Las vimos subir rápidamente hasta una región muy alta del espacio, donde se fraccionó la bandada en grupos que partieron hacia distintos puntos del horizonte.

Emprendimos Casiana y yo nuestro regreso al centro de Madrid, buscando la vuelta de Recoletos por la Ronda de este nombre y las inmediaciones de lo que fue huerta de las Salesas. Por aquella parte, la Villa trataba de embellecerse, y abría en los solares polvorosos la cimentación para nuevas y elegantes casas de vecindad. Charlando de las peregrinas cosas que habíamos visto y oído, caminábamos a la ventura, guiados, más que por la intención, por el instintivo movimiento de nuestros propios pasos.

Sin darnos cuenta de ello, costeamos la maciza fundación de doña Bárbara de Braganza, y por calles a medio construir llegamos a internarnos en el Parque de Buenavista. Hicimos alto para descansar en un banco de las rampas que dan a la calle de Alcalá, frente al palacio de Alcañices. Aunque el sol picaba templando el ambiente invernal, yo sentía un frío que no pude mitigar embozándome en mi capa hasta las narices, porque aquella tiritona era síntoma febril de mi estado anímico al considerar la invasión monástica, principio de un período histórico desastroso para nuestra pobre España.

A mis quejas lastimosas contestó Casianilla: «Como nosotros no podemos impedir que España se convierta en un gran monasterio, nuestro papel es ver y esperar. Si llega el caso de que no haya más remedio que ser yo monja y tú fraile, no te apures, Tito, que ya encontraremos conventos donde convivan ambos sexos.

-Así tendrá que ser, nenita -dije yo, y como estaba helado propuse que siguiéramos andando hasta la calle de Sevilla, y que allí tomásemos la dirección de nuestra casa, con escala en algún café para matar las horas de la tarde.

Por ambas aceras de la calle de Alcalá bajaba un tropel de paseantes que iban a tomar el sol en el Prado y el Retiro. Eran a mi parecer funcionarios que abandonaban la ociosa oficina para espaciarse con la señora y los niños, pensionistas de poco pelo, tenderos desocupados, rentistas de mediano pasar, provincianos con dinerito fresco, que practicaban la deambulación como un obligado empleo de la actividad en los días serenos.

Por el centro de la calle rodaban los mismos carruajes que habíamos visto el día anterior y todos los días, conduciendo a las damas de siempre, bien emperifolladas, y a los señores del margen que acompañaban a sus esposas en el asiento zaguero de las carretelas. Acrecían el tumulto los gallardos jinetes y los caballos que guiaban faetones o tílburis con la pericia de consumados aurigas. En las caras de toda esta gente, así la de a pie como la de coche, así la de alto como la de rastrero pelaje, observé una tranquilidad paradisíaca. Sus cabezas no alojaban otra idea que la del momento presente, el goce del paseo al sol, la vanidad de exhibirse con galas y arreos de distinción fantasiosa.

¡Pobres majaderos! Desconocían en absoluto la gravísima situación de nuestro país, el momento histórico, semejante a la entrada de los cartagineses ávidos de riqueza, de los bárbaros visigodos o de los insaciables y feroces agarenos. Nada sabían, nada sospechaban: se enterarían de la nueva esclavitud cuando esta ya no tuviese remedio. Me costó trabajo contener este grito de alarma: «¡Bobalicones, despertad de vuestra modorra estúpida! ¡No tenéis gobernantes que sepan contener, ya que no extirpar, la horrible plaga que se os viene encima!».

Al pasar por la calle de Sevilla entramos en la tienda de mi amigo Matías Luengo, sobrino del famoso comerciante, parlanchín y entrometido don Plácido Estupiñá, de quien tanto hablé en diferentes ocasiones. Traficaba Matías en objetos de escritorio. Comprámosle un paquete de sobres, charlamos, le pregunté si estaba contento de su negocio, y me contestó que de sus ventas no sacaba más que lo preciso para mal vivir. El Cielo le había dado cuatro hijos, y su mujer, que era una coneja, le traería el quinto retoño para Febrero próximo. En vista de este crecimiento del familiaje, pensaba añadir a su tráfico el de devocionarios, florilegios, novenas, cilicios, recordatorios de difuntos, estampitas de todos los santos del cielo, escapularios y demás chirimbolos pertinentes a la santa Religión.

Yo le felicité, palmoteándole en los hombros, y le dije: «Eres un genio, Matías. Has previsto el fetichismo farandulero a que nos llevará la maldita Restauración. Ahora empieza, fíjate bien, ahora empieza el reinado de la Muerte y de las santurronerías bobaliconas. Tú serás rico. Haz todos los hijos que puedas, que el negocio místico te dará pan para ellos, y para tus nietos y biznietos, hasta la cuarta generación. Adiós, chico. El Espíritu Santo ha entrado en tu casa. Adiós».

A lo largo de la calle íbamos tropezando con cómicos y toreros, y en ellos vi caras satisfechas aunque perecían de hambre por la falta de contratas. A mi paso por diferentes tiendas vi también sastres, joyeros y perfumistas, que parecían muy contentos viviendo al día con menguadas transacciones. Junto a nosotros pasaron dos curas, ante los cuales me quité el sombrero haciendo acto de sumisión y reverencia. Era muy cuerdo y saludable vivir en santa paz con nuestros opresores.

En la esquina del callejón de Gitanos encontramos a Delfina Gil. Después de saludarme con rígida frialdad, me dijo que iba a poner una nueva Funeraria de gran lujo en la propia Carrera de San Jerónimo, y que introduciría en España las últimas novedades en féretros de cinc sobredorados y en carrozas-estufas a la gran Daumont. Pensaba adornar su escaparate con espléndido surtido de coronas fúnebres de hilo de cristal, elegantísimas, y con unos angelitos, arrodillados, que daban el opio. La colmé de parabienes, vaticinándole un éxito formidable. Merecía enterrar la vida española con todo el boato y chic de las artes mortuorias.

Seguimos, y al embocar la Carrera de San Jerónimo, tropecé de manos a boca con Vicente Halconero, que salía del Casino. Cortés y afable como siempre estrechó mis manos, no escatimando un gentil saludo ceremonioso a mi compañera humilde.

«Ya sabrá usted -me dijo- que está próximo el advenimiento de los Constitucionales al Poder. El turno se impone, y la tocata liberal ha de sustituir a la tocata conservadora. Espero yo que entre ambas músicas haya bastante diferencia, así en lo fundamental como en lo externo... Entiendo que tendremos elecciones generales en Febrero o Marzo, y usted no me negará entonces lo que tantas veces le pedí. Aceptará usted un acta de diputado, y en los escaños de la mayoría lucharemos juntos por el progreso, con su poquito de morrión y sus toques democráticos, todo ello dentro del orden más perfecto.

-Sí, sí, Vicentito -le contesté, con la socarronería que en aquella hora dominaba en mi ánimo-. Puede usted hacer de mí lo que quiera. Y si tocan a repartir algunos destinillos denme a mí el de Inspector de Monjas, quiero decir, de los monasterios que han de ser creados para reunir los dos sexos en la vida contemplativa.

-¿Pero qué dice el amigo Tito? ¿Se ha vuelto loco?... ¡Ah! Es que a usted le solivianta lo que se cuenta por ahí de si vienen o no vienen los religiosos regulares expulsados de Francia. No haga usted caso. Ataremos corto a los que vengan no más que a darse buena vida, y recibiremos con estimación a los que traigan la idea de establecer en España buenos Colegios, donde podamos dar decorosa educación a nuestros hijos».

No quise hablar más y me despedí de Halconero con breves razones amistosas, lamentando que un caballerete tan espiritual no apreciara el feo cariz del nublado cartaginés y agareno que entenebrecía el cielo español, ni viera claramente que se iniciaba un período de larga y pavorosa esclavitud. ¡Pobre Vicentito, tan joven, tan simpático, y ya contagiado del negro y pestilente virus!