Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXVIII

XXVIII

Al cabo, un piquete de soldados de color, bastante bien armados, se llegó hacia nosotros, y el negro a quien parecía yo pertenecer me desató de la encina a que estaba atado y me entregó en manos del comandante de la escolta, recibiendo en pago un saco, que abrió sin demora, y que estaba lleno de pesos fuertes. Mientras el negro, arrodillado sobre la hierba, los iba contando con ansia manifiesta, los soldados me separaron de allí. En el camino examiné con curiosidad su equipo, que consistía en un uniforme de paño tosco, pardo y amarillo, y cortado a la española: una especie de montera castellana, adornada de una cucarda encarnada[1], les cubría su pelo de lana. En lugar de cartuchera llevaban una especie de morral colgando del costado, y sus armas eran un fusil de mucho peso, un sable y un machete. Después supe que este uniforme era el de la guardia particular de Biassou.

Después de grandes rodeos entre las filas irregulares de chozas, que embarazaban el terreno del campamento, llegamos a la entrada de una gruta, labrada por la naturaleza al pie de uno de aquellos inmensos lienzos de peña viva de que estaba el valle amurallado. Un gran cortinaje de aquella tela tibetana llamada cachemira, y que no tanto se distingue por lo vivo de sus colores cuanto por la suavidad de su trama y lo variado de sus dibujos, escondía a la vista lo interior de esta caverna, rodeada por espesas hileras de soldados, todos con igual equipo que mis conductores.

Tras dar la seña a los dos centinelas que se paseaban a los umbrales de la gruta, el comandante del piquete alzó el cortinaje y me introdujo consigo, dejándole caer tras de mí.

Una lámpara de cobre con cinco mecheros, colgada de unas cadenas a la bóveda, difundía sus trémulos rayos sobre las húmedas paredes de aquella cueva, privada de la luz del día. Entre dos filas de soldados mulatos descubrí a un hombre de color, sentado en un grueso tronco de caobo, medio encubierto por un tapiz de plumas de papagayo. Este hombre pertenecía a la especie de los salto-atrás, que no está separada de los negros sino por diferencias casi imperceptibles. Su vestido era ridículo. Una magnífica faja de red de seda, de donde colgaba una cruz de San Luis, le ceñía a la altura del ombligo unos calzoncillos azules, de lienzo tosco, y una chupa de cotonía blanca, demasiado corta para alcanzarle a la cintura, completaba el resto de su ajuar. Llevaba, además, botas grises, un sombrero redondo, coronado con la cucarda encarnada, y dos charreteras: la una de oro, con estrellas de plata en la pala, cuales usan los mariscales de campo en Francia, y la restante, de lana amarilla. Dos estrellas de cobre, que aparentaban ser dos acicates de espuela, estaban clavadas en la postrera, sin duda para hacerla digna de su brillante compaña. Estas dos charreteras, que no tenían sujeción por medio de presillas en su lugar debido, colgaban por ambos lados de los hombros sobre el pecho del personaje. Un sable y dos pistolas ricamente embutidas estaban a su lado, sobre un tapiz de plumas.

Detrás de su asiento, silenciosos e inmóviles, se veían dos niños con el vestido de esclavos, y cada uno con un inmenso abanico de plumas de pavo real. Estos dos niños eran dos blancos reducidos ahora a cautiverio.

Dos cojines de terciopelo carmesí, que parecían sacados de algún oratorio, señalaban dos puestos a derecha e izquierda del leño de caoba. Uno de ellos, el de la derecha, se hallaba ocupado por el obí que me libertó del furor de las griotas. Estaba él sentado, con las piernas cruzadas, derecha la varita, inmóvil cual un ídolo de porcelana en una pagoda chinesca, tan sólo que a través de las hendeduras del velo veía chispearle los ojos, enardecidos y clavados en mí sin pestañear.

A cada lado del caudillo había unos haces de pendones, banderas y gallardetes de toda especie, entre los cuales reparé en la bandera blanca francesa con flores de lis, la bandera tricolor y la bandera española; las restantes eran insignias de capricho, incluso un gran estandarte de color negro.

A la cabecera de la estancia, por encima del principal personaje, otro objeto llamó asimismo mi atención: un retrato del mulato Ogé, ajusticiado el año anterior en el Cabo por crimen de rebelión con su teniente Juan Bautista Chavanne, y otros veinte cómplices, entre pardos y negros. En este retrato, Ogé, hijo de un carnicero del Cabo, estaba representado como tenía costumbre de hacerse pintar, es decir, con uniforme de teniente coronel, la cruz de San Luis y la orden de mérito del León, que había comprado en Europa al príncipe del Limburgo.

El mulato en cuya presencia me veía yo ahora era hombre de mediana estatura, y en el semblante presentaba una extraña mezcla de astucia y crueldad. Hízome aproximar, me miró por algún tiempo en silencio y, al fin, me dijo con risa amarga y sarcástica, parecida a los aullidos de una hiena:

—Yo soy Biassou.

Aguardaba tal nombre, pero no pude oírle en boca semejante y en medio de aquella feroz carcajada sin temblar interiormente. Mi rostro, empero, se mantuvo sereno y orgulloso, y ni me digné contestarle.

—¿Qué es eso?—repuso en francés menos que mediano—. ¿Te han empalado ya de modo que no puedes doblar el espinazo y hacer una cortesía en presencia de Juan Biassou, generalísimo del país conquistado y mariscal de campo de los Reales Ejércitos de Su Majestad Católica?—La táctica de los principales caudillos rebeldes consistía en dar a entender que obraban a favor, ya del Rey de Francia, ya de la revolución o ya del Rey de España—.

Crucé los brazos en el pecho y le miré cara a cara con resolución. El volvió a su risa sarcástica, que parece lo tenía por resabio.

—¡Hola, hola! Me pareces hombre de buen ánimo. Pues bien, escúchame lo que voy a decirte: ¿Eres criollo?

—No—le repliqué—, soy francés.

Mi firmeza le hizo arquear el entrecejo, y me respondió con su risa acostumbrada:

—Tanto mejor. Veo por el uniforme que eres oficial. ¿Qué edad tienes?

—Veinte años.

—¿Cuándo los cumpliste?

A semejante pregunta, que despertaba en mi alma tantos y tan dolorosos recuerdos, me quedé absorto en mis ideas; la repitió, empero, con empeño, y entonces yo le contesté:

—El día que ahorcaron a tu compañero Leogrí.

Sus facciones se contrajeron de ira, y la carcajada duró más aún de lo usual; pero al cabo se contuvo, diciendo:

—Hace veintitrés días ahora que murió Leogrí, y esta noche irás a decirle que le sobreviviste veinticuatro días no más. Quiero dejarte hoy todavía en el mundo para que puedas contarle a qué altura se halla la libertad de sus hermanos, lo que hayas presenciado en el cuartel general de Juan Biassou, mariscal de campo, y cuánta es la autoridad que ejerce este generalísimo sobre la gente del Rey.

Bajo título semejante, Juan Francisco, quien se hacía apellidar Gran Almirante de Francia, y su camarada Biassou, designaban sus catervas de negros y mulatos rebeldes.

Mandó luego que me hiciesen sentar en un rincón de la cueva, entre dos vigilantes, y señalando con el dedo a algunos negros con el disfraz de ayudantes de campo, dijo:

—Que se toque generala y que venga todo el ejército a las cercanías de mi cuartel general, que quiero pasarle revista. Y usted, señor padre capellán, revístase de sus hábitos sacerdotales y celebre para mí y para mis soldados el santo sacrificio de la misa.

El obí se levantó, hizo delante de Biassou una profunda reverencia y le dijo al oído unas cuantas palabras, que interrumpió el general prorrumpiendo en alta voz:

—¿Dice usted, señor cura, que no hay altar? Pero ¿qué tiene eso de extraño entre los montes? ¡Ni qué importa! ¿Desde cuándo acá exige el bon Giu[2] para su culto un magnífico templo ni un altar adornado con oro y con encajes? Gedeón y Josué le adoraron ante un montón de piedras; hagamos, pues, bon per[3], como ellos hicieron, que al bon Giu le basta con corazones fervorosos. ¡Que no hay altar! Pues ¿por qué no armar uno con la caja grande de azúcar que los soldados del Rey cogieron ayer en el ingenio de Dubuisson?

Pronto se puso en planta el mandato de Biassou, y en un abrir y cerrar de ojos quedó listo lo interior de la caverna para semejante parodia de los divinos misterios. Trajeron un tabernáculo y un copón, robados de la iglesia parroquial del Acul, de aquel templo mismo donde mi enlace con María recibió del cielo una solemne bendición, tan luego acompañada de amargos infortunios, y pusieron por altar una caja de azúcar robada, parte del botín de algún ingenio vecino, y cubierta con una sábana a guisa de paño, lo que no tapaba el rótulo siguiente, que podía leerse en los costados del extraño altar: Dubuisson y Compañía, en Nantes.

Cuando los vasos sagrados estuvieron en su lugar, notó el obí que faltaba un crucifijo, y, sacando el puñal, cuyo mango estaba en forma de cruz, lo clavó en pie ante el tabernáculo, entre el cáliz y el viril. En seguida, sin quitarse la caperuza de hechicero ni el velo de penitente, se echó sobre los hombros desnudos la capa pluvial, robada al vicario del Acul; abrió el misal con manecillas de plata, en que se habían leído las oraciones de mi fatal casamiento, y, volviéndose hacia Biassou, sentado a pocos pasos de distancia del altar, anunció con un profundo saludo que estaba ya listo para la ceremonia.

Al punto, a una señal del caudillo se descorrió el cortinaje de cachemira de la entrada y nos mostró el ejército entero de los negros, formado en columnas cerradas a la boca de la cueva. Biassou se quitó el sombrero redondo, se postró delante del altar y gritó con voz sonora:

—¡De rodillas!

—¡De rodillas!—repitieron los jefes de batallón.

Sonó un redoble de tambores, y toda la gavilla estaba arrodillada.

Yo solo había quedado inmóvil en mi asiento, escandalizado del sacrilegio que iba a cometerse en mi presencia; pero los dos robustos mulatos que me tenían bajo su guardia me arrebataron el asiento y, empujándome con violencia por los hombros, caí de rodillas cual los demás, precisado a tributar un simulacro de respeto a este simulacro de culto.

El obí ofició con seriedad; los dos pajecillos blancos de Biassou hacían oficio de diácono y sub-diácono, y la turba de los rebeldes, doblada siempre la rodilla, asistía a la ceremonia con un aspecto de devoción de que daba el generalísimo el primer ejemplo. Al momento de la elevación volvióse hacia el ejército el obí, enseñando la hostia, y exclamó en su dialecto:

Zoté coné bon Giu; ce li mo fé zoté voer. Blan touyé li, touyé blan yo touté[4].

A estas palabras, pronunciadas en una voz fuerte, que se me antojó haber ya oído en alguna otra parte y otros tiempos, la muchedumbre entera lanzó un rugido; hirieron los soldados sus armas una con otra por largo espacio, y todo el poder de Biassou fué necesario para impedir que aquel siniestro rumor no fuese el anuncio de mi hora postrera. Comprendí, empero, a qué exceso de valor y de crueldad podían llegar estos hombres, para quienes un puñal era un crucifijo, y en cuyo ánimo las emociones eran tan súbitas y profundas.


  1. Ya se sabe que éste es el color de la cucarda española.—N. del A.
  2. El buen Dios.
  3. Buen padre.
  4. “Ya conocéis a Dios y aquí os lo enseño. Los blancos le mataron; matad a todos los blancos.” Más adelante, Toussaint-Louverture tenía costumbre de dirigir la misma alocución a los negros después de haber comulgado.—Nota del autor.