Cancionero (Petrarca)/Al dulce tiempo de la edad primera
Al dulce tiempo de la edad primera
que vio nacer, como menuda hierba,
el fiero afán, hoy por mi mal crecido,
pues la pena al cantar no es tan acerba,
cantaré cómo en libertad viviera
hasta que ingrato Amor huésped me ha sido;
y diré luego cuánto es de él sentido
tan altamente; y cuánta al fin la suma
que me hace ser de tantos escarmiento;
aunque mi gran tormento
en otros versos ande, y tanta pluma
haya cansado ya, y en todo prado
retumbe el son de mi suspiro en vuelo,
prueba fehaciente de mi vida cruda.
Y si aquí la memoria no me ayuda,
como así suele, excúsela mi duelo,
y un pensamiento que le angustia en grado
que toda otra atención deja de lado
y me olvida de mí con sutileza,
porque él la entraña es, yo la corteza.
Digo que desde aquel asalto el día
que Amor me vio, ya tanto había pasado
que había yo cambiado el tierno aspecto;
y el derredor del pecho mi cuidado
de adamantina costra recubría
que en vano la ablandaba el duro afecto;
no conocía aún del llanto efecto
ni insomnio, y cuanto fui en resistir bravo
por milagro pensé que a otros rindiera.
¿Qué ahora soy? ¿Qué antes era?
De noche el día se ve, la vida al cabo.
Porque, viendo el cruel del que ahora digo,
hasta entonces la punta de su flecha
non essermi passato oltra la gonna,
se valió de una dama que lo abona,
contra la cual en vano me aprovecha
ingenio o fuerza o excusar castigo.
Y así me hicieron ambos lo que sigo,
mudando un hombre vivo en laurel verde,
que en la fría estación la hoja no pierde.
¡Cómo me vi, cuando sentí primero
trasfigurarse toda mi persona,
mudarse el pelo en hoja yo de donde
había esperado ya formar corona,
mudar los pies con que corrí ligero
(pues todo miembro al alma le responde)
en dos raíces que el caudal esconde,
no del Pineo y sí de mejor río,
y en dos ramas volver también los brazos!
No más me hizo pedazos
que el ver con blanca pluma el cuerpo mío,
cuando abatida ya y muerta yaciera
la esperanza que tan alto volaba;
que, como no sabía dónde o cuándo
la volviera a encontrar solo y llorando,
donde hurtada me fue, día y noche andaba,
buscando por sus aguas y ribera.
Después mi lengua, hasta que muda fuera,
jamás calló caída tal y espanto;
y así color tomé del cisne y canto.
Tanto anduve a lo largo la ribera
que, si algo quería hablar, siempre cantaba,
pidiendo su favor con voz extraña;
mas nunca de tal modo concertaba
las notas de mi cuita lastimera
que abriese el corazón de aquella huraña.
¡Mirad cuál fue que hablarlo aún me daña!
Mas mucho más de lo que dicho queda
de la dulce y acerba mi enemiga
conviene que ahora diga,
aun cuanto exceda a cuanto hablar se pueda.
Esta, que con mirar, el alma apura,
tomó del pecho el corazón en mano,
diciéndome: «No digas de esto nada».
La vi sola después trasfigurada
y sin reconocerla (¡oh juicio humano!)
le dije con temor la verad pura.
Y, vuelta ella a su común figura,
me mudó, ay triste, con ligera seña
en casi viva desbastada peña.
Y así aparentemente tan furiosa
que yo temblaba dentro de la piedra,
dijo: «Quizás no soy quien has pensado»,
y yo entre mí: «Si el alma me despiedra
ninguna vida me será enojosa;
dadme, Señor, el llanto acostumbrado».
Cómo, no sé; pero escapé el cuidado,
a otro no culpando que a mí mismo,
más ya de muerte que de vida aborto.
Mas, porque el tiempo es corto,
no basta pluma a todo el paroxismo
y así, saltando cosas sucedidas,
sólo algunas declara la voz mía
que asombro dan al que prestare oído.
La muerte el corazón tenía asido,
y aun callando librarlo no podía
ni aliviar las virtudes afligidas;
las voces, rotas ya, no eran sentidas,
y así grité en papel como ahora muestro:
«No mío soy: si muero, el daño es vuestro».
Mucho creí poder ante su gesto
de indigno de favor mudarme en digno,
y esta esperanza me volvió atrevido.
Que hay vez que su desdén vuelve benigno
y otras lo inflama más; mas supe de esto,
luego de estar de oscuridad vestido,
pues era al ruego mío mi sol ido;
y, no hallando hasta allí donde veía
sombra suya, ni huellas de su paso,
como el que duerme al raso
me recosté sobre la hierba un día.
Allí, la luz no viendo fugitiva,
al llanto triste mío solté el freno,
dejándolo caer conforme hecho;
jamás al sol la nieve se ha deshecho,
como yo deshacerse sentí el seno,
y al pie de un haya hacerme fuente viva.
Y andando húmedo así gran tiempo iba.
¿Oyó alguno nacer de un hombre fuente?
Pues cosa en mí fue clara y evidente.
El alma, a la que Dios sólo ennoblece,
pues no puede venir de otro tal gracia,
conforme a su Hacedor calidad tiene;
y así de perdonar nunca se sacia
a aquel que, si en la faz triste parece,
después del yerro a disculparse viene.
Y si ella contra el hábito sostiene
que ha de ser requerida, en Él se espeja,
que así el pecar mejor quien peca siente;
pues no bien se arrepiente
quien ya hecho un mal, el próximo apareja.
Después que mi señora conmovida
dignó mirarme y conoció en mi agravio
que era pena conforme a mi pecado,
benigna me volvió al primer estado.
Mas nada hay de lo que fíe el sabio;
que, volviendo a rogar, mi cuerpo y vida
mudó en un pedernal; y así incluida
voz me quedé entre lo que fuera un hombre,
llamando a Muerte, y ella por su nombre.
Me acuerdo errante espíritu afligido
por cavernas desiertas y extranjeras
llorando mi deseo destemplado;
mas puse fin a aquellas penas fieras
y el ser recuperé que había sido,
quizás por ver después el mal doblado.
Tanto llevé adelante mi cuidado
que, yendo un día a cazar, como solía,
en una fuente a aquella hermosa cruda
la descubrí desnuda,
cuando más reciamente el sol ardía.
Pues solo sacio en ella mi mirada,
paré a mirarla, y ella, vergonzosa,
o por pudor o por vengarse de esto,
me esparció con la mano agua en el gesto.
Y verdad es (aunque creáis dudosa)
que mi imagen sentí de mí arrancada,
y en ciervo toda ella transformada;
tal que de selva en selva solo huía,
y aún huyo, de mis perros la jauría.
Canción, nunca yo fui la nube de oro
que, vuelta ya en preciosa lluvia, iba
matando el fuego al que a Danae conquista;
yo fui la llama, que encendió su vista,
y el ave fui que vuela más arriba,
alzando a aquella que en mi canto honoro;
ni aun transformado a aquel laurel que adoro
supe olvidar, en cuya sombra grata
de otro placer el pecho se desata.