Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo L

L

Cuando la flaqueza del dolor hubo pasado, una especie de rabia se apoderó de mí, y corrí precipitado hacia el valle, porque sentía la necesidad de abreviar el trago. Me presenté en los puestos avanzados de los negros, y, ¡cosa extraña!, rehusaban admitirme, y aun tuve que rogárselo. Por fin, dos de entre ellos se apoderaron de mi persona y tomaron el cargo de conducirme a la estancia de Biassou.

Entré, pues, en la caverna de aquel caudillo, ocupado en hacer jugar los muelles de varias máquinas de tormento que tenía en torno de sí. Al ruido que hicieron sus guardias introduciéndome, volvió la cabeza y no se manifestó atónito de mi presencia.

—¿Ves?—me dijo ostentando el horrible aparato que le rodeaba.

Yo permanecí sosegado, porque conocía al “héroe de la humanidad” y estaba resuelto a sufrirlo todo con entereza.

—¿No es verdad?—añadió riéndose en tono de escarnio—. ¿No es verdad que Leogrí fué muy afortunado en escapar con la horca?

Le miré sin responder y con ademanes de frío desdén.

—Que le avisen al señor padre capellán—dijo él entonces, dirigiéndose a uno de sus ayudantes.

Por un momento quedamos los dos en silencio, mirándonos cara a cara. Yo le observaba; él me espiaba. En este instante entró Rigaud, como agitado, y conferenció en secreto con el generalísimo.

—Que se mande aviso a todos los jefes de mi ejército—dijo Biassou con sosiego.

Y, al cabo de un cuarto de hora, todos los jefes, con sus diversos y tan extraños adornos, estaban reunidos delante de la gruta. Entonces, Biassou se levantó.

—Escuchad, amigos; los blancos piensan atacarnos en este punto al amanecer, y como la posición es mala, conviene abandonarla. Pongámonos todos en movimiento al entrar la noche, y nos acogeremos a la frontera española. Tú, Macaya, llevarás la vanguardia con tus negros cimarrones; tú, Padrejan, clavarás las piezas tomadas a la artillería de Praloto, que no pueden llevarse por la montaña. Los valientes de la Croix-des-Bouquets se pondrán en marcha detrás de Macaya. Toussaint irá en seguida con los negros de Leogane y de Trou. Si los griotos y griotas meten ruido, al verdugo del ejército se los encomiendo. El teniente coronel Cloud repartirá los fusiles ingleses recién desembarcados en el cabo Cabrón, y guiará a los mestizos ex libres por los senderos de la Vista. Si quedan prisioneros, que se degüellen; que se masquen las balas; que se envenenen las flechas, y que se arrojen tres toneladas de arsénico en el manantial que da abasto de agua para el campamento; los coloniales pensarán que es azúcar y se la beberán sin recelo. Los batallones del Limbé, del Dondon y del Acul marcharán detrás de Cloud y de Toussaint. Que se embaracen con peñas todas las entradas de la vega; deshaced los caminos e incendiad los bosques. Tú, Rigaud, quédate a mi lado, y tú, Candi, reune a mis guardias. En fin, los negros de Morne-Rouge formarán la retaguardia y no evacuarán el terreno hasta el despuntar del día.

Y luego, inclinándose al oído de Rigaud, le dijo en voz baja:

—Son los negros de Bug-Jargal, y ¡ojalá que los exterminaran aquí! Muerta la tropa, muerto el jefe.

—Vamos, hermanos—añadió incorporándose—. Candi dará el santo y la contraseña.

Los jefes se retiraron.

—Mi general—dijo Rigaud—, sería menester enviar los oficios de Juan Francisco, porque nuestras cosas van mal y quizá podría entretenerse a los blancos.

Biassou los sacó de prisa de su faltriquera.

—Tienes razón en recordármelo; pero hay tantas faltas de gramática, como ellos dicen, que se burlarán de nosotros.

En seguida me presentó el papel.

—Escucha, ¿quieres salvarte la vida? Mi bondad condesciende en preguntárselo otra vez más a tu obstinación. Ayúdame a componer esta carta; yo dictaré las ideas y tú me las pondrás en estilo blanco.

Hice con la cabeza un gesto de negativa, y aparentó impacientarse.

—¿Quieres decir que no?—me preguntó.

—No; mil veces no—le repliqué.

Volvió a insistir, y me dijo:

—Reflexiónalo bien.

Mientras tanto, sus ojos procuraban demostrarme los instrumentos del verdugo con que se entretenía.

—Porque lo he reflexionado—le contesté—, me niego a ello. Parece que tienes temores por ti y los tuyos y que confías en esa carta para retardar la venida y la venganza de los blancos. Rehuso, pues, una existencia que pudiera quizá servir para salvar la tuya. Manda luego que empiecen mis tormentos.

—¡Hola, muchacho!—respondió Biassou dando un puntapié a los instrumentos de tortura—. Creo que te vas familiarizando con esto, y de veras que siento en el alma no tener tiempo para hacer una prueba. Esta posición es peligrosa, y necesito salir de ella lo más pronto posible. ¿Conque no quieres ser mi secretario? Al cabo, no lo yerras, porque lo mismo te hubiera sucedido después, pues nadie puede vivir sabiendo un secreto de Biassou, y, además, le he dado promesa de tu muerte al padre capellán.

Con esto se volvió al obí, que acababa de entrar en el aposento.

Bon per, ¿está preparada su escolta? El obí hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Habéis escogido para el servicio negros de Morne-Rouge? Son los únicos del ejército que no están ocupados en los preparativos de marcha.

El obí respondió que sí por otra seña.

Entonces Biassou me señaló la gran bandera negra en que había ya reparado, y que estaba en un rincón de la caverna.

—He aquí lo que anunciará a los tuyos que pueden darle el ascenso de capitán al teniente de tu compañía. Y hablando de eso, una vez que vienes de pasearte por el campo, ¿qué tal te han parecido estos contornos?

—He visto—le respondí con frescura—que hay árboles sobrados para ahorcarte a ti y a toda tu gavilla.

—Pues mira—replicó con un tono de burla forzado—, hay un sitio que sin duda no conoces, y que el bendito bon per se va a tomar la molestia de enseñarte. Adiós, señorito capitán; memorias a Leogrí.

Y luego me saludó con aquella carcajada que me recordaba el ruido de una serpiente de cascabel; hizo un gesto, me volvió la espalda, y los negros me llevaron de allí; el obí nos acompañaba con su velo echado y el rosario en la mano.