En uno de los más hermosos días de Enero por la mañana, Brenda Delfor recorría el jardín separando con cuidadosa elección las mejores flores de sus múltiples plantas, que echaba en un canastillo de mimbres pendiente del brazo, casi lleno ya de variados y ricos ejemplares. Debía ocuparse ella misma de la confección de una guirnalda, destinada a Areba, con aquel esmero y arte delicado que su amiga había tenido motivo de admirar otras veces.

Con sus trenzas recogidas negligentemente, y un sombrero de pajilla semicubierto de tul celeste, con las alas abatidas a los lados, y sujetas por una cinta, de modo que preservasen de los ardores del sol, la joven iba de uno a otro lado, afanosa y diligente, cortando tallos y aspirando aromas antes de arrojar sus víctimas al cesto. Creía justo gozar de las primicias, en compensación de sus afanes.

La señora de Nerva no había abandonado aún su dormitorio, cuyas ventanas se abrían al jardín.

Brenda, aprovechándose de aquellos instantes, que de otro modo habría consagrado a la anciana, ponía apuro en concluir la tarea. Para andar más rápida dejó el canastillo en el sendero que conducía a la gran puerta de la quinta; y preocupose de escoger rosas, entre las más bellas, y gajos de nardos dobles.

En esa agradable labor la sorprendió Zambique, lujosamente vestido, como ella nunca lo hubiera soñado.

El viejo liberto se exhibía bajo una transformación completa -pues era día de Reyes- y él, el monarca con mejores títulos y más amplias prerrogativas entre los de su raza.

Presentose erguido, merced a un corsé que daba tiesura y firmeza a su esqueleto; risueño y alegre, y como esperando de su reina una lisonja o una gracia inocente.

Al principio, la joven se asustó sin poderlo evitar, ante la extraña figura que se ponía a su vista de una manera inesperada; pero, advirtiendo en el acto que aquélla no era una visión, exclamó, sin separar los ojos del antiguo esclavo e incorporándose de súbito en un arranque de júbilo:

-¡Zambique! ¡Estás deslumbrante!

Y la joven golpeaba sus manos, llena de entusiasmo y contento, corriendo hacia él, para mirarle más de cerca los galones y bordados, y ponerle en el ojal del frac como una traviesa aturdida, un gran clavel rojo, que arrancó al paso para obsequiarle.

El viejo liberto la dejó hacer inmóvil, con su sonrisa de máscara, balbuceando frases cariñosas que parecían gruñidos.

Después, sacó de entre las solapas una carta pequeña, como la mejor retribución a los halagos de su reina; y fue silencioso a depositarla encima de las flores del canastillo.

Brenda, que seguía con la mirada ansiosa sus movimientos, adivinó al instante la procedencia de aquel billete, y lanzose veloz al canastillo, cogió la carta y la ocultó en su seno, poniendo encima sus dos manos cual si temiese se perdiera; y quedándose quieta, blanca, trémula, azorada de tanta dicha:

-¿Quién te la dio? -preguntó respirando apenas.

-Selim.

-¡Ah!... ¿Y hoy es para ti día de jolgorio? -siguió la joven, procurando reprimir los violentos latidos de su pecho.

-Fiesta grande, niña. Iba a saludar y a pedir permiso al ama.

-Luego lo harás. ¡Qué gusto va a tener madre, Zambique! Pareces un brigadier arrogante y soberbio. Yo te doy licencia para que te ausentes hasta la hora que desees, que ella no te ha de reñir por eso, bien lo sabes. Yo quiero que goces mucho y me lo cuentes todo, luego al regreso, que vendrás aquí a recibir mis parabienes.

Con esta autorización, el honrado liberto salió ufano y satisfecho, saludando militarmente a su reina y haciendo sonar la vaina de su espada en las baldosas. Brenda le siguió mirando, hasta que desapareció, entre raptos de ingenua y graciosa alegría; sin notar que, durante la escena, se había abierto un postigo de la ventana de la señora de Nerva, y cerrádose sin ruido en ese momento. Alguien había estado observando desde allí.

En rigor, el fausto del viejo negro llegó hasta levantar rumores entre el resto de la servidumbre. Nunca había él desplegado tanta pompa. Vestía Zambique traje serio y de parada, compuesto de prendas de un general retirado que de ellas le había hecho en tiempos finados donación graciosa, para su uso en día solemne como el de Reyes. El donatario procuró siempre conservarlas ilesas contra polillas y humedades; de manera que podía exhibirlas, sino intactas, con alguna decencia.

Llevaba entorchados en un frac militar de coronel mayor de paño oscuro, que había perdido mucho de su frisa en varios sitios, y no desprovisto de algunos remiendos en pequeñas ranuras; pero muy presentable todavía, mediante unas frotaciones con té y caña convenientemente hechas por debajo del alto cuello y costados. Relucíale la botonadura con escudos de relieve, sin abollones ni cardenillo. Las charreteras que adornaban los hombros no eran de lana o de estambre, sino de canelones gruesos y fornidos de gusanillo de oro en diez vueltas trenzado, sin desflecos ni manchas grises, merced al cuidado de su dueño que las limpiaba siempre con suma prolijidad. Podía observarse, a este respecto, que el cepillo delgado y la tiza en polvo habían convertido en espejos las lentejuelas y botones de todo el uniforme. En los dos extremos del cuello, forrado en su interior de paño rojo, se destacaban primorosos bordados y hojas de palma. Por encima del uniforme y del chaleco blanco de piqué con botoncillos de vivos reflejos, ceñía su talle de gran esqueleto una faja deslucida azul y blanca, y sobre ésta ajustaba un cinturón elástico a listas, del que pendía un espadín de empuñadura de oropel y nácar con vaina de metal amarillo y dragona respetable.

Los pantalones blancos se habían echado a perder, y reemplazádolos Zambique con unas bombachas de paño color sangre, provistas de anchas franjas de oro, que se escondían con las piernas dentro de botas de grandes campanas, con borlillas, y espolines de bronce. En cuanto a la cubierta, él había preferido al sombrero de dos picos de plumas matizadas y escarapela, una gorra de torta un tanto levantada por delante, con galón de dos pulgadas, visera de charol y filete dorado. Cubrían sus manos guantes de hilo de bastante holgura. En vez de collarín severo, llevaba en el pescuezo un pañuelito de borra de seda; y aparte de las condecoraciones y cintillos del pecho -de origen desconocido-, lucía orgullosamente en el ojal del frac, como adorno indispensable, el clavel rojo de su reina en estrecha compañía con una ramita de albahaca.

Con este traje inusitado y estos atavíos fastuosos, el viejo liberto podía considerarse como un personaje tripartito: dragón de los pies a la cintura, mariscal de campo de la cintura al cuello, y de aquí para arriba, retinto comodoro.

Zambique creía correcto imitar en los movimientos y modales a los prototipos del género; y por ese motivo marchaba con aplomo y dignidad, majestuosamente, con ese aire de grandeza plebeya que descubre al instante su origen, en el modo de afirmar las plantas, o en los afollos del frac en las corvas, o en la sandunga de las caderas, conforme al ritmo musical de los bailes de academia. Salíasele, andando, el zancajo para un lado y la rótula para otro. Su figura atraía la atención, y a su paso se aglomeraban los ociosos, diciéndose unos a otros, muy seriamente:

«¡Es el rey de Mozambique!»

El honrado negro, que esto oía, levantaba un poco más los hombros, balanceándose al compás de sus piernas, y sacudiendo el brazo derecho, de manera que el codo se moviese en ángulo con la regularidad de un péndulo. Parecía dirigirse a comandar en jefe una batalla.

En algunas se había encontrado, en calidad de soldado en el batallón de libertos de Zufriategui, durante las gloriosas guerras de la independencia, y de sargento segundo, a partir de la acción de Yucutujá. De ésta y otras, conservaba en su piel recuerdos indelebles; cinco cicatrices de bala y lanza, certificaban bien su foja de servicios. En el último combate a que asistiera, revistando en caballería de extramuros de Montevideo, un pequeño casco de metralla habíale alcanzado en la cabeza y derribádole sin sentido en un barranco. Fue entonces, según se verá después, que la intervención de Raúl salvó su vida.

Este héroe oscuro y olvidado, como tantos, bien podía darse una vez el placer, siquiera fuese en día de Reyes, de vestir algunas horas un uniforme lujoso y dorado. Con ello a nadie ofendía, y simplemente podría recordar a los cronistas imparciales y concienzudos, que a pesar de haber él recibido cinco heridas graves, en épocas en que se cargaba el fusil a baqueta y se mordía el cartucho, y de ser pulcro y honesto como la misma probidad y el honor mismo, pues a pie firme las recibiera todas en línea, no había logrado pasar de sargento segundo, en sus recias y peligrosas campañas.

Ahora se veía con charretera en vez de gineta, por obra de circunstancias, y muy dispuesto a hacer honor al grado. Tomó a lo serio, su papel con el mismo derecho que otros en el mundo, por identidad de causas concurrentes; y se infló.

El hecho es que dentro de su uniforme, se sentía soberbio y se forjaba la ilusión de igualarse a un caudillo.

Acometíale en ese día algo muy semejante al delirio de las grandezas.

Fue iluminándose poco a poco; apareciéronsele más lúcidos los recuerdos, y excediose a sí mismo, en la fuerza del raciocinio. En su cerebro endurecido se reflejaron imágenes de hombres que fueron semidioses armados de lanzón o sable, tan espantables como fantasmas de fuego, que acaudillaron gentes y dispusieron de mil vidas impávidos y serenos, quemando todo a su contacto, lo mismo que un árbol encendido hace arder y estallar todos los demás árboles del bosque. Comparábase con alguno de ellos y se creía con idéntico prestigio, pensando que la piel de los poderosos podía cambiar como en diversas serpientes de su país nativo; es decir, a la cáscara gruesa, pálida y deslucida de escamas duras, sucederse otra de brillantes colores y reflejos, que hiciera más señores e imponentes a los hombres de valor.

A pesar del encallecimiento de su masa encefálica, Zambique infería que este cambio debía haberse operado en él, como acaece en el injerto, el apareamiento o proximidad sensible, o en el cruzamiento para conservar un distintivo; fenómenos que al fin convierten al botón de rosa en mosqueta, la gallina batará en blanca, el conejo manchado en negro y el ratón libertino de apéndice, en tucutucu, que es rabón. Sus hábitos y tareas de criador le habían dado cierto sentido práctico acerca de la selección, ya fuere ésta natural o inconsciente.

En su fausto y posición del momento, hacía memoria de que nunca llevaron tales galas y arreos magníficos los soberbios de la campaña que él había visto en sus días de grandeza, sobre caballos briosos, negros como la noche y cola blanca, o blancos como el alba y cola negra, vestidos de humildes ropas y preseas, prefiriendo poner todo el lujo en el rendaje y la montura con carona de cuero de tigre y boleadoras de marfil o plata, robustos y forzudos, de ceño siniestro, barba cerrada, abundosa melena, brazo de guayabo y puño gordo de dedos cortos, con pelos a veces y uñas de tocadores de guitarra, siempre adherido a la lanza; jinetes, bravos, mal avenidos, temerarios, indómitos, duros en la pelea franca y valiente hasta meterse los rejones en el alma, sin encomendarse antes a la Virgen siquiera por respeto o devoción.

Verdad que, prescindiendo del esplendor de los arreos e insignias, él no se andaba por montes y sierras sobre los lomos equinos como aquellos hombres descomunales, señores de espuela y banderola, en busca de temerosas aventuras. Pero ahí estaba el secreto. Llegar a la alta dignidad que investía aquél, y cambiar de forma a favor de las circunstancias, sin otro esfuerzo que el de decidirse a desempeñar el papel que le asignaban, y mostrarse imponente en su corte de carnaval.

Con este motivo, olvidose por algunas horas de las diferentes transiciones de su suerte: de esclavo a liberto, de liberto a soldado, de soldado a sargento, de sargento a jardinero y criador de plantas; que ante todo, era rey de pura estirpe e hijo de sus obras, y con él rezaba el principio de que «las virtudes adoban la sangre, y en más se ha de tener y estimar un humilde virtuoso, que un vicioso levantado».

Así, forzando en exceso su entendimiento, muy grave iba Zambique a ocupar su asiento en el carruaje detenido por los setos en la calle más próxima. Le esperaban allí otros reyes nubios y congos, si bien de menor categoría, que con él tenían que pasar a saludar los altos mandatarios en el palacio de gobierno. No le preocupaban tanto los asuntos de su reino, como la apostura y el aire que debía asumir cuando la tropa de servicio le rindiera los honores de ordenanza; y el estilo especial a emplearse en la conferencia con el primer magistrado de la nación. Éstos eran puntos capitales. Tenía que debatirlos con los suzeranos, y adoptar al efecto un temperamento definitivo.

Al pasar por delante de la casa-quinta de Henares, se detuvo.

Pensó que un deber de gratitud le imponía la obligación de saludarlo en primer término, y de ofrecerle sus servicios reales sin reserva. La oportunidad era excelente, para retribuir actos magnánimos; y resolvió aprovecharla.

Subió la escalinata con arrogancia y un gesto de protección, que puso asombro en el ánimo de Selim, parado en el vestíbulo. Zambique cogió el espadín por la mitad de la vaina, y dio una tos, sin dejar de mirar al doméstico, con aire majestuoso.

El cambujo incomodado abriose de piernas y echando atrás la cabeza, preguntó con gravedad:

-¿Qué se ofrece, mojiganga?

-Vengo a saludar a su merced el capitán -contestó Zambique, un poco picado.

-No está. Cuando vuelva le diré que estuvo su alteza... Deseos me dan de hacer andar la almohaza.

¡Véanle la facha!

Selim, cruzado de brazos, rompió a reír con estrépito, mostrando una dentadura de lobo de un esmalte extraordinario.

Zambique había dado un paso para retirarse; pero al sentir la pulla, se volvió con dignidad, diciendo en voz cavernosa y trémula de cólera:

-¡Cambujo bozal!

-¡Cállate negro!

Zambique diole la espalda sofocado, y fuese refunfuñando:

-Culpa de la laya de morena que se juntó con el gorrino, y lo parió...

Las majestades nubias, impacientes, se habían acercado entretanto con el carruaje para ahorrar camino a Zambique. Traían un regular cortejo de curiosos de las cercanías, y de los pilluelos que zumbaban en derredor del vehículo como un enjambre de moscardones. Este honor sólo se dispensaba siempre a los payasos de los circos, a los volatines llenos de escamas relucientes, y a los toreros de trajes vivos y deslumbrantes, cuando subían al coche que debía conducirlos a la plaza de lidia. En esta ocasión, la costumbre tropezaba con una novedad poco frecuente, y la incluía en el programa de los atractivos que se gustan sin erogación pecuniaria. De manera que la voluntaria y bulliciosa cohorte se iba engrosando por momentos, a pesar del polvo de la vía y del ardoroso sol pendiente como un horno en su meridiano, cuyos rayos caían verticales sobre las cabezas amenazando su lluvia de fuego con ataques fulminantes y repentinas congestiones.

En realidad, las extrañas figuras y atavíos de los príncipes o reyezuelos negros, eran alicientes bastantes a justificar la afluencia del vecindario, aunque en parte acostumbrado a análogas escenas y parecidos cuadros en otro orden de espectáculos públicos, en plena calle o plaza. Uno de estos personajes, a falta de bicornio o de morrión con crin, o de bonete de pelo, llevaba sombrero alto de felpa con una piocha, y un uniforme de teniente coronel de caballería; otro, algo más correcto, tenía hundido hasta las orejas uno de dos picos, con presilla dorada y pluma blanca, pantalón del mismo color con franja y sable muy curvo a la cintura, ceñido sobre faja granate. Dos iban de diplomáticos con el mismo aire de los que sirven de ministros a todos los gobiernos, vestidos de negro con distintivo en los ojales, corbatas y guantes blancos, bien compuestos y espigados, no sin cierta gentileza de prosapia.

El protomonarca era Zambique, por la edad y la estirpe, y el mismo arreo militar. Tan alto cargo le venía de herencia, no por elección.

Bien distribuidos los asientos del carruaje, partió éste hacia la ciudad, con destino a palacio. Desde ese momento, hasta las cinco de la tarde, Zambique fue el objeto de obsequios y demostraciones especiales en todos los barrios, donde se celebraba la fiesta del día con regocijo y estrépito.

Las marimbas resonaban por doquiera en esos barrios, en los determinados sitios de reuniones, atrayendo numerosa concurrencia de color; y pocas veces estas ceremonias extravagantes, que van desapareciendo por completo, revistieron un carácter tan singular, el sello originalísimo, la pompa abigarrada, el entusiasmo delirante de las fiestas presididas por Zambique. Él pasó sus buenas horas entre aquella atmósfera de humo y fiebre, acompañando con palmoteos los instrumentos de música y la algazara del baile, que se hacía en ruedas y en cuclillas, al son de cánticos desacordes y plañideros, enmedio de inhalaciones extrañas y polvo sutil que formaba bajo los techos deprimidos densos torbellinos o espirales dantescos; se permitió dirigir ocurrencias galantes a las mujeres vestidas de borra de seda y adornadas con flores en la cabeza y pecho, de colores vivos, que ellas lucían airosas y ufanas, como las plantas del tabaco sus pintorescos ramilletes rosados entre acres perfumes; recorrió en ciertos lugares de los suburbios regular número de habitaciones estrechas, pero bien arregladas, cuyas paredes grises se veían cubiertas de grabados grotescos, crucifijos de madera e imágenes en repisas con luminarias de colores y jarrones de barro llenos de siemprevivas y claveles, y en donde se exhibía el niño Jesús en cuna de mimbres provista de ajuar de algodón, entre luces y flores caprichosas; posó sus dedos en las mejores marímbulas, sin hallar ninguna tan templada y sonora como la suya, haciendo oír sus aires africanos con admirable eco de rugidos en lo hondo de una caverna; tomó parte en las danzas principales lleno de un ardor juvenil, y libó para su mala suerte, diversas copas de licor en otras tantas estaciones de su marcha triunfal, pecando de intemperancia.

El cerebro del monarca, que sentía ya los efectos de una fuerte insolación, fue entonces presa de la fiebre. Sus acompañantes notaron, al caer la tarde, que las verrugas de Zambique aumentaban de volumen; y esto era en él un signo grave. Resolvieron en consejo volverlo a su choza; y así lo realizaron, después de las cinco.

Zambique, sin embargo, creyose con fuerzas suficientes al llegar, para cumplir con el ama, como él llamaba por antigua costumbre a la señora de Nerva.

Él no debía recogerse a su choza, sin saludarla, aunque se sintiera enfermo.

Despidió, pues, a sus compañeros a la entrada de la casa-quinta, muy reconocido a sus bondades, y dirigiose al patio, con la mayor firmeza posible en el andar, la gorra en una mano, y apoyado con la otra en el espadín, para mantener el equilibrio que iba perdiendo por momentos.

La señora de Nerva se encontraba en su silla de preferencia, en la galería. En su noble semblante se reflejaba alguna pena, que no provenía tal vez de su afección cardíaca, y sí, más bien, de la preocupación moral que la dominaba cruelmente. La escena ocurrida por la mañana entre Brenda y Zambique, y especialmente el detalle de la carta, cuyo origen no podía serle desconocido, mantenía en agitación su espíritu. Ella había presenciado todo desde su dormitorio, de una manera casual, al abrir uno de los postigos de la ventana y sorprendidos de una manera agradable a la vista de Zambique con aquel raro traje; impresión que se desvaneció muy luego, cuando le vio una carta en la mano, que pasó al canastillo, y de éste al seno de Brenda. Las prevenciones de Areba la asaltaron entonces.

Zambique, pues, había escogido mal momento para ofrecer sus respetos. Su señora le reservaba un trance amargo, que debía ser el último para él.

Apenas ella le vio, sumiso y humilde con todas sus galas pomposas, y disponiéndose a balbucear algunas de las frases favoritas que guardaba para los instantes en que quería arrancar una sonrisa de cariño, extendió el brazo con imperio, señalándole la puerta que daba al campo.

-¡Vete de aquí! -prorrumpió colérica.

Zambique hizo un ademán de asombro, dando vuelta a su gorra con inquietud febril. En vano trató de hablar. Su lengua no obedeció. Hincháronsele aún más las verrugas de la frente, y todos sus miembros se agitaron con fuerte temblor. ¡Era la primera vez que el ama le hablaba así!

La señora de Nerva se indignó de verle todavía en su presencia; aumentándose su irritación por grados, irguiose casi en el asiento sofocada sin servirse de sus brazos, y en un arranque de enojo le arrojó al rostro su pañuelo hecho un ovillo, exclamando:

-¿Qué esperas ahí, estafermo?

Algo percibió Brenda, de su gabinete, y salió afligida, acercándose a la anciana con los ojos muy abiertos, preguntando:

-¿Qué le has dicho a Zambique, madre?

-Nada de particular, hija mía... Este negro viejo se está echando a perder.

-¡Ay! yo algo oí, madre. ¡Si supieras cuánto él te adora! Por ti diera el pobre dos vidas.

-Siempre fue bueno y fiel -dijo la anciana conmovida-. No te disgustes por esto, mi corazón. Ve tú misma y consuélale.

La joven echó los brazos a su cuello, con ternura, y la besó en la frente.

Corrió enseguida a la quinta, en donde se detuvo para mirar en todas direcciones.

Zambique iba lejos, cerca del estanque, moviendo los brazos, cual si quisiera en sus rápidos voleos asirse del aire a falta de firmeza en las piernas.

Sembraba el camino con sus prendas: había dejado los guantes de hilo sobre las yerbas de un flanco, el espadín con sus tiros cerca del eucalipto, la gorra de torta suspendida en un barrote de hierro de la verja que circuía el estanque, en donde se había apoyado sin duda para tomar aliento, y más allá un ramo pequeño de rosas y resedá que traía para Brenda como un recuerdo de sus triunfos.

La joven echó a andar en pos de él, llorosa, inclinándose a recoger esos objetos, y clamando a veces en tono de enfado unido a dulce afecto:

-¡Zambique! ¡Zambique!... ¡Espérame!

Pero el liberto seguía su marcha difícil, sin volver el rostro, no oyendo quizás aquella voz tan querida. Un extremo de la faja de seda, que se le iba desciñendo, le colgaba por encima de los faldones arrastrando en el suelo su borlón dorado.

La joven al mirarlo tuvo un presentimiento amargo y aceleró sus pasos, murmurando llena de pena:

-¡Pobre Zambique!... Buen amigo mío; yo no quiero que te mueras... Acaso he sido la causante de tu mal momento y debo consolarte. ¡Espérame!

Así diciendo, Brenda reunía en una mano a modo de panoplia, arma y atavíos, y con la otra enjugaba sus ojos cuajados de llanto.

Zambique llegó a la choza arrastrando los pies, sin fuerzas, con las sienes ardiendo y el cerebro torturado por una congestión terrible. Cuando se echó en la banqueta circular, apenas pudo reclinarse en el madero; y quedose con los brazos tendidos, casi sofocado por el corsé que oprimía su tronco, y con un dolor en el cráneo agudo e implacable. Martirizábalo la luz, tenía el rostro y los ojos inyectados de sangre, la boca seca, entrecortada la respiración; escalofríos frecuentes recorrían sus extremidades. El pobre monarca nadaba en el abismo del vértigo.

Todo anunciaba en él una pronta terminación. Despeñábase de la cumbre de su grandeza sin que nadie presenciase su agonía, a semejanza de la piedra que se derrumba de lo alto de un cerro, para perderse en lo sombrío del valle solitario.

¿Nadie? No.

Una figura de ángel surgió de pronto en el umbral; forma encantadora y bella que no era engendro de su delirio, y hacia él se avanzaba blanca y vagarosa, entre esplendores que no le ofendían como la luz del sol.

Cerró los ojos; algo parecido a una sonrisa dilató sus gruesos labios, y balbuceó apenas, en instantes en que un grito de angustia hería el aire:

-¡La reina!

Brenda retrocedió paso a paso, con la vista fija y desolada, dejando caer los diversos objetos que traía en la mano; atravesó la plazuela, traspuso de súbito con pasmosa rapidez la distancia hasta el estanque, en donde ella había visto al pasar, dos peones de la quinta, hízoles señas de que viniesen, y les señaló la choza, trémula, muda, vencida por la congoja y ahogada por las lágrimas.

Ella nunca pensó que los seres que amaba pudiesen morir.

Los dos peones se lanzaron veloces hacia la choza, presintiendo un suceso grave.

También ellos querían a aquel pobre Zambique, tan inofensivo y humilde, objeto de sus burlas amistosas, siempre que se cruzaba al paso con su sombrero alto de felpa y su levita sin faldones, callado, respetuoso, mísero, huraño, desabrido para otros que su reina, empuñando la azada o la regadera; o cuando hacía oír su marimba en las horas más ardientes del estío en concierto con las cigarras importunas, los insectos zumbadores y las alegres golondrinas que formaban con sus nidos bajo el alero en redor de la choza estrecho círculo de inocencias y de amores palpitantes.

Cuando llegaron, el cuadro les impuso con su solemne colorido. Reinaba en la choza un silencio de muerte.

Zambique estaba en el suelo, sobre un costado, las manos juntas, sin brillo los ojos, los labios blanquecinos, contraídos los miembros, en una inmovilidad absoluta -dentro de un gran marco de luz que arrancaba destellos a su uniforme y difundía en su semblante lívido, ya menos negro, intensa claridad-. El pobre rey de un día era cadáver.