyo donde lo encontraba, y suyo era pantalón, capa o sombrero que podía haber a las manos. Y no que fuese guardoso ruin de lo propio, sino al contrario, tan maniabierto, que los pobretes de entre sus camaradas se emperejilaban, acicalaban y componían por la mayor parte a costa suya. Eso de echarse encima el primer mantón que hallaba, y largarse a la calle, era de todos los días; y muchas veces le sucedió coger y ponerse un turumbaco o torre de Francia de un buen viejo catedrático, casado en segundas nupcias y doctor en teología; con lo cual queda dicho que el sombrero, si no del tiempo de la conquista, por lo menos anterior al serenísimo Carlos IV, que Dios tenga en su santa gracia. Acuérdome haberle topado una ocasión en el portal del Arzobispo de la ciudad de Quito, muy puesto en orden con su buen manteo negro, de vueltas peladas y desflecadas, y el susodicho turumbaco o torre de Francia, el cual por lo quebrado del ala parecía sombrero de tres picos. Verle y echarme a reír, todo fue uno. Él iba de prisa, según su costumbre: sin pedirme explicaciones ni echarme el guante, pasó ese como Santo Tomás o San Atanasio, que así me figuro han de haber andado los teólogos de su época. Como entro yo en el colegio, he allí un clérigo que se me llega cojín cojeando y me interroga: «¿No ha visto en alguna parte a ese loco de Vicente? Aquí me tienes que se fue con mi manteo, pensando que era su capa. -El manteo de usía, señor, y el sombrero del doctor Angulo: por allá va».

Las prendas que tomaban Crisipo y Corneille eran, sin duda, más elegantes y valiosas; pues yo supongo que no habrán ido a enriquecer sus obras con arandeles y argamandeles teológicos que los hubieran vuelto ridículos por extremo. Escritores hay tan sin género de aprensión, que ni siquiera se toman la molestia de dar otra forma a las alhajas que saltean; donde otros están haciendo memoria y averiguando consigo mismos si tal idea no pertenece a tal filósofo, si este pensamiento no lo expresó ya ese historiador o poeta. «La verdad es común a todos, -dice uno que se burla de los que le acusan de plagiario: -el que la dice antes, no le quita a nadie el derecho de decirla después». Con la autoridad del viejo gascón, el filósofo de los Ensayos ahora poco mencionado, pudiéramos prohijar o repetir ciertas cosas que cuadran con nuestra índole; mas entre el crear y el imitar, entre el tener y el coger, entre el producir y el pedir, la palma se la llevará siempre el ingenio rico y fecundo que halla cosas nuevas, o reviste las conocidas de tal modo que vienen a parecer originales y sorprendentes. La imaginación no es más que la memoria en forma de otra facultad: si esta es ocurrencia nuestra o puro recuerdo antiguo y confuso, no lo sabemos; mas como no somos de los que toman su bien en donde lo hallan, hemos querido advertirlo en orden a la materia de este capítulo. Pongamos que la idea es de autor antiguo o moderno; ¿quién nos quitaría a nosotros el poder de amplificarla y desenvolverla según el caudal de nuestras facultades? Sí, la imaginación es la memoria, la memoria tergiversada de tal modo, que no se conoce ella misma: imaginación es memoria cuyos mil eslabones rotos y dispersos va tomando la inteligencia y acomodándolos de manera de formar con ellos imágenes nunca vistas, las cuales son anagramas de las vistas y conocidas. No hay figura que no sea un recuerdo o un conjunto de recuerdos: de muchas reminiscencias, la imaginación pergeña un cuadro hermoso y nuevo. Esto nos engolfaría quizá en el sistema de Aristóteles, según el cual nada hay en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos. Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Pero las ideas innatas mismo, ¿acaso lo son ni se llaman así porque le ocurren a uno por la primera vez, sin que antes a nadie le hubiesen ocurrido, sino porque, según el sentir de algunos, nacen con el hombre, sin que en ellas tenga parte la enseñanza del mundo, ni las lecciones que le dan al alma la luz, el calor ni los objetos palpables? Puede haber ideas innatas, y esto en ninguna manera da al través con este axioma: «La imaginación no es más que la memoria tomada por partes, y acomodada de cierto modo que viene a parecer facultad distinta». Un hombre privado de memoria, de hecho queda sin imaginación: le faltan los recuerdos, las vagas y lejanas reminiscencias, y no le es dado componer esos conjuntos admirables en que el alma se recrea teniendo debajo de su albedrío a esa esclava activa y pintoresca que llamamos imaginación. El orden y la exactitud en los fenómenos y los acontecimientos constituyen la memoria: imaginación, en cierto modo, es desorden y olvido de la memoria. Un collar de piedras preciosas de diferentes colores artísticamente engarzadas representará la memoria: el diamante cristalino, el rubí que está echando fuego, el zafiro de celestes visos, la verde esmeralda, el ónice apagado, todos con sus significaciones respectivas, darán idea de la memoria, esta rica facultad que si se desquicia un punto, cae desbaratada; y las mismas piezas, sueltas y revueltas en resplandeciente muchedumbre, son elementos de la imaginación. Sin almáciga de ideas, no hay facultad imaginativa; y como sin recuerdos el círculo de ideas sería menguadísimo, resulta que la memoria es el aparador suntuoso donde la imaginación toma lo que necesita para sus portentos, los cuales a su vez van a cebar la fuente donde está bebiendo de día y de noche la inteligencia humana.

Este introito psicológico va encaminado a un hecho, y es dar a saber a nuestros lectores, si nos los depara el cielo, que las escenas de nuestra obrita titulada Capítulos que se le olvidaron a Cervantes no son casos ficticios ni ocurrencias no avenidas; mas antes acontecimientos reales y positivos en su totalidad, o convertidos en cuadros completos, gracias a un miembro, un toque, un brochazo que, hiriendo nuestros ojos, se han ido adentro a despertar en el alma el mundo de sensaciones que suele estar pendiente de una reminiscencia entorpecida. Muchas escenas puestas en tono caballeresco son las comunes y diarias, sin otra dificultad para componer de ellas un paso fabuloso, que echarle a la historia cortapisas y arrequives con sabor a antigüedad y caballería. Pocas aventuras o lugares de nuestro libro recordarán otros de Cervantes; ni podía ser de otro modo, su puesto que, como llevamos dicho, las por nosotros referidas son historias pasadas a nuestra vista o de las cuales tenemos conocimiento. Componer un libro original en materia agotada por Cervantes nadie dirá que no es un esfuerzo laudable de la imaginación; pero como nos hemos puesto acordes en que la imaginación no tiene gran parte en la obrita, vendríamos a la necesidad de echar mano por el ingenio, si ya fuésemos tan menguados que achacásemos a él lo que tal vez no llamará la atención de los doctos y seguramente no correrá la gran suerte del libro de Cervantes, don Eugenio Hartzenbusch le dijo a un notable viajero sudamericano: «He leído la obra que usted me presentó. El artículo titulado «Poesía de los moros» es de todo mi gusto. En cuanto al «Capítulo que se le olvidó a Cervantes», le diré a usted que, por bueno que sea, es imitación, y como tal, de menos mérito que las excelentes partes originales que contiene El Cosmopolita». Don Eugenio, por la cuenta, olvidó el gran caso que la Academia Española y los humanistas han hecho en todo tiempo de lo que ha sonado aun remotamente a Cervantes; los dos capítulos disparatados que un desconocido dio a luz en Alemania vinieron a París haciendo ruido, y merecieron el análisis y el juicio de literatos de cuenta. La continuación de Avellaneda fue semillero de contrapuntos y disquisiciones literarias tan ardorosas, que apenas si han caído las altas llamas que al principio se levantaron de esa hoguera. El Quijote de la Cantabria, por del todo necio e insignificante, no ha alcanzado más favor que el inmediato olvido. En cuanto a las imitaciones de Guillén de Castro, Calderón de la Barca, Meléndez Valdés y otros autores ilustres, claro se está que el imitar a un gran ingenio no es cosa de tener en poco, una vez que ésos de más de marca arrimaron el hombro a tan dura labor. El toque está en el éxito, lo repetimos: si Guillén de Castro o Meléndez Valdés hubieran salido bien, sus obras hubieran sido de gran mérito; así como un Partenón levantado por otro Fidias, en siendo igual al de este maestro, no alcanzara menos admiración que el primitivo. Si para honra del género humano y gloria de nuestro tiempo naciese en la poética tierra de Urbino un artista que tomase, no el cuerpo solamente, sino también el alma de la Transfiguración, y compusiese una obra tan cumplida como la que hoy es riqueza del Vaticano, ¿sería menos admirable que el prototipo de los pintores? Quien nos componga una Eneida, en nada inferior a la que ya tenemos, le damos por aprovechado. Boyardo y Berni se están paseando fraternalmente por los Campos Elíseos, y Cástor y Pólux no se hacen mala obra el uno al otro. El punto finca en haber ganado el derecho a la media inmortalidad; ventolera de la cual, gracias a Dios, nos hallamos muy apartados.

El caso fue que un tiranuelo de esos que no pueden vivir en donde hay un hombre y llaman enemigos del orden a los campeones de la libertad, nos tomó un día y nos echó a un desierto. No tantos años como Juan Crisóstomo en el Pitio, pero allí vivimos algunos sin trato social, sin distracciones, sin libros; ¡sin libros, señores, sin libros! Si tenéis entrañas, derretíos en lágrimas. Por rehuir el fastidio, o quizá los malos pensamientos, tomamos la pluma y pusimos por escrito en tono cervantino una escena que acababa de ofrecernos el cura del lugar, ignorantón medio loco y aquijotado; y fue que un día recogió los clérigos de esos contornos y las parroquias vecinas, y todos juntos se remontaron a la cresta oriental de los Andes, a horcajadas en sus mulas y machos, en busca de una Purísima que había nacido entre las marañas de la sierra. A la Virgen halláronla en un cepejón, con cara, ojos, boca tan patentes, que allí luego dieron orden de que se erigiese una capilla; y en tanto que llegaban los romeros con la romería, vistiéronse ellos de salvajes con musgos, líquenes, hojas, y en horrendas figuras comparecieron en la plaza del pueblo, todos ellos con máscaras extravagantes, gritando que la Virgen había nacido en el monte. Un matasiete que a la sazón se hallaba en el pueblo con una brigada de soldados, tomando a burla las charreteras de lechuga de aquellos fantasmas, monta a caballo lanza en ristre, y sin averiguación ninguna los arremete de tan buena gana, que los que no se encomiendan a los pies caen mal feridos. Nosotros moríamos de risa en nuestra ventana, sintiendo sí que no hubiesen venido a tierra cuatro monigotes más a los golpes de ese invencible caballero. La cosa no era para echada al olvido: y como hubiésemos anteriormente dado a la estampa un escritillo titulado «Capítulo que se le olvidó a Cervantes», el cual fue acogido con aplauso en la América del Sur, quizá porque era un venablo contra el susodicho tiranuelo que harto tenía de Quijote, buscándonos el diablo, describimos la escena; y por aprovecharnos de ciertos estudios que teníamos hechos de la lengua castellana y del ingenioso hidalgo, pasamos adelante, hasta cuando a la vuelta de seis meses los capítulos hechos y derechos eran sesenta; ¡sí, señores, sesenta! De estos, los cincuenta serán escoria: como se nos cuajen los diez, y rueden en el crisol en forma de granos y pepitas relucientes, felices nos estimaremos y ricos además con tan humildes preseas.

La fábula de Cervantes de nada tiene menos que de original: libro es de caballería, y peste de su tiempo eran los tales. Asunto, estilo, lenguaje, escenas, todo es en el Quijote pura imitación de Amadís de Gaula, Don Belianís de Grecia, Palmerín de Inglaterra y más adefesios que eran las delicias del señor Don Carlos V y sus fantásticos y aventureros conterráneos. El triunfo de Cervantes fue la sátira boyante, el golpe tan acertado, que la enorme locura de ese siglo, herida en el corazón, quedó muerta, cual toro en la plaza de Valladolid a manos de don Diego Ramírez, o en la de Sevilla a las de don Pedro Ponce de León, de una sola espadada. Exclusivamente el objeto fue propio de Cervantes: lo demás, bien así la esencia como la forma, pura imitación. Y con esa imitación ha pasado a ser uno de los más célebres autores de cuantos son los que componen la república literaria. Ese objeto no era ya para nosotros, puesto que nuestro maestro lo llenó trescientos años ha; y por lo mismo, para ver de conciliar algún interés a nuestro invento, han sido necesarios muchos requisitos, con los cuales no sabemos si hemos cumplido. Llenar todos los números en cualquier materia es perfección; y obra perfecta ni mujer fuerte ¿quién la hallará? Nuestro ánimo ha sido disponer un libro de moral, no un «Pantagruel» para la risa, ni Le moyen de parvenir para gula de los sentidos: Rabelais y Richet no aciertan ni a sernos agradables, menos a servirnos de numen. Verdad es que Molière y La Fontaine sabían esos autores de memoria; pero La Fontaine, ese viejo libidinoso que ha poetizado la sensualidad, vistiendo de Musa a la corrupción, ¿puede ser él mismo ejemplo saludable? Cervantes es cristiano, delicado, honesto, y ríe riendo da heridas mortales en los vicios y las preocupaciones de los hombres. El género es el más difícil: haber acometido la empresa es laudable osadía, a buen seguro; llevarla a felice cima no es para nosotros, pues no pensamos que nuestro libro pueda pasar por las picas de Flandes. Si él llegare a caer por aventura en manos de algún culto español, queda advertido este europeo que hemos escrito un Quijote para la América española, y de ningún modo para España; ni somos hombre de suposición que nos juzguemos con autoridad de hacerle tal presente, a ella dueña del suyo, ese tan grande y soberbio que se anda coronado por el mundo. Con todo, si vosotros, ¡oh españoles!, ¡oh hijos de nuestros padres!, ¡oh hermanos en religión, lengua y costumbres!, si vosotros llegáredes a ver nuestra obra, a leella, examinalla y juzgalla, sed, no generosos con lo indebido, pero sí benévolos hasta donde lo comporten vuestra gran literatura y la gloria del príncipe de vuestros ingenios! «E en el nueso pecho, que piadoso e amoroso es, meteredes un buen porqué de amor e gratitud», para hablar con el Bachiller Fernán Gómez de Cibdad Real.

Pero Cervantes, argüís, le dejó muerto y enterrado a don Quijote, a fin de que nadie osase tocarle después de él; ¿cómo sucede que nos le presentáis vivo y efectivo, en carne y hueso, después de tantos años como ha que es polvo y nada en las entrañas de la sepultura? ¿Sois acaso Geneo o Mambreo, mágicos, que imitan los milagros de los profetas?, ¿o Abarís, ese brujo sublime que sobre una flecha encantada pasa montes, cruza mares?, ¿o Apolonio, que resucita muertos? -No, señores: ni si quiera don Enrique de Villena o Pedro Balayarde: a don Quijote no le hemos resucitado: no hemos hecho sino seguirle la pista a su conductor; olvido que le sucede, asunto nuestro es. Por esta razón la obrita lleva por título Capítulos que se le olvidaron a Cervantes; y limpios nos hallamos de ese grande negro hecho que se llama exhumación. Fáltanos tan sólo advertir que los personajes que en ellos hacen figura son todos reales y positivos, tomados de la naturaleza, bien así los en quienes concurren las virtudes, como esos bajos y feos que están brillando por el mal carácter o los vicios. No somos nosotros de los que tienen creído que no conviene aludir a las personas: la ley alude muy bien al delincuente cuando le señala para la horca; el juez cae en una personalidad con sentenciarle, nombrándole una y mil veces. Los perversos, los infames han de pagar la pena de sus obras: díganlo si no emperadores, reyes, papas, tiranos, obispos, curas, malvados grandes y pequeños que Dante Alighieri ha hecho muy bien de poner en el profundo, aun viviendo muchos de los que él encuentra por allá en pleno goce de los suplicios eternos. Miguel Ángel, por su parte, lo menos que hace es ponerles en sus pinturas orejas de burro a los pícaros sus malquerientes. Vayan éstos a quejarse a Su Santidad, y le oirán: «Si Miguel Ángel te pusiera en el purgatorio, de allí te sacara yo a fuerza de sufragios; pero en el infierno, caro mio, nulla est redemptio».

Un gran autor moderno ha dicho: «Por poco interés que yo tenga por mí mismo, nunca seré tan menguado que vaya a indisponerme con un hombre de talento, de esos que pudieran transmitir mi fama a la posteridad, concitando contra mí el odio de mis semejantes, o haciendo reír de mi persona al mundo entero». Ese poco interés por sí mismos lo tienen muchos: como adrede molestan, ofenden, persiguen en toda forma a los que pueden ponerlos en los quintos infiernos, o retratarlos con orejas de burro, o hacerlos apalear muy a su sabor con don Quijote. Desahogos ruines, no son nuestros; pero sí hemos castigado maldades en los perversos, vicios en los corrompidos, bajezas en los canallas: difamación, envidia, ridiculez, páganlas allí al punto difamadores, envidiosos y ridículos. ¡Bonitos somos nosotros para dejarlos con el tanto a tanto pícaro, traidor, villano o declaradamente infame como nos han salido al paso en las encrucijadas de la vida! Por dicha, armados de armas defensivas impenetrables, como la verdad, que es cota de malla; la serenidad, que sirve de loriga; la ausencia de miedo, que es morrión grandioso; con nuestra espada al hombro, hemos pasado por entre la muchedumbre enemiga, derribando a un lado y a otro malos caballeros, malandrines y follones. Virtud es el perdón: perdón para los enemigos; crímenes, desvergüenzas, ingratitudes, maldades, al verdugo. Ahórquelas en cuerpo fantástico; mas sepa el delincuente que está ahorcado. Ya es mansedumbre que parte límites con la beatitud no haber transmitido a la posteridad los nombres de los que con sus acciones han incurrido en esta pena. Atributo de Dios es el perdón; Dios perdona, pero envía el ángel exterminador al campo de sus enemigos, y ¡ay de los malvados!


Capítulo XII

Ensayo o estudio de la lengua castellana tituláramos esta obrita, si tuviéramos convencimiento de haber salido bien en lo de rehuir los vicios con los cuales la corrompe y destruye la galicana moderna, y de habernos aprovechado al propio tiempo de las luces que en el asunto han derramado clásicos escritores, como Capmany, Mayáns, Clemencín, Baralt, Bello y otros maestros bien así españoles como suramericanos. Mas cuando estamos señalando los defectos del vecino y fiscalizando su manera de escribir, no sabemos si nosotros mismos vamos cayendo en otros peores; y así, por no volvernos culpables de fatuidad sobre la nota de ignorantes, hemos preferido la culpa del atrevimiento, bautizándola con el nombre de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Siempre que hemos contemplado en la triste situación a que ha venido nuestro hermoso idioma por obra de malos traductores y ruines viajeros, nos ha ocurrido preguntarnos a nosotros mismos: ¿Cómo sucede que cuando la española daba la ley en Europa, puesta sobre todas las lenguas cultas; cuando ella ocupó el lugar de la latina en la diplomacia; cuando ingenios como Pedro Corneille, Molière, Voiture le tomaban sus asuntos junto con su estilo; cuando ella era la lengua de la educación pulida en la sala resplandeciente; cuando los políticos discutían los grandes intereses de las naciones, los oradores sagrados hablaban con Dios y los hombres, los galanes melifluos les contaban sus cuitas a las hermosas, todo en habla castellana; cómo sucede, repetimos, que con tal uso y predominio la francesa no llegó a corromperse, ni quedó desfigurada y echada a perder, como se halla la nuestra en boca y manos de la inmensa mayoría de hablantes y escribientes de uno y otro mundo? Los traductores franceses eran hombres de saber y entender, que así poseían la una como la otra lengua: al paso que los españoles del día no saben ni una ni otra, salvo el puñado de personas de ciencia y juicio, que no le puede faltar a nación de tan grandes proporciones. En los unos era móvil de sus obras el amor a las letras humanas; los otros van a caza de dinero: ésos miraban con religiosa veneración a su idioma, éstos lo tienen por artículo de mercancía, el cual, para que sea de moda, ha de estar a la francesa.

Maestros originales, inventores, muchos y muy grandes ha tenido España en todo tiempo; y para artífices delicados de la lengua y pulidores de todas sus partes, ningún pueblo como ella. ¿Pero en dónde, en dónde ahora los Granadas, los Marianas, los Leones? Las Teresas de Jesús ¿qué se hicieron? Los Nierembergues ¿dónde fueron? Ávila, Malón de Chaide, Yepes, frailes insignes que ilustraron el convento y dieron nombre a su siglo con sus obras, ¡qué dirían si, sacudiendo el polvo de los siglos que gravitan sobre ellos, se levantaran y oyeran la infame algarabía en que tratan expresar sus ruines pensamientos estos hijos de la piedra que hoy se llaman periodistas, novelistas y poetas! Grandes autores castellanos, ya no abundan; grandes traductores, ya no nacen; y esto debe causar la constelación del mundo ser tan envejecida, que perdida la mayor parte de la virtud, ya no puede llevar el fruto que debía. Parece que Garci Ordóñez de Montalvo dictaba estas palabras en el siglo XV, para que en el XIX las aplicáramos a nuestro idioma, hiriendo con ellas a los adúlteros que van en busca de mujer ajena, y los incestuosos cuya descendencia no puede menos que adolecer de mil imperfecciones y defectos. Las ondas majestuosas que en la Guerra de Granada corren por sobre los tiempos y los acontecimientos pasados, comunicando profundo respeto a los lectores; los armoniosos raudales en que Fuenmayor hace pasar la vida de Pío V, repitiendo la gravedad y numerosidad de los Anales de Tácito; el gracejo culto y fino, el lenguaje inimitable de Lazarillo de Tormes; la frase ajustada y elegante de El pícaro Guzmán de Alfarache, la propiedad, gracia y maestría de Calixto y Melibea; la sal ática de Rinconete y Cortadillo en ese hablar de todo en todo castizo; nada de esto, nada, tiene hoy imitadores: ni Juan Valdés sirve de maestro, ni Covarrubias ha compuesto para nosotros su gran léxico o Tesoro de la lengua castellana.

Nosotros, españoles y americanos, traducimos a los gazapos que amuchigan en esa madriguera inmensa que se llama París. Nuestros padres leían y volvían a su lengua las grandes obras de los clásicos griegos y latinos, esas en que se halla contenida la sabiduría de la antigüedad; pero los tiempos pasaron en que Sueyros, Balbuenas y Colomas traducían a Salustio, Cicerón y Tácito, y hoy vemos en las librerías españolas hacinamientos de novelillas, verdaderos cachivaches de la literatura, o libracos llenos de milagros y absurdos con que indoctos y perversos fomentan la ignorancia del pueblo sin filosofía. Si los amantes de las letras universales tomaran a pechos el verter a su idioma las obras útiles o magistrales de los autores modernos, aún no tan malo; mas por una traducción de la Decadencia y caída del Imperio Romano, tenemos cien romancitos franceses en los cuales el escritor les cuenta los bajos a sus heroínas, sin descuidarse de advertirnos si tienen buena o mala pierna, y le hacen al héroe el nudo de la corbata. Mor de Fuentes y Bergnes de las Casas son dos, dos aprovechados y buenos traductores: la turbamulta de galiparlistas encendidos de amor por los títeres del Sena se compone de millares. Traducid, españoles, pero traducid a Fenelón, Bossuet, Lacordaire; traducid a Corneille, Molière, Racine; traducid a Boileau, el Horacio moderno; traducid a Chateaubriand, Lamartine, Hugo el poeta; traducid a Thierry, a Michelet; traducid a Villemain, a Sainte Beuve. Traducid a Montalembert, Dupanloup, si sois papistas; a De Maistre, a Veuillot, si adoráis al verdugo en el patíbulo. Si sois libre pensadores, traducid a Laplace, Littré; si amables utopistas, a Flammarión, Delaage; si herejes declarados, a Renán, Peyrat. Para la tierra, Buffón, Cuvier, Gay-Lussac; para el cielo, Arago, Laplace otra vez, Letellier. Si os embelesan los misterios del magnetismo, traducid a Mesmer y Puysegur. Si en todo y para todo queréis autores franceses, ahí están en ilustre muchedumbre historiadores, oradores, científicos, filósofos, y hasta novelistas, grandes novelistas, como el autor de René, el de Obermann, el de Corina.

Traducidnos la Enciclopedia, por Dios; traducídnosla, vos otros que sois, ¡oh españoles! tan amigos y partidarios de Rousseau, Diderot, d'Alembert, Grimm y más puntos luminosos de la gran constelación del siglo XVIII, cuya estrella polar, el hélice del infierno, es Francisco María Arouet, convertido en Voltaire por obra y gracia del demonio. Pero esos libritos, esas novelitas, esos santitos, esas estampitas de que están atestadas las librerías de Madrid y Barcelona, todo traducidito de los autorcitos más chiquitos del Parisito del día o de la noche, ¡oh! estas chilindrinas son la vergüenza de la España moderna, la vergüenza de la América hispana. Este flujo por traducir todo lo insignificante, todo lo inútil, todo lo bajo; esta pasión por los romances de menor cuantía, donde no falta una condesa que viva amancebada con su criado, ni Adriana de Cardoville que no cierre la cortina sobre ella y su príncipe Djalma; estos romances cuyo protagonista ha de hacer mil trampas y picardías; estas obras magnas de comer y beber con mujeres de ruin fama; esto de no acostarse hasta las dos de la mañana, ni levantarse hasta las doce; todo esto es escoria, amigos míos: de ella no sacaremos jamás un grano de oro, por mucho que seamos avisados en la alquimia de la sociedad humana. Vivir como perdidos, matarse como impíos, ¡qué historia, qué páginas! El héroe de la novela francesa duerme de día, come y bebe de noche, hace pegas abominables a los maridos, tiene duelos o retos a la espada, pide prestado y hace milagros, se arruina, pierde su querida, se despecha, va y se vuela la tapa de los sesos. Esta monserga atroz, este embolismo de pasiones arrastradas, vicios y caídas, puesto en rengloncitos que parecen escalera, sin unidad, sin número, sin gracia; esta literatura de lupanar ¿os seduce tanto, los cristianos, los austeros, los juiciosos españoles? Confianza, pues, en Dios, los hijos míos, decía Antonio Pérez; que el Señor os tiene a su cargo: confianza, pues, en el demonio, los hijos míos, dice España, que Pateta os tiene cogidos de las agallas, y no os dejará ni el día de las cuentas y perdones. Traducid lo santo, lo sabio, lo poético, lo filosófico, lo moral; traducidlo y traducidlo bien, a fin de que nosotros, hermanos menores vuestros, no recibamos malas lecciones, malos ejemplos, y vengamos a ser tan ignorantes y corrompidos como... los autores que nos mandáis en mezquina, despreciable galiparla.

Se quejan los españoles de que los suramericanos estamos corrompiendo y desfigurando la lengua castellana, y no están en lo justo: si esto sucede, mal pecado, obra de ellos es: ellos traducen el Telémaco de este modo, y nos envían sus traducciones por nuestro dinero. «Y los gallos cantaban, y las gallinas cacareaban, y los caballos relinchaban, y los burros rebuznaban, y los perros ladraban, y los puercos puerqueaban, y los cuchillos cortaban...». «¡Qué más cuchillo que esta porreña descripción! -exclama don Antonio Capmany examinando la hábil obra de un compatriota suyo; -¡cuchillo de palo, y bien a la vista!». A esta clase de traducciones, acostumbrados están los españoles modernos, entre los cuales no hay ni un Coloma para los Anales, ni un doctor Laguna para Dioscórides, ni un Jáuregui para el Tasso. Moratín, desde luego, no podía menos que ser buen traductor: un buen autor traducirá bien, mal que le pese. Gorostiza no pone la pica en Flandes, pero pasa; y en poco está que don Eugenio de Ochoa no sea intérprete cumplido. Larra hizo una buena traducción de Lamennais: las Palabras de un creyente hallaron eco grave y sereno en Fígaro, ¡quién lo creyera!, y el autor de El castellano viejo pudo hablar como profeta antiguo. A los españoles, como a nosotros que somos carne de su carne, hueso de sus huesos, nos sobran aptitudes; lo que nos falta es educación: ya lo dijo Paulo Mérula muchos siglos ha, y entonces, como ahora, le estamos sacando verdadero.

Aunque es verdad también que torrentes de ineptitud se descuelgan de traducciones castellanas como las con que han deshonrado su idioma ciertos peninsulares eminentes en las letras humanas. El Genio del Cristianismo obra a la cual no debiera uno llegar sino después de santas abluciones en la fuente Castalia, ha sido escarnecido y ha quedado maltrecho, en términos que si ese Padre de la Iglesia coronado por las Musas que se llama Chateaubriand saliese de la tumba, lloraría por los vivientes, como Raquel, y se volvería a la eternidad en busca del olvido.

«Ella sola (la Iglesia) sabía hablar y deliberar; ella sola mantuviera una cierta dignidad, y se hiciera respetable, cuando ninguna otra cosa lo fuera. Se la viera sucesivamente oponerse a los excesos del pueblo y despreciar la cólera de los reyes. La superioridad de sus luces debían inspirarle generosas ideas en política, que ni conocieran ni tuvieran los otros órdenes. Colocada en medio de ellos, debían darle mucho que temer los grandes, y nada los comunes...; por eso en tiempos de turbación se la viera adherirse con preferencia al voto de los últimos. El más venerable objeto que ofrecían nuestros estados generales fuera aquel banco de ancianos obispos, etc., etc.».

He aquí los tiempos del verbo reducidos a uno solo, y declarada inútil y abolida la conjugación. Suelen los autores servirse del indefinido condicional en lugar del pretérito pluscuamperfecto, por rehuir la importuna consonancia que resulta de muchas oraciones que concurren en el propio caso; mas nadie, nadie, ningún escritor que merezca este título, ha usado jamás del indefinido por el imperfecto, y menos por el perfecto o pasado absoluto. Ese buen español no conoce ni tiempo ni modo, si no son los suyos. Dios le dé oído a ese monstruo, que no debe de tenerlo, para que no le zozobre ni desespere esa carretilla infernal de eras, donde no hay parvas de trigo, sino chícharos y cizaña. ¿Supo su lengua ni la francesa el que tradujo de este modo una de las obras más floridas y amenas de nuestro tiempo? ¿Y la Academia Española no lo privó del agua y el fuego a tan insigne malhechor?

«Destruid el culto católico, y en cada ciudad habréis de menester un tribunal con prisiones y verdugos». Esto dice Chateaubriand, ortodoxo sistemático. El conde José de Maistre, campeón de la Iglesia a todo trance, sostiene que sin verdugo no puede existir ninguna sociedad de hombres. Et nunc intelligite. Para mi propósito no importa cosa la contradicción de esos dos furibundos ultramontanos: según el uno, al faltar la Iglesia, el verdugo es indispensable; según el otro, la Iglesia no puede existir sin el verdugo. Allá se averigüen: mi negocio es entregarle al patíbulo al facineroso de menester; y por fas o por nefas, católico o protestante, allá va a manos del señor conde don José. «Toda expiación requiere sangre», dice también ese sublime apóstol del cadalso; derrame la de ese delincuente, y quede purificada la lengua castellana.

«Aunque Roma vista por dentro se parece hoy a las demás ciudades de Europa, toda vez conserva ella un cierto carácter particular; porque ninguna otra presenta una tal mezcla de arquitectura y de ruinas, a contar desde el panteón de Agripa... La hermosura del sexo es también otra señal que la distingue de las demás ciudades. Admírase de otra parte en los romanos un cierto tono de carnes, que los pintores llaman color histórico... Una otra particularidad de Roma es los rebaños de cabras».

Santo Dios, santo Fuerte, santo Inmortal, líbranos, Señor, de todo mal. Paréceme que he visto al diablo a media noche en el endriago espantoso que allí queda estampado a la española. Toda vez conserva ella: toutefois elle conserve. El castellano es no obstante, sin embargo conserva cierto carácter particular, echando fuera ese ella y ese un, cáncanos asquerosos que no sufre cuerpo limpio.

A contar desde el panteón: à compter dès le Panthèon. Este a contar traducen, los que saben, por el gerundio, y dicen: contando o tomando del panteón; y el que escribe a contar desde el panteón de Agripa, puede muy bien irse a revolcar en los establos de Augías.

«La hermosura del sexo es también otra señal». También y otra, pleonasmo: ora el uno, ora el otro, y Cristo con todos. ¡La hermosura del sexo! Ya dijo el traductor que la había visto a Roma por adentro, y así pudo darnos esa señal. En cuanto a saber si Roma es varón o hembra, averígüelo Vargas; pues el sexo nos deja en ayunas de esa noticia. El bello sexo suelen decir los poco entendidos en lengua castellana; los doctores en ella dicen el sexo femenino, y con más llaneza y elegancia, las mujeres, cuando hablan de las hijas de Eva, estas nuestras dulces enemigas que nos tienen hartos de amarguras.

«Admírase de otra parte en los romanos un cierto tono de carnes, que los pintores llaman color histórico». Si las carnes son las de una vieja facsímile de don Quijote, el tono debe sonar a los oídos del viajero seca y estridentemente, como quien ofrece a la historia de los pintores más huesos que carne, más pergamino que suculenta grasa. Si yo escribiera algún día mis confesiones, a modo de San Agustín, diría que esas carnes ni en Roma me han gustado, ni pienso que ese color de pernil, cual debe de ser por adentro el de las brujas del Trastebere, sea el color histórico. De otra parte, quiero decir, por otra parte, esos rebaños de cabras no es una otra particularidad; son otra particularidad, que no le va en zaga al muslo ahumado de la vieja, ni a lo que el insigne hablista vio por adentro en Roma.

«A Pedro fue a quien se le mandó primeramente de amar más que los otros apóstoles, y de pacer y gobernarlo todo». Siendo cierta esa orden, no sería sino la orden del día del prefecto de Marsella, quien, debiendo tocar allí el emperador Napoleón el Grande, mandó lo que sigue: «El ejército se alegrará por batallones: los batallones principiarán a sentirse dichosos por el flanco derecho». Amor mandado, amor a palos. Jesús a nadie mandó que le amase; a fuerza de amor y bondad, de mansedumbre y virtud, se hizo amar; y si Pedro le amó con pasión más viva, fue por haber sido el predilecto de sus discípulos. Mandar más amor: la esencia es tan errónea, como desapacible la forma de esta cacofonía.

Ya el pobre San Pedro está amando por mandato; ahora le obligan también a pacer: a modo de oveja, de buey, ¿cómo pace el mayor de los apóstoles? Lo que Jesús le mandó fue apacentar el rebaño o la grey que dejaba a su cuidado, y de ningún modo ir rumiando por dehesas ajenas.

Esta orden del día de Jesucristo, seamos justos, no es del traductor, sino del editor: cualquiera puede verla en la nota 15, y exclamar: «¡Para tal traductor, tal editor!». En siendo yo que ellos, no diría exclamar sino exclamarse, como lo van diciendo a cado paso uno y otro: s'écrier. Vergüenza deben de tener los españoles cultos de que en España se publiquen semejantes libros, y pasen éstos los mares con los honores de la pasta primorosa, para venir a ser ludibrio de los semibárbaros de América. Mandar de amar, mandar de pacer, ¡oh Dios!

Y bien, hermano, ¿le pesa a usted de haber sufrido algún poco?, dice un trapista moribundo a su abad. (Nota L). La lección que el fraile estaba dando al superior de su convento era buena; mas si dijo «le pesa a usted de haber sufrido algún poco», habló en castellano como hablara un palanquín de Tarazona. Bueno es morirse; mas somos de parecer que in articulo mortis, lejos de quebrantar preceptos ni transgredir leyes de ninguna clase, debemos arrepentirnos de haberlos quebrantado y transgredido. De otra suerte, al infierno principal, infierno madre, veréis agregado, réprobos, el de los suplicios especiales de los que prostituyen la lengua de su patria y la echan en el cieno.

«Nos acercamos del convento, y volvimos a ocuparnos en el taller», escribe un francés metido fraile huyendo del Terror. En Francia se habrá acercado del convento; en España tenía que acercarse al convento; y si acertaba a meterse de rondón, y ganar el laberinto de Creta de patios, traspatios, sótanos y bodegas, podía escapar del hacha de Robespierre.

«Allí ya se carda, ya se hila, ya se teje. En tanto que posible, todo cuanto debe servir para los hermanos se trabaja por ellos mismos». Pare imposibile, dicen los italianos de una cosa a que se oponen la razón y la verosimilitud. Imposible parece, ciertamente, que un español alcance a disfrazar, corromper y subvertir de tal manera la lengua de sus padres. ¿Habrá oído ese bendito en Madrid, Sevilla, Granada, y menos Toledo, ni a la gente de la hampa, decir en tanto que posible? En tant que possible, dicen los franceses; nosotros decimos en lo posible, cuanto cabe y otras expresiones tan graciosas como castizas. Si los hermanos hilaban y tejían con el primor que ese literato escribía el castellano, burdas han de haber sido esas telas, bien como para monjes de la Trapa.

«Porque me haría escrúpulo de despedir a un hombre que se salva del mundo, para venir aquí a trabajar por su alma» Esto dice el abad, tratando del consabido gabacho que se salva del mundo, por librarse de la guillotina. El dicho abad de la Trapa se hacía escrúpulo de darle con las puertas en las narices a ese buen candidato para novicio; y no era para él cargo de conciencia hacerle salir por la tangente del globo terráqueo; pues no otra idea inspira esto de salvarse del mundo. El abad no; el traductor es el Arquímedes que así le echa como con trabuco al país de los selenitas a ese digno compatriota de madama de Chantal. Salvarse del mundo, por huir del siglo, ponerse en cobro, retraerse en un monasterio y entregarse a las meditaciones de la muerte, seguro está que lo diga ni el suramericano más indocto.

«Yo no sé cómo la conversación vino a rodar sobre la Val-Santa, cuyos pobres padres se habían visto forzados a salvarse en Rusia». Salvarse en Rusia es como salvarse en el infierno; y si los pobres padres se salvaron en diciembre, doble condenación. El Alighieri nos ha contado que los suplicios perdurables no son el fuego y el plomo derretido solamente, sino también la nieve de los polos. Pues así como hay infierno frío, así ha habido cielo frío. Con todo, el buen cristiano preferirá siempre salvarse remontando en espíritu a la diestra de Dios padre, donde reina un calorcillo de beatitud eterna, a salvarse en Rusia al lado de esos cosacos que parecen osos. Salvarse en Rusia, se sauver en Russie, por huir a Rusia: esto es de perder el juicio.

«Considerando la vanidad de las cosas terrestres, he resuelto no curarme sino de la eternidad». Y del mal de piedra, y de la gota, y de los otros achaques, ¿por qué no se quiere curar? En todo caso, mejor sería salvarse en Rusia sano y bueno, que llevando a cuestas media arroba de lamparones, broncocele o papera. Mas cabalmente ése quiere curarse de lo único que no se debe curar, pues si la eternidad es una efermedad, enfermedad divina ha de ser, ¡dichosos los que la padecen en el seno de Dios! Don Antonio Solís dice que Hernán Cortés no se curaba sino cuando no tenía de qué cuidar. Tan cierto es esto, que una ocasión, hallándose de purga, montó a caballo, y les dio una mano tan buena a los indios de Tlaxcala, que les quitó la gana de venírsele encima cuando sabían que estaba enfermo. Lo que el infeliz traductor quiso decir fue: que había el francés converso tomado la determinación de olvidar el mundo y no dirigir sus pensamientos sino a las cosas eternas. Curarse de una cosa, por cuidar de ella, es obsoleto. Si yo padeciera de virtudes, y estuviera amenazado con la gloria, no cuidaría de curarme; antes por el contrario, me abstendría de todo medicamento: no tomara soberbia, ni avaricia, ni lujuria, ni ira, ni gula; ni aguantara frotaciones de envidia, ni me dejara untar pereza, a fin de que se cumpliera cuanto antes la feliz conminación. Los materialistas, los ateos, viven empeñados en curarse y en curar a sus semejantes de la eternidad, que para ellos es sarna perruna.

«¡Ah, que debiéramos exclamar, que cuanto hacemos aquí en el mundo por el cielo es todo bien poca cosa!». No tengo a la vista el original francés; mas probablemente él dice: Ah! que nous devrions nous écrier que tout ce que nous faisons ici dans le monde pour le ciel est bien peu de chose! En sabiendo los vocablos de esa lengua, su construcción allí está en ese castellano. ¡Ah!, que debiéramos exclamar a nuestra vez, que a nadie le es dado buscar la vida ni allegar dinero por medios ilícitos; y medio ilícito y reprobado es meter la hoz en mies ajena, y abalanzarse uno a lo que no sabe ni entiende. Cuentan que lord Byron, viajando por Italia, supo que un escritor zarramplín había acometido a traducir el Manfredo, uno de sus mejores poemas. El noble lord mandó llamar al traductor, y le dijo: «¿Cuánto piensa usted ganar con su traducción? -Ochocientos escudos, por lo menos, milord». El poeta cantó allí los ochocientos, y dijo: «Los que usted se propone ganar; y estos quinientos de adehala, para que no vuelva a pensar en traducir ninguna de mis obras». El señor vizconde de Chateaubriand le hubiera dado cincuenta mil reales, su cartera de Negocios extranjeros encima, al literato español, para que no le tradujese el Genio del Cristianismo. Dirán quizá algunos peninsulares que a posta hemos tomado la peor de sus traducciones, cual es la hecha en Valencia «con arreglo a la séptima edición francesa», para muestra de la literatura española. No nos pesa nuestra malicia; pésanos echarles ejemplos de esa calaña a manta de Dios. Hemos preferido la gran obra de Chateaubriand, por ser ella la lectura predilecta de los jóvenes que se dedican a las humanidades: si fuera necesario, les daríamos en rostro con mil versiones de obras tan magistrales como las Veladas de San Petersburgo.

«Dejaron de existir la Olimpia, la Elide, el Alpheo, y el que se propondría encontrar el Peloponeso en el Perú, sería menos ridículo que el que lo buscase en la Morea». El que lo buscase en la Morea, decimos nosotros, sería todavía menos ridículo que el que dice: El que se propondría encontrar, en vez de el que se propusiera o propusiese hallar. Podemos encontrar lo que no estamos buscando; si buscamos alguna cosa, puede ser que la hallemos. En cuanto a la forma del subjuntivo usada por el traductor, cualquier payo sabe que no puede concurrir en primer término con la terminación en ase, buscase.

«En latín hay escrita una obra con el mismo título; pero aquellos son vuelos a propósito para quebrarse el cuello». En castellano se rompe la cabeza el tonto que echa a volar sin alas; en francés se quiebra el cuello, o se casse le cou. Y a los que a fuerza de ignorancia y atrevimiento se vuelven reos de lesa lengua, no les quebramos el cuello; les torcemos el pescuezo.

«Todo el que se apartará de esta idea girará eternamente alrededor del principio, como la aurora de Bernouille». El futuro absoluto en segundo término requiere el subjuntivo o el condicional por correspondiente. Decimos pues: todo el que se aparte, o se apartare... girará, como la aurora de Bernouille, o como el cometa de Tico Brahe, o como la luna de Flammarión, con selenitas y todo; mal que le pese a la Curia Romana.

«Un ministro que ardería en cólera al oír defender la existencia del purgatorio, nos concedería de buen grado un lugar de expiación». Decimos arder de cólera, y montar en cólera; arder en cólera, no es castizo; y si lo fuese, todavía sería error garrafal y ofensa a la sintaxis usar del subjuntivo en esa terminación, cuando la que corresponde en este caso es la en iera: un ministro que ardiera de cólera, nos concedería, etc.; o un ministro que ardiese de cólera, nos concedería el lugar consabido de tormento. Puede esta ser verdad de a folio; pero lo es de a folio y medio la proposición contraria; esto es: Un canónigo que muriera de cólera, o se atragantara al acordarse de la abolición del diezmo; un cura que se diera a todos los diablos de que le negasen la existencia del purgatorio, no se ahorcarían porque les pusiesen en duda la del infierno. Esto consiste en que del infierno no sacan maldita la cosa, y el purgatorio les deja buenos cuartos. La saca de almas es un pontazgo de la Edad media: el moro Galafre no sacaba más del puente de Mantible.

«Mas si consideramos los hombres los unos con respecto a los otros, ¿qué sucederá de ellos?» Sucederá que a los tontos de capirote les demos algunos papirotazos, y a los ignorantes audacísimos los pongamos atados pies y manos a las puertas de la Duquesa, para que esta noble dama junto con su doncella Altisidora les den quinientos mil pellizcos y los dejen con más cardenales que el Sacro Colegio. Los que saben considerar no consideran los hombres, sino a los hombres, y cualquier cosa que suceda, no sucede de ellos, sino con ellos.

«Todo al contrario, querido conde», dice el Senador en la Velada nona. Tout au contraire, mon cher comte. Seríamos nosotros capaces de investir a la Academia Española de poder coercitivo y poner a sus órdenes un cuerpo de gendarmes, para que sepultase en negros calabozos a estos violadores y asesinos de la lengua. Y si ella hubiere menester un gran ejecutor, nuestro voto es por el señor conde José de Maistre, quien no se anda en chiquitas y corta cabezas por daca esas pajas. Si obras como el Telémaco, el Genio del Cristianismo y las Veladas de San Petersburgo son traducidas de este modo, ¿qué suerte correrán las novelitas de París, ese pan de cada día de la gente frívola, incapaz de cosa grande y buena? Verdad es también que en punto a galiparla e insensatez los suramericanos no les cedemos una mínima. «De mal cuervo mal huevo», dice el Comendador Griego en su colección de refranes. «De tal palo tal astilla», responde Juan de Mallara. De semejantes traductores españoles no es mucho nazcan autores americanos semejantes a ellos. Nada nos quedaremos a deber en nuestro comercio galo-hispano con nuestros frères del Manzanares, el Guadalquivir y el Tajo; porque si ellos traducen el Telémaco con ese aire y ese aquel tan sumamente grato, nosotros somos autores originales de lo más curioso. El Tajo, el Tajo... ¡Oh Tajo, en cuya ciudad provecta, la imperial Toledo, no había terciopelero ni espadero que no las cortase en el aire en esto del hablar pulido! ¡Pobre España, para quien todo es sufrimientos en el día! Si está enferma, está sufriendo; si se halla corta de facultades, está sufriendo; si le aquejan dolores físicos o morales, está sufriendo. Se le va una hija con el sastre, se le llueve la casa, los comunistas de Cartagena le dan en que merecer: todo es sufrimientos. Ya no padece, vieja ingrata, como padecieron sus abuelas: la Cava padeció; ¡y digo si no habrá padecido la bellaca al ver cómo su amante salía por ahí gritando: «¡Moros hay en la tierra!». Hormesinda, hermana de Pelayo, padeció; pero así, llora llorando, se casó con su moro. ¡Vaya!, ¿y no se había de casar? ¿Era tonta por si acaso? No se halla un Munuza a la vuelta de cada esquina, y menos Munuza como aquél, tan bien carado y valiente. La hermana de don Alonso el Casto, esa chica que vosotros conocéis, amigos chapetones; pues esa casta princesa que las hubo con el conde de Saldaña, y os benefició, a furto, como dicen las crónicas, con Bernardo del Carpio; esa guapa moza de blando corazón y duras carnes, padeció: natural es que haya padecido cuando el rey su hermano y señor hubo puesto los Pirineos entre él y ella, habiéndolos encerrado tan bien a ella como a él, para que el uno muriese y el otro naciese en el encierro. La infanta doña Urraca, sitiada en su ciudad de Zamora, padeció y el señor don Sancho, sitiador, no fue tan galantuomo que digamos, sino un gentleman, como dicen los ingleses; un ambicioso, belitre, descortés y mal mirado caballero en hacer padecer tanto a la bella señora la princesa Urraca. Urraquita, Urraquilla... tímida era y modesta en gracia de Dios; y a ésta sí que no se le podía llegar y besarla durmiendo, porque ni padecía de despechada, ni aguantaba pulgas, ni sufría olvidos o pretericiones. Y si no, vedla cómo se le sube a las barbas a su señor padre don Fernando I en su lecho de muerte:

 «Morir os queredes, padre,
 Sant Miguel os haya el alma:
 Mandaste las vuestras tierras
 A quien bien se os antojara:
 A mí, porque soy mujer,
 Dejáisme desheredada.
 Irme he por esas tierras
 Como una mujer errada
 Y este mi cuerpo daría
 A quien bien se me antojara,
 A los moros por dinero,
 A los cristianos por gracia.
 De lo que ganar pudiere
 Haré bien por la vuestra alma.
 Allí preguntara el rey:
 ¿Quién es esa que así habla?
 Calledes, hija, calledes,
 Non digades tal palabra...».

Conque para esa señorita el padecer y el sufrir eran cosas muy diversas; tan diversas, que si la envidia, la cólera, el terror de quedarse en la calle le causaban padecimientos morales capaces de quitarle el juicio; el sufrimiento, el santo sufrimiento, ese freno de oro que nos contiene y detiene al labio del abismo del despecho, no reprobaba en ella esas tan audaces como feas determinaciones.


«Irme he por esas tierras
Como una mujer errada,
Y este mi cuerpo daría
A quien bien se me antojara».


La infanta doña Urraca y todas ellas padecieron: los españoles que hoy no padecen, sufren. España sí padece, puesto que ni lo sabe ni lo advierte. A la hembra desamorada, a la adelfa le sepa el agua. Le ha perdido el amor a su hermoso idioma; que padezca, aun cuando no alcance espíritus para el noble sufrimiento, y quiera irse ella también por esas tierras


«En traje de peregrina:
A los cris... Mas faga cuenta
Que las romeras a veces
Suelen parar en rameras»,


según que se proponía doña Urraca. Nosotros también sufrimientos, todo nos lo sufrimos; sufren los indios, sufren los negros: ¿qué mucho que suframos los seudo-europeos, cuasimalayos o semiafricanos? Cuenta con pago, señores nobles del Pichincha, el Funza, el Rímac y el Plata. No diréis por lo menos que no servís de novillos o de puertas para este rehilete o, si suena mejor, venablo. No hay gusto que se iguale con llamarle vieja a una vieja, negro a un negro, tonto a un tonto, pícaro a un pícaro: si hay satisfacción comparable con esta, es la de llamarle vieja a una presumida que las da de joven; cholo, roto o lépero a un Capoche por cuyas venas corre sangre de Benavides de León o de Zúñigas de Villamanrique. Tontos, gracias a Dios, muchas veces los hemos llamado a hombres de más talento que nosotros, merced a la vanidad o a la cólera; mas en cuanto a calificar de bribón a uno de bien, nunca nos ha tentado el diablo, ni ha sido de nuestro gusto. Y con esto volvemos a los indios.

Por la mayor parte, íbamos a decir, en las ciudades interiores de la América del Sur, la bacía la llevan los indios, sin que el barbero de Sevilla les eche el pie adelante en lo de parlanchines, bellacos, alcahuetes y bebedores. Un día, pasando nosotros por una calle, el barbero, o señor rapador, según se expresa don Quijote, de calzón y zapato de medio pie, estaba plantado en el umbral de su tienda: no en el dintel, como dicen los que ahora escriben, porque no estaba colgado. Acertó a pasar asimismo una india de pollera colorada y rebozo amarillo, cubierto el cuello de cuentas y corales como huevos de paloma, que era un pescuezo de pavo en su más soberbio esponjamiento. «¿Cómo está la comadre? -Está sufriendo», le oímos responder al pícaro. Había parido la pazpuerca, y el bribonazo del indio llamaba a eso estar sufriendo. ¿Qué esperanza nos queda de vol ver a oír ni hablar la lengua castellana en ningún tiempo? Cuando las indias empiezan a hallarse en estado interesante y están sufriendo, podemos dar por vendida, perdida y concluida; traicionada, abortada y desbaratada; enferma, enteca y muerta la dicha lengua; lengua en la cual las mujeres antiguas, y no tan antiguas como las Hermengardas, Hermentrudas y Hormesindas, ni como las Berenguelas, Guiomares y Faviolas, sino allá no más por los tiempos de las doñas Engracias y doñas Pilares, estas mujeres, decimos, estaban preñadas, si eran llanas e ingenuas; encintas, si más cultas; y parían o daban a luz un hijo en haz y paz de nuestra santa madre Iglesia, la cual imprimía en ellos con sal y agua carácter de Juan, Diego o Antonio; Dolores, Mercedes o Gertrudis. Ahora no: ninguna quiere estar encinta; preñada, menos. Aunque se llame Ambrosia y le mane azufre por el ojo izquierdo, está en estado interesante; y no pare por nada de esta vida, sino desembaraza y se pone a sufrir de nuevo. Dudamos que cuando están en estado interesante nos interesen más que cuando delgadas, iguales, ligeras y vivas andan conquistando el mundo con sus negros ojos y sus labios rubicundos. Para un pobre que ve ahí amontonados en un rincón seis chicos muertos de hambre y harapientos, no debe de ser tampoco de gran interés el estado de la que le viene amenazando a más andar con el séptimo cachorro. Y castiguemos de paso otro dislate, que así pervierte la idea como la forma, el estilo como el lenguaje. Estado indica permanencia, fijeza, carácter que por su invariabilidad viene a ser natural e inherente al individuo; y aún por eso decimos que el del matrimonio es un estado, dando a entender que esta cadena orinecida, pesada y crujiente, ni el diablo la puede romper, ni el mísero mortal suspenderla en la puerta de su casa e irse por el mundo libre y suelto. La de las cosas que no aterran con la perpetuidad se llama situación. ¡Medrados estábamos si el estado interesante de nuestras Evas; Hebes y Niebes fuera cosa perpetua! Por dicha no es sino situación con término fijo, al fin del cual vuelven a interesarnos las que tienen la letra menuda y poseen el arte de embarnecer, sonrosearse, aderezarse y salir andando, erguida la cabeza, repujado el pecho, amables los ojos y la boca. Mientras nuestras mujeres no vuelvan a los dichosos tiempos de estar encintas, no hemos de ver el renacimiento de la lengua castellana; y mientras no estén de parto en brazos de la madre naturaleza, todo ha de ser desembarazo para ellas y embarazo para nosotros. ¿Por qué no querrán parir llana y cristianamente las de ahora, como lo estilaron las doñas Mencías y doñas Violantes que nos sirven de tatarabuelas? No faltan ya monarquistas y republicanas, aristócratas y demócratas, patricias y plebeyas que estén acuchadas o de couches, porque las francesas sont accouchées o se disponen para leurs couches. ¡Santo Dios! ¿Hay más que decir, como apuntamos arriba, que van a parir o están de parto? Si no quieren o no deben estarlo, escóndanse, sepúltense, métanse debajo de la tierra, que esto al fin es prudente y menos malo que estar de couches.

Entre el sufrir y el padecer va la propia diferencia que entre la virtud y la necesidad: padecemos a más no poder, y muchas veces dándonos a todos los diablos de nuestra negra fortuna. En este caso es cuando menos nos cumple decir que sufrimos, por cuanto el sufrimiento es acto del espíritu muy acepto para con Dios, una cosa misma con la resignación. Sufrir es llevar en paciencia nuestra suerte, los trabajos que nos agobian y las penas que estamos devorando: sufrir es ponernos en manos de la Providencia Divina, obedecer sus decretos y quedarnos humildemente a la esperanza: sufrir es ejercitar el ánimo en la filosofía, romperlo a la guerra del mundo y burlarnos santamente de los rigores de la injusticia: sufrir es ser hombre o mujer fuerte sobre quien nada pueden ni privaciones, ni provocaciones, ni linaje de agravios: sufrir es levantarse sobre el pantano donde están hirviendo cólera, desaliento, desesperación, quejas amargas, propósitos malignos. Sufrimiento es filosofía: Sócrates sabe sufrir; ni las injurias de Aristófanes le irritan, ni el molino de Xantipa le saca de sus quicios, ni la precipitación de los treinta tiranos le exaspera. Sufrimiento es santidad: San Bartolomé sabe sufrir; desollado de los pies a la cabeza, se echa su piel al hombro dando gracias a Dios, y se va sin maldecir a los verdugos. Sufrimiento es sabiduría: Galileo sabe sufrir; preso, encadenado, oyendo chirriar a cuatro pasos la hoguera con que le amenazan, tranquilo exclama: E pur si muove. Sufrimiento es grandeza de alma: héroes, filósofos, grandes monarcas, mártires, han probado que poseían la virtud del sufrimiento, con afrontar serenos los insultos de la fortuna y morir tan grandes en la desgracia como habían vivido en la prosperidad resplandeciendo en el poder y las virtudes. Sufrimiento es virtud, virtud que trae gloria en sus luminosas entrañas. No sufren sino los fuertes; los bajos, los cobardes, los pobres de espíritu padecen: su estrella es padecer; pero no sufren, pues si suyo fuera el sufrir, eleváranse sobre sí mismos, y padecieran menos, y fueran grandes por el sufrimiento. En cuanto a los malvados, sabed que ellos son los que padecen verdaderamente, y tanto más cuanto que no sufren: sufrimiento y soberbia son enemigos; si hay malvado que no cultive la soberbia, gran maravilla es. El hipócrita es malvado, y no la cultiva: malvado humilde, rastrero: es un santo por defuera; por dentro, todo infierno. La soberbia no sale en él al mundo, esto es todo: su corazón está hirviendo en las más negras pasiones. El padecer puede muy bien andar sin el sufrir: desgraciados, todos lo somos por fas o por nefas, ca mucho padecemos y poco sufrimos. Si el sufrimiento absorbiera las malas lágrimas, las lágrimas de soberbia, cólera, impotencia, nuestros padecimientos cobraran aspecto de propicios y vinieran a ser virtudes en nosotros. Así, cambiando los vocablos, pervierten las ideas los ignorantes y los vanos; y los vanos, pues habéis de saber que muchos hablan y escriben mal a sabiendas: timbre es para los necios estropear y pervertir la lengua propia, como del chacoloteo innoble de su boca resulte la opinión de ser tenidos por hombres que han vivido o viajado en Francia. ¿No sería mejor aprender la lengua francesa sin olvidar la castellana?, ¿cultivar las extranjeras sin consentir en que se remonte la nacional? ¡Y qué lengua!: la de hablar con Dios; la lengua muda del éxtasis en Santa Teresa; la de la oración hablada en San Juan de la Cruz; la de la elocuencia eclesiástica en Fray Luis de Granada; la de la poesía en Fray Luis de León, Herrera y Rioja; la de la historia en Mariana; la de la novela en Hurtado de Mendoza; la de la política en Jovellanos; la del amor en Meléndez Valdés; la de la risa en Fígaro; ¡qué lengua!; la de la elocuencia profana en Castelar: ¡qué lengua!

Por dicha, bien así en España como en América, los que van a la guerra debajo del pendón del siglo de oro no son pocos. Ignorancia y ridiculez están en el bando opuesto, el cual es más numeroso que los ejércitos que sitiaban a Albraca. Traductores ignorantes, novelistas afrancesados, viajeros fatuos son nuestros enemigos: nosotros nos afrontamos con ellos, y si no podemos llevárnoslos de calles, defendemos el campo palmo a palmo; ni hay impío de ellos a quien le sea concedido penetrar en el santa santorum de nuestro angélico idioma. Desde Capmany que se levantó como un gigante contra sus corruptores, hasta don Aureliano Fernández-Guerra que le está sacando sobre sus hombros, muchos campeones y muy bizarros los ha habido. Don Diego Clemencín ha revuelto y profundizado el Tesoro de la lengua castellana, de Covarrubias, haciendo que reviertan para arriba montones de riqueza pura; ha puesto en manos de los aficionados el Diálogo de la lengua, de Juan Valdés; ha descompuesto el Quijote coyuntura por coyuntura, y nos ha mostrado los secretos de la complicada anatomía para cuyo estudio no basta la vida de un hombre. Clemencín es benemérito de la lengua, sagaz recopilador de cuantas noticias pueden convenir para su posesión completa. Don Rafael María Baralt, con su Diccionario de galicismos, ha hecho un servicio de tomo y lomo a sus compatriotas, dándoles copia de luces y remitiéndolos adonde más largamente se contiene. Parece que los españoles le estudian poco, a pesar de las recomendaciones de Hartzenbusch; los hispano-americanos mucho le debemos a ese ilustre hijo de Venezuela que alcanzó un sillón en la Academia Española. Monlau en su Diccionario etimológico; Puigblanc, Gallardo y otros muchos peninsulares amigos del buen decir, se están oponiendo a pecho descubierto a las irrupciones de los bárbaros que bebiendo las turbias aguas del Sena pierden memoria, amor patrio, respeto a sus padres, y vuelven, las armas en la mano, contra esos santos difuntos que se llaman Rivadeneira, Hurtado de Mendoza, Quevedo, Cervantes, Argensolas, Jovellanos.

Entre los escritores del día los hay puros, ricos, elegantes, y esta es gran fortuna, que hacen rostro a esas montoneras furiosas de galomaníacos que ora hablando, ora escribiendo, quieren dar al través con la lengua patria. En la América española, en cada república existe un grupo de aficionados en cuyo centro arde a la continua el fuego de Vesta, el fuego puro y misterioso, que si se apagara temblaran los dioses mismos. De presumir es que andando el tiempo, merced a la labor constante de este puñado de jóvenes beneméritos, la pobrecita limosnera de Voltaire recoja sus harapos, y la reina de Carlos V se vuelva a echar sobre los hombros su mantón de púrpura. C'est une pauvrette qui fait l'aumône â tout le monde, decía el dios de Ferney, hablando de la lengua francesa. Tanto ha dado la desnuda y tanto ha recibido la vestida, que es vergüenza. El castellano de hoy no es sino el francés corrompido. «El inglés, -decía Alejandro Dumas el viejo- no es más que el francés mal pronunciado». Ese amable Sileno lo decía por tener y dar de que reír: nosotros estamos hablando en verdad y conciencia. ¡Qué es ver, mi Dios, un escritor español con gran fama de talento escribir de París un monstruo de lengua, mitad Gervasio, mitad Protasio, que quien no supiere una y otra no entenderá palabra! ¿Ese periodista corresponsal, o ha puesto en olvido su idioma, o se tiene pensado que el mestizo vale más, en tiempo de democracia, que el godo neto por cuyas venas corre sangre de Leovigildos y Pelayos? La lengua castellana en manos de los grandes escritores clásicos es como el Amazonas, caudaloso, grave, sereno: sus ondas ruedan anchamente, y sin obstáculo van a rempujar y desalojar el Océano, que se retira, y vuelve a él con los brazos abiertos. Todo es paz y grandeza en esa vena del diluvio: cuando hay alteraciones, las tempestades son sublimes, como cuando Fray Luis de Granada, santamente irritado, exclama con los profetas: «¿Qué ha sido tu corazón sino un cenegal y un revolvedor de puercos? ¿Qué tu boca sino una sepultura abierta por do salían los malos olores del alma que está adentro muerta? ¿Qué tus ojos sino ventanas de perdición y ruina?».

«Abrieron su boca sobre ti tus enemigos, y silbaron, y regañaron con sus dientes, y dijeron: Tragaremos: este es el día que esperábamos; hallámoslo, vímoslo».

«Allí fueron conturbados los príncipes de Edom y temblaron los poderosos de Moab».

Estas son tormentas grandiosas en boca de ese monje profético: oímos el trueno, hemos visto el rayo, y la espada del ángel del Señor, rompiendo esas nubes tremebundas, amenaza a los impíos y soberbios. Fuenmayor, en su Vida de Pío V, se espacia a un lado y a otro: es el Helesponto por donde ruedan los caudales de dos mares. Hurtado de Mendoza ha levantado un monumento a nuestra lengua en su Guerra de Granada como historiador, y en Lazarillo de Tormes otro como novelista de costumbres. Ved si no esta manera de referir, ¡y qué manera!:

«Montaña áspera, valles al abismo, sierras al cielo, barrancos y derrumbaderos sin salida: ellos, gente suelta».

¿Hay precisión y gracia? Las más hermosas figuras están cometidas en este pasaje, con mano maestra, ¡y en qué frase, si pensáis! Santa Teresa es hablista insigne: «Toda me parecía estaba descoyuntada y con grandísimo desatino de cabeza; toda encogida, hecha un ovillo, sin poderme mover, más que si estuviera muerta».

«Tienen los niños un acelerado llorar que parece van a ahogarse; y con darles a beber cesa luego aquel demasiado sentimiento».

«No hagas tan gran pecado como poner a Dagón par a par del arca».

«Querer una como yo hablar en una cosa tal, no es mucho que desatine».

«Suplique vuesa merced a Dios o me lleve consigo o me dé como le sirva».

Bien está que no hablemos como esos antiguos en un todo; mas la pureza, la eufonía, la numerosidad, la abundancia, busquémoslas, imitémoslas. Para mí, yo bien quisiera, enternecido y afligido con la meditación sobre la muerte, hablar a semejanza de este admirable antiguo: «Llegada es ya mi vez, cumplido el número de mis días: ahora moriré a todas las cosas y todas ellas para mí. Pues, ¡oh mundo!, quedaos a Dios. Heredades y hacienda mía, quedaos a Dios. Amigos y mujer e hijos míos, quedaos a Dios, que ya en carne mortal no nos veremos jamás».

«Breves son, Señor, los días del hombre, y el número de los meses que ha de vivir, tú lo sabes».

Ahora ved esta deliciosa cadencia de períodos: «Para ti enreda y trama el gusano hilador de la seda: para ti lleva hojas y fruto el árbol hermoso: para ti fructifica la viña: el vellón de lana que cría la oveja, beneficio tuyo es: la leche y los cueros y la carne que cría la vaca, beneficio tuyo es: las uñas y las armas que tiene el azor para cazar, beneficio tuyo es».

¿Cómo volviéramos a nuestro modo de escribir este lugar tan lleno de majestad y elegancia? La lana, las uñas... ¡oh!, esto es haber perdido la lengua, haberla corrompido hasta la medula, haber profanado una deidad propicia. Espíritu de la Santa Doctora, desciende sobre mí, alúmbrame. Alma del padre sabio, ¡oh tú, Granada invisible!, si en tus peregrinaciones al mundo; si cuando sales a recoger tus pasos, aciertas a distinguir a ese devoto de tu nombre, bendícele. Y tú, Cervantes, a quien he tomado por guía, como Dante a Virgilio, para mi viaje por las obscuras regiones de la gran lengua de Castilla, echa sobre mí los ojos desde la eternidad, y anímame; llégate a mí, y apóyame; dirígeme la palabra, y enséñame. Cuando yo te pregunte: Maestro, ¿quién es esa sombra augusta que a paso lento está siguiendo la orilla de ese río? Tú has de responder: Inclínate, hijo, ese es don Diego Hurtado de Mendoza.

Maestro, ¿quién es el espectro que allá va alto y sereno, los ojos vueltos arriba? -Ese es Fernando Rojas, autor de La Celestina; salúdale.

Maestro, ¿quién es ese espíritu que se agacha a beber en esa fuente, debajo de estos acopados mirtos? -Es Moratín, llamado Inarco Celenio. A éste no le hables: huirá como una cervatilla; es tímido y esquivo como una virgen vergonzosa.

Maestro, ¿quién es esa alma rodeada de un resplandor divino, que está echándole la mano al cuello a ese arco iris? -Ese se llama don Gaspar de Jovellanos, hijo. Es el pontífice de los escritores: llégate a él, y dobla la rodilla.

Y agora, mi buena señora, me acorred, pues que me es tanto menester.