Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXVII

XXXVII

Seguía, empero, la revista, y aquel mismo ejército que, en desorden, me había presentado pocas horas antes un espectáculo tan extraordinario, no parecía menos extravagante ahora y sobre las armas. Eran ya algunos negros, completamente desnudos, y pertrechados de mazos, machetes y macanas, marchando al compás de un cuerno como los salvajes; ya batallones de mulatos equipados a la española y a la inglesa, con buenas armas y buena disciplina, arreglando sus pasos al toque de los tambores; catervas, luego, de negras y negrillos, con horquillas y garfios, o de viejos inútiles cargados con fusiles antiguos e inservibles, sin cañón o sin llave; griotas, en fin, con sus vestidos de botarga, o griotos con horribles contorsiones y gestos, entonando canciones incoherentes, con acompañamiento de guitarra, de balafo o de platillos. Interrumpían a veces esta extraña procesión bandadas heterogéneas de mulatos, cuarterones, salto-atrás y toda clase de mestizos libres; o ya catervas errantes de negros cimarrones, con el ademán soberbio y carabinas relucientes, que arrastraban entre filas sus carretones henchidos de despojos, o algún cañón arrebatado a los blancos, menos cual arma ofensiva que trofeo, cantando a toda voz los himnos rebeldes de Gran-Pré y Oua-Nassé. Por encima de tanto y tan diverso concurso tremolaban banderas de todos colores y con todas divisas: blancas, rojas y tricolores, adornadas con flores de lis y con el gorro de la libertad, y llevando por lema: Mueran los sacerdotes y los aristócratas, ¡Viva la religión!, ¡Libertad e igualdad!, ¡Viva el Rey!, ¡Muera la metrópoli!, ¡Viva España!, ¡No más tiranos!, etcétera, etc.; extraña mescolanza y claro indicio de que las fuerzas de los rebeldes eran un tropel sin objeto determinado, y de que no menor desorden que en los hombres reinaba en las ideas.

Al pasar, a su vez, por la gruta, las escuadras rendían sus banderas, y Biassou devolvía el saludo. A cada batallón le dirigía algunas palabras de reprensión o de elogio, y cada palabra severa o halagüeña que caía de sus labios era acogida por sus secuaces con fanático respeto y una especie de temor supersticioso.

Pasó al cabo aquella inundación de bárbaros, y confieso que, si al principio sirvióme de distracción, llegó por último a serme penosa la vista de tanto forajido.

Mientras tanto, la tarde declinaba, y, cuando los últimos hombres desfilaron, el sol teñía débilmente de un rojo cobrizo la frente granítica de las montañas de oriente.