Caballería maleante: 4


Por la puerta de la habitación entró un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, carirredondo, de entrecano bigote. Era su estatura mediana y su actitud tambaleante, como de quien ha convertido en bocoy su estómago. Llevaba caído contra la nuca el ancho sombrero y empuñaba un rifle con la diestra nervuda mano. Vestía a lo hombre acomodado de la clase media campesina y dejaba ver, por entre el chaleco, una camisa de cuello bajo, sin planchar. Polainas de cuero negro le llegaban hasta la media pierna.

A no oír su nombre, hubiérale tomado Manolo por un labrador rico, que retornaba de la caza con más vino en el cuerpo que perdices y conejos en el morral.

-A la paz de Dios tós -dijo el bandido, saludando.

-Servidor -repuso Manolo con voz trémula, levantándose de su asiento.

-No hay que molestarse por mí; siga la diversión. Amigo, siéntese, que no soy pa muchos cumplimientos. Vosotras a lo que estábais, niñas. Tú, Guarnisión, bájate al corral, a tó el correr de tus piernas, y amárrame la jaca a un poste y échale una manta por cima, que viene mu sudá.

-¡A ver! -añadió, mientras la Guarnición salía a cumplir el encargo-. En un cuarto de hora se ha tragao mi jaca el camino que hay dende el cortijo de los Atacanes acá. Hemos senao en el cortijo, yo y mi señor compare. Buenas magras, buen mosto... pero de hembras, ni la uña del miñique. Cuando el vino empieza a sobrar, empiezan a faltar las mujeres. Conque, yo le pregunté al Bizco. ¿Vienes tú pa ande la Guarnisión? Y él me ha respondío: -Que aproveche. Yo me voy a dormir. Pues entonces jasta mañana. Y he echao las piernas al caballo, y aquí me tenéis, pa serviros.

-Pa servirte somos tós los do la casa -zalameó la vieja, que había regresado del patio.

Manolo no pronunció palabra. Tragando saliva, apretaba con sus dedos el puro.

-Vaya, mosito -continuó el bandolero- asosiéguese osté, que yo no me como a la gente sino cuando es ello de toa neseciá. No me paresco a mi compare, que asesina por gusto. El Bizco es una jiena. Yo mesmo duermo esapartao de él, por si le dá el venate; un mal hombre reondo. De mó, que siga el guateque. Vosotras, pimpoyos, llenar esos dos vasos pa que este joven y mi presona se mojen los gargueros.

-¡Ahí va!

-¡Qué vino es éste! -gritó colérico Melgares, dando un manotón a botellas y copas, que se hicieron, al caer, añicos-. ¿Te has pensao Guarnisión, que tiés derecho a envenenar al prójimo?... ¿Asín te comportas tú con los forasteros? ¡Ni tan siquiera te ha movío el alma saber que este joven es de los que traen socorro pa las vítimas del temblor de tierra! Porque osté es de la comisión -añadió volviéndose a Manolo-. Le he visto cruzando la sierra estos días pasaos. Más cerca de lo que se imagina osté andábamos nosotros. Han hecho bien en venir con limosnas. Hay mucha miseria, mosito. Lo malo es que el reparto no se jase a ley. A veces los más necesitaos se quean peristan. De tós mós, es una güena obra la de ostés. ¡Pero váyanle con güenas obras a esta Marisápalos! ¡Ea! Tráete vino del superior, que en tu cueva lo tiés; y tráete jamón que sea serrano de verdá. Si no lo traes, comeremos cecina, sólo que será de tu cuerpo y la cortaré con este jierro, que no se mella por duros que están los materiales.

Así diciendo, sacó Melgaros del interior de su chaqueta un cuchillo de monte y lo paseó por los ojos de la estantigua.

-¡Voy! ¡voy!... -balbuceó ella.

-De paso, antráncate la puerta. ¡Y no se abre ni a Dios! De aquí a que suba doña Líos -prosiguió Melgares, hablando con Manolo- encenderemos un cigarro. Tire ése, que vuelca del olor a estanco que tié. Éstos -y sacó dos de su petaca- son de la propia Habana. Me los trae un amigo que jase su avío entre Gibraltar y la Línea. Encienda osté y déjese ya de arrechuchos. ¡Cuando digo que estoy de paz!... Si quisiera otra cosa... pues hace un rato que sería. Na más fásil. Con echarme el rifle a la cara y tumbarle patas arriba, estábamos del otro lao. Uno más a mi cuenta, que no es de las más cortas.

-Aquí están el vino y el jamón -interrumpió la Celestina, dejando sobre la mesa un pernil y una caja de N. P. U.

-¡Arzando! -habló Melgares-. Tú, Frasquita, descorcha, en tan y mientras yo deshueso el pernil. En tomando, que tomemos, un golpetaso y un bocao, tú a darle a la sonata, y tú, la de la O, a bailarme unas alegrías. Dempués veremos qué se jase.

Punteó la guitarra, púsose la bailaora en pie y Melgares, llevando el son a cuchillazos, rompió a cantar con voz afinada, aunque ronca. Antes puso junto a él, al pronto alcance de sus manos, el rifle.

Rasgueó Frasquita en la guitarra al terminar su primera copla el bandido, y Mariquilla adelantó sobre las baldosas, con la cabeza echada atrás, los brazos en alto, la sonrisa en la boca y la lujuria en las pupilas.

Los pies de la hembra herían el piso con rítmico e intermitente pataleo; su cuerpo describía sobre el espacio incitadoras curvas; ondulaban sus caderas con gracioso vaivén, y sus manos, subiendo por encima de la cabeza como si trataran de coger las flores en el moño prendidas, retorcíanse con lentitud, mientras su talle, doblándose en arco, ponía al descubierto los senos menudos y temblantes.

Al bandido le chispeaban las pupilas; sus labios crispados se adelantaron hacia Mariquita de la O cuando finó la copla y Frasquita preludió la falseta, ese tiempo del baile, durante el cual enmudece el cantor, y cesa el machaqueo de los acompañantes y sólo se escuchan los acordes de la guitarra y el deslizamiento de los pies de la bailaora.

Mariquilla de la O era maestra en este género de baile; pero entonces fue más que maestra; fue un sueño de voluptuosidad encarnando en el cuerpo de una hembra.

¡Cómo no lo iba a ser, teniendo delante de sus ojos al bandido, espanto de la sierra, al héroe de mil canallescas hazañas, que la imaginación popular engrandecía hasta el punto de tornarlas legendarias empresas!

Para él era su baile; por él quería lucir todas las gracias de su cuerpo. Y ponía asombro en las pupilas y en los nervios sacudidas eléctricas, ver a Mariquilla con el busto echado hacia atrás, los brazos abiertos y la cabeza flexionada contra la nuca, provocando al Melgares con el gesto, con la sonrisa, con los retemblidos de su carne morena, con las sensuales promesas que cada una de sus actitudes traía aparejadas.

Unas veces retorcía su cuerpo, doblándolo hasta las baldosas, arañándolas con sus dedos, medio arrastrándose por ellas como gata cariñosa que se despereza y juguetea a los pies del amo; otras se erguía, con ruda y salvaje majestad, dominadora, absorbente, dueña absoluta de todos y de todo; otras, recogía el vestido, ciñéndoselo por delante, para remarcar las líneas del vientre y de los muslos; otras lo ahuecaba, para que aquellas líneas fuesen más adivinadas por el deseo que vistas por los ojos; tan pronto se balanceaba con perezosa lentitud, como agitaba sus caderas con movimientos desapoderados, frenéticos...

Por los labios del bandolero escapaba el aliento hecho lumbre; su pecho jadeaba y sus manos se adelantaban inconscientemente a la atmósfera, como si quisieran apretujar las curvas que el cuerpo de la bailaora iba en aquélla dibujando.

La joven avanzó hacia Melgares con las mejillas encendidas, los ojos entornados, el busto en escorzo; alzóse sobre las puntas de los pies, abrió los brazos en ofrenda de amor, encorvólos hacia dentro después y, colocando las extremidades de los dedos en su boca carnal, mandó un beso al bandido.

Éste, haciendo firme, ciñó con sus manos el talle de la moza, la levantó en alto, se dejó caer sobre el sofá, con ella en las rodillas y, empuñando un vaso de vino, acercándolo a los labios calenturientos de María de la O, murmuró con voz cálida:

-¡Bebe, sangre, y déjame en la copa un bacada!...