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Su carrera fué corta. Al salir á la Albufera vió cerca algunas barcas, oyó gritos de los que las tripulaban y quiso ocultarse con el rubor del que se ve desnudo ante gentes extrañas.

El sol parecía herirle: la inmensa superficie del lago le causaba miedo; necesitaba agazaparse en un rincón obscuro, no ver, no oir; y viró, volviendo á meterse en los carrizos.

No fué muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el miserable, soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con la cabeza oculta entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros, cesaron los ruidos en el carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase, aterrada por un rugido salvaje, un lamento entrecortado, que parecía el hipo de un moribundo.

El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había conservado en completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía próximo á borrarse para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía renacer, lo paseaba ante sus ojos, ¡y en qué forma!

El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre, muertos desde aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel intensidad. Aquella carne abandonada á los reptiles del lago era carne suya; aquella envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus arrebatos apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.

La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas: no debía buscar pretextos como otras veces para seguir adelante. Era un miserable, indigno de vivir: una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre vigoroso, con aspereza salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala rama debía desaparecer.

Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que ahora contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como un brote infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen, era más hija de los Palomas que él.

¿Qué había hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas para huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que él: solo en el mundo, sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo, podía vivir inactivo, con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él, devorado por ardorosos apetitos, huyendo egoístamente del deber, había querido ser rico, vivir descansado, siguiendo tortuosas sendas, despreciando los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de la pereza sin dignidad, había venido á caer en el crimen.

Le espantaba su delito. Su conciencia de padre arañábale al despertar, pero aún sufría de una herida mayor y más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán de ser fuerte y dominar á los hombres por el arrojo, le hacía sufrir el tormento más cruel. Veía en lontananza el castigo, el presidio, ¡quién sabe si el carafalet, última apoteosis del hombre-bestia! Todo lo aceptaba, pues al fin, para los hombres se había hecho; pero por algo digno de un ser fuerte, por reñir, por matar cara á cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura salvaje del ser humano que se trueca en fiera... ¡Pero matar á un recién nacido sin otra defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo guerrillero, para caer en el crimen sólo había osado asesinar á un hijo suyo!

Y lloraba, lloraba sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de su cobardía y el despecho por su vileza.

En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cierta confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre. Su delito era el egoísmo; la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo á todos sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que parecían decirle: «Tómame; ya soy rica; he realizado la ilusión de mi vida; ahora me faltas tú»!

Ella había sido la tentación; el impulso que le arrojó en la sombra; el egoísmo y la codicia con careta del amor que le guiaron hasta el crimen. Por conservar migajas de su fortuna, no vacilaba ella en abandonar un trozo de sus entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la obra aniquilando su propia carne.

¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su memoria la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que repetían las generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor de la leyenda: había acariciado de pequeña á la serpiente, la había alimentado, prestándola hasta el calor de su cuerpo; y al volver de la guerra asombrábase viéndola grande, poderosa, embellecida por el tiempo, mientras ella se le enroscaba con un abrazo fatal, causándole la muerte con sus caricias.

Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salvaje. Aquella Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que le mataba con los anillos inflexibles del crimen.

No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no podría mirarlas: vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstruosa, con sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al pensar en Neleta un velo de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de su arrepentimiento alzábase el deseo homicida, el impulso de matar á la que consideraba ahora como su enemiga implacable... ¿Para qué un nuevo crimen?

Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería quedarse.

Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoísmo, única pasión de su vida. Tal vez á aquellas horas circulaba por el Palmar la noticia del horrible suceso. Su abuelo callaría, pero aquel extraño venido de la ciudad no tenía por qué guardar silencio. Buscarían, averiguarían, vendrían los tricornios charolados desde la huerta de Ruzafa; él no tendría valor para sostener las miradas, no sabría mentir; confesaría el crimen, y su padre, aquel trabajador puro ante Dios, moriría de vergüenza... Y si lograba encerrarse en su mentira salvando la cabeza, ¿qué ganaba en ello? ¿había de volver á los brazos de Neleta, á verse oprimido otra vez por los anillos del reptil?... No; todo había acabado. Era la mala rama, y debía caer; no obstinarse en seguir, muerto y sin jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida.

Ya no lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del doloroso ensimismamiento.

Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamèl. Tonet la miró con expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por primera vez, el parásito engordado á su sombra iba á emplear para una acción buena algo de lo que le había usurpado.

Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la blusa y la camisa, se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble cañón su pecho desnudo.

El pie descalzo subió dulcemente á lo largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves, locas de miedo.

      *       *       *       *       *

El tío Paloma no volvió al Palmar hasta la caída de la tarde.

Había dejado en el Saler á su cazador, que deseaba cuanto antes salir del lago y llegar á la ciudad, jurando no volver á aquellos sitios. ¡En dos viajes dos desgracias! La Albufera sólo guardaba para él sorpresas terribles. La última le iba á costar una enfermedad. El tranquilo ciudadano, padre de numerosa prole, no podía apartar de su memoria el lúgubre envoltorio que había pasado ante sus ojos. Seguramente que al llegar á su casa tendría que meterse en cama pretextando cualquier dolencia. La sorpresa le había conmovido profundamente.

El mismo cazador aconsejaba al tío Paloma una reserva absoluta. ¡Que no se le escapase una palabra! Nada habían visto. Debía recomendar el silencio á su pobre nieto, fugitivo, sin duda, por la impresión de la terrible sorpresa. El lago había vuelto á tragarse el secreto, y sería una candidez que ellos hablasen, sabiendo cómo marea la justicia á los inocentes cuando cometen la tontería de ir en su busca. Los hombres honrados deben evitar todo contacto con la ley... Y el pobre señor, después de desembarcar en tierra firme, no se metió en su tartana hasta que el barquero, cada vez más pensativo, le juró varias veces que sería mudo.

Cuando, al anochecer, llegó el tío Paloma al Palmar, amarró frente á la taberna los dos barquitos en que habían salido por la mañana.

Neleta, derecha tras el mostrador, buscó en vano á Tonet con su mirada.

El viejo adivinó.

--No’l esperes--dijo con voz fosca--. No tornará més.

Y con acento reconcentrado le preguntó si se sentía mejor, hablando de la palidez de su rostro con una intención que hizo estremecerse á Neleta.

La tabernera adivinó inmediatamente que el tío Paloma conocía su secreto.

--Pero ¿y Tonet?--volvió á preguntar con voz angustiosa.

El viejo hablaba volviendo los ojos, como si deseara no verla, para conservar su forzada calma. Tonet no volvería más. Había huído lejos, muy lejos: á un país de donde nunca se vuelve. Era lo mejor que podía haber hecho... Así todo quedaba arreglado y en el misterio.

--¿Pero vosté?... ¿vosté?...--gimió Neleta con angustia, temiendo que el viejo hablase.

El tío Paloma callaría. Lo afirmó golpeándose el pecho. Despreciaba á su nieto, pero tenía interés en que nada se supiera. El nombre de los Palomas, después de siglos de honrado prestigio, no estaba para ser arrastrado por un perezoso y una perra.

--¡Plòra, gosa, plòra!--decía el barquero con irritación.

Debía llorar toda su vida, ya que era la perdición de una familia. ¡Que conservase su dinero! No sería él quien viniera á pedírselo á cambio del silencio... Y si quería saber dónde estaba su amante, dónde su hijo, no tenía más que mirar al lago. La Albufera, madre de todos, guardaría el secreto con tanta fidelidad como él.

Neleta quedó aterrada por esta revelación; pero aun en medio de su inmensa sorpresa miraba con inquietud al viejo, temiendo por su porvenir al verlo confiado al mutismo del tío Paloma.

El viejo se golpeó una vez más el pecho. ¡Que viviese feliz y gozase su riqueza! Él callaría siempre.

La noche fué lúgubre en la barraca de los Palomas. Á la luz moribunda del candil, el abuelo y el padre, sentados frente á frente, hablaron mucho tiempo, con su gravedad de seres distanciados por el carácter, que sólo podían aproximarse á impulsos de la desgracia.

El tío Paloma no usó de paliativos para dar la noticia. Había visto al chico muerto, con el pecho destrozado por dos cargas de perdigones, hundido en el barro de la mata con los pies fuera del agua, junto al barquito abandonado. El tío Tòni apenas pestañeó. Sólo sus labios se apretaron convulsivamente, y con las manos crispadas se arañó las rodillas.

Un lamento prolongado, estridente, salió del ángulo obscuro de la barraca donde estaba la cocina, como si en esta lobreguez degollasen á alguien. Era la Borda que gemía, aterrada por la noticia.

--¡Silènsi, chiqueta!--gritó imperiosamente el viejo.

--¡Calla, calla!--dijo el padre.

Y la infeliz sollozó sordamente, oprimida en su dolor por la firmeza de aquellos dos hombres de férrea voluntad, que, al ser mordidos por la desgracia, permanecían con exterior impasible, sin la más leve emoción en los ojos.

El tío Paloma relataba lo ocurrido á grandes rasgos; la aparición de la perra con su horrible presa, la fuga de Tonet: después, á la vuelta del Saler, su minuciosa exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo del cadáver. Él lo adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la víspera de la tirada; la palidez y el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de enferma después de aquella noche, y con su astucia de viejo reconstruía el parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror á ser oída por los vecinos, y después el infanticidio, un crimen que le hacía despreciar á Tonet, más por cobarde que por criminal.

El viejo, después de soltar su secreto, se sentía aliviado. Á su tristeza sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta resultaba una perra ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen por conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su delito, renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las consecuencias. El señor se disparaba dos tiros antes que dar la cara: encontraba más cómodo desaparecer que pagar su falta, sufriendo el castigo. Siempre huyendo de la obligación, buscando las sendas fáciles por miedo á la lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella?...

Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y doblaba la cabeza, como si las palabras de su padre fuesen un golpe que le abatía para siempre.

La Borda volvió á gemir.

--¡Silènsi! ¡he dit silènsi!--dijo con voz fosca el tío Tòni.

Á su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se aliviasen con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía desahogar el dolor en lágrimas.

El tío Tòni habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil ronquera de la emoción.

La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su conducta. Se lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza es el crimen. Así lo ha arreglado Dios, y hay que conformarse... Pero ¡ay! era su hijo... ¡su hijo! ¡la carne de su carne! Su férrea rectitud de hombre honrado mostrábase insensible ante la catástrofe; pero allá, dentro del pecho, sentía cierta opresión, como si le hubieran arrancado parte de sus entrañas y estuviesen á aquellas horas sirviendo de pasto á las anguilas de la Albufera.

Quería verlo por última vez; ¿le entendía su padre?... Quería tenerle en sus brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare trabajaba para hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.

--¡Pare... pare!--decía con voz angustiosa al tío Paloma--. ¿Ahón está?

El viejo contestó indignado. Debían dejar las cosas como las había arreglado la casualidad. Era una locura torcer su curso. Nada de escándalos ni de levantar la punta del misterio. Así estaba bien: oculto todo.

La gente, al no ver á Tonet, creería que había huído en busca de aventuras y de vida regalada, como al marchar á América. El lago conservaba bien sus secretos: transcurrían años antes que una persona pasase por el sitio donde estaba el suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si hablaban, si publicaban la muerte, todos querrían saber más, intervendría la justicia, se averiguaría la verdad, y en vez de un Paloma desaparecido, cuya vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un Paloma deshonrado que se daba muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet. No, Tono; lo decía él con su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia que le quedaban debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra. Quería beber tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara á cara. Todo estaba bien: á callar, pues... Además, si descubrían el cadáver no lo enterrarían en sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que los demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas, como último vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.

Excitado por los lloros de la Borda, el viejo la amenazaba. Debía callar. ¿Es que quería perderlos?

La noche fué interminable, de un silencio trágico. El lóbrego ambiente de la barraca parecía aún más denso, como si sobre él proyectasen su sombra las alas negras de la desgracia.

El tío Paloma, con la insensibilidad del viejo duro y egoísta que desea prolongar su vida, dormitaba en la silleta de esparto. Su hijo pasaba las horas inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el oleaje de sombras que la trémula luz del candil trazaba en la pared. La Borda, sentada en el fogón, sollozaba débilmente, oculta en la sombra.

Hubo un momento en que el tío Tòni se estremeció, como si despertase. Se irguió, fué á la puerta de la barraca, y abriéndola, miró al cielo estrellado. Debían ser las tres. La calma de la noche pareció penetrar en él, afirmando la resolución que acababa de surgir en su voluntad.

Se aproximó al viejo y lo empujó, hasta despertarlo.

--¡Pare... pare!--dijo con voz suplicante--. ¿Ahón está?...

El tío Paloma, medio dormido, protestó furioso. Debía dejarle en paz. Aquello no tenía remedio. ¡Quería dormir, y ojalá no despertase nunca!...

Pero el tío Tòni continuaba suplicando. Debía pensar que era su nieto; él, que era el padre, no podría vivir mientras no lo contemplase por última vez. Se lo imaginaría á todas horas en el fondo del lago, corrompido por las aguas, devorado por las bestias, sin la sepultura en tierra que alcanzaban los más miserables, hasta aquel Sangonera, que vivió sin padre. ¡Ay! ¡trabajar sufriendo toda la vida, para asegurar el pan al hijo único y abandonarlo después, sin saber dónde está su tumba, como los perros muertos que se arrojan en la Albufera! ¡No podía ser, padre! ¡era muy cruel! Jamás tendría valor para navegar en el lago, pensando que tal vez su barca pasaba sobre el cadáver del hijo.

--¡Pare... pare!--imploraba moviendo al viejo casi dormido.

El tío Paloma se irguió, como si fuese á pegarle. ¿Quería dejarlo en paz?... ¿Buscar él otra vez á aquel cobarde?... ¡Que le dejasen dormir! No quería revolver el barro, con peligro de hacer pública la deshonra de su familia.

--Pero... ¿ahón está?--preguntaba ansioso el padre.

Él iría solo; pero ¡por Dios! debía decirle el sitio. Si el abuelo no hablaba, sentíase capaz de pasar el resto de la vida registrando el lago, aunque hiciera público su secreto.

--En la mata del Bolodró--dijo por fin el viejo--. Te costará d’encontrar.

Y cerró los ojos, inclinando la cabeza para reanudar aquel sueño del que no quería salir.

El tío Tòni hizo un gesto á la Borda. Cogieron sus azadones de enterradores, sus perchas de barqueros, los agudos tridentes que servían para la pesca de las piezas gruesas, encendieron un farol en la luz del candil, y en el silencio de la noche atravesaron el pueblo para embarcarse en el canal.

El negro barquito, con el farol en la proa, pasó toda la noche evolucionando por el interior de los carrizales. Veíasele como una estrella roja errando á través de las cañas.

Cerca del amanecer la luz se apagó. Habían encontrado el cadáver, después de dos horas de busca angustiosa; tal como lo vió el abuelo, con la cabeza hundida en el barro, los pies fuera del agua y el pecho convertido en una masa sanguinolenta, destrozado á boca de jarro por la metralla de los cartuchos de caza.

Lo recogieron con sus tridentes del fondo del agua. El padre, al clavar su fitora en aquel bulto blanducho, izándolo á la barca con sobrehumano esfuerzo, creyó que la hundía en su propio pecho.

Después fué la marcha lenta, angustiosa, mirando á todos lados, como criminales que temen ser sorprendidos. La Borda, siempre sollozante, perchaba en la proa: el padre ayudábala en el otro extremo de la barca; y entre estas dos figuras rígidas, que recortaban su negra silueta en la difusa luz de la noche estrellada, yacía tendido el cadáver del suicida.

Abordaron á los campos del tío Tòni, aquel suelo artificial, formado espuerta sobre espuerta, á fuerza de puños, con una tenacidad loca.

El padre y la Borda, cogiendo el cadáver, lo descendieron cuidadosamente á tierra, como si fuese un enfermo que podía despertar. Después, con sus azadones de enterradores infatigables, comenzaron á abrir una fosa.

Una semana antes aún traían tierra allí desde todos los extremos del lago. Ahora la quitaban para ocultar la deshonra de la familia.

Comenzaba á amanecer cuando bajaron el cadáver al fondo de la fosa, que rezumaba agua por todos lados. Una luz fría y azulada extendíase sobre la Albufera, dando á su superficie el duro reflejo del acero. Por el espacio gris pasaban en triángulo las primeras bandadas de pájaros.

El tío Tòni miró por última vez á su hijo. Después volvió la espalda, como si le avergonzasen las lágrimas que rompían por fin la dureza de sus ojos.

Su vida estaba terminada. ¡Tantos años de batalla con el lago, creyendo que formaba una fortuna, y preparando, sin saberlo, la tumba de su hijo!...

Hería con sus pies aquella tierra que guardaba la esencia de su vida. Primero la había dedicado su sudor, su fuerza, sus ilusiones: ahora, cuando había que abonarla, la entregaba sus propias entrañas, el hijo, el sucesor, la esperanza, dando por terminada su obra.

La tierra cumpliría su misión: crecería la cosecha como un mar de espigas cobrizas sobre el cadáver de Tonet. Pero á él... ¿qué le restaba que hacer en el mundo?

Lloró el padre contemplando el vacío de su existencia; la soledad que le esperaba hasta la muerte, lisa, monótona, interminable, como aquel lago que brillaba ante sus ojos, sin una barca que cortase su rasa superficie.

Y mientras el lamento del tío Tòni rasgaba como un alarido de desesperación el silencio del amanecer, la Borda, viendo de espaldas á su padre, inclinóse al borde de la fosa y besó la lívida cabeza con un beso ardiente, de inmensa pasión, de amor sin esperanza, osando, ante el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida.


FIN


Playa de la Malvarrosa (Valencia).
Septiembre Noviembre 1902.