Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LIV

LIV

Ansioso por llegar al lugar de la cita y saber qué venturoso milagro había traído tan a tiempo a mi libertador, traté de salir de la caverna; mas al efectuarlo me aguardaban nuevos peligros. En el momento mismo en que me dirigía hacia la galería subterránea, un imprevisto obstáculo salió a atajarme la entrada: Habibrah, el rencoroso obí; lejos de acompañar a los negros, cual habíame imaginado, estaba aguardando un momento más propicio para su venganza. Y ese momento había llegado. El enano apareció de súbito, soltando la carcajada, mientras yo me encontraba sin armas ni defensa; el mismo puñal que le servía de crucifijo brillaba entre sus manos. A su vista, di un paso atrás por un movimiento involuntario.

—¡Ja, ja, maldito! ¿Creías escapárteme? Pero el tonto es menos tonto que tú. Ahora te cogí, y esta vez no te haré esperar ni tendrá tu amigo Bug-Jargal que aguardarte en vano. ¡Irás a la cita en el valle, pero las aguas del torrente se encargarán de hacerte andar el camino!

Y así diciendo, se abalanzó a mí con el puñal enarbolado.

—¡Monstruo!—le respondí, echándome a la espalda por el terrado—. Hace poco no eras más que un verdugo, y ahora eres un asesino.

—¡Me vengo!—replicó, rechinando los dientes.

En aquel instante me hallaba a la orilla del precipicio; se tiró a mí con ímpetu para empujarme con una puñalada; le huí el cuerpo, y deslizándosele el pie por el musgo resbaladizo de que estaban cubiertos los húmedos peñascos, fué rodando por aquella pendiente carcomida por las olas. Dió un feroz aullido, invocando a los espíritus del infierno, y cayó en la sima.

Antes he dicho que asomaban por entre las grietas de la peña, más abajo del borde de la orilla, las raíces de un anciano tronco. El enano tropezó en ellas a su caída, y el estrambótico ropaje se le enredó entre los nudos de la cepa, y, agarrándose a ese postrer sostén, se quedó asido con energía extraordinaria. El gorro puntiagudo se desprendió de su cabeza, tuvo que soltar el puñal, y el arma del asesino y la caperuza del bufón desaparecieron juntas, botando por los profundos rincones de la catarata.

Habibrah, colgado sobre el abismo, trató primero de subir al terrado; pero sus brazuelos no alcanzaban al borde del tajo, y se deshacía las manos en impotentes esfuerzos por clavar las uñas en las peguntosas paredes de la sima. El desgraciado bramaba de ira.

La menor sacudida por mi parte habría bastado para precipitarle; mas hubiese sido una vileza en que ni soñé siquiera. Esta moderación le admiró. Dando gracias al cielo por la salvación que me enviaba de una manera tan inesperada, iba ya a abandonarle a su suerte y me preparaba a partir de la estancia subterránea, cuando de súbito oí salir de entre el precipicio la voz del enano en acento de súplica y de duelo:

—¡Amo, mi amo!—decía—. ¡No os vayáis, por amor del cielo! ¡No dejéis, en nombre del bon Giu, perecer impenitente y culpado a un ente humano a quien podéis salvar! ¡Ay! Las fuerzas me flaquean, la raíz se cimbrea y resbala entre mis manos, el peso del cuerpo me arrastra tras sí; tengo que soltarla o se va a tronchar... ¡Ay, amo mío! El horrendo pozo hierve bajo mis pies. ¡Santo nombre de Dios! ¿No tendréis compasión del pobre bufón? Es muy malo; pero ¿no querréis demostrarle que los blancos son mejores que los mulatos, los amos que los esclavos?

Me acerqué al precipicio, casi conmovido, y la opaca luz que se dejaba caer por la hendedura me enseñó en el repugnante rostro del enano una expresión que aun me era allí desconocida: la del ruego y el quebranto.

Señor Leopoldo—prosiguió, alentado por un movimiento de lástima que no pude contener—, ¿será posible que cualquier persona humana contemple a su semejante en tan horrible posición y que, pudiendo socorrerle, no lo haga? ¡Ay, amo mío, alargadme la mano! Con un poco de ayuda bastará para salvarme. ¡Lo que pido es todo para mí y tan poca cosa para vos! Tirad de mí, por piedad, y mi agradecimiento se igualará a mis crímenes...

—¡Desgraciado!—le interrumpí diciendo—. ¿Cómo me traes tal recuerdo a la memoria?

—Para aborrecerlo, amo mío. ¡Ah, sed más generoso que yo! ¡El cielo me ampare, que fallezco! ¡Que caigo! ¡Ay, desdichado! ¡La mano! ¡La mano! ¡Alargadme la mano, por la madre que os crió a sus pechos!

No alcanzaré a pintar cuán lamentables eran aquellos gritos de dolor y de angustia. Todo lo olvidé: no era ya a mis ojos un enemigo, un traidor, un asesino, sino un infeliz a quien un ligero esfuerzo de mi parte podía arrancar de una muerte espantosa. ¡Me suplicaba tan lastimeramente! Cualquier palabra, cualquier reprensión, hubiera sido inútil y ridícula; tan urgente se mostraba la necesidad del socorro. Me incliné, pues, y arrodillándome al borde del precipicio, con una de mis manos apoyada en el mismo tronco cuyas raíces sostenían al desgraciado Habibrah, le alargué la otra... En cuanto estuvo a su alcance se asió a ella; la agarró con entrambas las suyas y con fuerza prodigiosa, y, lejos de prestarse al movimiento de ascenso que traté de ofrecerle, sentí que procuraba arrastrarme consigo al abismo. Si el tronco del árbol no me hubiese prestado tan sólido punto de apoyo, sin duda alguna me hubiese arrancado de la orilla la violenta cuanto inesperada sacudida de aquel malvado.

—¿Qué intentas hacer, vil?—exclamé.

—¡Vengarme!—repitió con estrepitosas e infernales carcajadas—. ¡Ah, te cogí al cabo! ¡Necio! ¡Tú mismo te entregaste! ¡Te cogí! Estabas en salvo y yo perdido, y por tu capricho te metes de nuevo en la boca del caimán porque lloró después de haber bramado! ¡Heme ya consolado, puesto que mi muerte es una venganza! Te cogí en el lazo, amigo, y tendré un compañero humano entre los peces de la sima.

—¡Ah, traidor!—le dije, esforzándome para resistir a su impulso—. ¿Así me pagas haberte querido sacar del peligro!

—Sí—me respondió—. Sé que con tu ayuda hubiera podido salvarme; pero mejor quiero que perezcas conmigo. ¡Antes que mi vida, deseo tu muerte! Ven.

Y, al mismo tiempo, ambas sus parduzcas y nervudas manos se crispaban y adherían a las mías con esfuerzos inauditos; le chispeaban los ojos y arrojaba espuma por la boca; las fuerzas, de cuya pérdida se lamentaba, le volvieron exaltadas por el ímpetu de la cólera y la venganza; apoyaba las rodillas como dos palancas contra los muros perpendiculares de las rocas, y brincaba cual un tigre sobre la raíz, que, enredada en su ropaje, le sostenía a pesar suyo, porque hubiera deseado romperla y con el lleno de su peso arrastrarme más pronto. Parecía cual el maligno espíritu de aquella caverna luchando por atraer una víctima al profundo abismo de su tenebrosa morada.

Por fortuna, se me encajó la rodilla en un hueco de la peña; mi brazo estaba cual clavado al árbol que me servía de apoyo, y luchaba contra los esfuerzos del enano con toda aquella energía que puede inspirar el instinto de la propia conservación en momentos tales. De vez en cuando tomaba penosamente aliento y gritaba con toda la fuerza de mis fatigados pulmones:

—¡Bug-Jargal!

Pero el bramido de la cascada y su lejanía me daban muy cortas esperanzas de que mi voz pudiese alcanzarle.

Mientras tanto, el enano, que no creía hallarse con tal resistencia, redoblaba sus frenéticas sacudidas, y ya empezaba yo a decaer de mi vigor, aun cuando esta lucha duró mucho menos tiempo del que tardo en contarla. Una insoportable tirantez me adormecía el brazo; se me anublaba la vista; lívidas y dudosas vislumbres cruzaban por delante de mis ojos; zumbábanme los oídos; oía crujir la raíz, próxima a romperse; oía reír el monstruo, próximo a precipitarse, y parecíame cual si los remolinos de la sima se fueran acercando, ansiosos de tragarme entre sus ondas.

Antes, empero, de abandonarme al cansancio y a la desesperación, tenté el último esfuerzo, y recogiendo el resto de mis agotadas fuerzas, clamé por otra vez aún:

—¡Bug-Jargal!

Un ladrido me dió respuesta... Conocí a Rask... Alcé los ojos, y Bug-Jargal y su perro estaban en el borde de la grieta. Ignoro si oyó mis clamores o si algún temor secreto le hizo volver; pero viendo mi peligro, me gritó:

—¡Sostente!

Habibrah, que temía mi salvación, me dijo a su vez, lleno de rabia:

—¡Ven, vente conmigo!

Y reunió todo el resto de su vigor sobrenatural, a fin de apresurar el desenlace. En este instante mismo, el brazo fatigado se me desprendió del tronco, y no quedaba ya recurso contra mi suerte, cuando me sentí asir por la espalda. Era Rask, que a una seña de su amo había saltado de la hendedura a la caverna y me tenía agarrado con violencia por el cuello del vestido. Este inesperado socorro me salvó. Habibrah había agotado todo su vigor en aquel esfuerzo postrero, y yo recobré el suficiente para desasirme de sus manos. Sus dedos, tiesos y adormecidos, tuvieron al fin que soltar la presa; la raíz, por tan largo tiempo sacudida, cedió al cabo a su peso, y mientras Rask me arrastraba hacia atrás con ímpetu, el vil enano se precipitó entre los copos de espuma de la lóbrega cascada, lanzándome una maldición que no alcancé a oír, y que fué a perderse, cual su cuerpo, en los recónditos senos del abismo. Tal fué la suerte del bufón de mi tío.