Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo IX

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo IX - Que trata de cosas varias e interesantes por sí mismas, y todavía más por la parte que en ellas tomó don Quijote de la Mancha
de Juan Montalvo
Capítulo IX

Capítulo IX

Según que se había propuesto, llevó el cura a don Quijote a visitar su fábrica. El maestro de obras dijo que el monumento sería de orden corintio, como lo estaban pregonando las columnas y la fachada cuyo trazo tenía ya en la idea, aun cuando no estaban principiadas.

-Y no piense vuesa merced que ésta sea la única que tengo entre manos: el puente de Juan Bunbún, pesadilla de los arquitectos más famosos, en dos paletas lo he echado sobre el abismo; y Dios mediante, mi ánimo es llevar a cima esta iglesia, con un pináculo que no le vaya en zaga a la catedral de Sevilla. Y mire vuesa merced, todo lo hago por pura devoción, en descuento de alguna de mis culpas, confiando en la infinita misericordia de nuestro Señor Jesucristo que me perdonará mis pecados.

Llegose al cura don Quijote, y le dijo por lo bajo:

-Si no me engaño, la cabeza del arquitecto de vuesa merced es de orden compuesto de varios licores.

-Es un honrado discípulo de Fidias -respondió el cura-; alza el codo por casualidad como cuando cae domingo; pero no falla a las reglas arquitectónicas. Suele asimismo solemnizar el día lunes con una diversión dentro de casa. Por lo demás, fuera del sábado, que dedica todo entero a recrearse, no bebe sino el jueves y cuando tiene frío. Festeja sus cumpleaños y los de todos sus parientes, amigos y conocidos. Concurre a los velorios, no pierde bodas, es puntualísimo en pésames y parabienes, y no hay fandango donde no se halle, sin camorra ni pendencia, eso sí, porque es pacífico y avenidero.

-Échese y no se derrame -dijo don Quijote-: flojillo ha de salir el edificio. Con griegos como éste, yo haría Partenones.

-Yo no pienso hacer otra cosa -repuso el cura-: nunca dirige mejor la obra don Emigdio que cuando se halla en buenas. Así tenemos un médico, maravilloso de bebido: ningún enfermo se le va. Y mire vuesa merced, en juicio es una pieza inútil.

-Loado sea el inventor de la viña -dijo don Quijote-; pero yo quiero acabar en manos de un tonto morigerado: si la salud queda oliendo a aguardiente, opto por la sepultura. ¡Las torres de esta iglesia deberán de salir inclinadas como las de Pisa y Bolonia!

-Dios no lo permita -respondió el cura; y mandó abrir la puerta de la capilla del santo milagroso, de quien antes había dado noticia a don Quijote.

Lo primero que se ofreció a los ojos, fueron unos grandes cuadros que contenían los milagros principales del patrono del pueblo.

-Esto sucedió en el golfo de Vizcaya -dijo el cura, señalando un naufragio-. Todos los pasajeros se salvaron, fuera de los que se ahogaron.

-¿Luego no se salvaron todos? -preguntó don Quijote.

-Ni la tercera parte, señor.

-Y los que perecieron, ¿dónde están? -volvió a preguntar don Quijote.

-Donde Dios los ha puesto, señor; en el lienzo no están sino los del milagro.

-Holgárame -repuso el caballero- de que el milagro hubiese obrado en todos, y de que todos se hubiesen salvado en vez de unos pocos. Explíqueme vuesa merced, si es servido, la materia de estotro lienzo: si no me engaño, esa figura descarnada ¿trae en las manos sus intestinos palpitantes?

-Eso es dar en la cabeza del clavo -respondió el cura-: el hombre a quien vuesa merced está contemplando, recibió una cuchillada desmedida, por la cual se le iba la asadura; mas tuvo tiempo de llegar a su casa, donde expiró como buen cristiano.

-Este pasaje me reduce a la memoria -volvió a decir don Quijote- a aquel venerable judío llamado Razías, que iba corriendo delante de sus perseguidores, y de cuando en cuando se volteaba hacia ellos para aventarles al rostro sus entrañas vivas. ¿El milagro en qué consiste, señor cura?

-En que no murió de redondo, señor caballero. Ahora eche vuesa merced los ojos a esta parte.

Y abriendo una caja de fierro, mil figurillas de oro y de plata resplandecieron a la vista.

-¡Vive el Señor! -exclamó Sancho-: gran cateador fue el santo, y dio con buena pinta.

-El oro es amonedado o en bruto, señor cura?

-Ni uno ni otro, amigo Sancho; son figurillas y símbolos que representan milagros diferentes; pues habéis de saber que el ministerio principal del patrono de este pueblo es curar toda clase de enfermedades, mediante una prenda de oro o de plata que figure el miembro enfermo. Veis aquí -añadió, tomando del arca uno de esos fragmentos preciosos- esta pierna consagrada por un hombre a quien se le rompió la suya en cuatro partes: desafiadle ahora a la carrera, y veremos si no os deja una legua atrás. Aquí tenéis un brazo de plata mandado hacer por un paralítico: el sabe si lo hubiera movido, y aun jugado pelota, a no haberse muerto en muy mala sazón. Esta es una garganta cuyo torneo es de lo más perfecto: pues sepan cuantos son nacidos que la señora que hizo este presente al santo, adolecía de esa enfermedad que afea y embrutece a un mismo tiempo, porque del cuello pasa a desvirtuar los órganos de la inteligencia.

-¿Qué mal es ese, señor cura? -preguntó Sancho.

-Si entendéis de ciencias, amigo Panza, los médicos le llaman broncocele. En lenguaje menos científico son lamparones, y en el familiar se suele decir papera.

-Ya caigo -dijo Sancho-, esto es lo que en confianza se llama coto.

-Así es -respondió el cura-, y la señora, cuando el milagro empezaba a dar indicios de verificarse, salió también muriéndose. Ahora véase este corazón macizo; no pesa menos de diez onzas: es ofrenda de un hidalgo que padecía de hipertrofia, y ya no la padece: Dios le tenga entre sus santos. Estotra alhaja la ofreció a la iglesia una buena matrona que murió de tisis: tosía la desdichada de manera de no ser cumplidero con ella ningún caso extraordinario y se fue dejando dos huérfanos y un parvulito de año y medio. Mirad aquí esta cabeza de plata, redonda y nervuda como la de un emperador romano: el que la regaló al santuario padecía de por vida de un insoportable dolor a las sienes, que acabó por volverle el juicio, sin el cual vive todavía en un hospicio de Barcelona. Este es un hígado de oro de un hacendado a quien come la tierra tres años ha, pues cuando acudió al santo, ya lo tenía en plena supuración.

-¿Dígame vuesa merced -preguntó don Quijote interrumpiéndole-, una vez que los ofrendistas de estas preseas han muerto de sus enfermedades, cuál es la parte del santo? ¿Dónde están los milagros que representan estos miembros diminutos?

-Vuesa merced no es incrédulo, sin duda -respondió el cura-, y sabe que los milagros son visibles e invisibles. Los primeros los tocamos con la mano; los segundos se ocultan a nuestro frágil entendimiento. ¿Quién sabe la virtud secreta de las cosas divinas, ni la manera de obrar de los bienaventurados? Mortales endebles, se nos pasan por alto las mayores cosas: la inteligencia humana tiene sus estrechuras en donde no caben, ni de lado, los grandes misterios de nuestra religión. Si el milagro se verificó, poco hace al caso que sea o no palpable. Aquí tiene vuesa merced un ojo de plata, ofrenda de uno que los tenía torcidos. ¿Supone el señor don Quijote que así pagó el tributo al santo ese quídam, como se puso a mirar derechamente? Nada de eso. Pero el dueño de este ojo sabe que si en este mundo ve un tanto al sesgo, en la eternidad ha de ver en línea recta.

-Si este tuerto se condena, ¿de qué le sirve un ojo de plata? -preguntó Sancho.

-El que algo da a la Iglesia, se condena poco, amigo Panza -respondió el cura-; y mientras más dé un buen cristiano, se condena menos. El que da en abundancia, no se condena sino escasamente; y el que da cuanto posee, nada se condena.

-Si yo prometiera y diera mi rucio con enjalma y todo a este santo milagroso, ¿qué pudiera sucederme de bueno?

-Sucedería que anduvieseis a pie; con lo que haríais penitencia, y si a pies descalzos, mejor.

-Pero mi santo no ha menester vuestro rucio, porque él anda a caballo; ni yo supiera qué hacer de semejante alimaña, la cual, según he visto, ni con azogue en los oídos se menea.

-El asno de mi escudero no puede ser lo que dice vuesa merced -respondió don Quijote-; porque si tan malo fuera, no se anduviera junto con mi caballo. Pero sea de esto lo que fuere, las riquezas de este santo deben de ir siempre a más, siendo el ingreso constante, ninguna la salida; y bien se pudiera aprovechar de ellas en obras pías, cosa que agradaría muy mucho al dueño del tesoro. Pues en suma, de nada sirven estos brazos y piernas preciosos, cuando hay tantas hambres que mitigar, tantos dolores que aliviar. La piedad al servicio de la caridad, es el bello y dulce misterio de la religión cristiana.

-Nadie toca estas joyas, señor mío -respondió el cura-: fraude sería ese, que el santo castigaría con rigor. Le gusta ver de día y de noche estas prendas de veneración, y él sabe en sus altos juicios para lo que las destina.

-¿El cura tiene derecho a ellas? -tornó Sancho a preguntar.

-Cuando urge la necesidad -respondió el cura- puede disponer de tres o cuatro.

-Como por vía de espumar este depósito -dijo Sancho- y a modo de seña de haber visitado el santuario, ¿no pudiera un pasajero tomar a su cargo dos o mas de estas alhajuelas? ¡No es bueno que yo me halle en disposición de contentarme con las más usadas! Algunillas que no le sirven al santo, señor cura; de esas que por antiguas han sido echadas al rincón.

-Hará cosa de seis meses -respondió el cura- vino una loca a preguntar si a dicha no había por aquí algunas cucharas de plata, de esas que ya no sirven, y tuvo a modestia el afirmar que se contentaría hasta con una docena. Más humilde se nos descubre el señor Panza; pues ofrece quedar satisfecho con algunas preseas de oro o de plata de piña. Primero os diera yo la píxide que una de estas santas chilindrinas. ¿Y son mías, por ventura, para que yo me ponga a derrocharlas en favor de cualquier quisque traído por el viento? Nemo dat quod non habet; «ca los sabios antiguos non tovieron que era cosa con guisa, nin que podiese seer con derecho, dar un home a otro lo que non hobiese». ¡Hijo de Dios! ¡Los símbolos, como si dijéramos la parte material de los milagros del santo, quiere que se los demos! ¿Vuesa merced, señor don Quijote, ha criado este pajarraco?

-La disparidad -respondió el caballero- entre la que vino por las cucharas y este plepa, no está sino en el sexo.

-¿Conque San jacinto te ha de dar alhajas de oro que no sirvan, mentecato? La Virgen tiene en su camarín -prosiguió el cura- buena cantidad de perlas, diamantes, rubíes y otras porquerías de estas: ¿sería vuesa merced servido, señor don Sancho Panza, de tomarlas también a su cargo? Son gargantillas, sortijas, rosarios y relicarios que ya no se usan; favor nos haría su merced con desembarazarnos de todo ese cascote. ¡Y miren cómo discurre el cara de caballo!

-¡Los sofiones que da el señor cura! -respondió Sancho-: aínas me hace ahorcar por haber pedido una presa de esas crudas. Yo sé dónde espumé tres gallinas y dos gansos, hasta cuando llegase la hora de comer, y aquí me dan con las del martes por haber solicitado una triste pierna.

-Una triste pierna de oro -replicó el vicario-. Nos desrancharemos por serviros, noble mancebo: ahora están crudas esas presas y será bien esperemos que se hallen en su punto.

Salieron de la capilla, y como volviesen a pasar por la fábrica, se llegó de nuevo el arquitecto a don Quijote, y alargándole la mano, le dijo:

-Mi querido.

Esto era para el caballero peor que llamarle buen hombre: sintió agolpársele la sangre a la cabeza, al tiempo que su mano caía instintivamente sobre la empuñadura de su espada.

-¿Sabe este bebedor quién es "mi querido"? -respondió apretando los dientes y temblándole las carnes del cuerpo-. Mirad dónde os ponéis, o daréis con tal maestro que os enseñe las cuatro primeras reglas de la buena crianza.

Hubo de interponerse el cura y suplicar a don Quijote dispensase el atrevimiento involuntario de aquel viejo, quien no era en suma sino un pobre diablo.

-El aguardiente -respondió el caballero- sobre ser de mala índole es muy mal educado. Podemos dispensar por un instante a un borracho, señor cura; mas no me consta la necesidad de seguir sufriendo sus impertinencias.