Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXIII

XXIII

Hacía ya más de un cuarto de hora que el sargento Tadeo, con el brazo derecho colgando de una banda, se había metido en la tienda sin que nadie hiciera alto, y, acurrucado en un rincón, se contentaba con expresar por sus gestos lo mucho que se interesaba en la historia del capitán, hasta que, llegado el momento en que no le pareció regular dejar pasar un elogio tan directo sin dar las gracias a D’Auverney, empezó a decir, medio tartamudeando:

—Eso es mucha bondad, mi capitán.

Soltaron todos la carcajada, y, volviéndose D’Auverney, le preguntó con aspereza:

—¿Cómo es eso, Tadeo? ¿A qué tiene usted que venir aquí? ¿Y su brazo?

A un lenguaje tan extraño para sus oídos, las facciones del veterano se entristecieron, y tropezando y echando la cabeza hacia detrás como para contener las lágrimas que asomaban a sus párpados, respondió por fin en voz muy baja:

—No creía yo, nunca lo creyera, que mi capitán había de ser tan duro con su sargento que le tratara de usted.

El capitán se levantó con precipitación:

—Perdóname, amigo, perdóname, que no sé lo que me he dicho. Vamos, Tadeo, ¿me perdonas?

Soltó por fin rienda a las lágrimas el sargento, aunque muy a pesar suyo, diciendo:

—Esta es la tercera vez; pero ahora es llorar de gozo.

La paz estaba ajustada; mas siguióse un breve silencio.

—Pero, dime, Tadeo—preguntóle el capitán con blandura—, ¿por qué te has salido del hospital para venirte aquí?

—Con licencia, mi capitán; pero quería saber si hay que ponerle mañana al caballo la mantilla de galones.

Enrique se echó a reír.

—Mejor hubieras hecho, Tadeo, en preguntarle al cirujano si habías de ponerte dos onzas de hilas en el brazo herido.

—O en averiguar—prosiguió Pascual—si podrías beber un poquito de vino para refrescarte; por el pronto, aquí está el aguardiente, que por fuerza te hará provecho. Vaya un trago, sargento.

Tadeo se adelantó, hizo un respetuoso saludo, dió sus excusas por agarrar el vaso con la mano izquierda, y le vació con un brindis a la salud de la concurrencia. Esto le infundió bríos.

—Estaba usted, mi capitán, en el momento que... que... ya, pues sí, yo fuí el que propuse entrarnos por los bejucos para que no muriera a pedradas gente cristiana. El oficial, que no sabía nadar y tenía miedo de ahogarse, se oponía con empeño, hasta que, con licencia, caballeros, vió un canto, que a poco no le estruja, caer en la madre del río, sin hundirse en las hierbas. “Más vale—dijo entonces—morir como Faraón de Egipto que no como San Esteban, porque nosotros no somos santos, y Faraón era militar como cualquiera de nosotros.” Conque así, mi oficial, que ya conocerán ustedes que era sujeto de muchas letras, se avino a mi parecer a condición que haría yo el primero la prueba. Voy, pues, y me bajo por la orilla y salto debajo del toldo, agarrándome a las ramas de encima, cuando digo: “Mi capitán, siento que me tiran de una pierna”; me resisto, grito por socorro y me empiezan a dar de sablazos, cuando vea usted aquí que acuden todos los dragones y se meten de mogollón, como diablos, debajo de los bejucos. Sin que nadie lo supiera, los negros de Morne Rouge estaban allí agazapados para probablemente embestirnos por las espaldas un momento después. ¡Vaya, y la que se armaría en el agua! No era buen rato para pescar con caña. Cada cual peleaba, juraba y gritaba como mejor y más podía. Ellos, como estaban desnudos, andaban más listos; pero nuestros golpes eran más duros que los suyos. Se nadaba con un brazo y peleábamos con el otro, como siempre se hace en tales casos; y los que no sabían nadar, digo, mi capitán, se colgaban por una mano de los bejucos, y los negros les tiraban de los pies. En medio de la función, reparé en un negrazo que se defendía como Belcebú contra ocho o diez de los míos; me fuí hacia allá nadando y conocí a Pierrot, llamado también Bug... Pero esto no debe decirse hasta después. ¿Verdad, mi capitán? Reconocí a Pierrot, y, como desde la toma del fuerte andábamos peleados, le agarré por el pescuezo, y él iba ya a sacudirse de mí con una puñalada, cuando me miró a la cara, y, en lugar de matarme, se entregó; que fué una lástima, mi capitán, porque si no se hubiera entregado... Pero eso queda para más adelante. En cuanto los negros le vieron prisionero, se nos echaron todos encima para rescatarle, de modo que también los milicianos se venían al agua para darnos socorro; hasta que él, conociendo que todos los negros iban a quedarse allí, les dijo algunas palabras que serían un exorcismo, porque los puso a todos en huída. Se zambulleron, y en un abrir y cerrar de ojos no quedaba uno. Aquella batalla debajo del agua tenía algo de agradable, y me hubiera entretenido si no hubiera perdido un dedo y mojado diez cartuchos, y si... ¡pobrecillo!, ¡pero estaba escrito, mi capitán!

Y el sargento, después de llevarse, en ademán de saludo militar, la mano a la gorra de cuartel, la levantó hacia el cielo con gesto de inspirado.

D’Auverney parecía entregado a un violento desasosiego.

—Sí—dijo—, sí; tienes razón, Tadeo, que aquélla fué una noche fatal...

Y se hubiera perdido en sus acostumbradas y melancólicas distracciones si la concurrencia no le hubiese instado con empeño para que prosiguiera, cual así lo hizo.