Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXXIII
I
Por espacio de muchos años, las diversiones eran muy limitadas en Buenos Aires. A todas horas del día se oía el grave y acompasado tañido de las campanas y eran evidentes los hábitos clericales; poco a poco, sin embargo, fuéronse aumentando aquéllas y desapareciendo éstos.
No se crea que queremos decir que hoy el pueblo sea menos dado a las prácticas religiosas, pero en aquellos tiempos había ciertamente más dedicación a los actos religiosos y en algunos un tanto de fanatismo.
Para corroborar lo que acabamos de decir, citaremos un hecho. Por el año 22 o 23, un soldado de los que acompañaban a Su Majestad hirió con la bayoneta a un joven inglés que recién llegaba al país, porque no se hincó, aunque estaba ya en actitud de hacerlo, agregándose que el soldado ejecutó este acto por mandato del sacerdote que llevaba a Su Majestad.
No podemos creer que semejante proceder partiese de un ministro de una religión de paz, llevando en sus manos la imagen del Dios de caridad. Pero el fanatismo existía indudablemente en alguna parte; si no residía en el sacerdote, estaba ciertamente en el soldado, que creía, sin duda, que era obra santa herir a un hereje.
Los repiques se oían todos los días por horas enteras, tan violentos eran que aturdían, obligando a los que andaban por la calle o vivían inmediato a una iglesia a elevar la voz hasta el grito a fin de hacerse oír de aquellos con quienes hablaban. Tan era así, que la autoridad tuvo que intervenir, como se verá por las siguientes palabras, de un periódico del tiempo, del señor Rivadavia.
|
«Será también agradable que publiquemos que el señor Provisor Gobernador del Obispado...
|
»Ha dictado un reglamento sobre el uso que debe hacerse de los campanarios tanto en los Conventos como en los Curatos, reduciendo a mucho menos tiempo el entretenimiento que facilitaban a la juventud ociosa; y, en fin, otras varias providencias de tanta importancia como trascendencia.»
La concurrencia a la iglesia era casi constante. La verdad es que para cumplir y asistir debidamente a todas las fiestas y funciones de iglesia, era preciso pasarse en ella gran parte del día y aun algunas horas de la noche.
Las procesiones se repetían con admirable frecuencia, y la concurrencia era inmensa; una y aun dos horas antes de salir, las campanas atronaban el aire, lo mismo que durante la procesión.
A propósito, recordamos un acontecimiento que pudo haber terminado de un modo muy serio.
Salió de la Merced, la procesión del Sepulcro: iba en andas la Dolorosa, San Juan y la Verónica.
Habría llegado a la mitad de la cuadra por la calle Reconquista (entonces de la Paz) entre Cangallo y Piedad, cuando repentinamente tuercen a escape, de la calle Piedad a la de la Paz, dos bueyes, perseguidos sin duda. Los bueyes o no pudieron o no quisieron retroceder y prefirieron abrirse paso a través de la masa de seres humanos.
Más fácil será formarse una idea que describir la escena que entonces tuvo lugar: la gente se atropellaba, cayendo muchas personas al suelo; hubo sombreros pisoteados, vestidos despretinados y mantones desgarrados, golpes y contusiones; una señora buscaba a su criada, una madre a su hijo extraviado. Cayeron santos, andas, hachones y faroles; en fin, si no fuera una profanación tratándose de una ceremonia religiosa, diríamos que era aquello un verdadero infierno.
Y esta concurrencia no interrumpida que entonces se notaba, ¿no podría atribuirse a la carencia casi completa de entretenimientos y de centros recreativos, y ser, para muchos, la iglesia un punto de reunión? Pero dejemos este punto, para ocuparnos sumariamente de las pocas distracciones que por entonces teníamos.
Acaso algún joven de los que hoy se desviven en medio de ellas, al ver lo exiguo del talle exclame: ¡oh, yo habría muerto de tedio a haberme tocado por desgracia vivir en una época semejante! Pues no, mi querido amigo; no habría sido así; usted estaría tan contento como lo estaban los jóvenes de aquel tiempo, y si, como es de suponer, es usted discreto y prudente, repetiría con Talleyrand, «un hombre cuerdo nunca se irrita contra los acontecimientos; éstos siguen su rumbo sin preocuparse del despecho de nadie»; y habría tomado las cosas y los tiempos como eran, creyendo que nadaba en un mar de diversiones.
II
Aunque una que otra vez hemos tenido que retroceder a épocas más remotas, para poder citar hechos o acontecimientos que hemos reputado de interés y pertinentes, debemos recordar al lector que, al principiar este bosquejo, nos propusimos hacer partir nuestras reminiscencias del célebre 1810; año en que llegó a Buenos Aires la noticia de la entrada victoriosa de las tropas francesas en Sevilla.
Los españoles como era natural, se desconcertaron y alarmaron a la sola idea de que su país fuese subyugado por la Francia.
Los americanos, al contrario, alborozados, preveían que el momento de su emancipación había llegado.
Sin embargo, los patriotas procedieron con cautela y prudencia; habían formado la resolución de ser libres, pero supieron con suma habilidad disimular su primordial objeto, disfrazándolo con un amor entrañable hacia la misma autoridad que pretendían derribar.
Se posesionaron, pues, de lo que legítimamente les pertenecía, con la apariencia de defender los derechos del Soberano.
Después de evoluciones más o menos hábiles, que no son de nuestro resorte referir, amaneció el glorioso 25 de Mayo que abría para la patria una era de libertad y grandeza. Día justamente reputado de los más conspicuos, en la historia de nuestro país. Llegamos, pues, a nuestro objeto, mencionar entre los entretenimientos y diversiones, los festejos con que se conmemoraba tan grande acontecimiento.
III
Las fiestas mayas constituían una de las recreaciones anuales: fueron establecidas y declarado de fiesta cívica el 25 de Mayo de cada año, por la Asamblea de Buenos Aires, el 5 de mayo de 1813. Duraban desde el 23 hasta el 26, día en que, como hasta hoy, distribuía desde su instalación, la Sociedad de Beneficencia, los premios en las escuelas confiadas a su dirección.
De notarse es, que en esos cuatro días de regocijo, y en que el pueblo se entregaba libremente a sus expansiones, ni un desorden ni un robo ocurría.
Los niños, y especialmente los de las escuelas de la Patria, se reunían, como también hoy se acostumbra al pie de la pirámide, a saludar el sol glorioso del 25 de Mayo entonando el Himno Nacional; y a propósito de esta bella inspiración, reproducimos lo que a su respecto leemos en la Revista de Buenos Aires; dice así:
«1813. -Mayo 13. -Siendo el doctor don Vicente López y Planes, miembro de la Asamblea General Constituyente del Río de la Plata, se le comisionó para proyectar un Himno Nacional, habiendo obtenido al efecto todos los votos menos 3 o 4 que hubo a favor de Fr. Cayetano Rodríguez; fue presentado por aquél, el grandioso canto que empieza:
»Oíd, mortales, el grito sagrado
En la sesión del 14 de mayo de 1816, fue aprobado por aclamación, y declarado el único Himno Nacional del Estado.
Había en la sola aclamación de ese Himno, una verdadera declaración de independencia, al menos en esta poderosa estrofa:
«Ya su trono dignísimo abrieron
las provincias unidas del Sud;
y los libres del mundo responden
Para colmo de acierto, si ningún poeta del mundo podía haber traducido, con más inspiración que López, el pensamiento de un pueblo ávido de libertad, ningún músico habría sabido comprender mejor al poeta. Y sin embargo, no era americano: era un catalán, llamado don Blas Parera, que pocos años después regresó a España, donde es probable guardase el incógnito como autor, o mejor dicho, reo de aquella obra guerrera de arte, que por cierto equivalía al delito de suministrar armas al enemigo: tan poderosa ha debido ser, en efecto, la influencia de esa música llena de magnetismo, tocada en nuestros ejércitos.
IV
Existía mucha semejanza en las fiestas de cada año, como sucede aún hoy misino, que a la verdad poca variedad ofrecen.
En 1822, y creemos que también en 23, había a más del palo jabonado, rompe-cabezas, calecitas, etc., que han alcanzado hasta nuestros días. Había entre otras diversiones, la de las danzas, niñas y niños elegantemente vestidos con los colores de la patria. Estas danzas bailaban en la plaza sobre un tablado construido con ese objeto. Elegían de entre las niñas, una de las más airosas y bonitas: llevábanla por las calles en un carro triunfal fantásticamente adornado y tirado por cuatro hombres disfrazados de tigres, leones, etc. Las danzas iban siguiendo el carro en orden de formación.
Sobre el tablado bailaban, marchaban y formaban graciosos grupos, llevando cada uno un arco cubierto de tul blanco en buches, separados por moños de cinta celeste, con los que hacían también variedad de figuras.
La noche del 25, las danzas concurrían en cuerpo al teatro.
El Gobierno ocupaba también su palco, en esas noches.
Había como hoy Te Deum, formación en la plaza, salvas, etc., y no escaseaban los cohetes y la música, las rifas, los globos y los fuegos artificiales. Como se ve, pues, poca diferencia hay entre las fiestas de hoy y las de entonces.
Los cohetes voladores han producido desgracias lamentables, entre las que recordamos se encuentra el caso de la señora doña Micaela Peralta, de 32 años de edad, que llena de vida asistía a la función de la Recoleta, acompañada de sus tres hijitas, cuando repentinamente un cohete volador, atravesando el espacio horizontalmente, fue a herirla en la frente, despedazando el cráneo y produciendo una muerte inmediata.
El Cónsul holandés, señor Bilberg, murió herido por un cohete volador, en la inauguración del ferrocarril de Chivilcoy.
En tiempo de Rosas, uno de éstos causó la muerte de una señorita, despedazándole el vientre. En fin, es larga la lista de las desgracias de diverso género que han producido estos instrumentos peligrosos.
V
Después de abolido el detestable entretenimiento de la corrida de toros, nos quedaban algunas, aunque muy pocas diversiones, más en consonancia con nuestros gustos y costumbres. Hemos tenido ocasión de hablar de las tertulias; de la confianza y sencillez que reinaba en ellas; como también de los paseos, durante la estación, a los pueblos de campo inmediatos a la ciudad, donde concurrían muchas familias.
Allí, a plus forte raison, continuaba esa franqueza que pudiéramos llamar primitiva; se hacían paseos, almuerzos verdaderamente campestres.
Las niñas salían en grupos a caballo, solas o acompañadas de jóvenes de su relación, y si por acaso escaseaban las sillas de señora, la joven más elegante y de la mejor familia, no trepidaba en subir en un caballo con recado, por desmantelado que fuese, y con un pañuelito pasado por la cabeza y atado bajo la barba. Hoy... hoy se necesita caballo arrogante, silla de primer orden, pollerón hecho por modista, sombrero, etc. Lo que importa decir, que para la que no puede disponer de todo esto ¡no hay paseo!
Lo cierto es que a la generalidad de pueblitos los han convertido en pequeñas cortes, en donde se hace una verdadera ostentación de lujo, desterrando así los placeres de la vida campestre, en la corta temporada en que se procura huir de la etiqueta y el fastidio de las grandes poblaciones.
En la ciudad, los paseos a caballo eran distracción favorita de los jóvenes, que casi siempre se limitaban a la calle Florida hasta el Retiro y algunas veces hasta Barracas; debido sin duda al pésimo estado de la generalidad de nuestras calles.
En cuanto a carruajes, pocos eran los existentes en Buenos Aires antes del año 20 o 21, en que se veían tal vez una veintena de ellos modernos (para la época) de propiedad particular: los demás y esos muy pocos, eran del siglo XVII. Antes del año 20, se empleaban mulas; las guarniciones eran pésimas; no había pescante y se tiraba a la cincha.
El primer fabricante en grande escala de carruajes a la europea y de gusto moderno, creemos que por el año 20 más o menos, fue un inglés, don Jorge Morris, que se estableció en la calle 25 de Mayo, detrás de la Merced, en el corralón en que hoy mismo existe una fábrica de carruajes. En cuanto a carruajes de plaza, por aquellos años, eran artículo desconocido.
Tan escasas eran, en fin, las distracciones para el pueblo, que a veces concurrían las familias a presenciar alguna corrida de sortija; a pasear a pie por las quintas y aun a pararse a cierta distancia a ver bailar los negros en sus candombes. No teníamos paseos públicos, circo de carreras, juegos atléticos, ni tanto otro atractivo que ofrece distracción a los habitantes de esta ciudad.