Brenda/XV
Empezaban recién extenderse las ligeras sombras de una tarde apacible, cuando el ingeniero Raúl Henares atravesaba a pasos lentos por delante del seto de la quinta de Nerva. Discurría a solas sobre graves compromisos de su profesión. Su palabra ya empeñada de tiempo atrás, con una empresa de ferrocarriles establecida en Río Grande, a la que había prestado servicios de importancia, le obligaría muy en breve a abandonar Montevideo por un mes; contábase con su concurso para robustecer el de otros ingenieros, como él llamados a practicar los estudios de una vía férrea en proyecto. Éste debía coincidir con el de su amigo Zelmar a Buenos Aires, ante cuya facultad de medicina pensaba rendir el joven sus pruebas y coronar su carrera. Preocupaba a Raúl el plan de la labor que iba a emprender y lo arduo de los trabajos encomendados por la empresa constructora; con este motivo, se dibujaban ante sus ojos como en un mapa ideal, áridos terrenos, pedregosas serranías, ríos de alvéolos profundos, valles estrechados por cinturones de cerros, senderos escabrosos, mesetas elevadas, y por ilación lógica de imágenes e ideas, difíciles desmontes, lentas nivelaciones, pesada fábrica de puentes colgantes con sus cadenas de atar colosos y enormes pilastras... Con todo, la tarea que se le reservaba a él personalmente, sólo debía detenerlo, un mes. ¿Cómo conciliar sino el compromiso con el interés apasionado que le inducía a disminuir el plazo de la ausencia en lo posible?
La verdad es que la preocupación cesó muy pronto de molestarle, cuando ocurriósele gozar un momento de los encantos del paisaje que se desplegaba a su vista poético y tentador, cual si le ofreciera alguna sorpresa grata en el secreto asilo de sus arborescencias. Los sentimientos dulces remplazaron entonces a las ideas y cálculos científicos. Con la cabeza descubierta para refrescar la frente húmeda, apoyose en el seto divisorio, compuesto en esa parte de apiñados arbustos engrosados por diversas enredaderas silvestres que se elevaban en espirales por los delgados troncos, y se bifurcaban horizontalmente hasta enlazar las mismas hojas de los agaves, que enseguida erguían sus agudas púas en todas direcciones, a manera de bayonetas dispuestas contra ataques de caballería.
En esa posición, notó a Brenda en el sendero de arena, sin que se le hubiese ocurrido minutos antes la posibilidad de que se realizara su presentimiento. La emoción fue viva: no podía compensarse mejor su afectuoso interés. El piano no había resonado, pero ella se presentaba a su vista, y era la más hermosa melodía que pudiese halagarle alma y sentidos,
Vestía la joven de color celeste, con sencilla elegancia. Traía en el pecho algunas flores que aspiraba de vez en cuando, muda y pensativa, como si en realidad dijeran y recordaran todo, al prodigar su perfume en venganza de su muerte temprana: encantos de la niñez, primeras ilusiones, dolores precoces, deliquios del candor, nostalgias de la orfandad, preludios de la dicha, dulces sensaciones de alma enamorada... Las flores son como caracteres gráficos con que la naturaleza escribe sobre su tapiz verde esperanza, la palabra «juventud». Por eso es que todas en conjunto o cada una de ellas por separado hablan al sentimiento de la mujer en un lenguaje elocuente y embriagador. No la cautiva menos una violeta humilde que una magnolia soberbia. Todas son productos de una savia que no se agota, y de un consorcio perennal. ¡El ensueño de una virgen sería ser como una flor! Nunca les halla más riqueza de colores ni belleza más perfecta, que cuando siente más conmovido su ser por el fuego de la pasión: con sus confidencias íntimas, depositarias de suspiros y lágrimas en el seno o en la almohada, en las altas horas, sin causar nunca rubor a las santas castidades.
Brenda íbase aproximando al sitio en que se encontraba Raúl, con la mirada vaga al parecer, pero dirigida a aquél donde él vivía.
Inadvertida o deliberadamente, habíase colocado esta vez en paraje en que podía ser visto, si la joven asomaba el rostro por algún claro de los arbustos próximos. Al menos no pensó en moverse: pareciole su conducta natural y honesta, poniendo a su conciencia por juez. Estaba ahí porque le arrastraba un prestigio poderoso, a cuya atracción creía no deber oponer resistencias, que, por otra parte, él se hacía la grata ilusión de no suscitar. Si no procedía por otros medios para llegar al fin, era sin duda por razones que él mismo no precisaba matemáticamente, pero que le inducían a suspicacia, respecto al criterio de las personas que rodeaban a la joven. De todos modos, dos almas que se comprenden no necesitan sino de sus fuerzas propias para encontrarse: en su concepto, eran como dos arroyos de opuestas nacientes que bajan en hilos delgados de las faldas graníticas hasta el llano estéril que salvan veloces; cruzan praderas en incansables curvas, engrosan en el camino, saltan por encima de las piedras o las evitan cambiando su corriente, relegan la broza a los ribazos y van, por último, límpidos y susurrantes a unir sus caudales en estrecha alianza y a confundirse en el río, para rodar siempre y mezclarse en el ancho mar de las pasiones, de las calmas y de las tormentas.
El hecho es que Raúl no pudo seguir haciendo filosofía sobre esta materia, y que de pronto se sintió sobrecogido. El caso era imprevisto.
Una mano blanca había aparecido apartando con cuidado las ramitas, casi a su lado, y enseguida una cabeza seductora... Él comprimió el aliento. Ella miró hacia la ventana sombreada por el ombú, haciendo sobresalir en el seto su gallardo busto.
No me ha visto, se dijo formalmente Raúl, cruzándose de brazos para reprimir un poco los golpes dentro del pecho.
De repente los ojos de Brenda vagaron en torno; y al percibirlo tan cerca de ella, pálido y silencioso, en actitud de ruego, ahogó una exclamación de sorpresa, mezclada de ingenua expresión de afecto, ¿Sería aquél un acto inocente?
-¡Ah! ¿estaba usted ahí? -dijo, como si se conocieran hacía mucho tiempo, deteniendo en el rostro del joven sus grandes ojos, donde se pintaban el rubor y la simpatía.
-Y por ello pido a usted perdón, si he osado perturbar sus paseos solitarios...
-De ningún modo. La buena vecindad nunca molesta.
-¡Cuánto agradezco a usted esas palabras!... Desde aquella casa he escuchado siempre con placer las armonías del piano; me seducían de una manera singular, don privilegiado de quien las arranca. Pero eso no era suficiente. Quería gozar del encanto más de cerca, y adquirir el hábito de aproximarme a cierta hora, en que por lo general se hacían oír.
-Se ve que gusta usted mucho de la música... Me cree usted una profesora, y no es así. Hay teclas que se ríen a veces de mis dedos, en vez de quejarse. Prueba de mi insuficiencia... Parece que la música tiene tantos amigos como hay de corazones sensibles. ¿No cree usted?
-Así es. De mí sé decir que me deleita. ¿No piensa usted que es un consuelo para alegres y tristes, por más que los primeros aparenten estarlo siempre?
Brenda inclinó la cabeza con inquietud, guardando silencio. Pareciole sin duda que había aventurado mucho. Luego dio algunos pasos indecisa, y miró hacia la verja.
Raúl avanzó unos pasos, a su vez, suplicando... Ella se detuvo temblorosa.
-Hermosa música la de su voz, Brenda -dijo el joven-. He soñado que hace años la oí... ¡No sé si sólo será sueño!
Brenda volvió a acercarse con lentitud, callada, fijas en el joven sus pupilas de un azul sombrío, y en el semblante retratada una emoción indecible. La había conmovido aquella invocación al recuerdo.
-Y la oí al pasar, siendo yo muy joven; en hora de desgracia... Han pasado los años, pero no se ha oscurecido la memoria: brilla el recuerdo, cual luce allí la estrella del crepúsculo...
Brenda sofocó un suspiro, y repuso con acento dulce, ledo y trémulo, alzando los ojos a la estrella:
-Sí... Pero hoy la noche está serena. No hay nieblas como entonces: ¿verdad?
-Cierto. Aquella era muy oscura y fatídica, sin piedad ni paz. Por otra parte, ¡noche bendita! pues en ella se reveló el secreto de un destino futuro...
-¡Calle usted! -prorrumpió ella volviendo a un lado su semblante de lirio-; el recordar le enardece... Yo lloraba: ¿y cómo no hacerlo, si me dolía toda el alma? Usted estaba callado. ¿Por qué callaba usted? Fue bueno conmigo, y esto nunca lo pude olvidar.
-¿Podía yo acaso ser de otro modo? Vi a una sollozante, y acerqueme.
Tenía usted el velo de crespón que llevaba en la cabeza, todo lleno con la niebla. Pensé después cómo tendría el corazón apenado; y cuando puse la mano en el mío, me persuadí de que compartía con el suyo el mismo pesar.
-Mi madre murió esa noche.
-La mía también.
El seno de Brenda palpitó con violencia, y más aún, cuando dijo con aire grave:
-Creí entonces adivinar la causa de su amargura: tenía usted la cara amarilla, así como los cirios, lo que proviene, según dicen, de estar junto a los que mueren... Esa noche fue muy cruel para mí. Comprendí recién entonces que estaba sola; y después que mi protectora me arrancó de allí, muchos meses transcurrieron sin que pudiese darme cuenta de lo pasado... Pero ¿qué interés tienen estas cosas?
-¡Oh, mucho! ¿Puede usted dudarlo? Yo conservé siempre en mi memoria hasta el menor detalle de aquel suceso, y a usted, a quien vi sufrir. ¡Cuán grato es reproducirlos ahora a la distancia!
La joven se había callado un tanto confusa e inquieta. Mas tras una breve pausa, balbuceó, como impelida por un sentimiento de gratitud:
-Cuando las noches tenían niebla, yo me acordaba...
-Continúe usted -dijo Raúl, observando que las mejillas de Brenda se teñían de rosa e inclinaba la vista quizás arrepentida de sus confidencias.
-Sí, me acordaba de su noble conducta en aquella ocasión, y me decía si ya no volvería a verle para expresarle mi reconocimiento.
-¿Por qué? Mi mejor satisfacción fue la de volver a encontrar a usted en mi camino, tranquila, amada y dichosa. A poco recordé aquel trance, y reprodújose nuevamente en mi mente la imagen de la pequeña huérfana. El acaso nos puso entonces al uno junto al otro, errantes por la misma pena, como niños sonámbulos; hoy repite el mismo hecho en situaciones para los dos distintas, como si se complaciera en acercar dos antiguos y buenos amigos después de algunos años de ausencia. Eso es todo: una conversación triste interrumpida casi en la niñez, y reanudada en la edad adulta bajo una faz más alegre y atrayente; una amistad vieja en nuestros corazones jóvenes que en ellos renace de pronto y los acerca...
Calló Raúl; y los dos se miraron con asombro, sorprendidos de aquella aproximación y de la naturalidad de sus actitudes y palabras, pensando quizás que era cierto que habían encontrado de consuno el último eslabón de un vínculo amistoso, perdido como el cable que se rompe en lo hondo de los tiempos. ¿A qué atribuir sino esa confianza casi familiar, por no decir íntima, que revelaban las menores frases y la conducta de cada uno? Cierto que un sentimiento nuevo, recíproco, más egoísta e intenso, parecía ya envolver sus almas en ese común cendal que a todas aísla del mundo externo, reduciéndolo a un solo objeto, al reducirse toda la energía del sentir en limitado espacio, bajo la influencia cada día creciente de la pasión. Notábase en sus ojos, en sus frentes, en sus labios, los signos, manifestaciones y reflejos de un amor que nacía con fuerza, empezando por dominar los sentidos y por agitar los ensueños de la mente, dándoles un tipo, una imagen real, digna de elevarlos a certidumbres venturosas. Las esperanzas e ilusiones de una nueva vida subjetiva temblaban, si se nos permite decirlo así, en las pupilas y en los labios de los jóvenes, cual si temieran surgir a la luz.
El hecho es que los dos siguieron diciéndose cosas raras y mirándose con afán y deleite, como si hubiesen olvidado la hora y el sitio. En uno de esos instantes, de una manera casi inconsciente, Raúl posó su mano en la de la joven.
Brenda sonrió, al retirar lentamente su mano, las juntó a la altura de su garganta con un movimiento pausado, púsose seria, y murmuró al fin con cierta agitación, viendo pasar a Zambique gruñendo a corta distancia:
-En aquella noche no tuve miedo alguno; pero hoy siento...
-¿Por qué esa inquietud, Brenda?
-No sé... ¿Usted no se marcha?
-Si es una orden, sí.
La joven dio unos pasos, restregose las manos con ansiedad, volviolas a unir y las dejó caer hacia adelante, observando a Raúl en silencio.
-Verdad -dijo éste-, la noche cae...
Saludó ella con un movimiento seductor, casi infantil, y se alejó presurosa... Henares vio perderse su vestido color de cielo entre los árboles, y ocurriósele pensar en las hadas que nacen y se desvanecen al pálido rayo de la luna.