Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLV
Capítulo XLV
Dos días habían andado los aventureros sin que les hubiera sucedido cosa digna de memoria, y se hallaban por las faldas de Sierra Morena, solos y sin camino. Don Quijote se figuraba ver dentro de poco, ya una doncella andante puesta a mujeriegas sobre un león, ya un jayán que se llevaba consigo una princesa, ya un enano que le traía una embajada amorosa.
-¡Por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo y los Dolores de María Santísima -dijo por ahí una voz cascada y muerta de hambre-, una caridad a este pobre ciego!.
A Sancho Panza se le fue la sangre a los zancajos: las palabras no podían ser más católicas; pero en nada confiaba cuando se hallaba en semejantes despoblados. Un hombre, acurrucado al pie de un árbol, con un perrito pastor a los pies, era quien había pedido la limosna.
-Sancho -dijo don Quijote-, la ocasión de hacer un bien es siempre un buen agüero: las obras de misericordia son préstamos que hacemos al Señor. Abre esas alforjas y provee para quince días a este desdichado.
-Le daré -respondió Sancho-, mas no para quince días. Si de hoy a mañana no salimos de estos andurriales, en Dios y en mi ánima que tengamos nosotros mismos que hacer de ciegos.
-Tan buena cuenta has dado de la repostería, Sancho? Haces bien, amigo: el día que hay, come a tu sabor, y no te dure un mes lo que alcanzaría apenas para una semana. Da lo que puedas a este ciego; no manda otra cosa la ley de Dios; pero lo que des, dalo de corazón. Sin buena voluntad, no hay caridad: los que dan por fuerza, labran para el demonio; los que por orgullo, están condenados.
Sancho estaba ya en tierra abriendo las alforjas con loable empeño, y mientras desperdigaba una gallina, dijo a su amo:
-Yo no doy por orgullo ni por fuerza; mas no doy para quince días. Tome este cuarto, hermano ciego, y este jirón de cecina: cómalos a nombre del escudero Sancho Panza, encomendándole a la Virgen.
-Ella os lo pague, mi buen señor -respondió el mendigo recibiendo a tientas lo que se le ofrecía-: si las oraciones de un pobre pueden con el cielo, allá irán a parar vuesas mercedes.
-Miren si discurre bien el esguízaro -dijo Sancho-: comed y rezad, hermano, y no hagáis como los que maman y gruñen. ¿En dónde habéis aprendido tan buenas razones?
- -«No vale el azor menos
- Por nacer en vil nío,
- Ni los decires buenos
- Por los decir judío».
-respondió don Quijote-. Puede uno ser pobre y ciego, y hablar como don Santos de Carrión.
-Como don Santos, sea -dijo Sancho-: ¿ahora qué dice vuesa merced si en este pradecico, al lado de este bienaventurado, les diésemos nosotros también un tiento a las alforjas?
-No dices mal -respondió don Quijote-, ¿pero tendremos agua por aquí?
-Y pura y dulce -dijo el ciego-: ¿no la oye vuesa merced a cuatro pasos?.
Don Quijote puso el oído y alcanzó un blando susurro que de entre unos árboles salía.
-Es un arroyo -dijo-: el licor más saludable del mundo.
-Y el más barato -repuso Sancho-. Pero no me hubiera resentido con mi señora doña Engracia de Borja, si nos hubiera acomodado con unos dos frascos de Alaejos y dos de Rivadavia. En verdad que uno viene como a convertirse y santificarse con una copa de Valdeiglesias tras un bocadillo astringente como esta longaniza.
-No te aficiones a la bebida con tal fuerza -tornó a decir don Quijote- que vengas a emborracharte sin beber, como si realmente hubieras bebido. ¿Qué más da que uno robe o viva deseando robar? ¿Serás menos libidinoso si vives muriendo de día y de noche por la mujer de tu prójimo, que si de veras vinieres a corromperla? De este modo, tan borracho eres si andas siempre con la mira puesta al beber, como cuando efectivamente bebes. Y no te resientas; tú sabes el refrán que dice: A mozo roncero, amo severo.
-Vuesa merced me fiscaliza los pensamientos -dijo Sancho- y me condena por ellos como a pecador conflicto y confeso.
-Si eres conflicto -replicó don Quijote- serás también conflexo: si eres confeso simplemente, pecador de ti, te habrás de allanar a ser convicto. Sancho, Sancho, ¡y qué bien dicen: El hijo de la cabra, de una hora a otra bala! ¿Cuando yo te creía perito en nuestra lengua, como efecto de las lecciones que te vengo dando, salimos con que la cabra tornó a balar el día menos pensado? Hijo malo, dicen, más vale doliente que sano. Pero como también se suele oír por ahí: Al hijo de tu vecino límpiale las narices y mételo en tu casa, yo te limpio las tuyas y te meto en mi casa. El pie del dueño, estiércol para la heredad: sírvante de estiércol estas mis razones: fecúndate, da un fruto de bendición, gallego viejo.
-Acertádole ha Pedro a la cojugada, que el rabo lleva tuerto -dijo Sancho-. ¿Dónde están las lecciones que vuesa merced me viene dando? Lo que hace es acomodarme ropa limpia de cada lunes y cada martes, y buscarme la lengua para los... batanes. El hijo de la gata, ratones mata, señor; y quien tuviere hijo varón, no llame a otro ladrón. ¡Y son pocos los refranuelos que nos ha echado el señor don Quijote! Vuesa merced se lo lleva en el pico a este escuderillo en esto de los refranes. El hijo del asno, dos veces rebuzna al día: pícame, Pedro, que picarte quiero. El viejo desvergonzado hace al niño osado. Y ¡montas! si yo tomo de memoria las lecciones de mi señor. Quien con lobos se junta a aullar se enseña. Hijo fuiste, padre serás; cual la hiciste, tal la habrás.
-En día infausto hube de nacer -dijo don Quijote interrumpiéndole- para verme hoy bajo la influencia de tu genio fatídico; y en hora menguada me vino a los labios eso del pie del dueño, que fue a remover en tu cabeza el montón de sabandijas que tú llamas refranes. Si me los quisieras vender a carga cerrada, sin reservar ni uno solo para tu uso, te diera yo por ellos todos mis bienes de fortuna, y con gusto me quedara en la calle.
-Los hijos de Marisabidilla, cada uno en su escudilla -tornó Sancho a decir-; nosotros somos esos hijos; pues cada uno en su escudilla y a su casa; que como mi hijo entre fraile, mas que no me quiera nadie.
-¿Vuelves a los hijos, don hijo de tu madre?, -gritó don Quijote-. Quemadas sean tus palabras, Sancho siete veces brujo. ¡Oh, y cuándo será el día que yo te vea con el palo codal, arrepentido de tus refranes! Cuenta y razón conserva amistad: ven acá, Sancho: aquí hemos de formular, firmar y acabar un contrato de los que nacen de estos principios: Doy para que des, doy para que hagas; hago para que des, hago para que hagas; y sírvanos de testigo este buen ciego. Tú das el no decir expresión proverbial, adagio o cosa que huela a refrán, ni en artículo de muerte, aun cuando sepas que has de entregar el alma al diablo. Yo doy el redoblarte tu salario, el hacer condesa a Sanchica, y además una de las tres pailas grandes que heredé a mi señora madre.
-Póngase una nota -respondió Sancho-, y séllese y rubríquese; es a saber, que si mi alma viniere a verse en peligro de condenación, he de echar cuantos refranes fuere menester para salvarla.
-Cuando tus pecados te llevaren a ese trance, los dirás -repuso don Quijote-; pero no tantos ni tan escabrosos que a causa de ellos recaigas en la cólera divina.
-Vieja escarmentada, arregazada pasa el agua -dijo Sancho-. Venga esa pieza del doy para que des, y fírmese. Pero ha de haber otra excepción: cuando vuesa merced me hurgare la memoria y me incitare el apetito con alguno de esos refranillos que suele aflojar como quien no dice nada, doy por rota la escritura y vuelvo de hecho al uso corriente de mis refranes. Cuando uno venga de perilla, lo he de soltar también.
-¡Que no te dé una fiebre pútrida, judío! -dijo el caballero exasperado-. Si todos los casos en que te puede venir el vómito de refranes los pones fuera de la regla, ¿qué dejas para tu compromiso?
-Paso por todo -respondió Sancho-; no se hable más. He oído, señor don Quijote, que para que el testamento sea macho son necesarios siete testigos; y no tenemos sino dos: el ciego y su lazarillo o su perro.
-¡Aquí no hacemos testamento macho ni hembra, zopenco, zopencón! -dijo don Quijote-. Para la friolera en que nos hemos concertado, con uno hay de sobra.
-A la buena de Dios -repuso el escudero-, y que vuesa merced no olvide el aumento de mi salario, ni el hacer condesa a Sanchica.
-Es cosa mía -respondió don Quijote, y añadió-: La caridad descuenta las culpas de la codicia: mira, Sancho, el pobre ciego, que está como si no hubiera pasado bocado por él: favorécele con media docena de bizcochos y una lonja de tocino, que no te serán negados el día del finiquito. Lo que das al pobre, no lo echas en el agua: semilla es que produce en abundancia. O más bien, en el agua lo echas; pero, según las divinas letras, allá abajo, cuando menos acuerdes, lo volverás a coger. No digas al pobre: ya te di; el hambre no pasa sino para volver, y en su rotación dolorosa va gastando las ruedas de la vida. La limosna es credencial para con el Señor, documento de que Él hace mucho caso. Si tienes un pan, da la mitad al pobre; si dos, dale uno entero.
-¿Si tengo veinte panes -dijo Sancho-, le habré de dar los diez al ciego? ¿Y mis hijos?
-Yo sé muy bien que la caridad principia desde casa -respondió don Quijote-; pero sé también que en este axioma hacen pie los avarientos y egoístas para fomentar su tacañería. Tus hijos serán hijos de judas, si llevan a mal que socorras con un pan al indigente.
-¡Sanchica de mi alma! -exclamó Sancho; y levantándose conmovido-: Tomad, hermano -dijo al ciego- estotro bocado; y no se os olvide pedir a Dios por los caminantes. Mirad para vuestro perro este osecillo no tan limpio.
-Dos días no hemos yantado -respondió el pobre-: nada de lo que me proporcione la misericordia divina por mano de vuesas mercedes, será por demás. La muquición es la vida, señor.
-¿Eh? -preguntó don Quijote-; ¿la muquición?
-Así llamamos los pobres al pan de Dios -respondió el ciego.
-Así lo llaman los ladrones -dijo Sancho-; y al comer llaman muquir. ¿Sois de la pega, hermano?
-Como hay Dios que soy hombre de bien; ¿ni cómo he de robar con estos ojos anochecidos?
-¿Y qué diablos hacéis por aquí? -preguntó don Quijote-. Estos parajes no son ricos en caridad: para vivir y para morir, el hombre necesita de sus semejantes, y más uno como vos. El camino real, un puente, la puerta de un mesón os convendrían primero que estas soledades.
-Venga a las ancas de mi rucio, hermano -dijo Sancho-: yo le dejaré en sitio tal, que sobre el pan le caigan algunos cuartos, si no son reales. Ahora dígame vuesa merced, señor don Quijote, si este ciego tiene derecho a mis diez panes, ¿no puedo, por la misma razón, traspasarle algunos centenares, y aunque sean millares, de ciertos tres mil y trescientos que tengo que... darme?
-De ninguna manera -respondió don Quijote-: Merlín el encantador previno que fuese cosa exclusivamente tuya. No me hables de esto, si no quieres dar al traste con la paz que hemos firmado, y ve por agua, que harto la he menester.
Sancho Panza, hallando mal templada la guitarra, puso punto en boca y se internó en la espesura. Siguiole don Quijote hasta cierta distancia, y arrimándose a un árbol se quedó a esperarle, tomado de sus pensamientos caballerescos. El ciego se alzó pasito, con mucha cautela y diligencia se llegó al asno, se apoderó de las municiones de boca, con alforjas y todo, y sacando de la faltriquera una botellita, le vertió su contenido en las orejas. Viendo que no había otra cosa manual con que cargar, se retrajo pian pianino, y luego se disparó por esos campos, de modo que no le alcanzara la Santa Hermandad si de propósito dieran tras él todas sus cuadrillas. Tardó Sancho en volver, hasta el punto de enojar a don Quijote, cuyas meditaciones no suelen ser muy tenaces; se puso el caballero a darle voces, cuando el escudero asomó inundado en gozo, con un animalejo en los brazos, cual si trajera una maravilla.
-¡Maldito seas de Dios y sus santos! -le dijo don Quijote-. ¿Qué traes ahí, un corvezuelo?
-¡Corvezuelo! ¡Mi padre! -respondió Sancho-: es un animalito nunca visto, que venderé como una raridad en el primer pueblo adonde lleguemos. ¿Quién no me dará ocho o diez reales por esta piedra preciosa? Mírelo y remírelo vuesa merced, y dígame si en los días de su vida ha visto cosa más linda.
-Apuesto diez contra uno -dijo don Quijote- a que te has pillado un zorro, y zorro es el que estás apretando contra el seno, cuando te figuras poseer el animal del carbunclo o el ave del Paraíso. Suelta ese asco, villano, y huye de mi presencia: tú no tienes ni la sal ni el agua del bautismo.
Tras que el pobre escudero estaba cubierto de un hedor mortal, tomó su lanza don Quijote y le asentó los dos mejores garrotazos que en su vida hubiesen dado el uno y recibido el otro. Mohíno y corrido Sancho, acudió a las alforjas, las que solía cubrir con un gabán de remuda, para ver de cambiarse lo apestado.
-¡Que me maten -gritó- como el ciego no haya sido ciego fingido, de los que roban con el nombre de la Virgen en los labios, y asesinan encomendándose a los santos del cielo! ¿Dónde están las alforjas, señor don Quijote? ¡Mal año en mí y en toda mi parentela, y que me vea yo comido de perros!
-Que te veas comido de perros -dijo don Quijote, no me parece mal-: ¿cómo discurriste para traerme aquí tu animalito maravilloso, Sancho pagano, Sancho moro? A fe que primero que se te vaya esa ambrosía, te habrás de quitar la escama y todavía has de quedar como una junciera.
-Si no quieren desesperarme, no se hable más de esto -respondió Sancho-: he de vivir mil años, y no he de acabar de maldecir mi suerte. ¿Dígame vuesa merced cómo nos desayunamos hasta cuando Dios sea servido ponernos en una venta o un mesón?
-Decir pudieras castillo o palacio -replicó don Quijote-; por lo demás, no te dé cuidado: en defecto de pollos rellenos y roscas de Utrera, nos han de sobrar por estos campos raíces comestibles y hierbas saludables. Si la necesidad apura, ¿qué hay sino tomar una infusión de verónica y quedar reanimados y entonados para muchos días? Llora menos por tus alforjas y monta sobre el rucio.
-¿Cuánto va a que el bellaco del ciego le ha puesto azogue en los oídos a mi burro? -dijo Sancho-. Mire vuesa merced la vivacidad con que se está haciendo el brioso, como si fuera un corcel de guerra.
-La cosa es muy factible -respondió don Quijote-; esa suele ser maña de gitanos.