Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XIX
Capítulo XIX
-Suponga vuesa merced -dijo Sancho- que no son sino unos buenos religiosos de San Francisco, y dígame por dónde les embiste que no quede excomulgado. O tengo pataratas en los ojos, o los gigantes que aquí llegan no son sino los frailecitos que he dicho.
-Pataratas tienes en el alma y la lengua -respondió don Quijote-; y pluguiese al cielo que tuvieras cataratas en los ojos, para que no vieses las cosas al revés. Lo que es ahora estás en lo justo, Sancho; pues o sé poco de frailes, o éstos son en efecto unos de San Francisco. Quiso la suerte de los viandantes que el caballero los tomase por lo que eran en verdad, y éstos no corrieron la de los monjes benitos con quienes nuestro hidalgo hizo lo que cuentan las historias. Eran los que venían tres sacerdotes de reposado y grave aspecto, uno de los cuales traía por delante una barriga veneranda asentada en el arzón, al abrigo de un sombrero bajo cuya ala pudiera sestear holgadamente el mejor rebaño de la Mesta. La cara abultada y sanguínea, los ojos comidos, las cejas blancas, los labios morados, el cuello corto, los hombros anchos, las piernas diminutas.
-Si vuesas paternidades no lo hubieran a enojo -dijo don Quijote después de saludarles- deseara yo saber ¿adónde van y cuál es la causa de haber dejado las ollas de Egipto por el polvo de estos campos?
-Soy el guardián de mi convento, señor -respondió el monje de ceja blanca-. Con motivo del capítulo, el nuevo provincial ha otorgado una semana de huelga, y voy con parte de la comunidad a una de nuestras posesiones, donde tomen descanso y se esparzan mis coristas y novicios. Media legua adelante los encontrará vuesa merced: háganos el favor de decirles que no se atrasen más de lo razonable. Heme separado de éllos por no estorbarles el buen humor y no poner mi autoridad a riesgo de menoscabo.
Y picando su mula, pasó el fraile junto con sus compañeros. Don Quijote y Sancho, por su parte, siguieron su camino, y a poco de haber andado en silencio dijo aquél:
-Maravillado estoy, Sancho, de que por la primera vez en la vida no hubieses metido el pico en una de mis conversaciones. Esto me induce a pensar que mis consejos te van aprovechando. Si llegas a perfeccionarte en la ciencia de la discreción, le he de dorar los cuernos al diablo.
-Yo esperaba, señor don Quijote -respondió Sancho-, que vuesa merced hiciera voto de dorarme los míos.
-El oro puro no se dora -replicó don Quijote-: si los tienes, ellos son de buenos quilates, y así no han menester barniz, funda ni vaina, y te cumple traerlos altos y descubiertos. Y no me digas otra cosa, que aquí vienen nuestros religiosos.
-Ténganse vuesas paternidades -dijo como llegaban los frailes-: estoy enterado de quiénes son, de dónde vienen y a lo que van; fáltame saber las circunstancias concernientes a vuestras reverencias; y así les ruego y encarezco satisfagan mi deseo, si es que no llevan prisa o no juzgan impertinente esta curiosidad mía, la cual puede muy bien estar fundada en cosa que mira a mi profesión.
Habíase detenido la cabalgata, y los buenos de los religiosos se estaban ahí admirando de esa figura no menos que de esas palabras.
-Vuesa merced especifique y puntualice, señor caballero -respondió el más listo-, el objeto de su curiosidad, y prometo satisfacerle hasta donde alcancen mis conocimientos.
-¿Cuáles de vuesas paternidades son de misa, cuáles de coro?
-De misa, señor, venimos hasta diez en este pelotón de la comunidad. Aquí tiene vuesa merced a fray Emerencio Caspicada, este religioso cuyos pies van a toca no toca, con ser su caballo tan grande como él mismo. Puesto al lado de la Giralda, no se sabe cuál es la torre y cuál el padre. Para la misa del gallo, señor, es el sacerdote que se conoce: se lo embaúla con plumas y todo, y la cresta la ofrece por el bien de sus antepasados.
Intentó fray Emerencio echar a malas el asunto; pero ni don Quijote ni su interlocutor hicieron caso de él, y la información continuó de esta manera:
-Este que vuesa merced ve a la derecha es el padre Frollo: hace dos meses le tenemos diciendo misa en seco, y transcurrirán ocho sin que la diga en mojado. Cuando ha de trasegar el vino al cáliz, se lo bebe en las vinajeras a pico de jarro: tal es su habilidad para la clerecía.
-¿Esas trocatintas las comete de ignorante o de distraído? -preguntó don Quijote.
-¿Ignorante, señor? Hombre es que con cuatro días de anticipación sabe cuando ha de caer domingo, y pocas veces yerra. Ahora conozca vuesa merced a fray Damián Arébalo, este frailecito de ojos tanto cuanto desviados: la lumbrera del convento, filósofo, humanista, crítico sin par. Corrige las pes y las tes mal hechas, con erudición y desenfado.
-Envidia, envidia, señor, es la envidia que me tienen -dijo el padre Arébalo sacando la cabeza-. No niego que haya censurado yo a cierto escritorzuelo, pero ha sido según todas las reglas del arte. Si viera vuesa merced las tildes que les pone a las eñes ese tonto, se destornillara de risa. ¿Y qué piensa vuesa merced que son esos cientopiés que ve allí estampados? Pues sepa que son las emes del famoso literato, cuyas efes asimismo parecen bayonetas.
-Puedo yo desternillarme de risa a las extremadas sandeces de un majadero -respondió don Quijote-; pero no me destornillo en ningún caso, porque mis órganos vocales no se componen de tornillos. Cuando un necio se ríe con mucha fuerza parece que se le rompe la ternilla de la nariz, y por eso decimos figuradamente que se desternilla de risa. Desterníllese, fray Damián, o destorníllese si le gusta; vuesa paternidad siga adelante en la relación que está haciendo de sus buenas cualidades.
-Poeta además -siguió diciendo el cicerone de don Quijote, quien se llamaba padre Justo.
-¿De los de a caballo o los de a pie? -preguntó don Quijote.
-De los últimos, señor. Sube a pie al Parnaso: musa pedestris. Y no por ser poeta de infantería es de los malos; que muchas veces en sus alforjas llevan un mundo los pedestres. Vuesa merced sabe que don Cleofás halló un gran demonio corchado en un frasquito.
-Una arruga de la frente puede contener una epopeya -respondió don Quijote-. Prosiga vuesa reverenda, y deme, si es servido, una muestra de las poesías del hermano Damián.
-No hay cosa más fácil, señor caballero. Para encarecer la pesadumbre que le estaba aquejando una vez, dijo que era su pecho una
- «Densa selva de cruel dolor»
por donde se paseaba él mismo
- «Dando unas voces tristes y muy nocturnas».
-Y esas voces tan nocturnas -preguntó don Quijote- las echaba de día el padre Arébalo?
-Entre obscuro y claro, señor -respondió el fraile, y siguió diciendo-: Este que ve aquí vuesa merced con su cara de cordero pascual, es el padre Deidacio, llamado entre nosotros el invisible a causa de la maña y sutileza con que se cuela rendijas adentro, y escudriña los menores rincones de la celda abacial, y sale sin dejar ni clavo ni estaca en la pared de cuantas golosinas envían al padre sus hijas de confesión y las monjas.
-No lo tome vuesa merced en mala parte -dijo el padre Deidacio-; esas curiosidades y golosinas que vienen del monasterio son tan bien condimentadas y llenas de guarniciones que, temiendo por la salud de mis superiores, les quito de los ojos la tentación, no sea que cuando menos acordemos les dé un patatús y quede la orden en acefalía. Pero yo no pruebo nada de eso; nuestro padre San Francisco sabe si estoy diciendo la verdad: satisfecho con preservar de un cólico miserere o de otro accidente aún más ejecutivo al reverendo padre provincial, otrosí, al guardián, reservo para los sopistas las gollerías que dice el hermano Justo. Sopistas son, señor, si a dicha no lo sabe, los pobres que a horas de comer acuden a las puertas del convento.
-De esta manera -dijo don Quijote- el padre Deidacio es el ángel de la guarda de sus superiores.
-Y aun de las alacenas, los cajones, armarios y escaparates -respondió el padre Justo. Y señalando con el dedo a un fraile de cara de ave marítima que estaba ahí riéndose a boca cerrada, prosiguió:
-Éste no es otro que Pepe Castañas, conocido en el claustro y aun fuera de él con el dictado de el argonauta, porque se anda por los aires del convento a la calle y de la calle al convento, sin que haya pared que no salte, ni torre por donde no se descuelgue todas las noches de la semana.
-Ponderación viciosa -dijo el padre Castañas-: no es sino jueves y domingo, y eso por visitar a los enfermos.
-Ahora mire vuesa merced -siguió diciendo fray Justo- un religioso que tenemos en vía de canonización, a quien a buena cuenta llamamos desde ahora el santo. Hablo de este que parece traer cilicios hasta en la horcajadura, según su dolorida y callada continencia. Es el hermano Valentín, señor. No hay tradición de que la ronda le hubiese hallado fuera de su cama, con ser que él no la ocupa sino cuando está indispuesto. Tiene un santo de su propiedad que le suple las faltas, y tan bien lo sabe acomodar en su humilde lecho, que el celador sale diciendo: «De Valentín no hay que temer».
-Al que no está en la esencia de las cosas -dijo a su vez el padre Valentín- esto le pudiera sonar mal, señor caballero. La verdad del caso es que, atendiendo a mi quebrantada salud, mis superiores me han prohibido bajo santa obediencia hacer oración a deshora en el frío de la iglesia, según ha sido mi costumbre desde chiquito. Me valgo, pues, del inocente artificio de poner ese santo en mi triste lecho, como dice Justo, a fin de pasar yo la noche donde más conviene para la salvación de mi alma.
-Mía fe, hermano Valentín -respondió don Quijote-, de ese modo tiene vuesa reverencia ganado el reino de los cielos: temo solamente que en esos mundos no le halle la ronda en la cama, porque no ha de haber santo que le haga tercería, y será menester vaya a buscarlo...
-En los infiernos -dijo el padre Justo.
En esta sazón, algunos frailecitos de menor cuantía andaban dando sus capeos al asno de Sancho Panza, de modo que la dicha alimaña estaba frunciéndose de las orejas al rabo, haciendo unos como pucheritos para corcovear, o digamos que daba indicios de no sufrir con paciencia las flaquezas de sus prójimos. Sancho hizo desde luego algunas observaciones respetuosas acerca de lo peliagudo de esa broma; mas como viese que nada prestaba su buen término, se le fue la boca y dijo tres o cuatro desvergüenzas de a folio, y de las mismas echara una carretilla si el más tunante de los frailes no hubiera puesto punto a ellas. Y es el caso que llegándose al mal mirado escudero, le asió por el collar del sayo y le tiró a una parte con tal gana, que cuando el jinete quiso abrazarse con el pescuezo del asno, era ya hombre caído en tierra, y se andaba a gatas por entre los pies de su buen compañero y amigo. Esta fue señal de partida para lo religiosos, pues se dispararon a galope, despidiéndose al vuelo del caballero andante. Y eran cosas de ver, bien así la suspensión con que éste los miraba, como la cólera de Sancho cuando puesto ya en pie, se descosía en un maremágnum de bravatas e improperios.
-¿Cómo que han dado al través contigo, Sancho el grande? -dijo don Quijote.
-El grande, sí -respondió Sancho-, el grandísimo bellaco y el grandísimo tonto que se anda tras un amo que muestra holgarse de cuantas lesiones recibe por amor suyo. Hazme la barba, hacerte he el capote, señor: vuesa merced me ha dejado arrostrar solo a esa legión de pantasmas, sobre esto se pone a darme soga. El amigo que no presta y el cuchillo que no corta, que se pierda poco importa.
-Fantasmas Sancho, que no pantasmas -dijo don Quijote.
-Ahora me libre Dios del diablo -replicó el fiero Sancho-: éstos eran el día y la hora de enseñarme a decir fantasmas en lugar de pantasmas... Pues reniego del amigo que cubre con las alas y muerde con el pico, y manos besa el hombre que quisiera ver cortadas.
-¿Tan poco te importa, Sancho, que acaben con tu señor sus enemigos, y tan menguada idea tienes de él, que le comparas con el cuchillo que no corta? Ahora digo por mi parte, que le hago salvo y perdonado al que te quite la vida, y que ya te pueden comer lobos, sin que yo experimente maldita la pesadumbre. Ven acá, mezquino: ¿por qué no saltas sobre el rucio, vuelas tras los frailes, los alcanzas, y haces en ellos el debido escarmiento, primero que estarte ahí hartándome de desvergüenzas.