Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XIV

XIV

Una mañana vino hacia mí María inundada de gozo, y lucía en su dulce semblante algo de más angelical aun que los contentos del amor más puro. Era el pensamiento de una buena acción.

—Escucha—me dijo—: dentro de tres días llegarán el 22 de agosto y nuestra boda. Pronto...

Yo le interrumpí, contestando:

—No digas pronto, María, cuando faltan tres días aún.

Se sonrió, ruborizándose, y prosiguió:

—No me turbes, Leopoldo, que me ha venido una idea que te pondrá contento. Sabes que ayer fuí a la ciudad con mi padre para comprar los tocados para mi casamiento; no que me importen esos brillantes ni esas joyas, que no me han de hacer más hermosa a tus ojos, porque yo daría todas las perlas del mundo por una de aquellas flores que me quitó el tunante del ramo de caléndulas; pero, al fin, mi padre quiere colmarme de tales regalos y tengo que aparentar deseo por complacerle. Ayer vimos una basquiña floreada de raso de China, metida en un cofrecito de palo de olor, que me llamó mucho la atención. Es cosa muy cara, pero muy extraña y muy bonita. Mi padre observó lo mucho que yo la miraba, y cuando volvimos a casa le pedí que me prometiera concederme una súplica, al modo de los antiguos paladines; ya sabes cuánto le gusta que se le compare con los caballeros antiguos. Me juró, pues, por su honor que me concedería la primera cosa que le pidiera, fuese cual fuese, y se figura que será la basquiña de raso de China; pero nada de eso, que será la vida de Pierrot. Este será mi regalo de boda.

No pude menos de estrechar a aquel ángel entre mis brazos; y como la palabra de mi tío era cosa sagrada, mientras que María iba a reclamar su cumplimiento, yo acudí de carrera al castillo de Galifet para anunciarle a Pierrot su perdón, ya positivo.

—¡Hermano!—le grité al entrar—. ¡Hermano, regocíjate, que tu vida está en salvo! María la ha pedido a su padre por regalo de boda.

El esclavo se estremeció.

—¡María! ¡Boda! ¡Mi vida! ¿Cómo pueden hermanarse tales cosas?

—Es muy sencillo—le respondí—. María, a quien le salvaste la vida también, se casa...

—¿Con quién?—exclamó el esclavo, y sus miradas eran desatentadas y terribles.

—¿Pues no lo sabes?—le repliqué con blandura—. Conmigo.

Entonces su formidable rostro volvió a aparecer amistoso y resignado.

—¡Sí! Verdad es. ¡Contigo!—me dijo—. ¿Y cuál es el día señalado?

—El 22 de agosto.

—¡El 22 de agosto! ¿Estás demente?—repuso con expresión de temor y congoja.

Aquí se detuvo y le miré atónito. Después de un breve rato de silencio, me estrechó la mano con fervor.

—Hermano, en cuanto cabe debo mi boca darte un consejo. Créeme: anda, ve a la ciudad del Cabo y celebra tu casamiento antes del día 22.

En vano quise averiguar el sentido de aquellas enigmáticas palabras.

—Adiós—me dijo con voz solemne—. Quizá ya he dicho demasiado; pero aborrezco aún más la ingratitud que el perjurio.

Me separé, pues, de él lleno de indecisión e inquietud, las cuales, sin embargo, pronto se disiparon entre las ilusiones de mi ventura.

Aquel mismo día retiró mi tío su querella, y yo volví al castillo para dar suelta a Pierrot. Tadeo, sabiendo que estaba libre, entró conmigo en el encierro; pero... Pierrot había desaparecido. Rask, que se encontraba solo, se me acercó haciéndome fiestas, y como reparé que traía atada al cuello una hoja de palma, se la quité y leí lo que sigue: Gracias, hermano, porque me has salvado por tercera vez la vida. Hermano, no olvides tus promesas. Y debajo estaban escritas, en lugar de firma, las palabras Yo, que soy contrabandista.

Tadeo estaba aún más asombrado que yo, porque ignoraba el secreto de la abertura en la pared, y se le ocurrió si el negro se habría transformado en perro. Yo le dejé creer cuanto se le antojara, contentándome con exigirle el secreto sobre lo que había presenciado. También quise llevarme a Rask; pero al salir del castillo se metió por las malezas, y luego le perdí de vista.