Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo LII

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo LII - De la llegada de don Quijote al castillo del señor de Montugtusa
de Juan Montalvo
Capítulo LII

Capítulo LII

Entraron por fin don Quijote y Sancho Panza, a quienes se vino el ventero con demostraciones de grande humildad, diciendo ser el alcaide de la fortaleza.

-El señor del castillo me tiene mandado acoger y obsequiar a los caballeros de pro, hasta cuando él en persona sale a recibirlos.

-¿Quién es el castellano, señor alcaide, si sois servido? -preguntó don Quijote.

-El castellano, señor, es el barón de Montugtusa. Su mujer, la bella Sebondoya, habita el castillo con su señor y marido. Vuesa merced se apee, que yo le muestre luego el ala del palacio donde se ha de alojar con su comitiva.

-Mi comitiva no pasa de mi escudero, señor alcaide: con una cámara estaré servido, sin que vuesa merced se tome la pensión de desocupar todo un costado del alcázar. No soy de los que se andan a la flor del berro, trayendo consigo mangas de lacayos, provisiones de gusto y enseres de todo linaje. Los andantes nos vamos libres de todo lo que huele a conforto y molicie; nuestro descanso es la fatiga, el hambre nuestra hartura. Soy contento de que el señor del castillo esté presente, junto con la castellana, quien debe de ser una de las más apuestas y principales de estos señoríos.

-Tenemos en el castillo -repuso el ventero- a un famoso caballero llamado don Quijote de la Mancha, cuyo sentir es igual en un todo al de vuesa merced respecto de la bella Sebondoya.

-Eso es hablar de fantasía, señor alcaide -respondió escamado don Quijote-: ¿un famoso caballero llamado don Quijote de la Mancha?

-A fuerza de súplicas -dijo el ventero- se ha conseguido que permanezca dos días más en el castillo: de tal modo se prendaron de él los castellanos al punto que le vieron, principalmente la castellana, que dieran los dos ojos de la cara por que se quedase del todo a vivir con ellos. La bella Sebondoya se ha hecho traición a sí misma, podemos decir, por la timidez y el rubor con que le mira a furto de su esposo. Y no se me vaya la boca; ni soy dueña amiga de chismes que no desaprovecha ocasión de sacar a la calle las flaquezas de su señora. De qué bebedizos amatorios, de qué vistazos hechizados se vale el tal caballero para cortar el ombligo a las hermosas, no lo podría yo decir; lo cierto del caso es que, no solamente la sin par Sebondoya, sino también sus damas de honor, sus doncellas y hasta las fregonas del castillo están a punto de cruzarse la cara a navajazos por el huésped.

Don Quijote había echado pie a tierra, lo mismo que Sancho Panza, y rostro a rostro con el ventero, dilucidaba una materia tan sutil y trascendental como el haber tomado su nombre algún embaidor, a fin de aprovecharse de su fama y los honores a ella correspondientes; si no era más bien que el sabio su enemigo andaba urdiendo una trama para causarle nuevos sinsabores llevado de la envidia. Como hombre que poseía el don de acierto, no quiso el manchego dar así, de primera instancia, un solemne mentís al falso don Quijote y al verdadero alcaide; y contentándose con hacerle a éste algunas significativas interrogaciones, dejó para tiempo más oportuno el quitarle la máscara al audaz embustero, y arrancarle un nombre que le era tan ajeno por las grandes cosas y las perfectas caballerías que significaba.

-¿Dígame vuesa merced, señor alcaide, ¿ese caballero se contenta con llamarse don Quijote de la Mancha, o trae algún anexo derivado de sus hechos de armas o de sus tribulaciones?

-La primera vez que vino, respondió el alcaide, se llamaba "el Caballero de la Triste Figura"; mas ha tenido a bien dar de mano a este como resumen de desdichas, y ahora, con mejor fortuna, se llama "el Caballero de los Leones", por haber, en cierta ocasión, hecho rostro a media docena de estas fieras, vencídolas y matádolas a todas; sin parar en esto, sino en pelarlas y desollarlas, con ánimo de vestirse de sus pieles, como dicen que hacía un cierto Aljibes.

-Alcides, señor alcaide -corrigió don Quijote.

Metió Sancho su pala, y dijo:

-Testigo yo: mi amo se puso con esos animales; que me parta un rayo si miento. Pero, lo digo como católico, hasta ahora no le he visto cubierto de esas pieles.

-¿Qué se os alcanza de estas cosas, amigo entrometido? -respondió don Quijote-; ¿quiere su villana señoría dar por resueltas materias intrincadas, en las cuales yo mismo tengo mis dudas, y no me atrevería a decir esto es así o asá, porque andan metidos en ellas más de un sabio encantador? ¿De dónde sabes, escuderillo zascandil, que estos que te parecen jubón de camuza y gregüescos de velludo no sean en realidad casacones imperiales y calzacalzones de cuero de león, debajo de los cuales anda el caballero que, si no ha vencido todavía, puede vencer a más de cuatro de esas furibundas alimañas? ¿Viste si los temí? ¿Te consta si los provoqué? ¿Sabes si rehuyeron la pelea y me lamieron los pies en señal de vasallaje? Si recogen el guante, me combato con ellos; si me combato, los venzo; si los venzo, les corto la cabeza. ¿Pues qué mucho que me vista de la piel de los leones a quienes provoqué, vencí y corté la cabeza?

-Todo puede ser -dijo el ventero-: sígame vuesa merced, que ya conviene aposentarle y darle tiempo para el afeite de su persona.

Adelantó el ventero, y don Quijote, llegándose a Sancho, le dijo pasito:

-Oye, bestia, ¿no caes en la cuenta de que aquí hay gato encerrado y de que nos conviene mucha habilidad hasta cuando entre la espada? ¿No ves cómo damos aquí con un don Quijote, a quien será preciso despanzurrar, en pena de su atrevimiento y bellaquería? Mientras llega el instante de dar patas arriba con el impostor, yo no soy nadie, ¿entiendes? Guárdame el secreto, que yo voy a guardar el incógnito; y veremos en lo que paran estas cosas.

Pasó adelante el caballero, y encontrando al bachiller Sansón Carrasco, que con gran entono se estaba paseando en los corredores, le hizo una venia señorial, como a persona de su gremio, siendo así que entre caballeros la cortesía no deja de reinar ni en medio de las armas. Señalole su cuarto el alcaide, y le dijo que no sería imposible tuviese en él un compañero de su propia calidad; porque estando, como estaba, la venta llena de gente, fuerza sería acomodar dos o tres individuos en un mismo aposento.

-¿Cómo es eso de venta? -preguntó don Quijote.

-Digo, castillo, señor caballero. No por serlo, y de los principales, sobra espacio, cuando como ahora aciertan los andantes a llegar por docenas. ¿No oyó vuesa merced el son de las campanas y bocinas cuando el atalaya le hubo columbrado?

-Sí, oí -repuso don Quijote-. Merced me haréis, señor alcaide, en dar orden como se mire por este mi buen caballo, que harto merece la hospitalidad del señor de Montugtusa.

-Y por el que no le va en zaga -dijo Sancho-: Dios sabe si yo diera mi rucio por toda una dehesa de potros andaluces.

-Se les mantendrá con manjar blanco -respondió el ventero. Y se mandó mudar la buena pieza, mientras don Quijote y su escudero tomaban posesión de su cuarto.