Casiana y yo nos colamos en el café de La Iberia, dirigiéndonos a las mesas donde habitualmente concurrían mis amigos. En efecto, allí estaban Campo y Navas, Llano y Persi, Casalduero, y Carratalá. En una piña inmediata vi a Díaz Quintero, republicano, que alternaba con Fernández Bremón y Mariano Zacarías Cazurro, conservadores, y con Pablo Cruz, León y Llerena, Zoilo Pérez y Cándido Martínez, sagastinos.

Apenas cambié con ellos los primeros saludos, algunas palabras referentes a sucesos de actualidad, comprendí que ninguno de aquellos esclarecidos ciudadanos paraba mientes en el capital suceso histórico que a mí me volvía tarumba. O lo ignoraban, o las menudencias y chismorreos políticos les impedían fijarse en los hechos que, afectando intensamente al porvenir de la Patria, se nos presentan revestidos de una insignificancia traicionera. Los afectos a la Situación imperante aseguraban que había Gobierno de Cánovas para rato. Al proclamarlo así, reforzaban su opinión con apuestas humorísticas de cinco duros contra dos reales. Los otros, entonando con diferentes inflexiones el esto se va, vaticinaron rotundamente que antes de dos meses cogería Sagasta las riendas y la tralla del Poder.

De pronto llegaron a nuestras mesas otros dos individuos, cuyos nombres no son del caso. Con frase tajante y enfática sostuvieron la tesis de que don Antonio se había hecho imposible por su soberbia, y porque no supo desprenderse a tiempo de los pulpos del moderantismo. Un tercer sujeto, que presuroso vino de las mesas interiores, nos dijo en tonillo parlamentario: «¡Ah, señores! Mi teoría es que política nueva pide hombres nuevos. Las cosas caen del lado a que se inclinan. O la regia prerrogativa no sabe lo que se pesca, o ha de poner en seguida en manos de don Práxedes el timón de la nave del Estado».

Reunidos todos, enzarzaron sus ágiles lenguas en el discreto político sin tocar ningún punto de interés público, picoteando tan sólo en las cuestiones de orden burocrático, que eran para los Fusionistas o Constitucionales el único imán de sus pueriles ambiciones. Diferentes nombres sonaron de mesa en mesa para distribuir entre ellos los cargos políticos de la nueva Situación, Direcciones generales y Gobiernos de provincia. Entre aquellos ociosos charlatanes no faltaron algunos vivos que graciosamente se adjudicaron las mejores prebendas. A la entrada de los agarenos, o si se quiere cartagineses, no consagró ninguno de los allí reunidos, hombres de diferente cartel político, una sola palabra.

Asqueado de la frivolidad de tales majaderos, que con raras excepciones sólo apreciaban la vida pública por los apremios de su vanidad o de su flaco peculio, pretexté para retirarme un repentino dolor de estómago con ganas de vomitar, y cogiendo del brazo a Casianilla nos plantamos en la calle. ¿A dónde iríamos? A casita, a mi caverna solitaria, o a darle albricias a nuestra coruscante amiga la Excelentísima señora Condesa de Casa Pampliega.

Ibamos por la calle del Lobo, y en los extremos de ella vimos lujosa berlina parada junto a una puerta humilde. De esta salió una dama en quien al punto reconocí a la Marquesa de Villares de Tajo, mujer talentuda y de historia, vistosa todavía y de buen talle aunque había rebasado con creces las fronteras del medio siglo. En su coche partió hacia la Carrera de San Jerónimo. ¡Pobrecilla! Venía de parlotear con los Caballeros de la Tenaza, albergados a espaldas de la iglesia de San Ignacio. Pensé que ya le estaban ajustando las cuentas para mandarla al otro mundo bien limpia de pecados, y aliviada del peso de sus cuantiosos intereses.

Permanecíamos Casiana y yo junto a la puerta mísera, contemplando la lobreguez del hondo zaguán, cuando vimos que de aquellas tinieblas salían un cura joven, gallardo, desenvuelto, y una señora hermosísima. ¡Oh asombro de los asombros! La señora era Lucila Ansúrez, más conocida en estas historias por el lindo mote de La Celtíbera.