Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XI

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XI - De la temerosa aventura de la cautiva encadenada
de Juan Montalvo
Capítulo XI

Capítulo XI

Estaban para querer dormirse los aventureros, cuando empezaron a oír un ruido crudo y estridente como el chis chas de una cadena.

-¡Santo Dios! -exclamó don Quijote sentándose en la cama, al tiempo que su escudero, poseído de terror, acudía a refugiarse a su lado-. ¿Qué puede ser esto, Sancho, sino el preludio de una aventura de las que a mí me suelen suceder? El que arrastra esa cadena es un caballero cautivo, o quién sabe si una princesa a quien se ha hecho desaguisado, y tienen secuestrada sus injustos opresores por ocultar la mala obra. ¿Hacia dónde suena ese estridor temeroso, amigo Sancho?

-Señor -respondió Sancho en voz muy baja-, me está discurriendo por el cuerpo un hormiguillo junto con un trasudor, que me quita el conocimiento hasta de mi propia persona.

-No podría decirte -replicó don Quijote-, así, tan de pronto, si por ahora tu miedo es justificable; porque en verdad el que ahora quiere suceder, será uno de los casos más raros de la caballería. ¿O es a dicha un muerto que, no habiendo fenecido sus cuentas, vuelve al mundo por altos juicios de Dios, a encomendarme su asunto, sabedor de que soy caballero andante? Yo te pudiera recordar muchos sucesos de esta naturaleza, si dudaras de su posibilidad. Hombres hubo que se fueron con un grave secreto en el pecho cuyo descubrimiento era requisito para la salud de su alma, y aun por ventura para el sosiego de sus parientes vivos; y el Altísimo permite que salgan por un instante sine qua non de la eternidad y se presenten a quienes les cumple, para los fines que les convengan. Éste murió, sin duda, en un calabozo; fue sepultado con sus grillos a cuestas, y viene ahora a pedirme su libertad propia y el castigo de sus verdugos. Aún puede ser que el objeto de su viaje sobrenatural sea descubrirme un tesoro que dejó enterrado, el cual tiene que ser restituido a sus herederos forzosos.

En medio del trasudor, abrió el ojo Sancho al oír esto, y respondió que en siendo así, ya podía su amo, encomendándose al cielo y provisto de alguna reliquia, afrontarse con el aparecido y saber de él a ciencia cierta en dónde había quedado el tesoro.

-Tenga cuenta vuesa merced con tomarle bien las señas y mire no se le olvide el sitio que le indique.

Cuando esto se decía, iba saliendo a paso sepulcral por una puerta medianil una sombra temerosa, y con triste y grave continente, arrastrando una cadena, enderezaba su camino hacia los huéspedes maravillados.

-Mujer, fantasma o demonio -dijo don Quijote-, parad allí, y decidme si sois de esta o de la otra; o por la fe de caballero, os paso de parte a parte con mi lanza, aun cuando seáis un espíritu imponderable.

-Soy persona humana -respondió el espectro-. ¡Ay de mí, quién fuera tan feliz que descansara en el regazo de la tumba!

-Vos sois menesterosa -repuso don Quijote-; yo, caballero andante: exponed, señora, vuestra cuita, y dad por remediados vuestros males.

-Apenas los remediará la muerte -contestó el espectro-. Podréis, señor, castigar a mis tiranos; remediar los tormentos y amarguras de toda una vida, ¿cuándo? Dios mismo os manda porque no consiente en que la perversidad viva triunfante y la inocencia muera vencida. Veinte años ha gimo en un calabozo, por obra del hombre que el cielo me dio por marido y compañero.

-¿Vuestro marido os ha privado de la luz del sol, y esto a la faz del mundo? -preguntó don Quijote.

-A la faz del mundo no, señor: su crimen está envuelto en las tinieblas, y lo comete cada día bajo la máscara de la virtud, pues vierte lágrimas de amorosa memoria en presencia de los que de mí se acuerdan.

-El negocio es de difícil digestión -volvió a decir don Quijote-: vuesa merced me dé a entender más claramente en dónde finca el punto verdadero, y déjeme ponerme de pies en la dificultad.

-Ello es -replicó la dama- que ese hombre sin conciencia ni temor de Dios, poniendo a ganancia cierta situación de nuestra familia, me sepultó en esta torre y echó fama de mi muerte. Tan bien se supo averiguar con las dificultades, que, arrasados en lágrimas los ojos, vestido de luto hasta las uñas, salió airoso en su infernal empresa, rebosándole en el pecho la negra alegría de su triunfo. En tanto que mi cuerpo era llevado al cementerio con gran número de plañideras o endechaderas, yo, señor, cargada de grillos, estaba oyendo los dobles que por mí daban las campanas. Me lloré a mí misma, y empecé a ver desde ese instante que esto de vivir en la sepultura había sido el dolor más tétrico del mundo.

-¿Y qué era del señor vuestro marido?

-La pesadumbre le echó a la cama -respondió la sombra-; pero luego, impulsado por una santa desesperación, salió como loco por esas calles, y en el primer convento que topó se metió fraile.

-Conoció su yerro -volvió a decir don Quijote-; se arrepintió de su pecado; se castigó su delito.

-Por ocho días, señor -dijo la sombra-: al cabo de éstos, salió de la iglesia vecina casado, y bien casado con otra, merced a los religiosos por cuya mano había consumado el rapto de una doncella escasa de prudencia.

-Mía fe, hermano Sancho Panza -dijo don Quijote-; el señor viudo sabía lo que era bueno: ¿has visto un tejemaneje más curioso? Prosiga vuesa merced, señora, y hágame relación de los puntos esenciales. ¿Conque se casó el muy bellaco, robando una niña sin mundo, y esto por medio de unos religiosos?

-¡Y la muchacha era mi sobrina carnal, diga vuesa merced, señor!

-Los tiempos de agora, muy, al contrario son de los pasados -repuso don Quijote-. ¿Había sin duda hecho voto cuadragesimal ese santo hombre?

-¡Qué, señor, si se ayunaba trescientos ochenta días al año, y era el más insigne rezador que han visto los dominios de Su Majestad Católica! Dicen que cuando me hubo enterrado, juró por el Santísimo Sacramento no comer carne en los días de su vida, ni salir de noche, ni mudarse camisa sino de cuatro en cuatro meses.

-¿No juraría también -preguntó don Quijote- no raparse las sus barbas nin sacarse las sus botas, nin con la condesa holgare, a modo del conde Dirlos?

-Cabalmente -respondió el espectro- es conde el fementido, y pudo haber imitado en todo eso al Dirlos.

-¿Cómo se llama el truhán, señora?

-Llámase el conde Briel de Gariza y Huagrahuasi, señor; por otro nombre, el cruel Maureno.

-Más que crueldades -repuso don Quijote- son bellaquerías las que vuesa merced va refiriendo, y así yo no le llamaría el Cruel, sino el Bellaco. Ahora bien: ¿qué sucedió los tiempos adelante?

-¡Qué había de suceder! -respondió la cautiva-, sino que así como esta cuitada había oído los ayes y gritos de las endechaderas cuando la llevaban a enterrar, asimismo estuvo oyendo la baraúnda que el pérfido metió con motivo de su himeneo, pues hubo corrida de toros en el patio del castillo, juegos de cañas, torneo, zambra y cuanto puede imaginar un poderoso que quiere holgarse, sin omitir, eso sí, los responsos ni las misas por el bien de mi alma.

-Hurtó el puerco -dijo Sancho-, y daba por Dios los perniles.

-¿Qué perniles? -respondió el espectro con mucha cólera-, no daba sino las cerdas.

-No metas aquí tu cuarto a espadas -dijo don Quijote a su escudero-, o pondrás la relación en peligro de interrumpirse.

-¿Qué más hizo, señora, el tal conde Briel de Gariza y Huagrahuasi?

-En tanto que esta cosa frangible, delicada, que se llama hermosura, duró en mí, tenía por costumbre el cruel Maureno venir a mi prisión y valerse de la fuerza: desmejorada, enflaquecida, pálida, quince años ha que no le veo.

-Para que la reparación del daño -respondió don Quijote- y el castigo de las sinrazones a esos fechos, señora, no dejen nada que desear, conviene me digáis el nombre y las circunstancias atañaderas a vuestra rival vencedora.

-Intitúlase la bella Jipijapa, señor; aunque por acá tenemos noticia de que no es tan bella, porque es chata, y tiene la una oreja más larga que la otra.

-Esto no hace a nuestro propósito -dijo don Quijote-: tenga mi espada la longitud que ha menester para traspasar el corazón a ese menguado, y allá se averigüe él con las orejas de su parentela. ¿Vuesa merced como se llama, si es servida?

-Soy la condesa Remigia Guardinfante, criada de vuesa merced.

-Pues váyase libre y contenta la señora condesa Remigia Guardinfante, y diga al conde Briel de Gariza y Huagrahuasi que don Quijote de la Mancha es quien pone en libertad a vuesa merced, burlando todas sus trazas, y que el tal caballero mantiene sus hechos con armas y a caballo.

-Gran favor -respondió la cautiva-. ¿Y de estas cadenas qué hago?

-Las cadenas llévelas sobre sí la víctima; preséntese con ellas en medio de la corte del traidor, y hágalas rechinar muy alto y métaselas en las barbas a la bella Jipijapa, y vean todos cómo un solo caballero andante saca de las mazmorras presos envejecidos en ellas; de la sepultura, difuntos de veinte años; deshace matrimonios contrahechos, descubre fechorías, levanta caídos, da en rostro con sus secretos a los malvados omnipotentes, endereza tuertos y pone todas las cosas en su punto.

-Gran favor -volvió a decir el fantasma-. ¿Y ese estafermo que está ahí, quién es?

-Es mi escudero Sancho Panza -respondió don Quijote.

-¿Es mudo? -preguntó de nuevo la cautiva.

-¡Mi padre! -exclamó don Quijote-; si se ha estado callado ha sido de miedo. Él volverá a hablar: no se afane vuesa merced, señora condesa, y dése por libre.

-Pues me voy -dijo en conclusión la sombra encadenada, y enderezó el paso hacia los corredores.

Sancho Panza no quiso adrede hablar durante un cuarto de hora, por más que su amo le tentaba la boca; hasta que en última instancia, y por ahorrarse algunos palos, tomó la palabra, mas no para decir algo sobre los malos juicios de la prisionera respecto de su silencio, sino para hacer más de un reparo tocante al desentendimiento del aparecido en orden al tesoro.

-Si no era difunto, ¿qué tesoro había de descubrir? -gritó don Quijote, prendiéndose en cólera-: te estás ahí como un bausán un día entero, y a deshoras sales con una majadería de las tuyas.

-Si el espectro no dijo nada del tesoro -replicó Sancho-, hubiera hecho mejor en no venir a incomodarnos con sus pajarotadas. Yo soy hombre ocupado, y no tengo tiempo para echarlo por la ventana oyendo un día entero los ayes fingidos de cualquier condesa que me salga al paso, y todo de balde o gatis, esto es, sin coger un maravedí.

-Antes quisiera yo verte sin lengua y mudo como ahora ha poco -repuso don Quijote-. ¿Conque se te ha de pagar hasta porque se te hace el favor de hablar contigo, especulador endemoniado? Plegue al cielo que salga de las paredes o se entre por esas puertas una legión de diablos para que te mueras de miedo y yo descanse de tus negras vaciedades. ¿Qué entiendes por gatis, animal?.

Como si las palabras de don Quijote hubieran sido una poderosa evocación, se metió allí un personaje que harto se parecía al guardián mayor de un serrallo, pues ni el turbante ni la cimitarra al cinto le faltaban. Seguíanlo hasta seis figurones espantables, vestidos de hábito morado, cual si fuesen hermanos de una cofradía, trayendo por delante unas narices, la menor de las cuales sobrara para apuntalar una torre. Después de una danza macábrica atrozmente ridícula, se pusieron en hilera los vestiglos, y el capitán, mirando hacia los aventureros, dijo en voz ronca:

-¿Cuál es el hideputa que osó poner en libertad a la cautiva? ¡Guardias!, embestid con esos avechuchos que están ahí acurrucados, y dad trescientos capirotes y doscientos pasagonzales a cada uno de los fementidos, de orden del conde mi señor; e non faredes ende al.

Echáronse los esbirros sobre los aventureros, y les dieron un revolcón tan gracioso, que el coronista de estos acontecimientos no halla razones harto expresivas para encarecerlo. Excediéndose de las instrucciones, no se detuvieron en los límites de los capirotes y pasagonzales apuntados arriba; antes bien, hubo coces, mojicones, torcimientos de orejas y otras golosinas de las que menos le suelen agradar a Sancho. Diéronles por último un donosísimo capeo; y cuando el capitán hizo una señal en un castrapuercos tocado de la manera más risible del mundo, se alzaron los vestiglos y desaparecieron cual una legión fantástica.

-¡Vaya el diablo, para necio! -dijo don Quijote-; ¡y cómo ha cargado la mano en esta superchería! ¿Vives, Sancho? Haz que paren esos demonios, y el fin de la cuestión será que yo me los lleve de calles.

Sancho Panza tenía remachadas las narices, y más de un burujón en la cabeza. Cuando le pasó el terror, le sobrevino el enojo, y se puso a llorar de coraje, achacando a su amo cuantas desgracias le sucedían.

-Que yo te las cause o no -dijo don Quijote-, no es el nudo del asunto; pero ni desflorar quiero por ahora esta materia, que ya llegará el tiempo en que veas todas las cosas en claro. Si las lágrimas no fueran la expresión, así de la flaqueza como de la cólera, aquí te las castigaba yo con todo el rigor de mi ánimo. Lloró Eneas, lloró Amadís, lloró Nemrod, lloró Satanás, ¿por qué no has de llorar tú? Llora, Sancho; y aún puede ser que el llanto provenga en ti de la impetuosidad reprimida de tu corazón, al ver la impotencia en que te hallas de vengarte de tus enemigos. Las lágrimas no siempre son cosa de mujeres: caballeros andantes y emperadores conozco que han llorado como niños, en situaciones en que el fuego del alma no hallaba otro camino que los ojos. Has oído quizás imputar de cobardía al hombre que las vierte; pero eso suelen hacer los cobardes, cuyo valor está más en la lengua que en el pecho. Si uno llora y está pronto a cerrar con el enemigo, ¿habrá dado señales de miedo? Si llora, y sufre los quebrantos de la vida mejor que cualquier otro, ¿diremos que está demostrando su pequeñez? El llorar es como el reír, una de las expresiones de la naturaleza que corresponde a todos los hombres, débiles o esforzados, heroicos o pusilámines. Cuando las lágrimas son de queja, ya no las puedes verter, si eres caballero, pues los estatutos de la caballería rezan: «Otrosí todo caballero nunca debe decir ai; e lo más que podiere, excuse el quejarse, por ferida que haya». Si la exaltación, la indignación, el enojo sin desfogue te las arrancan, échalas sin melindre: el gran Amadís de Gaula lloraba todos los días; Eneas, según ya te llevo advertido, era un llorón de más de marca. La esterilidad de los ojos indica muchas veces esterilidad de corazón: una alma plebeya, seca, torpe, no se sentirá humedecer con el dulce rocío del amor, ni la compasión caerá sobre ella en forma de lluvia celestial. Terneza, lástima, vivo encendimiento del espíritu, son agentes misteriosos que empapan las entrañas de los hombres delicados en quienes los afectos de primer orden no duermen ni un instante. Los desprovistos de sensibilidad, los soberbios y vanidosos, los tontos, lloran si se les zurra, si se les quita algo, si les duele la cabeza, y es punto de honra en ellos no llorar donde lloran los hombres. Llora, Sancho, y así se te desagüen por los ojos la ingratitud y la falta de memoria. Las mercedes que te tengo hechas no son moco de pavo, y las que pienso hacerte son mayores, aunque no las mereces, criado mal agradecido.

Mohíno había estado oyendo el escudero el arranque de su señor, enjugándose las lágrimas en tanto que le oía. Entre ruborizado de su flaqueza y consolado con el razonable y en cierto modo cariñoso tono de don Quijote, se dio a partido y prometió seguir con él al fin del mundo.