Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLIV

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XLIV - De la despedida que de los señores del castillo hizo nuestro aventurero
de Juan Montalvo
Capítulo XLIV

Capítulo XLIV

Rocinante y el rucio, aderezados ya, estaban a la puerta del castillo, y Sancho Panza averiguándose con las alforjas, las cuales, gracias a doña Engracia, las tenía rebosando de pollos, cecina, bizcocho y otras curiosidades muy del gusto de ese buen escudero. No había para él ocupación más grata que la de acomodarlas, ni rato más alegre que el de abrirlas. De gula, no comía, pero no le desagradaba mojar un mendrugo en un caldero de gallinas; y en viniéndole a la mano un tercio de capón, daba tan buena cuenta de él, que no había cuándo porfiar que lo concluyera.

-Si el buen Sancho -dijo don Prudencio Santiváñez- no tuviese algún motivo especial de amor a su rucio, se le podría trocar dicha alimaña con un cuartago de no mal talante y mucha fortaleza que tengo en mis caballerizas. Según entiendo, el rucio viene a hacer una como disonancia con el tan poderoso caballo de su amo; cosa impropia, además, de la profesión caballeresca. Aún sería de reflexionar si no se le diese una adehala por servir a escudero tan principal.

-Con la adehala me contento -respondió Sancho-. Lo que en el capillo se toma, con la mortaja se deja, señor: el rucio es mi hermano de leche, juntos hemos crecido, juntos hemos vivido, juntos hemos de morir. No porque ayer fui gobernador y mañana he de ser conde, me he de poner a repudiar a mi compañero. Con mi rucio me entierren, señores: si algo quieren darme, agradeceré la merced.

-Advierta el gran Sancho -dijo el marqués de Huagrahuigsa-, que al que es cuerpo de un don Quijote de la Mancha no le conviene ir en tan humilde caballería como un asno: yo soy de parecer que se lo cambie, a pesar suyo, con el cuartago consabido, pues nunca se ha visto que personas de tanta pro y fama como él anden en borricos.

-Vuesa merced no está en lo justo -respondió el capellán, quien se hallaba también presente-: «El rey pobre, el rey pacífico, el rey salvador entrará en Jerusalén montado en un asno», predijo Zacarías. Y montado en un asno entró en Jerusalem el rey pobre, el rey pacífico, el rey salvador. ¿Ha de ser cabalgadura despreciable la autorizada y preferida por el Rey de mundo? Calle vuesa merced, y deje que este hombre siga su camino sobre su jumento, aunque no sea sino por lo que tiene de humilde y cristiano.

-Por lo que tiene de cristiano, sea -replicó el marqués-; mas por lo de aventurero, ha de montar en caballo ¿Dígame vuestra reverencia las personas de alto lugar que han ido a jumentillas, ni entre los antiguos, si no fue nuestro Señor Jesucristo, y eso únicamente por darnos ejemplo de humildad.

-De nuevo se engaña vuesa merced -volvió a decir el capellán-: el asno ha sido caballería de corte, lujo y boato en los mejores tiempos. ¿Pues veamos en qué montaban los jueces de Israel. Los cuarenta hijos de Abdón y sus treinta nietos iban delante de él, caballeros sobre setenta asnos gordos, lucios, vivos, cuyos escarceos no podían ser mejorados ni por los corceles de Mesopotamia. Jair, junto con sus treinta hijos, señores de otras tantas ciudades, montaban en burros soberanos, como puede verle vuesa merced en la Sagrada Escritura. ¿Póngaseles herraduras de plata a esos buenos pollinos, gualdrapa de púrpura sobre el pelo negro, y díganme si un magnate puede andar mejor montado?

-Vuesa paternidad lo afirma, y aun cuando sea ex fide aliorum, así debe de ser -contestó el marqués-. Mas todavía querría yo que el buen Sancho, que no es Abdón ni Jair, anduviese de hoy para adelante en un rocín mediano, porque no viniese a rivalizar con los jueces de Israel y perderse por la soberbia.

-Para mi santiguada -respondió Sancho- que no he de ir a echar en tierra de una embestida las costumbres de mis mayores, quienes no montaron nunca sino en burros.

-Pues yo soy de parecer -dijo a su vez el conde de Mayorga- que no solamente se le debe cambiar su rucio a Sancho, sino también su Rocinante al señor don Quijote. ¿Qué dice vuesa merced de una buena cebra, animal que se traga cien leguas por hora, adecuadísimo, por tanto, para las aventuras que requieren velocidad? Y no se piense que semejante vehículo sea desautorizado en el mundo caballeresco: tienda vuesa merced la vista y vea cómo


«Por las sierras de Altamira
Huyendo va el rey Marcín,
Caballero en una cebra,
No por falta de rocín».


No por falta de rocín; luego los más famosos caballeros han preferido la cebra al caballo.

-Tan lejos está el rey Marcín -respondió don Quijote- de ser famoso caballero, como de ser preferible al caballo aquel animalucho que menciona vuesa merced, el cual en resumidas cuentas no pasa de silvestre; alimaña notable tanto cuanto por la graciosidad de su cuerpo y aquel ordenado artificio con que la madre naturaleza quiso hermosear su piel, dividiéndola en fajas negras y amarillas. Mas dígame vuesa merced ¿cómo una cabalgadura buena solamente para la huida ha de convenir a ese cuyo asunto es acometer, pelear a pie firme y vencer? Si alguna vez me encontrase yo en el peligro de haber de retirarme, mandaría barrenar mis naves y darlas a la banda, como ya lo hicieron Agatocles y nuestro esclarecido Hernán Cortés. Digo que mataría con mi mano a Rocinante, a fin de que no me pasase por la cabeza la idea de huir ni retirarme. El que Marcín se hubiese encomendado a la velocidad de una cebra, no es ejemplo que puede seguir un caballero.

-Si yo insinué esa especie -replicó don Alejo- fue porque me pareció digno de un paladín como vuesa merced el montar un animal raro, casi fabuloso; bien como la reina Falabra andaba caballera en un lobo sin cabeza, y como otros grandes y famosos caballeros han montado en grifos, unicornios, hicocervos, jirafas y otras maravillas. Mire vuesa merced al gigante Mordacho con cuánta gallardía y gentileza va a horcajadas sobre «un oso guarnido con unos cueros muy duros, que él puesto encima parecía más fiera cosa de ver y más espantable que el infierno. En la cabeza lleva el citado Mordacho un yelmo hechizo con agujeros enormes por los cuales saca las orejas. Su armadura es de huesos y costillas de sierpe, más fuertes y difíciles de hender que el acero mejor templado. El oso es muy grande y desemejable; y cada vez que el jinete le pone en los ijares las uñas de león que lleva por espuelas, da tan grandes saltos y bramidos, que a todos atruena y pone susto». Por aquí puede ver el señor don Quijote cuan natural sería que su merced jinetease una linda cebra de los desiertos del África, si ya no prefiriese el lobo sin cabeza de la reina Falabra.

-Yo sé por dónde veo las cosas -respondió don Quijote-; a mí me incumbe y atañe el saber lo que prefiero. Ni el oso de Mordacho, ni el lobo de la reina Falabra, ni el camello de la mágica Almandroga, ni cuantos hicocervos, jirafas, grifos, hipogrifos y demonios hay en el mundo, le llegan al tobillo a este mi buen compañero y amigo. Vengan los Alejandros sobre sus Bucéfalos, los Julios Césares sobre sus corceles de uña partida y cara de toro, los Rui Díaz sobre sus Babiecas, los Rugeros sobre sus Frontinos, los Astolfos sobre sus Rabicanes; vengan todos juntos: aquí está don Quijote de la Mancha sobre Rocinante.

-Ese corcel -dijo el barón de Cocentaina- debe de provenir de un enlace y cruzamiento extraordinarios, para que sea tan singular por su origen como por sus prendas. Estos grandes e ilustres caballos suelen tener su genealogía propia y diferenciarse de los demás esencialmente. Bucéfalo, aquel gran Bucéfalo que vuesa merced acaba de nombrar, ¿cómo y de quién nació?


-«Fízolo un elefant por muy gran aventura
En una dromedaria, cuemo dis la escriptura:
Venial de la madre ligerez por natura,
De la parte del padre frontales é fechura».


-Si el mío fuese hijo de una dromedaria, sería dromedario -respondió don Quijote-: como descienda del más poderoso semental de los cotos de Andalucía y de la más fina yegua cordobesa, estoy contento. Y ahora sí que es la de vámonos, señores: mandar y adiós.

Al tiempo que montaba a caballo, como las damas del castillo estuviesen por los corredores, se llegó don Quijote al señor de Mayorga y en tono de reserva le dijo:

-Vuesa merced sea servido de indicarme la que entre esas hermosuras se llama Secundina.

-¿Secundina? -respondió el conde-; ahí la tiene vuesa merced.

Y le enseñó una moza entre los pinches de la casa, que agrupados por ahí estaban a ver partir a los andantes. Era la tal una mujer baja de cuerpo, achaparrada, que traía a cuestas una muy buena joroba y metí a hasta no más el un ojo en el otro. Atónito la estaba mirando don Quijote, al tiempo que el señor de Mayorga alzó la voz y dijo:

-Secundina, el señor don Quijote de la Mancha se te encomienda, y aun desea le hagas la gracia de llegarte luego para un asunto de importancia.

Entre pasmada y obediente echó a andar la moza. Como don Quijote la viese aproximarse cojín cojeando, arrimó las espuelas a su caballo y se partió.