Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXVIII

El comedor de hoy. -El comedor de antaño; su mueblaje. -Servicio de mesa. -Platos de aquellos tiempos. -Día de mantel largo. -El almuerzo. -Eramos más frugales. -La siesta. -Muchachos en las horas de siesta; duración de ésta. -Revelaciones íntimas.

I

En el día, muchos hacen ostentación de sus bien arreglados comedores, con sus lujosos aparadores, vidrieras repletas de cristalería, electro platina, fuentes, platos, juegos de té, de café, bandejas, etc., etc.; rico alfombrado, espléndido servicio de mesa, delicados vinos y demás. Otros, sin pretensiones ni intención de lucir, llevados por el gusto reinante y para su propia satisfacción, pueden sin duda recibir en su comedor al más escrupuloso y delicado en estas materias.

Nuestro comedor de antaño, al contrario, se mantuvo por muchos años siendo simplemente una pieza completamente desprovista de todo adorno y de cuanto pudiera llamarse confort. Sin embargo, recibían al que llegaba a la hora de almorzar, comer o cenar, con ese franco agasajo y afabilidad peculiar a nuestro país, especialmente en aquellos tiempos de frugalidad y sencillez, sin ruborizarse por la falta de mueblaje. Y ¿por qué no? si todos los comedores eran más o menos lo mismo.

Excusado parece hacer notar que nuestra apreciación es el sentido general, pues, aunque raras, había excepciones; no obstante, aun familias en extremo pudientes se preocupaban muy poco del adorno y arreglo de sus comedores.

La pieza en que se comía era por lo general espaciosa y lo parecía tanto más por lo despoblada que se encontraba. En el centro había una mesa de pino larga y angosta, pintada sí o no; muchas veces en lugar de sillas, un par de bancos, también de pino, colocados a los costados y una silla en cada extremo, asiento de preferencia que se cedía siempre al huésped.

La mesa, cubierta con un mantel de algodón (que algunos sostenían debía estar manchado de vino para que se conociese que era mantel), no contenía ni bandeja para pan, ni cuchillo de balanza, ni salseras, ni ensaladeras, ni mostaceras, ni lujosas salvillas, ni tanto otro apéndice que hoy se hace indispensable en nuestras mesas. Había un número suficiente de platos; el vino (carlón casi siempre) se ponía a la mesa en botella negra, y se tomaba en vaso, porque hasta hace algunos años, nadie tomaba vino en copa; una jarra con agua y eso creemos era todo.

En las casas menos acomodadas, pero no tan absolutamente pobres que no pudiesen tener más, sino porque esa era la costumbre, se servía el vino para todos en un solo vaso, o en dos cuando más; vaso que pasaba de mano en mano y por consiguiente de boca en boca de los presentes.

Las campanillas no se usaban en la mesa para llamar los sirvientes; lo hacían por su nombre o golpeando las manos: tampoco las había colgadas, ni en las puertas de calle.

Mientras se comía, lo que muchos años se hacia a las 2 de la tarde, al toque de la campanita de San Juan, la puerta de calle permanecía cerrada, con la particularidad que estaba abierta todo lo restante del día y hasta muy tarde en la noche.


II

Aun cuando de poco interés por el momento, daremos una lista de los platos que más se servían en nuestras mesas: quién sabe sí dentro de algunos años no llegará a ser una verdadera curiosidad, en vista del ascendiente entre nosotros, de la cocina extranjera. Hela aquí:

Sopa de arroz, de fideos, de pan y de fariña; puchero, desde el caldo limpio hasta la olla podrida. Asado de vaca, carnero, cordero, ave, matambre; la carne de ternera poco o nada se empleaba en la cocina del país. Guisos de carne, carbonada con zapallo, papas o choclos; picadillo con pasas de uva, albóndigas con ídem, zapallitos rellenos y estofado con ídem; niños envueltos, tortilla (pésimamente hecha con harina); guisos de porotos, lentejas, chícharos, etc.; ensaladas de chauchas con zapallitos, lechuga, verdolaga, papas, coliflor y remolacha; locro de trigo o de maíz, humita en grano o en chala, y algunos extraordinarios, carne con cuero, etc.

Postre, mazamorra, cuajada, natilla, bocadillos de papa o batata, dulce de todas clases en invierno y fruta de toda clase en verano.


III

En la rutina diaria, los platos no eran ciertamente muy variados, siendo la comida más general el puchero, la carbonada y el asado, con ligeras variaciones. El caldo no se tomaba al principio de la comida, sino al último, y se traía desde la cocina en tazas (tazas de caldo) para cada persona que quisiese tomar. El día del santo de algún miembro de la familia, día de mantel largo; eso sí, no faltaban nunca ni pasteles, ni arroz con leche: eran los platos de orden.

Ni tampoco escaseaban en esos días los brindis, vaciados generalmente en un mismo molde y limitándose casi siempre, a la fórmula de «desear que, en igual día del año venidero, estuviesen todos reunidos y gozando de salud.» Si era en tiempo de la esclavitud, y aun después en el de la criada de confianza, hasta a tía María o tía Francisca la obligaban a entrar en danza, haciéndola brindar en su media lengua, que no olvidaba por de contado aquello del año que viene, etc.

Pero no podemos decir que no hubiesen excepciones: en cierta clase de familias, cuando era la señora y especialmente la niña, la del cumpleaños, no faltaba algún joven que la obsequiase con alguna elaborada composición poética, en la que figuraba el día (sin saber si había sido de noche), en que había nacido, la felicidad que la sonreía, su extremada bondad y belleza, y, por fin, todo aquello que el lector demasiado sabe, para que me tome el trabajo de repetirlo.

En otra grada de la escala social encontramos un estilo que podremos llamar intermediario. Al oír lo que vamos a reproducir, no pudimos menos que tomar nota por su originalidad y el fárrago de disparates que contienen estos llamados versos, y hoy los arrancamos de nuestra cartera a fin que el lector tenga también el gusto de conocerlos; a pesar de todo, no dejan de ser ingeniosos.

Dicen así:


     1.
Ahí le presento este brindis
dirigido a su persona,
si Vd. recibe este brindis
me pone Vd. una corona.

     2.
Ahí le presento ese brindis
guarnecido de matices
con un letrero que dice,
que los cumpla muy felices.

     3.
Sobre mi mano está el vino,
sobre el vino está el licor,
con mucho gusto y honor
lo sirvo a usted caballero;
pues yo quisiera tomar,
pero tome usted primero.


Tendremos que confesar que éramos muy desarreglados en cuanto a nuestras comidas, especialmente respecto al almuerzo. Algunas familias no almorzaban jamás; pasaban con mate con pan hasta la hora de comer.

En otras casas se presentaba el almuerzo a horas más o menos fijas, pero no toda la familia concurría a él. Todavía en el día no somos un modelo de orden doméstico, pero nos hemos modificado un tanto. Entonces, una de las niñas, por ejemplo, tomaba chocolate (tal vez en la cama); otra, mate, la de más allá se hacía freír un par de huevos; el niño los quería pasados por agua; otro mandaba llamar al pastelero y almorzaba pasteles, y así; no se crea que exageramos; esto pasaba en muchas familias, y podían hacerlo gracias a la abundancia de esclavos y que, como hemos repetido varias veces, el tiempo parece que no era tan precioso, sin embargo que todavía lo gastamos lastimosamente.

Este sistema, si bien respondía al que algunos autores recomiendan (el de comer cuando haya apetito), era poco sociable o indudablemente introducía el desorden y aumentaba el trabajo a la servidumbre.

Con todo, la gente era más frugal, los alimentos más sencillamente condimentados y los hábitos, en general, menos destructores que en el día.

Alguien ha dicho, y es la verdad, que la civilización de algunos años a esta parte ha desterrado nuestro modo frugal de comer; bebidas adulteradas, alimentos que no lo son menos, combinados con abusos de todo género, han traído consigo una degeneración manifiesta. Se dirá que la ciencia médica ha hecho prodigiosos progresos en sentido de remediar estos males, verdad: pero debemos convenir en que la generación actual se ha complotado para perder el fruto de esos progresos.

¿Qué hacer en este dilema, querido lector? Parece que no hay sino dejarse arrebatar por la corriente... Sin embargo, nosotros optaríamos por los accesorios modernos y la alimentación antigua.

En aquellos tiempos era muy limitado el uso del café después de comer.


IV

Como complemento de lo que venimos tratando, no debemos omitir una costumbre que ha jugado entre nosotros un gran rol, en otros tiempos.

En la estación que para los labradores y jornaleros principiaba el 12 de octubre, día del Pilar, inmediatamente después de comer, se dormía la siesta y a ella se entregaba toda la población, si exceptuamos los muchachos que daban ímprobo trabajo a sus madres para conseguir que durmiesen; y cuando obtenían éstas que aquéllos hiciesen un simulacro de siesta, apenas la madre era presa de Morfeo, ellos se escurrían e iban a hacer sus travesuras dentro y aun fuera de la casa, saltando las paredes del vecino, y cayendo al huerto a robar fruta.

Como hemos dicho, toda la población dormía; las puertas se cerraban y las calles quedaban desiertas, circunstancia, probablemente, que indujo según se cuenta, al doctor Brown, a decir: «en las calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de siesta, sino los perros y los médicos.»

La siesta era cuestión de muchas horas para algunos; y en aquellos tiempos, en que la vida era fácil para todos, y poco había que afanarse, no faltaba quien dijese: -«Ayer me acosté a echar mi siestita, y dormí hasta la oración; me recordé, tomé mi mate, y volví a dormir hasta hoy, sol alto.» ¡Qué tiempos y qué vida!

Dentro de algunos años, tal vez se pondrá en duda lo que voy a decir respecto a la siesta, a saber: que algunas personas, tanto hombres como mujeres, se desnudaban tal cual lo hacían para pasar la noche en sus camas.

¿Qué diremos de esta costumbre, que hoy ha quedado limitada casi exclusivamente a la campaña, y en la ciudad a los desocupados, los peones de barraca, albañiles, etc., a quienes se les concede dos horas de siesta? El cambio de las horas de comer y las ocupaciones hacen que sea difícil continuar en el sistema antiguo; pero creemos que, en los meses de excesivo calor, ya que pocos comen antes de las seis o las siete, conviene, terminadas las ocupaciones a las cuatro o cuatro y media, recostarse un rato, y aun dormir, cuando más no sea que por huir del calor abrasador de nuestras calles.

Terminaremos citando lo que con relación a la siesta dice el ameno y erudito escritor Benjamín Vicuña Mackenna, en sus Revelaciones íntimas. «En cuanto a los soldados chilenos, mostrábase su antiguo generalismo caluroso admirador de sus inapreciables cualidades; la bravura heroica, la humildad, más heroica todavía, y, como consecuencia de ambas, la virtud de una disciplina incomparable. Pero el sagaz capitán añadía, sonriéndose, que había un medio infalible de derrotar a aquellas tropas, y era el de atacarlas a la siesta.» Verdad incontrovertible en aquellos años de insondable ociosidad, en que todo el arte de la vida consistía en acortar su inconmensurable duración, de día por la siesta, este sueño de la pereza; de noche, por la cena, este sueño de la gula.