Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXV
XXV
Después de atravesar malezas y cruzar torrentes, llegamos a un elevado valle, de aspecto en alto grado salvaje, y lugar que me era absolutamente desconocido. Este valle, situado en el riñón de la sierra que se llama en Santo Domingo las montañas dobles, consistía en una vasta y verde llanura aprisionada entre paredes de peña viva y cubierta de arboledas de pinos, guayacos y palmitos. El frío penetrante que siempre reina en aquella región de la isla se hacía sentir aún más en el fresco de la madrugada, porque los primeros albores de la aurora iban despuntando en la blancura de las cercanas y elevadísimas cumbres, y el valle permanecía envuelto en profundas tinieblas o alumbrado tan solo por las numerosas hogueras que encendían los negros, pues aquél era el punto señalado de reunión donde los miembros dislocados de su ejército acudían en desorden. Los negros y los mulatos llegaban por momentos en turbas despavoridas, lanzando gritos de dolor o aullidos de rabia, y nuevas hogueras, que brillaban entre las sombras del valle cual los ojos de un tigre, anunciaban a cada instante cómo se iba ensanchando el círculo del campamento.
El negro que me tenía prisionero me puso al pie de una encina, desde donde contemplaba con indiferencia aquel extraño espectáculo. El negro me ató por la cintura al tronco del árbol en que estaba recostado; apretó los espesos nudos, que me impedían todo movimiento; me plantó en la cabeza su gorro encarnado, como anuncio quizá de que yo era cosa de su pertenencia, y cuando se hubo así asegurado de que ni podía escapar ni serle arrebatado por otros, hizo ademán de alejarse. Me resolví entonces a dirigirle la palabra, y le pregunté en dialecto criollo si pertenecía a la división del Dondon o de Morne-Rouge. Se detuvo, y me replicó con gesto de orgullo:
—De Morne-Rouge.
Me vino luego a las mientes un pensamiento. Había oído hablar de la generosidad del caudillo de estas fuerzas, Bug-Jargal; y aun dispuesto sin pena a recibir una muerte término de todas mis desdichas, la idea de los tormentos con que vendría acompañada si la recibía de manos de Biassou, no dejaba de inspirarme algún espanto. Apetecía morir sin pasar por tales suplicios. Tal vez fuera esto en mí un acto de flaqueza; pero creo que en semejantes momentos la naturaleza del hombre retrocede siempre horrorizada. Imaginéme, pues, que si podía escapar de las garras de Biassou, quizá obtendría de Bug-Jargal una muerte sin tormentos: la muerte de un soldado. Así le pedí a este negro que me condujera a la presencia de su caudillo; se estremeció y repitió el nombre de Bug-Jargal golpeándose con desesperación la frente, hasta que, pasando con rapidez a expresar la ira en su semblante, me gritó, enseñándome el puño cerrado:
—¡Biassou, Biassou!
Y, tras este nombre de amenaza, se apartó de mi vista.
La cólera y el dolor del negro me recordaron aquella circunstancia del combate que nos hizo imponer la captura o la muerte del caudillo de Morne-Rouge, y, ya sin más dudas, me resigné a esperar la venganza de Biassou, con la que aparentaba el negro amenazarme.