Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XLII

XLII

Salimos del recinto de los negros de Morne-Rouge, y grande era mi sorpresa al verme caminar libre por aquel campamento de bárbaros en que la víspera ostentaba cada forajido una sed tan rabiosa de mi sangre. Lejos, muy lejos de intentar atajarnos el paso, se postraban ante nosotros todos los negros y mulatos, entre unánimes exclamaciones de asombro, de alegría y de respeto. Ignoraba yo cuál pudiera ser la categoría de Pierrot en el ejército de los revoltosos; pero acordándome del dominio que ejercía entre sus anteriores compañeros de cautiverio, no tuve dificultad en comprender la importancia de que, al parecer, gozaba entre los secuaces del levantamiento.

Llegando a la línea de centinelas que vigilaba ante la gruta de Biassou, se dirigió hacia nosotros su caudillo, el mulato Candi, preguntando desde lejos con amenazas por qué nos atrevíamos a aproximarnos así al general; mas cuando llegó a distancia de percibir las facciones de Pierrot distintamente, quitóse de súbito la montera recamada de oro, y, como aterrorizado de su propio atrevimiento, hizo una reverencia, humillándose hasta el suelo, y nos introdujo en la estancia de Biassou, dando en tono balbuciente mil disculpas, a que sólo contestó Pierrot con un gesto de desdén.

Aunque no me había causado sorpresa el respeto de los soldados negros hacia Pierrot, al mirar a Candi, uno de sus principales jefes, humillarse de tal modo ante el esclavo de mi tío, empecé ya a preguntarme a mí propio quién pudiera ser este hombre, cuya autoridad tan grande parecía. Y mucho subió de punto tal idea cuando vi al generalísimo, que se hallaba solo en el momento de nuestra entrada, comiendo con gran sosiego, levantarse precipitadamente al aspecto de Pierrot, y, disimulando su inquieta sorpresa y su violento despecho bajo la capa de respeto el más profundo, hacer una humilde reverencia a mi compañero y ofrecerle su mismo trono de caoba. Pierrot rehusó admitir la oferta.

—Juan Biassou—le dijo—, no he venido a usurpar tu puesto, sino sólo a pedirte una gracia.

—Vuestra Alteza sabe—respondió Biassou redoblando sus saludos—que puede disponer de cuanto dependa de Juan Biassou, de cuanto Juan Biassou posea y aun de su misma persona.

El título de Alteza que confería Biassou a Pierrot aumentó más mi asombro.

—No quiero tanto—repuso Pierrot con empeño—. No te pido otra cosa que la vida y la libertad de este prisionero.

Y, al decir esto, señaló hacia mí. Biassou se quedó por un instante como cortado; pero su indecisión fué breve.

—Gran pesar me causa Vuestra Alteza pidiéndome lo que con sumo dolor no puedo concederle. Este prisionero no es de Juan Biassou, no pertenece a Juan Biassou, y Juan Biassou no manda en él.

—¿Qué pretendes decir?—preguntó Pierrot con ademán severo—. ¿Pues de quién depende? ¿Hay por ventura aquí más autoridad o poder que los tuyos?

—Sí, Alteza; por desgracia.

—¿Y cuál?

—Mi ejército.

El aire zalamero y astuto con que eludía Biassou las preguntas francas y altivas de Pierrot daba claro a entender su resolución de no conceder otra cosa a más del respeto a que al parecer se veía obligado.

—¿Cómo es eso de tu ejército?—exclamó Pierrot—. Pues qué, ¿no sabes hacerte obedecer?

Biassou, conservando su posición ventajosa, aunque sin soltar el aire de inferioridad, contestó con aparente franqueza:

—¿Y se imagina Su Alteza que se pueda mandar de veras a hombres que se han rebelado por no obedecer?

Yo daba demasiado poco precio a la vida para romper el silencio; pero la ilimitada autoridad que vi a Biassou ejercer la víspera sobre sus secuaces hubiera podido proporcionarme ocasión de desmentirle y poner a descubierto su doblez. Pierrot le replicó:

—Pues bien: ya que no sabes mandar a tu ejército y que los soldados hacen aquí de jefe, ¿qué motivos de odio pueden ellos abrigar contra este prisionero?

—Las tropas del gobierno acaban de dar muerte a Bouckmann—contestó Biassou, cubriendo con un velo de tristeza su feroz y burlona fisonomía—, y mis compañeros están resueltos a vengarse en este blanco de la pérdida del caudillo de los negros cimarrones de Jamaica; quieren alzar trofeo contra trofeo, y que la cabeza de este oficial haga balanza a la cabeza de Bouckmann en la medida en que el bon Giu bueno pesa a entrambos partidos.

—¿Cómo has podido—le dijo Pierrot—adherirte a estas horribles represalias? Escúchame atento, Juan Biassou: estas crueldades serán lo que arruinen nuestra justa causa. Prisionero en el campamento de los blancos, de donde logré fugarme, ignoraba la muerte de Bouckmann, que ahora me cuentas, y que es un justo castigo del cielo por sus crímenes. En cambio, voy a participarte otra nueva: Jeannot, aquel mismo caudillo de los negros que sirvió a los blancos de guía para meterlos en la emboscada de Doma-Mulatos, Jeannot, también acaba de morir. Ya sabes, no me interrumpas, Biassou, que competía en lo sanguinario con Bouckmann y contigo; ahora bien, atiéndeme: no es la cólera del cielo ni tampoco los blancos los que le han herido, sino el mismo Juan Francisco es quien ha hecho este acto de justicia.

Biassou, que estaba escuchando con ademán sombrío de respeto, dejó escapársele una exclamación de sorpresa. En este instante entró Rigaud, hizo a Pierrot una profunda reverencia y se puso a hablarle en secreto al generalísimo, cuando a la par se oía gran estrépito por el campamento. Pierrot continuó hablando así:

—... Sí, Juan Francisco, cuyo único defecto es un lujo funesto, y la ridícula pompa de aquella carroza con seis caballos en que va todos los días desde su campamento a oír la misa que le dice el cura de Río Grande; Juan Francisco ha castigado los furores de Jeannot. A pesar de las cobardes súplicas del forajido, y aunque a los últimos momentos se abrazó con tanto terror al cura de la Marmelade, encargado de exhortarle a bien morir, que fué preciso arrancarle de por fuerza, al fin ayer quedó fusilado el monstruo bajo el mismo árbol, lleno de garfios de hierro, de donde colgaba a sus víctimas vivas. Biassou, medita en este ejemplo. ¿A qué fin esas matanzas, que obligan a los blancos a mostrarse feroces? ¿A qué valerse de artificios para excitar aún más el furor de nuestros desgraciados compañeros, ya de por sí exasperados en demasía? Hay en Trou-Coffi un charlatán mulato, a quien apellidan Romana la Profetisa, que anda fanatizando un tropel de negros, profanando sacrílegamente la Santa Misa y haciéndoles creer que está en relaciones con la divina Virgen, que le comunica sus oráculos cuando introduce la cabeza en el santuario. Así incita a sus secuaces a la matanza y al saqueo en nombre de María...

Quizá había una expresión más tierna aún que la del acatamiento religioso en el acento con que pronunció esta postrer palabra; y yo no sabré decir por qué, pero me sentí ofendido e irritado.

—... Pues bien—prosiguió el esclavo—, tenéis aquí en vuestro campamento a no sé cuál obí o charlatán semejante a ese Romana la Profetisa. No ignoro que, debiendo guiar un ejército compuesto de hombres de todos países, de todo origen, de todos colores, es preciso enlazarlos por algún vínculo de comunidad; pero ¿acaso no es dable encontrarlo sino en un fanatismo feroz y en ridículas supersticiones? Créeme, Biassou, que los blancos no son tan crueles como nosotros. A menudo he visto a los dueños defender las vidas de sus esclavos, y aunque no desconozco que para muchos de ellos, no la vida de un hombre, sino una suma de dinero, era el objeto de aprecio, siquiera el egoísmo de su propio interés les inspiraba una virtud. No seamos, pues, menos clementes, que también nuestro provecho nos lo aconseja. ¿Será más santa y más justa nuestra causa por ventura cuando hayamos exterminado a las mujeres, degollado las inocentes criaturas, atormentado a los ancianos o hecho perecer a nuestros antiguos amos entre las llamas de sus mismas habitaciones? ¡Y, sin embargo, tales son nuestras hazañas diarias! Respóndeme, Biassou, ¿de qué sirve dejar por testimonio de nuestras huellas un rastro de cenizas o un rastro de sangre?

Calló, y el fuego de sus miradas y la energía de sus acentos respiraban tal convencimiento y fuerza de mando cuales no alcanzaré a describir. Con los ojos bajos y el ademán de un raposo cogido en las garras del león, meditaba Biassou el medio de esquivar tamaño poderío, y, mientras tanto, el caudillo de las hordas de los Cayos, aquel mismo Rigaud, que había presenciado la víspera, y con sereno aspecto, cometerse tales horrores, aparentaba indignarse de los atentados que Pierrot tan al vivo retrataba, exclamando con hipócrita alarma:

—¡Oh, Dios mío, y lo que es un pueblo enfurecido!