Al otro día, por la mañana, la señorita de Linares encontrábase en su gabinete de labor, muellemente sentada en un diván, y entretenida en hacer pasar por entre sus finos dedos un rosario de marfil con cruz de oro. Muy temprano, como de costumbre, había oído misa en la catedral, en el fondo de una nave solitaria, en donde tenía su facistol y silla de reclinatorio, acolchada y de alto respaldo. También, siendo día de ciertas prácticas invariables de su culto, habíase confesado con el obispo, contrita y respetuosa. Pero no eran estas confidencias, que mueren sin eco bajo las anchas bóvedas, ni las absoluciones obispales las que podían absorber su espíritu en la hora de que hablamos: de lo que ocurriera ante el tribunal de la penitencia, en su confesión auricular, no hacia memoria. La vida, con sus hechos positivos, sus severas realidades y sus pasiones tumultuosas, se entraba en su mente envuelta en la luz de la mañana, para advertirla que había pasado el minuto, estéril para otros, de pensar en lo extrahumano; y así, era cierto que no vagaban por sus labios los últimos ruegos de la oración en semitono cual última espiral del incensario ante una imagen, sino pensamientos mundanales llenos de acritud y tristeza que, al bullir en su cerebro, la hacían hablar en voz alta, como si ella tratara de buscar en el sentido de la frase la verdad de la intención. Lógico es creer que sus ideas del momento se vinculasen de una manera estrecha con otra especie de confesión, que ella debía oír en breve, de labios de Diego Lampo, el sujeto que había presenciado el episodio de la muerte de Pedro Delfor.

Con la cabeza inclinada hacia el hombro izquierdo, por habitud, el gesto grave, y su vestido negro bien ceñido al talle, de modo que luciesen sus correctas formas, Areba esperaba con alguna impaciencia a este personaje, a quien diera cita, en el interés de que disipara la menor duda posible acerca del acontecimiento luctuoso.

Pronto la anunciaron su presentación.

La joven dispuso que lo hicieran pasar al gabinete, sintiendo cierto íntimo goce, que se reflejó sin disimulo en su rostro de ángel herido.

Algo debemos decir aquí sobre este sujeto, aunque su personalidad sólo se exhiba para desempeñar un papel accesorio. Con todo, en nuestro concepto, no carece de interés.

Diego Lampo era uno de esos tipos que despuntan de agudos y que su desvergüenza deben siempre la facilidad de medrar, en las mismas situaciones difíciles y angustiosas. Tenía la conciencia maleable y dúctil, como el metal fino. Los rasgos prominentes de esta persona extravagante, predisponían muy en su disfavor a primera vista, y la hacían antipática en extremo; rasgos de fealdad poco común, aumentada por una perpetua expresión maligna, y un ceño de insolencia osada.

Mediana estatura, movimientos de hombros continuos, que suplían la giba de Rigoletto, por razón de similitudes accesorias y complemento típico, ojos negrillos, llenos de malicia, nariz torcida, casi inverosímil, mordida en parte por la viruela, que había burilado en su semblante penínsulas y continentes; lóbulos aplanados, sobre los que caían algunos rulillos negros, a manera de racimillos de saúco; barba corta, labios recogidos, y esas arrugas extrañas que la intención cínica cincela en la carne a fuerza de imperar en el cerebro, y de traducirse en momos, morisquetas y visajes burlones; lo mismo que la piel de cabritilla, al perder por el uso su tersura, calca las uñas, nudos y puntas de huesos de las manos. Véase ahí de cuerpo entero a Diego Lampo. No se crea por esto, que era un personaje en extremo vulgar. No carecía de dotes. Con más suerte que el héroe de Le Sage, había recorrido y explorado todo género de profesiones, hasta lograr adherirse a un excelente empleo. Simple oficinista muchas veces; concurrente asiduo a los despachos, otras, en busca de oportunidades; visitante de redactores y cronistas de diarios, como eco autorizado de opinión; amable órgano de elogios y adulaciones serviles, en las salas de gobierno; trompa de órdenes de los poderosos de circunstancias, fuesen o no, éstos, régulos o dictadores; mantenedor del chiste y de la broma bizarra en los festines oficiales o en las mesas revueltas de los calaveras; periodista declamador; miembro obligado de los clubs turbulentos; agente indispensable de policía secreta; comisionista de escritorio modesto y empolvado, con puerta a la calle; procurador de una honradez intachable, en su propio concepto; proveedor grave y sesudo en los momentos calamitosos, para explotar bien la veta de circunstancias; comodín de las antesalas, en donde sabía entretener a los dependientes de ministerios con historias sabrosas, para abrirse luego paso hasta el secretario del Estado o el gobernador, con todo desembarazo, como quien lleva el capital fijo en su aire y figura; todo esto había sido y había hecho Lampo, con más o menos fortuna antes de afirmarse en terreno sólido, de igual manera que un molusco largo tiempo soliviado por las corrientes, logra al fin adherir su dura membrana a la roca protectora.

Así, Diego Lampo había conseguido muchas veces beneficios y holganzas, por medio del chiste y del gracejo, cotizándose sus ocurrencias a mejor precio que las del talento serio y pensador. «Hacer retozar la risa en todo el cuerpo, y dar azogue a los sentidos», era profesión harto lucrativa, para que él no la ejerciese en oportunidades, y se abriera el camino de las simpatías y de los favores.

En otros tiempos, según la historia, hacían lo mismo aquellas entidades de cabeza enorme y tronco de enano, de birrete y talabarte, borceguíes y guanteletes, ya obesos, ya sin vientre, espaldas de escuerzo, rostro cínico y osado, contrahechos y disformes: mezcla híbrida de risas y rabias, frutos del consorcio de la satiriasis y del tubérculo, henchidos de orgullo en la medida de su quinta sangre negra, que eran, sin embargo, como pensamientos alegres de los señores melancólicos; caricaturas del dolor que hacían el dolor pasable, puesto que así se exhibía en carne y hueso, no para llorar, sino para hacer reír; estériles momos lanzados a la lucha de la vida, cuyo peso soportaban no obstante en sus gibas repletas de humor negro, en tanto caían en desgracia y se anulaban las personalidades de hierro. Estos personajes se han ido transformando con las costumbres, y hasta perdiendo la corcova, por selección, pudiéndose apenas distinguirlos entre la muchedumbre. Pero, si ha cambiado la fisonomía, persiste la esencia, y por ahí vagan muchos, sin destino.

Nuestra entidad era uno de ellos.

Con ingenio, y ciertas disposiciones naturales, él, como tantos de su especie, no tenía la culpa de los extravíos de la juventud. La educación que se le diera en un hogar lleno de preocupaciones, vanidades y ridiculeces, obligole, ya hombre, a darse una segunda educación que sólo conservó de la primera el hábito o prurito de reírse del honor ajeno, a fuerza de haber servido él mismo mucho tiempo, de blanco al sarcasmo y al ludibrio de los demás. Vengábase cuanto podía, sin esfuerzo y sin remordimiento. Le servían de armas ofensivas sus propias amarguras, y no le hacían mella los rudos golpes de la reprobación y del desprecio.

De esta manera, Diego Lampo se había constituido en personalidad aparente para una indignidad cualquiera, o acto indecoroso. Delatar le era tan fácil como encubrir lo ilícito, siempre que la recompensa alcanzara a la importancia de la denuncia, de la traición, del espionaje o de la intriga.

Tales tachas podían oponerse al testigo que venía a constatar la identidad del matador de Pedro Delfor: pero justo es advertir que en su declaración no adulteró ni el menor de los detalles, de los hechos ocurridos en una época ya remota.

Decirse puede que en menos tuvo el huevo que el fuero. Estuvo verídico, fiel y correcto.

Julieta Camandria, en caso análogo, habría llevado el rigor de las fórmulas hasta preguntarle si le comprendían las generales de la ley.

Areba limitose a comparar los datos suministrados por el testigo con los de la señora de Nerva, hasta deducir una perfecta conformidad en las deposiciones y adquirir absoluta certidumbre de los hechos.

Una vez en su presencia, pidiole que refiriese nuevamente el lance, y le explicara la causa de encontrarse él en el establecimiento de campo de Nerva en ese día.

Diego Lampo, reconcentrándose en sí mismo, con aire grave, pensó que era llegado el momento de justificar ante todo su conducta de entonces; y en ese propósito, contestó con acento reposado y tranquilo, apoyando en la mano la barba:

-Razones de un orden privado, me indujeron desde el principio de aquella guerra a prescindir de un papel activo, aun cuando mis naturales ímpetus pugnasen con ese criterio, aconsejándome con vehemencia que ciñera el sable. De por medio había causal de fuerza; y era ésta la de una promesa solemne hecha a mi señora madre, ya finada, de no marchar nunca a combate oscuro y sin bandera, en que se matase por el solo prurito de violar el quinto mandamiento.

Aparte de ese deber filial, respetable, que yo no podía desoír sin pecar de cruel e indigno, concurrían otros motivos poderosos, que al rozar mis firmes convicciones, las advertían de no incurrir en claudicación denigrante; los cuales motivos se fundaban en el sabio precepto de no quitar ni poner rey, y de estarse a la expectativa, cuando las simpatías no arrastran de por sí a las filas de uno u otro bando, para servir de blanco al cañón.

Tosió, aquí, Lampo; repantigose con aspecto muy serio; y sabiendo con quien hablaba, se aventuró una frase canónica:

-La causalidad expuesta, me absuelve a cautela, por lo menos.

Areba permaneció callada.

-Pero -prosiguió él- lo que ocurría en mi foro interno, importaba poco al beligerante que resumía el poder, y fui perseguido de un modo implacable para que prestase mis servicios en sus filas. Se buscaba una máquina, y no un partidario convencido. Consecuente, entonces, con mis resoluciones y principios inconmovibles, no pudiendo expatriarme, procuré refugio en la misma campaña sublevada, por aquello de que al peligro se le burla en casa, y sirviome de asilo seguro por muchos días el gran edificio de campo de la respetable señora Orfila de Nerva, grande alma, honra de su sexo, sin agravio a la presente, a quien la gratitud ha elevado altar en mi pecho.

Allí estaba esa dignísima dama, cuando se libró en las cercanías la batalla y se produjo el episodio de mi referencia. La refriega fue muy dura, de casi todo el día, y dejó llenos de sangre los surcos. Desde el ventanillo alto de mi habitación, próximo a un balconcillo que correspondía a la de la señora propietaria, y desde donde se dominaba la misma extensión de campo, podían verse por encima del monte, el ribazo opuesto del arroyo y las sinuosidades del, terreno.

Alguna vez asomé la cabeza, atraído irresistiblemente por el belicoso son de los clarines; y en ese momento pasaban por el frente balas encadenadas con ruido de grilletes.

-¡Temeridad, hacer muecas al peligro! -observó la joven con sorna, fijos sus ojos en la extraña nariz del narrador.

-No tanto -repuso éste en el acto- pues los proyectiles rodaban ya por el suelo, con desgane, trabándose el uno al otro, como piernas de ebrio, o consortes que resisten y se arrepienten del vínculo indisoluble a media jornada de la capilla.

-¡Ah! -exclamó Areba, sin apartar la vista de la nariz torcida y hoyosa-; creí que pudiera usted haber sufrido allí algún desperfecto. Continúe usted.

-El caso es, que al caer la tarde de aquel día caluroso, como ya he tenido el honor de informar a usted, apareció de súbito sujetando el caballo transido, junto al paso del arroyo que estaba muy cerca, frente al edificio, un joven oficial que venía al parecer del campo de batalla, con ánimo de vadearlo a priesa; y acaeció esto, en momentos que por la parte opuesta, montado en un tordillo negro de arranque y corvetas, de esos caballos que gustan de la pólvora y del rumor de las trompas como los dragones viejos, se dirigía al vado otro militar, con divisa contraria, bizarro y apuesto.

El uno era Raúl Henares; el otro Pedro Delfor...

-¿Qué aspecto físico y edad tendría entonces el primero? -preguntó la joven, interrumpiéndole con interés.

-Veinte años, más o menos; poca barba, de complexión recia, cabello negro, perfiles enérgicos, aire atrevido y mucho garbo. Traía espada y pistola al arzón.

Le reconocí al instante, pues habíamos sido compañeros de aulas, en estudios secundarios. Era el mismo Raúl Henares de la clase de latín, enamorado de Ovidio hasta saberlo de memoria, librejo que nunca pude pasar, refractario como yo era al idioma muerto, así como la Eneida, otro libritín intraducible para un estudiante de buen gusto, por lo que el presbítero Giralt, mi respetable profesor, solía lanzarme alguna frase mallorquina, que más bien quería significar mamacallos que otra cosa lisonjera.

-¿Y bien?

-Al lance iba ahora, precisamente, distinguida señorita. Las reminiscencias agradables se me agolpan profusas, y me desvían del relato, lo mismo que los árboles cargados de frutas sabrosas cuando uno va por un camino carretero.

Sucedió, pues, que estando ya el joven en la pequeña barranca que daba acceso al vado, la señora de Nerva, temiendo un choque funesto, cuyas consecuencias podía presenciar como yo, desde el balcón en que se encontraba hacía momentos, hízole señas repetidas y dirigiole la palabra varias veces, llena de zozobra, para que volviese sobre sus pasos.

Aunque Henares se detuvo para mirar al balcón con extrañeza, no accedió al angustioso ruego de la anciana; y picando su caballería, se lanzó al paso sin recelo. El coronel Pedro Delfor entraba a su vez, por la parte opuesta, armado de lanza con que denunciaba a lo lejos su campo y filas mejor que una cimera. Tal vez el tumultuoso tropel de algunos regimientos que corrían dispersos de este lado del arroyo, precipitó a Henares a cruzarlo sin vacilar; el hecho es que, en mitad del paso, ni muy largo ni muy angosto, tuvo lugar el encuentro, resultando mortalmente herido el coronel Delfor.

-¿Fue leal la pelea?

Diego Lampo se acarició suavemente la nariz, y extendiendo luego la mano, dijo con acento seguro y cierta cómica entonación:

-Y sin preámbulos, señorita. Pedro Delfor cargó sobre su adversario clavando espuelas, y logró hundirle su lanza en el brazo izquierdo; pero, para su desgracia, Henares no fue arrancado de la silla, y pudo este hacer fuego sobre él, poniéndole la bala en la frente de una manera artística y correcta por demás. El tordillo negro dio un balance, y arrancó hacia la casa, arrastrando cae un estribo a su jinete muerto, que sólo abandonó en una enramada donde se entrase ciego y despavorido, abatiendo todo cuanto encontró en su carrera. Raúl Henares desaparecía en tanto por la ribera opuesta a toda brida, hacia el campo de la pelea, desangrándose, sin duda, porque la moharra de Delfor, según yo vi, había entrádose en su carne sin consideración alguna.

-Luego ¿fue Delfor quien hirió el primero?

-Así es, si no me traiciona la memoria, que nunca la tuve mala, señorita; excepción hecha de su rebeldía en estudios de lenguas muertas y de ciencias exactas. Lo que en ella está en depósito, sólo sale a luz cuando conviene.

-Convendría por ahora -replicó Areba pensativa-, que todo lo hablado volviese a la oscuridad y al secreto, conforme a las estipulaciones propuestas y mutuamente aceptadas.

-A este respecto, seré de piedra.

-Por lo demás, mi administrador está encargado de entenderse con usted y de cumplir el pacto fielmente.

-Quedo muy reconocido a sus bondades, que son ya proverbio para el común de las gentes; pues a la mano próvida y regia de tan nobilísima dama debe su consuelo todo un enjambre de menesterosos.

-A propósito -dijo Areba, sin atender a las palabras de Lampo-, desearía que usted consignase por escrito a lo relativo a este asunto de un modo claro y conciso, y lo pusiera en manos del señor Perea en breve tiempo.

-¡Perfectamente!

Y notando que la señorita de Linares no parecía dispuesta a prolongar más aquella entrevista, pidió con el mayor respeto permiso para retirarse, ofreciéndose en todo lo que pudieran ser estimables sus servicios en lo futuro.

Areba le despidió con un ligero movimiento de cabeza, desde el diván en que le había escuchado, observando sus frecuentes cambios de fisonomía e inflexiones de voz.

Cuando él hubo salido, después de una tercera reverencia, pensó la joven que aquélla debía ser la única vez quizás, que un ente semejante hubiese sido verídico.

Cayó luego en meditaciones serias.

Faltaría oír a él, se dijo al fin.

De todo se desprende que el lance fue fatal, inevitable, digno, sin sombras para los dos. Él defendió su vida. Fue afortunado. La buena estrella de entonces sigue brillando con un esplen dor nuevo. Es querido. Mató al padre, sin saber de quién lo era, ignorando que de esa planta salió la flor de su amor que él acaricia ahora, pensando hacerla feliz, y ser a la vez dichoso. ¡Bella ventura! Destruido el tronco, se encuentra a la vuelta de los años con un vástago tierno y hermoso, una mujer delicada, dulce, capaz de comprenderlo y estimarlo; se miran, se hablan, se sonríen y se apasionan sin esfuerzo, inocentes del secreto que hubiese abierto antes entre ellos el abismo de una tumba, y que ahora puede al descubrirse poner a prueba las conciencias y retorcer el corazón. ¡Quién sabe! El drama va a su desenlace: esperemos.

Cuando Brenda, la deliciosa Brenda, llegue a saber de esta historia, ¿qué mirada para el amante soñado y querido, brotará de sus ojos tiernos y azules, hasta ahora ávidos y brillantes por el fuego de la pasión? ¿qué frase de sus labios, donde él ha posado los suyos en dulce deliquio tras una nota ardiente de amor intenso, sin ajarlos al encenderlos? ¿qué gemido de su alma blanca y pura, cuando levante el recuerdo excitado un fantasma en su conciencia, pálido y sangriento, que la ofrezca su sudario frío para aplacar el ardor del corazón?

No sé. Pero hay ciertos escrúpulos superiores, al criterio de una felicidad exclusivista, que están en la sangre y vienen de herencia, y se imponen tiránicos en el realismo de la vida. Basta uno de esos escrúpulos para rozar las pasiones e instintos enérgicos que duermen en el fondo de toda naturaleza, e increparlos hasta el odio o la venganza en hora oportuna; que hay de sobra con un grano de cal viva para poner en ebullición, y enturbiar en su copa cristalina el agua pura y transparente. ¿Qué llegaría a pensar la huérfana?