Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo III

III

Tal era el carácter del personaje, sobre el cual, al salir de la tienda, se entabló la conversación siguiente:

—Apostaría—dijo el teniente Enrique, limpiándose sus botas de tafilete encarnado, que el perro manchó de lodo al pasar—, apostaría a que el capitán no daba la pata coja de su perro por aquella docena de canastas de vino de Madera que vimos el otro día en los furgones del general...

—Vaya, vaya—contestó de broma el ayudante de campo Pascual—; eso sería mal negocio, porque las canastas no tienen a la hora esta nada dentro, que yo puedo dar testimonio. Por consiguiente—añadió con suma seriedad—, ustedes convendrán en que treinta botellas vacías no valen la pata del perro, que al fin y al cabo pudiera muy bien servir para mango de un cordón de campanilla.

El auditorio soltó la risa por el tono solemne con que el ayudante pronunció las últimas palabras; pero Alfredo, el oficial de húsares, único que no participó de la broma, tomó un aire de descontento.

—No veo, señores—dijo—, qué motivo de risa hay en lo que acaba de pasar. Este perro y este sargento, que andan siempre pegados a D’Auverney desde que le conozco, me parecen muy capaces de excitar interés. Por fin, esta escena...—Pascual, picado tanto de la seriedad de Alfredo cuanto de la burla de los restantes, le interrumpió diciendo:

—¡Ah! Eso sí: la escena es muy sentimental; pues vaya, ¡encontrar un perro y quebrarse el brazo!...

—Capitán Pascual, se equivoca usted—le respondió Enrique, arrojando fuera de la tienda la botella que acababa de vaciar—; ese Bug, por otro nombre Pierrot, me tiene en mucha curiosidad.

Pascual, que iba a enfadarse de veras, se apaciguó reparando en que le habían llenado el vaso, y en esto entró D’Auverney y se fué a sentar en su antiguo puesto, sin pronunciar palabra; estaba pensativo, pero con el semblante menos agitado, y tan distraído, que nada oía de cuanto hablaban alrededor suyo. Rask, que le acompañaba, se echó a sus pies, mirándole con sobresalto.

—Mire usted su vaso, capitán D’Auverney; y pruebe éste, que es de lo...

—¡Oh! A Dios gracias—contestó el capitán, figurándosele que acertaba en responder a Pascual—, la herida no es peligrosa, porque el hueso está sano.

Sólo el respeto involuntario que inspiraba el capitán a todos sus compañeros contuvo la carcajada que ya asomaba entre los labios de Enrique.

—Puesto que ya se ha sosegado usted en lo que toca a Tadeo—dijo conteniéndose—, y que nos hemos convenido en contar cada cual nuestras aventuras para distraer esta noche de vivac, espero, querido, que cumplirá usted su empeño contándonos la historia del perro cojo y la de Bug... qué sé yo cuántos, aquel peñón de Gibraltar.

A esta pregunta, hecha en tono medio serio, medio de broma, no hubiera respondido D’Auverney si todos los demás concurrentes no hubiesen reunido sus instancias a las del teniente. Por fin cedió a tantos ruegos.

—Voy a complacer a ustedes, señores; pero no esperen otra cosa que la relación de una anécdota sencilla, en que no represento sino un papel muy subalterno. Si las relaciones de cariño que existen entre Tadeo, Rask y yo les han hecho esperar algo de extraordinario, desde ahora les aviso que se equivocan, y con esto principio.

Reinó entonces de súbito profundo silencio. Pascual se echó de un trago la calabaza de aguardiente, y Enrique se embozó en su piel de oso, medio roída, para guarecerse del frío, mientras Alfredo cantaba medio entre dientes la canción gallega de La muñeira. D’Auverney se quedó pensativo por unos instantes, como para retraer a la memoria el recuerdo de algunos sucesos, ya casi borrados por impresiones más recientes, y al fin tomó la palabra lentamente, casi en voz baja y con frecuentes pausas.